Noche de Brujas

Cuando bajé a hacer mi último viaje en los coches de madera de la línea A, pensé que iba a encontrar gente triste protestando. En su lugar, el clima era de fiesta. Todos sabíamos que después de noventa y nueve años de servicio era lógico jubilarlos. Muchos fuimos especialmente a despedirnos.

Me dirigí al primer coche, donde iba siempre para ubicarme en el asiento que permitía mirar hacia adelante. Desde ahí disfrutaba los recovecos de la línea. Las huellas de las estaciones cerradas. Las curvas bajo la plaza Congreso. El lugar tras Once donde las vías se dividen para que pueda pasar por abajo el túnel del ferrocarril oeste. El funcionamiento del sistema de señales, con el palito que se extendía cuando el semáforo estaba rojo y accionaba mecánicamente los frenos.

Disfrutaba el encanto de lo analógico. Como pasa con los discos de vinilo. Ya no son la única manera de escuchar música, ni la más práctica. Pero permiten tener una relación que lo digital esconde. Se puede cambiar el sonido manipulando elementos que están cerca. Alguna vez leí que lo mejor del vinilo es su tremenda inconveniencia. Es cierto en forma irónica y también literal.

Estos coches tenían luces que se alimentaban directamente de la catenaria, y cuando había algún hueco parpadeaban. Es lo que emparcharon en algún momento para reemplazar la iluminación original con velas. También, al mirar con detenimiento, se podía descubrir que el farol de adelante resultaba ser un agujero por donde se veía la primera luz interior.

Para mí el mayor encanto estaba en la apertura manual de las puertas, que era donde podía tener una participación. Momentos antes de que la formación se detuviera por completo las puertas eran destrabadas. Solía apurarme para ser yo quien hacía fuerza para abrirlas. Me gustaba sentir la inercia al bajarme del tren no del todo frenado.

Otros signos de edad estaban en el anuncio con silbato al arrancar, y en el frenado, para el que se presionaba unas zapatas de madera contra las ruedas. El olor a madera quemada era característico de la línea, y notable en las estaciones más distantes de la anterior, como Castro Barros o Acoyte.

Ese día era obvio que en la parte de adelante no iba a haber lugar. Ahí iban a estar los aficionados. En el resto de la formación capaz que había pasajeros legítimos que usaban el servicio para trasladarse. Tal vez no entendían por qué cada vez que salía el tren de una estación sonaban aplausos.

Fui hasta Plaza de Mayo para hacer un recorrido completo. Mucha gente fue a marcar la ocasión. Naturalmente hablaban de los coches y sus detalles. Pocas veces tenía la oportunidad de hablar con gente a la que le interesara el tema. En general, cuando contaba en mi círculo curiosidades del subte, se tomaban el trabajo de tolerarlo.

Habitualmente, al viajar solo, me gustaba mirar el número del coche, saber si era de los más antiguos o de los que llegaron después de la primera guerra, o alguno de los dos construidos décadas después con repuestos. Me fijaba si me había tocado uno con alguna particularidad, como reformas inconclusas.

Estos trenes tenían que haber sido retirados cincuenta años antes, cuando no eran históricos sino meramente viejos. Hay registros de planes para renovar la flota en los ’40. Ya en los ’60 intentaron disfrazarlos de modernos con un cambio de carrocería, que terminó rompiendo la estructura del único coche en el que se lo intentó. En los ’80 modernizaron tres formaciones, les pusieron cuerpo de metal pintado de gris, asientos de plástico y puertas automáticas, pero internamente seguían siendo los mismos.

La compañía Anglo Argentina no construyó un subte sino un tranvía subterráneo. Replicó las estaciones que había en el centro, y luego de Primera Junta los coches subían la rampa de Rivadavia y seguían hasta Lacarra convertidos en tranvías. Hoy la línea extendida termina quince cuadras antes.

Compraron coches belgas, de la ciudad de Brujas, que es el apodo que les quedó a los coches. La capacidad de andar en superficie, con tensiones tranviarias, es todavía aprovechada. Son estos coches los que remolcan a los modernos de cualquier línea que usan la misma rampa para ir por la calle hasta el taller, porque aún no hay conexión subterránea.

La estructura de madera era normal para la época. En el museo del subte de New York hay coches similares, con carteles que cuentan que fueron retirados en los años ’20 debido al riesgo de incendio. Los de Buenos Aires, al menos más tarde, tenían tratamiento ignífugo y las tragedias que hubo fueron producto de atentados. Aunque alguna vez viajé en una formación que no cerraba las puertas, y todos nos mantuvimos lo más lejos posible.

Sin embargo, cuando oía a gente hablar de que estaban destartalados, explicaba a quien quisiera escuchar que no era así. Los coches vibraban por diseño, como forma de adaptarse en velocidad a las curvas cerradas del túnel. De esa manera la estructura absorbía las vibraciones. Los modernos compensan la rigidez siendo más angostos.

En ese último día, la alegría era compartida por todos. Los empleados del subte se mezclaban con los entusiastas. La motorwoman de mi formación, con el tren detenido en la terminal, nos permitió entrar en la cabina de conducción y sacarnos fotos. Tengo la mía, con los mandos de acero de fondo y la vía hacia el infinito.

La desidia y el olvido convirtieron a estos trenes en reliquias y atracciones turísticas. Sucesivas administraciones consideraron demasiado caro renovar la flota. Se desarrolló inevitablemente una cultura de mantenimiento. Los técnicos del taller Polvorín aprendieron a fabricar repuestos. Los servicios periódicos los dejaban en condiciones de funcionar como nuevos, lo que habla de la capacidad de los operarios y también de la nobleza de los coches originales.

Lo que hizo que esta vez sí fueran renovados fue una necesidad técnica. La expansión de la línea había tornado insuficientes las formaciones. Se había traído algunas retiradas de otras líneas. Viajar en estos coches era una decepción. Cuando tenía tiempo, los dejaba pasar. Por más que también eran antiguos, no tenían el encanto de los belgas de madera.

Los trenes modernos que hay en el mercado son de otra tensión. Tal vez fue un motivo que demoró la renovación. Al sumar trenes era preciso reformar la parte eléctrica para que pudieran convivir, y no valía la pena hacer eso con un cero kilómetro.

Cuando era inminente la apertura de las dos estaciones más nuevas iban a ser necesarios más trenes, y eso motivó que se comprara los chinos actuales. Que, por esa incompatibilidad, no pudieron ser incorporados en forma gradual. De ahí que hubo que cerrar la línea. Aprovecharon para hacerle un lavado de cara y eliminar los grafitis que se habían acumulado en los últimos años de administración nacional, cuando se habían recortado los fondos de operación y vigilancia.

Dos meses después volví a la línea A, ya renovada, esperando decepcionarme con lo moderno. Pero no. Los trenes chinos nuevos son lindos, funcionales, silenciosos y despiden un olorcito a limón. Ya no me ocupo de ir al primer coche, no es necesario. Puedo pasearme por los vagones conectados y, de ser necesario, eludir a los músicos. No está el encanto de los coches de madera, pero la vida sigue.

Los nombres que hicieron la Historia

Todo empezó cuando el rey Fernando fue depuesto por Napoleón. En tierras americanas, sus dominios se quedaron sin soberano. El virrey que había sido designado, Baltasar, ya no representaba a nadie, y por ese motivo el pueblo decidió constituir una junta de gobierno para ocuparse de sus asuntos.

Al principio iba a ser Baltasar el que presidiera la junta, pero se decidió que no había motivo para que así fuera, de manera que designaron como presidente a Cornelio. En la junta estaban varios notables, como Juan José, Juanjo, Juan, Manuel, Domingo y Mariano, que eran residentes de Buenos Aires. Cuando llegaron los representantes del Interior, la junta se agrandó.

Pero resultaba muy complicado manejar el territorio con un cuerpo tan numeroso, por lo que, después de varios experimentos, se decidió que hacía falta una persona a cargo. Fue designado así Juan Martín. Fue él quien convocó al congreso que declaró la independencia.

Los españoles no querían perder el territorio, entonces enviaron ejércitos. Las batallas decisivas se dieron luego de que José cruzara los andes, enarbolando la bandera que había creado Manuel. De esta manera, la independencia fue un hecho, y fue tiempo de organizar la nación.

Se trataba, efectivamente, de una nueva nación. Tenía sus símbolos, como la bandera de Manuel, y el himno compuesto por Vicente y Blas, que se había cantado por primera vez en la casa de Mariquita. Pero las luchas internas por el poder eran cruentas. Había grandes disputas, que principalmente se dividían entre los que querían un gobierno central y los que preferían que las distintas provincias se gobernaran solas. Los primeros, los unitarios, consagraron presidente a Bernardino, y es por eso que hoy el sillón presidencial se denomina “el sillón de Bernardino”.

Pero su presidencia no duró mucho. Fue tiempo de los rivales, los federales, que a pesar de que rechazaban la idea de un gobierno central, en la práctica llevaron a una posición de poder diferencial al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel.

Juan Manuel gobernó cerca de veinte años. Aunque técnicamente era gobernador, también tenía la representación exterior de las demás provincias, y controlaba el puerto más importante. De esta manera se hizo de un gran poder, que defendió estoicamente y sólo perdió cuando fue derrotado en batalla por Justo José.

Luego de esta batalla, Juan Manuel se retiró y se fue a vivir a Inglaterra. Justo llamó a una convención constituyente, que estableció un gobierno federal pero también unitario, con una combinación de las posturas de los anteriores. Esta forma de organización era sobre todo idea de Juan Bautista, un abogado formaba parte de un grupo con otros hombres notables, como Domingo y Esteban.

Sin embargo, la provincia de Buenos Aires no aceptó esta organización, porque perdía poder en el reparto. De modo el país funcionó sin su provincia más importante, que durante un tiempo fue un estado soberano, de modo similar a como había ocurrido con la Banda Oriental, que se había independizado gracias al esfuerzo de José Gervasio.

La situación de Buenos Aires llevó al enfrentamiento con el resto del país. En la batalla de Pavón, las fuerzas de Buenos Aires derrotaron a las de las otras provincias. Santiago, el presidente, renunció y permitió la unión nacional, consagrando como líder a Bartolomé.

Batallas de palabras

Las palabras tienen una existencia incorpórea. Están ahí, sin que se las pueda ver. Sólo se las puede representar en forma visual o sonora (o táctil, pero es una variante de la visual). Lo que les da vida son los significados que las personas les atribuyen. Pero es muy difícil ponerse de acuerdo en esos significados. Es posible que no haya dos personas que estén del todo de acuerdo en lo que significa ninguna palabra.
Cada persona impregna a las palabras de sus propios conocimientos o vivencias, y los aplica de distintas maneras. Una misma palabra evoca en cada persona imágenes distintas, que tienen su origen en las primeras veces que le aplicó un sentido, y las modificaciones que hizo en las siguientes. Es difícil usar una palabra sin modificar su sentido al hacerlo, porque cada uso se acumula en la experiencia correspondiente a ella.
La comunicación depende de la existencia de bases comunes en estos significados. El hecho de que no existan la hace imposible. Lo que se logra es una aproximación, a veces muy completa. Es un crédito para nuestra especie que se pueda hacer. Dos personas que ven en las palabras significados parecidos, o compatibles, lograrán simular comunicarse, y se sentirán bien. Con los demás habrá la sensación de puentes no tendidos.
Todo el tiempo hay conflictos en relación a las palabras. Distintas facciones tratan de que los demás acepten su propio significado, como si fuera el verdadero. Nadie puede ver que una palabra se interprete como si fuera otra. Existen instituciones con buenas intenciones, que intentan terciar en los conflictos proveyendo definiciones estables, como las academias y los diccionarios. Pero son una solución parcial, porque al fin y al cabo nadie les dio autoridad para regir las palabras. Basta con que alguien no lo acepte para que el conflicto renazca.
Las batallas sobre palabras se parecen a las batallas sobre dioses, en las que cada uno necesita que los demás acepten el suyo, porque no pueden concebir un mundo en el que las palabras, o los dioses, sean distintos. Como resultado, se generaron lenguajes distintos, hablados por grupos que más o menos cumplen algunas reglas básicas que les permite entenderse. Por esa razón, estos grupos muy frecuentemente también comparten los mismos dioses, o mejor dicho las mismas ideas sobre lo que es un dios.
Pero inevitablemente se producen los conflictos, dentro del mismo grupo o entre grupos ya afianzados. Los que no saben que están en guerra son los que pierden. Los vencedores tomarán la palabra y le aplicarán su significado con gran pompa. Serán ellos quienes la usen para escribir la Historia.

La época colonial

En la época de la colonia, las calles eran de tierra y no había locales a la calle. Los negocios se hacían en la calle. En la Plaza que todavía no era de Mayo, los vendedores proclamaban sus productos. Vendían velas, porque no había luz eléctrica. También vendían mazamorra, y empanadas calientes para viejas sin dientes (también para otras personas, se trataba de un slogan). Algunos de los vendedores eran negritos.
Era una vida bastante plácida, sin preocupaciones, pero con la conciencia de que se encontraban bajo el yugo de España, que había conquistado este territorio algunos siglos antes. Sin embargo, ellos eran descendientes de españoles, y algunos en parte lo eran de indios (menos los negritos, que venían de África, donde la gente es negra, y hay jirafas y leones).
Éramos una colonia española, pero no éramos España. En una ocasión, unos ingleses invadieron el territorio, y lo defendimos como si fuera nuestro. Les tiramos aceite hirviendo, y los ingleses se subieron a sus barcos y no volvieron más.
Con el tiempo, nos dimos cuenta de que así como habíamos podido repeler al invasor, también podíamos hacernos cargo nosotros de nuestros asuntos. No necesitábamos a los virreyes que mandaba el rey de España, que encima nos enteramos de que había sido depuesto por Napoleón. Entonces un grupo de patriotas se reunió en el cabildo, que estaba abierto, y decidió que había que hacer algo.
Los patriotas no eran negros. Eran bien blancos. Sabían lo que estaban haciendo. Pero el pueblo no. Y durante una de las reuniones el pueblo se agolpó en la plaza frente al Cabildo. Los vendedores dejaron de proclamar sus productos, y se unieron al pueblo, que quería saber de qué se trataba.
Los patriotas, al ver el clamor del pueblo, se dieron cuenta de que se estaban reuniendo muy en secreto, y difundieron sus planes mientras tres de ellos (French, Juncal y Beruti) repartían cintas celestes y blancas, porque había nacido una nueva nación. Poco después, Manuel Belgrano crearía con los mismos colores la bandera de esta patria, y la nación, flamante y flameante, marcharía hacia el futuro.

Gandhi y la olla popular

Para atraer adeptos a sus protestas, Gandhi organizó una olla popular. La gente podría comer y al mismo tiempo manifestarse en contra de lo que fuera necesario manifestarse. Con gran esfuerzo, compró una gran marmita y varios kilos de fideos.
“No, fideos no, Mahatma”, dijeron algunos de sus seguidores. “¿No puede ser algo más liviano?” Gandhi no hizo caso, siguió preparando los fideos para la olla popular. Paralelamente, en una marmita más chica, preparaba una salsa de tomate. Entonces los que protestaban implementaron su propia forma de protesta, que fue irse.
“No, tomate no, Mahatma”, dijeron algunos de sus seguidores, aproximadamente la mitad de los que no habían protestado por los fideos. “Preferimos crema”, dijo uno de ellos. “No, pesto”, dijo otro. Se produjo una discusión entre ambos, que resultaron ser líderes de dos facciones numerosas. Los que querían crema propinaron una certera paliza a los que preferían pesto, y entonces se impuso la crema.
Gandhi, que no quería cometer el mismo error que antes, resolvió hacer caso a sus seguidores. Donó a un pobre que pasaba la salsa de tomates y comenzó a preparar la crema.
En ese momento saltaron los otros seguidores, los que hasta ese momento se habían mantenido en silencio y no habían participado de la pelea. “Eh, Mahatma, ¿por qué les hace caso? Nosotros queríamos tomate”. De inmediato los partidarios de la crema se enojaron y se produjo una nueva pelea. Pero fue más pareja que la anterior. Los dos bandos se trenzaron durante un largo rato, a tal punto que los fideos se pasaron sin que nadie comiera nada. Sólo el Mahatma se dignó a probar un plato.
Cuando terminó de comer, los seguidores seguían peleándose. Al mirarlos, Gandhi tuvo una visión. Decidió que, a partir de ahora, lucharía para terminar con la violencia. Y también que lo haría sin comer.

Fuga de cerebros

Un día los cerebros se fueron del país. Nadie supo adónde, y nadie tenía las herramientas para averiguarlo. Como no se sabía qué hacer ante la ausencia de los cerebros, la gente quiso continuar su vida como era hasta entonces, haciendo de cuenta que los cerebros todavía estaban.
Entonces la gente siguió haciendo lo mismo de antes, pero sin pensar. Olvidaron las razones por las que hacían sus actividades, sólo tenían conductas mecanizadas que seguían sin analizar. La vida se asemejaba bastante a como era antes de la fuga de los cerebros.
Ocasionalmente algunas personas extrañaban a sus cerebros y pensaban que su presencia podría sacarlos de algún aprieto. Y al no tenerlos debían actuar como lo hacían los demás, sin saber por qué y sin preguntárselo.
A mucha gente le vino bien la fuga de los cerebros para poner como excusa de cómo no podían hacer algo, o por qué no se acordaban de algún evento. La industria editorial se vio beneficiada, dado que la gente ya no recordaba los libros que había leído y volvía a comprarlos todos para empaparse, aunque fuera sólo mientras los leían, de su sabiduría. Además se editaba toda clase de libros para descerebrados, que la gente consumía sin saber por qué.
Un par de semanas después de la fuga de los cerebros se jugó el mundial de fútbol en un país extranjero, y alguna gente a la que le quedaba un poco de masa encefálica pensó que tal vez los cerebros se habían ido a ver los partidos y que volverían al finalizar el evento.
Pero no fue así. Poco después de empezado el campeonato los cerebros volvieron. La gente los recibió con entusiasmo, y algunos se avergonzaron de su conducta cuando sus cerebros se les reincorporaron. Los cerebros de los cronistas deportivos que estaban cubriendo el mundial, por su parte, no encontraron a las personas correspondientes y se perdieron por los recovecos de la nación. Algunos cada tanto dicen toparse con alguno de ellos, pero nunca se ha comprobado.
¿Qué habían ido a hacer los cerebros? Estaban como espectadores en un simposio en Suecia, en el que se reunían las mentes más brillantes del mundo.

Violencia religiosa

Hace muchos años Europa fue sacudida por una ola de violencia religiosa que desde entonces no se repitió.
Hordas de gente sin respeto por las creencias de los demás rezaban a los gritos y en cualquier circunstancia. Rezaban en los cines, en los hospitales, en los porteros eléctricos, al oído de cualquiera que pasara cerca y en las canchas de fútbol. También rezaban en los templos, a veces durante los oficios y sin esperar los momentos oportunos.
Otros bendecían agua a la fuerza. Llegó un momento en el que todos los lagos, ríos y mares estaban compuestos de agua bendita. La nieve y los glaciares no escapaban a esta bendición. Tampoco lo hacían las nubes y el 80% del cuerpo humano.
Esto permitía que la población entera del mundo estuviera bautizada. Incluso todos estaban bautizados en distintas maneras de entender la fe cristiana, dado que había varias ramas entre los perpetradores de este movimiento violento, cada uno de los cuales hacía fuerza para su lado.
Otra gente realizaba vía crucis en cualquier lugar y a cualquier hora. Los transeúntes, los autos y las formaciones del subterráneo que vieran interrumpida su trayectoria por estas manifestaciones debían esperar a su finalización para continuar.
Había que cuidarse de una banda de exorcizadores que practicaban largos y meticulosos exorcismos a todo el que se les cruzara.
También había pequeños grupos que seguían, cada uno, a un líder que decía tener contacto con Dios o haber hecho alguna interpretación de las sagradas escrituras, lo cual le permitía predecir algún evento que los seguidores se encargaban de hacer ocurrir para evitar que las escrituras estuvieran erradas.
Pronto hubo grupos no cristianos que se unieron al movimiento de violencia religiosa. Los hinduistas irrumpían en los mataderos y liberaban a las vacas. Gracias a esto Europa se vio invadida por vacas que corrían libres por las praderas, los bosques y las ciudades, sin dejarse comer.
Vándalos judíos saboteaban los sistemas de distribución de electricidad cada sábado para que todos pudieran observar el cuarto mandamiento.
Los estados laicos comenzaron a tomar medidas y encarcelar a quienes pudieran agarrar, pero pronto dejó de haber espacio en las cárceles para encerrar a tantos fanáticos. Eran muchos.
Se resolvió entonces apelar a la indiferencia, no prestarles atención y dejarlos actuar. El resto de la gente seguiría con su vida.
El plan resultó. Los violentos se aburrieron y la costumbre pasó de moda. Después de un tiempo casi todos volvieron a sus antiguas costumbres. Sólo quedaron algunos grupos aislados de vándalos que cada tanto realiza algún acto de nostalgia.

¡Tricampeones!

Ningún campeón del mundo tuvo que enfrentar condiciones más adversas que el seleccionado argentino de 1990. Pero el equipo, gracias a su mística, logró sobreponerse y consiguió la hazaña.

El equipo de Bilardo venía de conseguir el título cuatro años antes, y existían pocos antecedentes de campeones que repitieron en el torneo siguiente. Sólo Italia en la preguerra y Brasil con Pelé y Garrincha lo habían logrado. En general el último poseedor de la Copa no quedaba ni cerca. Cambiar esa racha era el primer desafío.

El técnico sabía que su condición de campeón del mundo, además de tener en el plantel al mejor jugador del planeta, convertía al equipo en favorito. Pero ningún conocedor del fútbol ignora que los favoritos no ganan el Mundial, por lo tanto Bilardo decidió urdir un plan para bajar el perfil de la selección. El plan constaba de tres etapas:

1) Jugar sistemáticamente mal durante los cuatro años que separaban un Mundial del otro, para ayudar a destruir la reputación. También se cuidó de ganar torneos, ni siquiera una Copa América de local. Esta etapa del plan se cumplió a la perfección, cuidando cada detalle, como es habitual en un grupo de Bilardo.

2) Llevar un plantel limitado, dejando afuera a varios jugadores en condiciones de ir al torneo (como Ramón Díaz, estrella en el Inter de Italia), e incluyendo a jugadores de la talla de Pedro Monzón, Néstor Lorenzo y Gabriel Calderón, autor de un gol en toda su carrera con el seleccionado. Quedaban Diego Maradona y Claudio Caniggia como variantes principales de calidad, para dar la sorpresa. El resto del equipo se concentraba en la mística ganadora, componente esencial de todo campeón del mundo.

3) Perder el partido inaugural. Como se sabía que, a pesar de lo anterior, muchos iban a dar como favorito al equipo, nada mejor que una derrota con el mundo mirando para sembrar todas las dudas posibles. Bilardo pidió al arquero Pumpido que dejara entrar alguna pelota y, para aumentar las chances de perder, dejó a Caniggia fuera de la formación inicial.

Una vez cumplidas las tres etapas, fue el tiempo de clasificar para la siguiente ronda. En el grupo clasificaban hasta tres equipos, por lo que era difícil quedar afuera. En el segundo partido, ante la Unión Soviética, hubo un percance no previsto. Pumpido se fracturó y debió ser reemplazado por Goycochea, que estaba en el plantel por obra y gracia del punto 2 del plan de desprestigio. El equipo, esta vez con Caniggia de titular, logró controlar el partido y se llevó una inconspicua victoria por 2-0, que dejaba grandes chances de clasificación sin dar una imagen de candidato.

Para reforzar esa ausencia de imagen, cuando el equipo estaba en ventaja en el tercer partido contra Rumania, con la posibilidad de ganar el grupo, se eligió no buscar más goles, y conformarse con un empate que clasificaba a Argentina en la tercera colocación, para jugar contra el primero de alguna otra zona, que de esta manera sería el favorito en los papeles.

El fixture determinó que ese favorito fuera Brasil. Pero había un problema. La estrategia de desprestigio implicaba un equipo limitado, era difícil que le ganara a una selección tan hambrienta como la brasileña. Por lo tanto, se pergeñó una nueva estrategia para el resto del Mundial: jugar para empatar y apostar todo a los penales. Entre partido y partido se entrenó al arquero suplente y se consiguieron videos de los pateadores de cada rival, de modo que los detalles de la definición, que son menos que las variables de un partido, estuvieran bajo control.

Sin embargo, en el partido con Brasil no fue así. A pesar de que se dio la esperada superioridad verdeamarela, se produjo en el segundo tiempo una genial combinación entre Maradona y Caniggia, que determinó el triunfo por 1-0 del seleccionado argentino. Bilardo estaba contento, a pesar de que no se había dado su plan, porque se llegaba a cuartos de final con menos gasto energético que el esperado. Además, en la jugada del gol sólo habían cruzado la mitad de la cancha Maradona y Caniggia, por lo tanto no se había puesto en riesgo el orden defensivo.

Yugoslavia fue el rival en la siguiente fase, y en este caso el plan se cumplió con creces. No sólo se llegó a los penales, sino que Maradona erró uno, lo cual dio mucho que hablar a los medios, que al hacerlo se ocuparon menos de la actuación del equipo. Goycochea logró parar dos tiros rivales y catapultó así al equipo a la semifinal.

En esa instancia tocó el rival más apropiado para ir de punto: el local Italia, con todas las ganas de ser campeón nuevamente en su tierra. El equipo de la península nunca se destacó por el juego ofensivo, por lo que el plan antes del partido era un 0-0 clavado que se definiría en los penales. Sin embargo, poco después de arrancar se produjo un inesperado gol italiano que obligaba a Argentina a ir a buscar el empate si quería llegar a los penales, y a través de ellos a la final.

Ante la necesidad, se jugó el mejor partido de todo el campeonato, Bilardo sacó a Calderón para incluir a Troglio y el equipo logró el empate a través de Caniggia, el goleador argentino en la segunda fase del Mundial. En el alargue entró Batista para aguantar el resultado y nuevamente se llegó a los penales. Esta vez las responsabilidades eran mayores y Maradona no falló. De hecho, Argentina convirtió los cuatro que ejecutó. Donadoni y Serena vieron sus remates contenidos por Goycochea, que puso así a la selección en la final del Mundial por segunda vez consecutiva y por tercera en cuatro Mundiales.

El último rival era Alemania, el mismo de la final del ’86, que había mostrado mejor fútbol durante el torneo y llegaba como claro favorito. Por las dudas, Bilardo había tomado la precaución de hacer amonestar a varios jugadores argentinos, de modo que no pudieran jugar la final, incluyendo a Olarticoechea y Caniggia (esa instrucción del técnico explica la mano infantil que le valió la tarjeta amarilla al blondo delantero). Dado que el rival era el mismo que en el ’86 y se corría el riesgo de que existieran incómodos paralelismos, era preciso más que nunca ir de punto. Por eso, Argentina formó con Goycochea; Lorenzo; Sensini, Serrizuela, Ruggeri, Simón; Basualdo, Burruchaga, Maradona, Troglio y Dezotti, y se dedicó a esperar los penales desde el primer minuto.

El partido se transformó así en la final más fea de la historia, pero al que gana no le importan estos detalles. El fútbol no es arte, el que quiere ver belleza tiene grandes museos en Italia. Lo que vale es quién se lleva la Copa, y el método argentino estaba dando resultado. El partido era un hermoso 0-0 hasta que sucedió algo inesperado. Faltando cinco minutos, el árbitro Eduardo Condesal cobró penal para Alemania.

La situación era tensa. Si el penal llegaba a ser gol, el equipo argentino no estaba capacitado para empatarlo en tan poco tiempo. Y el ejecutante habitual, Lothar Matthäus, era talentoso. Pero, sorprendentemente, el que se paró frente a la pelota fue Brehme. El respeto que inspiraba la selección campeona del mundo, aún haciendo todo lo posible para reducirlo, había achicado al capitán de Alemania.

Pero todo quedó en la anécdota. Goycochea intuyó que Brehme patearía a su derecha, porque alguien con la posibilidad del campeonato del mundo en sus pies era difícil que no hiciera la lógica. Y, además, el alemán había pateado igual su tiro en la definición de la semifinal contra Inglaterra. Así que apenas el pie del 8 alemán se separó de la pelota, el arquero voló hacia el palo correcto y la tiró al córner. Se había evitado lo peor.

El partido continuó, y en el suplementario no se produjo ninguna situación extraña. La de 1990 fue la primera final que se definió por penales (tiempo antes, se hubiera jugado de nuevo el partido, pero la FIFA ya había archivado esa previsión). Illgner y Goycochea se prepararon para ser héroes. Ni alemanes ni argentinos habían perdido nunca una definición desde los 12 pasos, y ninguno quería que ésa fuera la primera vez. Argentina, además, pretendía ganar la tercera definición consecutiva.

Arrancó pateando Argentina con Serrizuela. Kohler empató. Troglio convirtió el suyo, luego Matthäus hizo lo mismo. De repente, alarma: José Basualdo pegó su disparo en el palo, y para colmo Brehme se desquitó y puso el 3-2. Maradona, Hassler y Calderón convirtieron. Quedaba el último penal, en el que si Klinsmann concretaba daría a su equipo la Copa del Mundo. Pero Goycochea volvió a ser héroe y desvió el remate. Comenzaban las series de uno. Lorenzo picó su remate pero lo convirtió, provocando la célebre reacción de Bilardo desde el banco de suplentes. Völler estaba obligado a empatar. Se paró frente a la pelota, tomó carrera y apuntó al centro del arco. Goycochea se tiró a su izquierda, pero alcanzó a sacarla con la rodilla y el Mundial se terminó. ¡Argentina campeón del mundo!

De más está decir que en el país se produjo un festejo desaforado, multitudinario, que duró varias semanas. Bilardo eligió retirarse de la selección con toda la gloria. Goycochea recibió la gratitud eterna del pueblo argentino, que todavía lo considera uno de los ídolos más grandes de la historia del fútbol nacional. El Mundial se ganó con dos triunfos, cuatro empates y una derrota. A la selección le alcanzó con cinco goles a favor y tres en contra para obtener su tercer y, hasta ahora, último campeonato Mundial.

Sólo entonces el equipo pudo pasar a la Historia. De otro modo, no se estaría hablando hoy de los héroes del ’90 porque, como repite frecuentemente Bilardo, “del segundo no se acuerda nadie”.