Desafío de lectura

“Usted no terminará este texto” era el arranque del texto. Por lo tanto, decidí que no importaba cuánto costara, iba a terminarlo. De alguna manera lo iba a cagar. Así que seguí leyendo. Efectivamente, era muy difícil de seguir. Además de incoherente, era aburrido. No se merecía que lo terminara. Si hubiera sido cualquier otro texto, lo habría dejado de lado sin miramientos.
Pero hacerlo hubiera implicado consentir a la predicción del principio, y no podía permitirlo. Así que seguí leyendo, página tras página. Me costaba pasar las páginas. Había como una fuerza magnética que me impulsaba a cerrar el libro. Era como si el soporte estuviera en consonancia con el texto. Cada tanto el autor me recordaba que no lo iba a terminar, y yo pensaba “vos creías que no iba a llegar hasta acá, hijo de puta”. Sentía que lo estaba logrando.
El texto, como necesitaba doblegarme, se alejaba cada vez más de cualquier cosa que uno pudiera esperar de él. De pronto aparecían recetas de cocina, letras de tangos, largos apartados con opiniones del autor sobre temas intrascendentes y distracciones varias. Parecía un filibustero del senado americano. Seguía implacable, página tras página, invitándome a dejarlo de lado, mientras yo lo continuaba leyendo.
A veces me agarraban ganas de ir al final y terminarlo indirectamente, pero eso era trampa. Lo resistí. Ya era un ejercicio de temple y disciplina. Seguí leyendo, mientras el autor me gozaba. “Ja, seguís leyendo, estás perdiendo el tiempo”, rezaba el texto, que ya había perdido respeto por su lector. Yo no podía hacer lo mismo, porque nunca le había tenido respeto al texto. El objetivo era, precisamente, que algo tan poco respetable no me ganara.
De repente aparecían pasajes en idiomas desconocidos. Me parece que algunos eran en sánscrito. Me permití saltearlos. Por supuesto, cuando volvía al castellano hacía referencia a lo que no había podido leer. Resultaba imprescindible para entender la historia. Pero yo no quería entender. Quería terminar de leer el texto. No me importaba nada más.
Pasaba las páginas, y el texto seguía. Cada tanto, volvía la advertencia: “usted no terminará este texto”. Empezaba a hacerse tedioso. Ya no tenía tantas ganas de terminar. Pensé que era más razonable dejarlo ganar, total qué me importaba. ¿Quién lo iba a saber? Pero después pensé que eso era exactamente lo que el autor quería: que me rindiera. Y jamás me iba a rendir. Este texto no sabe con quién se metió.
Sin embargo, después de varias apariciones de la advertencia, el texto me empezó a sonar conocido, a pesar de que no estaba prestando atención al contenido. Al retroceder un poco, descubrí que lo que estaba leyendo ya lo había leído. Era siempre lo mismo. El texto era un loop. Pero al principio no lo había sido. Había entrado en algún momento de las últimas páginas.
Decidí ver cuánto faltaba. Avancé hacia el final para calcular las páginas que me quedaban por leer. Faltaban doscientas. “Bueno, no es para tanto, puedo leer doscientas páginas”, pensé. Y avancé confiado en que iba a lograr superar todas las barreras que el autor había puesto, pensando que iba a aparecer alguien como yo.
Leí sin preocuparme demasiado, pero algunas horas más tarde me pareció que pasaba algo raro. Me volví a fijar cuánto quedaba, y faltaban doscientas. Aparentemente el texto se reproducía a medida que lo iba leyendo. El libro se hacía más grueso en forma gradual, porque si no me hubiera dado cuenta. Efectivamente, era imposible llegar al final. “Maldición”, pensé.
Pero decidí que podía tener una venganza. Organicé un asado, y lo usé como combustible del fuego. No necesité carbón, porque las hojas que se reproducían alimentaban el fuego. Finalmente, el calor venció. Cuando estaba sacando la última tanda de carne, las hojas se extinguieron. Festejé con un brindis. Al fin había terminado con él.

Juegos de cabeza

“Si tomás eso, se te va a derretir el cerebro”, me decían los mayores. Y durante mucho tiempo les hice caso. Pero llega un momento en el que uno tiene que decidir por sí mismo, y para asegurarse de que el que toma la decisión es uno y no los demás, la única opción es hacer lo que los otros aconsejan evitar. Así que me puse a buscar esas pastillas. Fue fácil encontrarlas. En la escuela todo el mundo las tomaba. Era cuestión de preguntarle a alguien de confianza dónde se podían comprar.
Cuando las conseguí, me decepcionó un poco su aspecto. Eran tres cápsulas blancas y sólidas. Parecían Tylenol. La indicación era tomarlas todas juntas. Era importante usar agua para tragarlas, no alcohol. Aparentemente eso hacía mal.
Luego de contemplarlas durante unos momentos, las coloqué en la parte de atrás de la lengua y las bajé con un buen trago de Coca-Cola. Me dediqué entonces a esperar que hicieran algún efecto.
Pero no me hacían nada. Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento, o que me habían vendido pastillas de mala calidad. Tal vez eran Tylenol, nomás. Decidí presentar mi queja al vendedor. Me costó levantarme, porque estaba sentado en un sillón muy mullido, que parecía que me estaba tragando. Hubiera sido fácil salir con la ayuda de la mano de alguna persona que estuviera cerca. Pero no había nadie cerca, me había asegurado de que nadie me viera.
Descubrí que la clave para salir de ese sillón era hacer fuerza con la cabeza. Si me concentraba en el torso como impulso para levantar el cuerpo, no pasaba nada. Llegué a la conclusión de que todo estaba en la cabeza. Ella era la que decidía, si tenía la suficiente voluntad iba a poder salir. Entonces me concentré con gran esmero, y la cabeza me guió hacia fuera de ese sillón.
Cuando salí, estaba como colgando de la cabeza. No se notaba porque los pies llegaban hasta el suelo, pero el centro de gravedad se había trasladado. Claramente, la cabeza estaba a cargo. Podía verme desde arriba, indefenso ante mí mismo, a merced de lo que la cabeza quisiera hacer conmigo. Inmediatamente empaticé. Me identifiqué con la cabeza, y supe que ella era yo, y que yo era ella. Ambos éramos uno, o una. Nunca me sentí tan unido con mí mismo, tan consciente de la importancia de mi propio cuerpo sobre mí ni sobre mis acciones.
Pero la cabeza no era toda igual. También ella sentía una unidad. No es lo mismo la mandíbula que las orejas, sin embargo en ese momento sí eran lo mismo. Lo importante era lo de adentro, y toda la cabeza, igual que el cuerpo, estaba hecha fundamentalmente de lo mismo. Incluso el cerebro se sintió consustancial con el resto del cuerpo.
Tanta confraternidad generó una gran unidad en mí. Y eso es peligroso. Al identificarse el cerebro con el resto del cuerpo, intentó trasladarse como para hacer una visita oficial al distrito sobre el que tenía soberanía. Y se empezó a desintegrar. Me di cuenta de que el cerebro se estaba derritiendo. No lo podía permitir. Rápidamente me lo saqué y pedí ayuda. Necesitaba algo donde apoyarlo. Como ya estaba en la calle, con la desesperación entré a un montón de lugares donde no me podían ayudar. El único donde me hicieron caso fue en un lavadero. Me ofrecieron ponerlo en el secarropas, ahí seguro que no se iba a derretir. Pero no me gustó la idea. Era mucho calor. Prefería algo frío. Por eso entré a la heladería de al lado y pedí un cucurucho sin ningún sabor.
Apoyé el cerebro en él, pero se seguía derritiendo. Tenía que lamer las gotas de seso que iban cayendo sobre el barquillo para no perder masa encefálica. Un empleado de la heladería me vio y quiso ayudarme. Me ofreció bañar el cerebro en chocolate, para mantenerlo contenido. Me lo devolvió en seguida, pero fue peor. Además de derretirse el cerebro, se derretía el chocolate. Era, eso sí, más agradable de lamer.
Igual decidí sacar esa capa de chocolate, porque quería tener al cerebro bien vigilado. No fuera cosa que me lo tragara, y pasara a formar parte del aparato digestivo. Ya había aprendido los inconvenientes de pensar con el estómago.
Tener tanto tiempo el cerebro desprotegido me ponía nervioso. Tenía que devolverlo a su lugar antes de cometer algún error del que me arrepintiera el resto de mi vida. Lo llevé por la ruta más directa: lo aspiré con la nariz. El cerebro entró de a poco, como un fideo continuo, y se fue acomodando en el cráneo. Al principio no encontró la posición adecuada. Fue necesario mover un poco la cabeza para acomodarlo bien. Por suerte había música adecuada.
Me quedó el cucurucho solo, que aproveché para comer. Fue un error. Rápidamente bajó, y se me fue a las rodillas. Quedaron puntiagudas, mucho más peligrosas que antes. Me moví entonces con cuidado, porque no quería pegarle un rodillazo accidental a nadie. Pero el mundo, de repente, empezó a girar vertiginosamente. Yo me mantenía en el centro, tranquilo, como en el ojo del huracán. La gente, sin embargo, no parecía especialmente inquieta. Sí acelerada, pero por la velocidad del entorno, no por alguna respuesta propia a esa velocidad. En ese momento cometí el error de salir de ese centro. Al moverme, perdí el equilibrio y empecé a girar alrededor de mí mismo. Mi posición horizontal me hacía desconectarme. La cabeza, que estaba más lejos del centro, se separaba del resto del cuerpo. Ya no estaba a cargo. Para poder salir de esa posición necesitaba pensar rápidamente con los pies. Sin embargo, no se ponían de acuerdo. Cada pie quería algo distinto, y que el otro lo obedeciera. Eso con la cabeza nunca había pasado. Sabiamente la cabeza es una. Aunque corría peligro de reducir esa cantidad si los pies no lograban tomar una medida conjunta.
El resto del cuerpo presionaba a los pies a través de las piernas. Tuve que esforzarme para mantener la unidad en el torso, porque la fuerza de los pies podía hacer que se dividiera también. Y en ese caso habría estado en problemas.
Los pies estaban más concentrados en sus problemas que en los del cuerpo. Entonces la cabeza decidió tomar cartas en el asunto. A duras penas se arrastró como pudo hacia los pies y procedió a darles una lección. Ahí los pies se unieron, pero en contra de la cabeza. Ambos decidieron que nadie iba a venir a decirles lo que tenían que hacer. Entonces empezaron a dar patadas a la cabeza, con un gran control cefálico. Los pies hacían jueguito, se pasaban la cabeza uno al otro. A veces la compartían con el resto de las piernas, y la cabeza cerraba los ojos para evitar que la punta de una rodilla arruinara la vista para siempre.
Los pies se entusiasmaron, y el cuerpo olvidó sus problemas. Los brazos, el abdomen, los hombros, todo el cuerpo se acopló al juego. La cabeza iba de un lado para el otro. El cuerpo estaba contento de manejar a la cabeza, por una vez. El juego siguió hasta que la cabeza cayó entre los hombros, y accidentalmente volvió a su lugar.
En un abrir y cerrar de ojos, la cabeza volvió a estar a cargo. Decidió una amnistía para el resto del cuerpo, porque sabía que de otro modo se iba a venir un conflicto que podía terminar con su cabeza, o sea con su totalidad. Pero se ocupó de dejar claro quién estaba a cargo, y por un tiempo decidió hacer marchar a los pies con un compás definido, un dos un dos.
La marcha desembocó en una pared de ladrillos. La cabeza no la vio porque todavía mantenía los ojos cerrados como forma de precaución. Y funcionó, porque se hubiera dado los ojos contra los ladrillos de haberlos tenido abiertos, aunque en ese caso podría haber hecho algo para prevenir la colisión. Así que al mismo tiempo funcionó y no funcionó. La paradoja produjo en la cabeza un profundo dolor, que hizo que me acostara un rato en un sillón hasta que pasara. Me hubiera tomado un Tylenol, pero no tenía a mano.
Me desperté un rato después en el mismo sillón. Desde ahí divisé al que me había vendido las pastillas. Le exigí que me devolviera la plata, decepcionado porque no me habían hecho ningún efecto.

La nueva gota

Una gota se aproximaba a toda velocidad hacia un vaso lleno. El agua que llenaba el vaso había llegado de la misma manera, en forma de gotas, que se habían integrado y ya no se diferenciaban. La gota no era distinta a las demás, excepto en que todavía era distinta. Podía aislarse de las otras. Todas las gotas estaban hechas de lo mismo, y seguirían estando, pero el aire separaba a la que todavía era gota.
Esa separación, no obstante, era cada vez menor. La gota se acercaba al vaso. A la velocidad que iba, en caída libre, apuntaba directamente hacia los confines del vaso. Pero ahí ya había otras gotas establecidas desde tiempo atrás, de prolongada integración con las posteriores. La irrupción de la gota externa iba a producir un enorme cambio en la distribución del vaso.
La gota, lanzada como un proyectil, iba a desplazar a una cantidad de ex gotas que hasta ese momento contaban con un lugar asegurado en el espacio tridimensional. No había forma de impedirlo. La gota bajaba muy rápido, estaba por llegar al vaso. Una alternativa era mover el vaso, pero eso hubiera implicado otro tipo de desplazamiento de las gotas existentes, y dado el nivel de llenado, seguramente también un derrame.
Nada impidió entonces que la gota llegara. Perforó un agujero en el agua. Generó dentro del vaso corrientes nuevas. El contenido del vaso debía adaptarse a la realidad de tener una gota más. El agua, adaptable al fin, se reacomodó. Pero no toda el agua que estaba en el vaso estuvo en condiciones de quedarse. Ya no cabía una gota más.
El reordenamiento del agua hizo que algunos sectores desbordaran. Atravesaron los límites de vidrio transparente. Volvieron a convertirse en gotas de distintos tamaños antes de aterrizar. La gota que había producido este efecto se encontraba segura en los confines del vaso, ya sin ser gota.
Su llegada generó la salida de gotas más grandes que ella. Entonces, gracias a ella, hubo más lugar. Pasó a ser posible admitir gotas nuevas.

Sea como yo

Usted me admira y desea ser como yo. ¡Usted puede! Sólo tiene que observarme, ver lo que hago y comprenderlo. Pero comprenderlo profundamente. Saber cuáles son mis motivaciones, mis miedos y mi manera de pensar. Poder predecir qué haré ante un estímulo determinado.
Para eso, lo mejor es el método científico. Luego de hacer las observaciones pertinentes, formule hipótesis. Más tarde, examine esas hipótesis. Experimente. Presénteme usted mismo situaciones para ver si respondo como piensa que voy a responder. Así podrá sacar conclusiones más rápidamente, en un ámbito controlado.
Puede hacerlo alterando la realidad en la que me muevo, o simplemente secuestrándome en su laboratorio. Ahí podrá someterme a pruebas más exigentes, que demandan más poder de observación o de control. Y tendrá la posibilidad de evitar que nadie interfiera en su trabajo.
Pero no lo olvide. Su objetivo no es estudiarme, sino ser como yo. Luego de sacar las conclusiones pertinentes sobre cómo soy, o sea cómo debe ser usted, le sugiero dejarme libre. Es lo que yo haría. Y con las notas en mano comience el proceso de transformación.
Imíteme. Desarrolle mis instintos. Pruebe con usted. Preséntese los mismos estímulos que me presentó a mí y trate de reaccionar igual. Deberá emular las condiciones. No es lo mismo saber que viene un estímulo que no saberlo. Si lo hace bien, verá que es cada vez más fácil. A medida que se convierta en mí, será menos necesario esforzarse para ser como yo.
De esta manera, seremos iguales. Si hizo su trabajo, la gente tendría que no poder diferenciar entre usted y yo. Si lo hizo excepcionalmente bien, tal vez yo no sepa si soy yo o usted. Y por lo tanto usted tampoco. Este es el momento que más concentración requiere. Tenga siempre presente que lo que usted desea es ser como yo, no ser yo.

Pierna dormida

Por estar mucho tiempo sentado, la pierna izquierda se me durmió. Y mientras dormía soñó que estaba en un estrecho pasillo, dando sigilosos pasos hacia un destino desconocido. Con precaución, sin hacer ruido, caminó en punta del pie hacia donde marcaba la rodilla, que era adelante. De repente, pegó un salto enorme. Tan grande que dio contra el techo. Quedó pegada a él y empezó a caminar pata para arriba. Pero ahora no sabía dónde era adelante. La rodilla le indicaba un lugar que al estar invertida no era confiable. Sin embargo, siguió caminando por el techo y por las paredes, hasta que dio con una ventana. Sin darse cuenta, la atravesó y del otro lado era el techo de una carpa de circo. Abajo, cuatro elefantes saltaban a través de un mismo aro. Arriba, la pierna sola quería atravesar la carpa, y la única manera era a través de un cable suspendido que estaba siendo usado por acróbatas. La pierna empezó a cruzar. A mitad de camino, sin darse cuenta pisó a uno de los equilibristas, que cayó a la red y entonces dejó de ser un obstáculo. La pierna se subió a un triciclo y avanzó sobre el cable. Nunca había tomado tanta velocidad. Iba tan rápido que parecía que estaba manejando un auto de carreras. No parecía, en realidad, estaba. Pisaba el acelerador, y aplicaba todas sus fuerzas para hacerlo. La pierna izquierda no estaba acostumbrada y lo encontró muy placentero. Vertiginoso. El auto avanzaba, pero la pierna no veía hacia dónde, sólo sentía el movimiento. Más tarde empezó a alternar un poco entre el acelerador y el freno, acelerador y freno, acelerador y freno, hasta que empezó a sonar un tango y comenzó el baile. Pero la pierna no sabía bailar bien, porque no tenía una referencia. No importaba, las otras piernas tampoco. Todas las piernas bailaban sobre el escenario, pero ya no era tango, era can can. La pierna se movía de un lado a otro, y de arriba a abajo. Un, dos, un, dos, un, dos. Y de tanto moverse se despabiló y se despertó, en el mismo lugar de siempre, bajo el resto de mi cuerpo, a la izquierda de su compañera.

El remedio

Estaba en un asado. Me dolía la cabeza, y lo expresé a los comensales. Un amigo de un amigo se me acercó y me dio un cilindro corto. “Esto te va a ayudar” me dijo. Confié en él y me lo tomé. Ayudé a tragarlo con un vaso de agua.
Después de tomarlo le pregunté qué era. “Es una tableta de ácido acetilsalicílico”. Me alarmé. Pensé que el ácido me podía traer efectos secundarios indeseados. Lo único que quería era que me dejara de doler la cabeza. Él me aseguró que no pasaría nada.
El dolor continuaba. La tableta no tenía efecto instantáneo. Sabía que no podía pedir eso. Sin embargo, rápidamente se hizo más fuerte. Se me partía la cabeza. Sentí que el cráneo se dividía en dos mitades. Del hueco del medio salían colores disparados, en todas las direcciones. Algunos volvían a entrar por los ojos, que ahora estaban más separados debido a la división de la cabeza.
No sabía que tenía tantos colores adentro. De repente, todos esos colores me rodearon. Me vi envuelto en una especie de señal de ajuste. Eran barras, como si fueran los barrotes de una cárcel feliz. Pero no se mantenían quietas. Cambiaban de color, subían, bajaban, bailaban. Parecía una cortina de tiras de la puerta de una carnicería. Se movían con el viento, pero no de adentro hacia afuera, sino de arriba hacia abajo.
Las barras me llamaban. “Vení, vení”, decían. Me vi en la tentación de tirarme, como si fuera una cascada. Me tiré de cabeza hacia el color. Aparecí en una especie de tobogán. Miré hacia los costados y estaba yo, disfrutando de la caída, pero no me estaba mirando. No era un espejo. Éramos no menos de tres yo que habíamos tomado la misma decisión. Cada uno tenía cara de alegría.
Mientras disfrutaba, se me ocurrió que la sensación se iba a terminar. En algún momento iba a llegar a la base del tobogán, y sería algo lamentable volver a tierra firme después de experimentar esa sensación. Sin embargo, no se terminaba. Parecía bastante largo. No se veía el final. De repente, llegué hasta abajo, pero el tobogán no se terminó. Me di cuenta porque en lugar de bajar subía. Miré a mi alrededor y estaba andando en arco iris. El arco me llevaba, como una cinta transportadora.
Me dejé llevar. El camino era placentero. Podía ver el mundo desde arriba, pero no me interesaba tanto. Ahí cerca tenía los colores más vivos que jamás había visto. Podía penetrar en ellos, teñirme de uno o de más colores, darme un refrescante baño en su luz.
El impulso del arco iris me llevó a dar la vuelta entera. De pronto estaba cabeza abajo, de espaldas al vacío del mundo. Estaba enganchado al arco por la cintura. Los otros dos yo habían desaparecido. No los vi más. Pienso que tal vez se habían integrado a mí, porque me sentía un poco más completo.
Me acercaba de nuevo a la bajada. Me preparé para el vértigo que había sentido antes. Pero esta vez fue distinto. Me di cuenta de que no estaba en el tobogán, sino en una bajada vertical y suave, como si se hubiera abierto un paracaídas. De repente, estaba otra vez en el asado, con la misma gente.
Ya no me dolía la cabeza.

Los que apocopan

Nunca apocopo, ni apocoparé. Apocopar es poco feliz. Aquellos que apocopan no paran de apocopar. Usan apócopes para todo. Viven incompletos. Tienen miedo a lo terminado. Entonces se quedan. Apocopan todo.
Son pocos los que no apocopan. Pocos apócopes quedan sin usar. La gente los mira. “¿Por qué no apocopan?” se preguntan. Pero se lo preguntan poco. No lo saben. Se lo preguntan sólo internamente. La pregunta no sale a la superficie. Queda apocopada en su cuerpo, tal la costumbre que tienen de apocopar.
Culturas enteras son apocopadas antes de lograr su máxima expresión. De tanto apocopar, se apocopan a sí mismas. Quedan entonces apocopadas, apocalípticas. Sólo se sugieren, pero quedan truncas, en apócope, sin que terminen de concretar su potencial.

Vos o yo

No sé si soy vos o si soy yo. En realidad sí, soy yo. Pero no sé si yo soy vos.
¿Cómo averiguarlo? Toda la gente me dice vos, pero eso no es diferencia. A vos también te dirían vos, incluso si fueras yo. Y vos, cuando te referís a vos, decís yo, igual que yo.
Puedo mirar mi documento para ver cuál soy. Ver la foto, mirarme al espejo y descifrar si en los años desde que fue sacada esa foto carnet el que aparece ahí puede haberse convertido en el del espejo. No es fácil, ni concluyente. Puedo perfectamente equivocarme en ese paso. Pero aun si no me equivoco, no significa que yo no sea vos.
Sé que yo era yo. El tema es que ahora me siento vos. ¿Me habré convertido en vos? Es un asunto que va mucho más allá de la identidad. Para afuera sigo siendo yo, pero en el fondo de mí, tengo miedo de ser vos. En realidad tengo miedo de no ser yo, eso sería lo grave, no me molesta tanto la idea de ser vos.
Ésa es la situación. Yo, que tal vez sea vos, siento que soy vos. Se me ocurre que a vos te puede pasar algo similar. ¿Puede ser? ¿Alguna vez te sentiste mí?
No sé cómo se siente ser yo. Es fácil reconocerlo. Tampoco te podría describir cómo es esto que siento, ahora que soy vos. Es como que algo no está del todo en su lugar. Un punto de vista corrido. Hago cosas que yo no haría y vos sí. No sé bien. Antes, sin embargo, tenía otra seguridad. Por ahí vos siempre te sentís así.
Capaz que vos te sentís incompleto. O sobrecompleto, no sé. O encontrás que adentro de vos, en el interior más íntimo, ya no sos el mismo. Eso es lo que me pasa a mí.
¿Cómo reconocerlos? Si realmente vos sos yo y yo soy vos, tendríamos que intercambiarnos. No sé cómo se hace. Lo que sí sé es que sería mucho más complicado si vos no fueras yo, sino un tercero. Eso generar un problema muy grande, que podría involucrar a toda la sociedad.
Imaginate. Yo soy vos. Vos sos él. Él es ella. Ella es ella otra. Y seguimos así hasta, por fin, encontrar a alguien que sea yo. Sólo en ese momento podemos empezar el intercambio. No sólo vos vas a volver a ser vos, sino que todos vamos a volver a ser yo.

Volver al origen

Encontré un grupo en Facebook titulado “Nacidos en el Sanatorio Otamendi en agosto de 1980”. Como era una condición que compartía, entré. Y me puse a participar en la charlas que se daban entre los distintos miembros.
No conocía a nadie. Tampoco parecíamos tener demasiado en común. Pero había un vínculo. Algo me llevaba a estar ahí, a pasar tiempo en esos foros con esa gente que no había visto en casi toda mi vida. A los demás les pasaba lo mismo.
Surgió rápidamente la idea de hacer una reunión. Juntarnos a tomar algo, a conocernos personalmente, a reencontrarnos después de más de treinta años. No íbamos a tener anécdotas para compartir de nuestro tiempo juntos, porque ninguno se acordaba, pero no era importante. Queríamos compartir el presente.
No era cuestión de comparar dónde estaba cada uno en ese momento. Era generar un vínculo que no habíamos creado en el sanatorio, a pesar de que habíamos compartido momentos decisivos para nuestras vidas. Pero, claro, en esa época no sabíamos que existía la posibilidad de relacionarse con la gente. Ni siquiera sabíamos que éramos personas diferentes de nuestras respectivas madres.
Así que nos juntamos un sábado a la tarde. Era raro. Teníamos más o menos la misma edad. Cada uno llevó su partida de nacimiento para comprobar que era verdad que todos pertenecíamos al mismo selecto grupo. Descubrimos que todos nuestros números de documento eran correlativos.
Fuera de eso, no nos reconocíamos, ni teníamos códigos en común. Pero nos entendimos bien. Compartíamos un origen, con eso nos bastaba.
Juntos tratamos de hacer memoria, a ver si nos podíamos acordar de aquellos momentos primordiales. No había caso. Algunos teníamos cierta imagen, debido a hermanos menores nacidos en el mismo lugar. Pero no era igual.
Se nos ocurrió que los que debían acordarse eran los del sanatorio. Seguramente quedaba alguien todavía de aquella época. Inmediatamente salimos para Azcuénaga y Paraguay. Estábamos volviendo al punto de origen de cada uno de nosotros. Y aunque todos habíamos pasado desde entonces por ahí, era la primera vez que íbamos todos juntos.
Una vez adentro, sentimos que algo nos llamaba. Nos preguntamos si todos sentíamos lo mismo, y efectivamente ocurría. No hubo necesidad de que alguien tomara la delantera. Fuimos todos hacia el mismo lado. Una misteriosa fuerza nos atraía.
Pasamos varias puertas, y aparecimos en la maternidad. Pero la fuerza nos seguía atrayendo. Seguimos de largo, a pesar de que cualquier habitación podía ser la que en aquel agosto nosotros ocupamos junto a nuestras madres, padres y las primeras visitas. Esas puertas adornadas con moños celestes y rosas no eran lo que nos atraía. Había otra puerta, más al fondo, que se bamboleaba hacia atrás y adelante.
Era la sala de partos. Fuimos hacia ahí, decididos a ver de nuevo el primer lugar que habíamos visto. Era el momento de hacerle llegar nuestro respeto. Fuimos cada vez más rápido.
En el momento que atravesamos la puerta, se produjo un apagón. Nos vimos en la más absoluta oscuridad. Se oían algunas voces, no sabíamos si cercanas o lejanas porque hablaban bajo. No había ninguna luz de emergencia, nada que nos permitiera ver dónde nos encontrábamos y si estábamos por toparnos con algún obstáculo. Todos nos quedamos quietos. A lo lejos, sentimos el llanto de un bebé que, al contrario de nosotros en aquel mismo sitio, todavía no había podido ver la luz.
Teníamos que ayudarlo. Pensamos que eso era lo que nos había llevado hacia ahí. Seguimos el llanto del bebé hasta que dimos con él, o ella, y delicadamente, sin ver nada, lo sostuvimos en nuestras manos (lo agarré yo porque suelo lavármelas muy seguido). Nadie pareció sospechar. Cuando lo tuve en mi poder, dije un discreto “vamos”, y todos dimos media vuelta hacia la puerta.
El bebé se portaba bien. No protestaba. Tal vez sentía el mismo vínculo que nosotros. También compartíamos el origen. Lo llevamos delicadamente hasta la puerta, cuidando de no tropezarnos con nada. De pronto, un rayo de luz invadió el ámbito oscuro. Todos nos tapamos los ojos. Era muy brillante. Segundos después vimos que era la puerta, que el primero de nosotros mantenía abierta para que saliéramos.
Llegamos al hall, donde comprobamos que el bebé era una nena. Le mostramos el Otamendi, y de paso lo recorrimos nosotros también. Para nosotros fue un reencuentro, para ella un encuentro. Cando terminamos la vuelta la llevamos de nuevo a la sala de partos. Esta vez estaba iluminada. La madre estaba preguntando por su hija. Se la entregamos diciéndole “listo, ya vio la luz”.

Explosión de cerveza

vidrios rotos
cerveza en todo el suelo
mezclada con sangre
salida de urgencia
la puerta queda abierta
festín de ratas
entran a placer
mucho olor a cerveza
gran fiesta
regreso a casa
todas las ratas borrachas
inmóviles
una flauta
soluciona el problema
luego del susto
las ratas
llevan su borrachera
al río