Literatura de vida

Leonardo quería escribir un cuento autobiográfico, porque pensaba que las mejores historias provenían de hechos reales. Era uno de los factores por los que elegía las películas que miraba. Indagó entonces en los episodios de su vida, y descubrió con desagrado que, a su juicio, no le había ocurrido nada que resultara suficientemente interesante como para un cuento.

Decidió entonces escribir ficción. Lo hizo un poco decepcionado, pero con un plan. Quería que a través de su escritura de ficción se le abrieran puertas para tener nuevas experiencias, que a su vez podría volcar, si tenía suerte, en algún cuento autobiográfico. De esta manera podría, por fin, escribir sobre sí mismo, que era lo que sentía que mejor estaba preparado para hacer.

Y así fue. Su literatura fue aclamada por su gran imaginación. Tenía ocurrencias que superaba a las que los lectores suponían que iba a tener, incluso aquellos lectores sagaces que ya tenían experiencia con sus escritos. La imaginación de Leonardo era prodigiosa. Siempre hallaba nuevos caminos para explorar, y tenía un talento extraordinario para saber cuáles eran los que podían conducir a una historia interesante.

Durante muchos años escribió sus ficciones. Recorrió el mundo gracias a ellas. Recibió premios en muchos países, dio conferencias en muchos más. Todos querían conocerlo, y él se daba el lujo de conocer a todas las personas que tuviera ganas. Lo invitaban a universidades, simposios, congresos, legislaturas. Todo foro que se respetara a sí mismo quería contar con Leonardo. Las editoriales se lo disputaban, y peleaban por ser cuál le pagaba más. Las aerolíneas también se lo disputaban, y le ofrecían pasajes gratuitos para que viajara con ellas. Lo mismo hacían todos los comerciantes a los que él pretendía comprarles algo.

Estos episodios alimentaron su literatura, porque ampliaron los confines de su imaginación. Los viajes le hacían ver nuevas posibilidades, y él continuaba ahondando en lo que podía ser escrito, que era mucho más que lo que podía existir en la realidad, porque la realidad estaba confinada a lo posible.

Luego de varias décadas, su editor le ofreció escribir sus memorias. Por fin alguien le requería escribir sobre sí mismo. Pero a Leonardo ya no le interesaba. Su vida, aunque mucho más rica que en sus comienzos, no lo era suficiente. La ficción había superado a la realidad.

Inmortalizar mi calle

Quiero inmortalizar mi calle en un poema. Sé que puedo hacer algo muy bueno y significativo para mucha gente, porque al pintar mi pueblo pinto el mundo. Puedo transmitir vivencias, significados, una muestra de cómo veo la vida a partir de la calle donde vivo, que será al mismo tiempo específica para esa calle y general, para que todos sepan y sientan lo que digo.

Pero existe un peligro si hago eso. No quiero que pase lo que pasó con Borges, que vivía en la calle Serrano, escribió sobre ella, y en su homenaje le dieron su nombre a Serrano. La calle que inmortalizó Borges ahora se llama Borges, y si fuéramos a actualizar el poema estaría hablando de él mismo.

No quiero que, cuando este poema me vuelva célebre, mi calle tenga mi nombre. No quiero que se borren las huellas de donde estuve, ni ser en ningún sentido yo quien las borre. Porque, si bien el poema podrá ser entendido por todos, dejará de referirse también a un lugar real, y perderá ese nivel.

Se puede pensar al revés: que el cambio de nombre hace que el lugar sea mítico, es todos los lugares y no es ninguno. Pero eso ya pasa. Las calles cambian. Sólo mantienen su nombre, que es una forma de mantener su historia, por más que no se mantenga en pie ninguna casa, se reemplace el asfalto por algo mejor, y la gente que la transita sea distinta. Estamos caminando los mismos senderos que nuestros antepasados abrieron, y queremos saberlo.

Así que no voy a escribir ese poema. O lo haré con alguna calle cuyo nombre me parezca feo. Será un sacrificio de la literatura, pero un bien para la fisonomía de la ciudad, y para no matar a la calle con la inmortalidad que le legué.

La trama

Todos, escritores y lectores, somos felices escribiendo o leyendo el principio de cualquier historia. Estamos llenos de expectativa por todo lo que puede seguir. La encontramos en un estado eminentemente explorable. Estamos visitando un mundo nuevo y queremos saber cómo es, cómo funciona, quién es la gente que lo habita.
Exploramos ese mundo, y somos felices, porque nos gusta ver mundos que no conocíamos. Hasta que nos encontramos con la trama. Y ahí todo cambia. De pronto el orden se altera. Ya no es como lo conocimos durante ese breve tiempo. Y no hay vuelta atrás. La trama se encargó de arruinar todo. La única forma de salir es resolverla.
Comenzamos entonces el arduo trabajo de desarrollar todas las variantes que tiene la trama, que nos pueden ocupar gran parte de la historia. Deseamos volver a la estabilidad inicial, pero ya no es posible. La trama lo impide en forma absoluta. Es necesario centrar toda nuestra atención en ella, a pesar de que no es ella lo que nos atrajo hasta donde estamos.
Todos los personajes, todos los giros idiomáticos, todos los recursos narrativos se ponen en función de la trama, de manera directa o indirecta. Nos molesta, porque sentimos que nos están matando el mundo que queríamos explorar. Y no sólo eso: también nos están obligando a ir en una dirección. Tal vez la trama sea una forma de explorar el mundo, pero es sólo una. Aplica el principio científico de destruir lo que estudiamos para poder saber cómo funcionaba. Y nosotros éramos pacíficos. Nunca quisimos alterar nada. Sólo buscábamos conocerlo.
Pero ahí está la trama, y ya no hay nada que hacer. En todas las historias pasa lo mismo. Ya leímos y escribimos suficientes como para saber que lo más probable es que la trama se termine resolviendo. Pero también sabemos que una vez que se va, lo que deja es algo distinto que lo que encontró. El mundo al que entramos al principio de la historia ya no va a existir más. Ahora va a quedar sólo el que la trama se ocupó de construir, que puede ser bueno y todo pero no es lo que queríamos al principio. Nuestro reflejo conservador rechazará estos cambios, y tendremos que adaptarnos.
También tendrán que adaptarse, en el futuro, las secuelas de la historia. Porque parten desde el mundo creado por la trama, no desde el anterior. Y vienen con tramas propias, o a veces con la misma. Algunas intentan partir desde el mismo lugar, y tratan de hacernos volver al mundo que habíamos conocido al principio. Pero no es posible. La conciencia de la trama nunca se va. Y ahora sabemos que los mundos no duran.

Asuntos privados

Yo sé, querido lector, que esperás que te cuente las cosas que me vienen pasando. En algún momento consideré hacerlo. Pero después resultó que no tenía ganas. Lo que ocurre en mi vida es algo privado, y no tengo por qué ventilarlo en mi literatura. De hecho, en general no lo hago, y las veces que alguna verdad se cuela, deja de importar que sea verdad. Se convierte sin chistar en ficción.
La intención es escribir textos que estén buenos para que vos los leas, no informarte acerca de las vicisitudes con las que me choco. Está claro que los hechos que ocurren en mi vida tienen algún tipo de influencia sobre lo que escribo. Las cosas que pasan por mi cabeza de alguna manera quedan dando vueltas, y pueden terminar escritas, aunque se vuelvan irreconocibles. No es un problema, ni tampoco una virtud. Lo que uno emite está relacionado con lo que recibe, y no hay mucho que hacer al respecto.
Pero eso no significa que tenga que hacer crónicas de la vida, como si mi misión fuera informarte, o como si esto fuera una especie de diario íntimo privado. No, señor. Si querés esas cosas, leé Radiolandia. Si vas a leer lo que escribo, como lo estás haciendo, evitá la expectativa de que el texto sea sobre algo distinto del texto mismo.
Las cosas que me pasan no te tendrían que importar, ni te incumben, ni tendrías que saberlas para entender lo que estás leyendo. Este texto, sin ir más lejos, podría tener orígenes en cosas que me pasaron o me están pasando, o quiero que me pasen, pero eso no es lo importante. La idea es que el texto se sostenga por sí mismo, sin necesidad de que la biografía del autor le dé algún marco de comprensión.
Las obras no son mejores por estar basadas en hechos reales. Sé que muchas películas se promueven con esa idea, y nunca le vi el sentido. Lo que quiero es ver una película buena, y si lo que me informan que pasó no se presta a eso, la película deja de valer la pena. Sería preferible que mejoraran lo que ocurrió, incluso si lo que queda no tiene nada que ver con lo que era. La realidad no tiene por qué ser más que un punto de partida.
Si tenés ganas de saber lo que me pasa, preguntame, llamame, mandame un mail. Eso si me conocés. Si no me conocés, menos tendría que importarte. Fijate si disfrutás el texto y te dejás de demandar autobiografías innecesarias. Y si pensás que en otros textos aprendiste algo sobre mi vida, aprovecho para, por esta vez, pasarte una información: no ocurre así. Si algo que escribí guarda relación con algo que pasó, es sólo porque creí que lo que pasó era buena literatura. Y eso no es más que pura coincidencia.

Escribir en sueños

Soñé que se me ocurría una idea: Argentina invadía una ciudad inglesa y como respuesta Inglaterra invadía una ciudad argentina. No sé de dónde salió esa noción, pero en el sueño la idea me gustó. La pensé un poco y decidí que las ciudades debían ser Ipswich y Pergamino. No sé por qué. Entonces me dije que no tenía que perder tiempo y me puse a escribir el cuento. Salió bastante fácil, en un rato lo tenía casi terminado.
En eso me desperté. En realidad no me desperté, sino que soñé que me despertaba. Había estado soñando que soñaba todo eso. Pero como, en el sueño, me había despertado en el medio de un sueño, me acordaba lo que estaba soñando. Entonces me sentí decepcionado por no tener el cuento escrito, pero por lo menos conservaba la idea y me seguía gustando.
Así que me puse a escribirlo. Pero me costó más que en el subsueño. Pensé que tal vez la idea no era tan buena, era de esas ideas que sólo tienen sentido en un sueño. Alguna vez me ha pasado. Pero me parecía que no era el caso, era una idea razonablemente promisoria. Así que decidí perseverar.
Entonces me metí más en la historia. Me metí al punto que empecé a soñarla, no ya como idea abstracta sino como sueño hecho y derecho. Pasé a formar parte de uno de los elementos de la historia. Me encontré en Ipswich negociando con alguien alguna cosa, en representación del gobierno argentino, o algo así, no me acuerdo bien la escena que soñé. Sí me acuerdo que tenía lugar en una escuela, por alguna razón, y creo que la escuela estaba sitiada. No sé, dentro del sueño tenía lógica.
Después desperté de ese sueño y regresé al nivel anterior de sueño, en el que intentaba escribir esa misma historia. Volví a sentir la frustración de haber perdido algo que estaba escrito. Pero por lo menos conservaba la idea y me seguía gustando. Y como, por algún motivo, era consciente de que estaba soñando, me propuse guardar la idea en la cabeza y anotarla cuando me despertara.
Esa noche escribí el cuento.

Obra revolucionaria

Benjamín no tenía un pensamiento político. Tenía algunas simpatías, sí, pero no obedecían a un análisis exhaustivo ni a un entusiasmo particular. Era más bien ajeno a lo que ocurría en la política. Se concentraba en su obra literaria, que era aclamada por sus contemporáneos. Se la exaltaba como revolucionaria.
El gobierno del país donde Benjamín vivía desconfiaba de los escritores en general. Y los elogios a la obra revolucionaria de Benjamín hicieron que tuviera problemas con las autoridades. Varias veces fue detenido y sufrió allanamientos. Tuvo que explicar en diferentes oportunidades que no pertenecía a ninguno de los grupos revolucionarios que pretendían tomar el poder en el país. Él no era revolucionario, su obra lo era.
Benjamín lamentaba tener que explicar un concepto tan simple a los agentes del gobierno. Los episodios autoritarios le habían hecho perder respeto por un régimen por el que antes había simpatizado hasta cierto punto. Pero no llegó al punto de unirse a sus enemigos. No sabía qué se proponían los grupos revolucionarios, y tampoco le interesaba demasiado enterarse. Él estaba en otra.
Ocurrió luego un vuelco en la situación. Uno de los grupos revolucionarios consiguió su objetivo de hacerse con el poder. De inmediato recayeron sobre Benjamín grandes honores, como autor revolucionario que era. Estos honores le molestaron bastante, porque lo distraían de las actividades que él prefería realizar, en particular continuar la obra revolucionaria que había sabido crear.
Los homenajes públicos llegaron en demasía, a tal punto que se volvieron más molestos que las persecuciones del antiguo régimen. Los ahora opositores vieron en esos homenajes una reivindicación de su postura sobre Benjamín, y lanzaron un enérgico repudio a su figura.
Benjamín se vio en una encrucijada. Pensó en aclarar al público sus simpatías, o su falta de ellas, pero no era bien visto en el clima reinante. También quiso explicar la diferencia entre el autor y su obra, y decidió hacerlo mediante su obra.
Pero fue inútil. Eran muchos más los que admiraban su obra por lo que pensaban que debía ser que los que la leían, y de estos últimos sólo un porcentaje entendía lo que Benjamín quería significar. De los que entendían, algunos ya lo sabían, y otros decidían ignorar las posturas citadas.
Fueron estos últimos quienes se convirtieron en el sustento intelectual del régimen que estaba en el poder. Ellos se ocuparon de refutar las objeciones de Benjamín, porque después de todo un autor no es la persona más indicada para analizarse a sí mismo.

Texto doble y texto triple

Todos los textos son dobles. Está el texto escrito y el texto leído, que no son la misma cosa. Cada texto son dos, que pueden ser muy similares y hasta iguales, pero están separados por una capa de tiempo, espacio y mente.
No existe el texto simple. O sí existe en forma inútil. Es el texto sin lector, que podría no existir y sería lo mismo. Es casi un absurdo la noción de texto de una sola capa.
En muchos casos los textos son bañados con las aspiraciones de quien los lee, o quien los escribe, que les hacen decir cosas que no dicen. Les dan otro sabor, distinto de lo que les da la estructura. En muchos casos es ese sabor el que el lector, o el escritor, busca en el texto. Lo demás está para proveer sostén al sabor.
Es que los textos se parecen mucho a los alfajores. Sobre todo los textos buenos, los más redondos. Se pueden leer rápido. Algunos tratan de saborearlos, de hacerlos durar, pero un texto bueno suele agotarse antes de saciar al lector. Leerlo dos veces, sin embargo, equivale a comer dos alfajores iguales, es demasiado, es muy empalagoso. Conviene la variedad.
Además de la variedad, es recomendable la calidad. Los mejores textos son artesanales, aunque se usen materiales modernos en su confección. Un texto que podría ser escupido por una máquina puede ser disfrutable, pero cuando se lee uno realmente bueno se nota la diferencia.
Hay ciudades que tienen gran tradición literaria, y que cuando se las visita es menester volver con una buena selección de libros. Pero hay que tener cuidado, porque en esas ciudades hay también trampas turísticas que venden cualquier cosa, amparados en la tradición de la ciudad. En cualquier lado es necesario saber lo que se compra. Igual, es cada vez más fácil comprar en cualquier parte textos de cualquier otra.
Por eso son necesarias las traducciones. Pero su existencia genera un efecto. Ya no es un texto doble. Está lo que escribió el autor, lo que interpretó el traductor y lo que lee el lector. Es un texto triple por lo menos, y en el medio hay capas de distintas cosas, que varían según el texto y la traducción.
Los textos triples, al igual que los alfajores, proveen un sinnúmero de texturas diferentes y las personas, cuando los prueban, siempre quieren más.

Pare de leer

Usted, sí, usted, deje de buscar iluminación en la literatura. No la va a encontrar. Agarre y empiece a vivir un poco. Transite las calles, las rutas. Interactúe con las demás personas y con la naturaleza. Verá que tiene mucho para aprender. Aprenderá haciendo, y evitando hacer, de maneras muy estimulantes no sólo para su intelecto, sino también para su cuerpo.
Cada tanto léase algo. No tiene nada de malo. Pero no saque toda su sabiduría de lo que lee. Contrástelo un poco con el mundo real. O con el mundo que lo rodea. El que sea. Eso le proporcionará el ejercicio necesario como para, por lo menos, poner en contexto lo que lee. Sus experiencias colorearán su lectura, y viceversa.
Suelte todo, vístase y salga a la calle. Vea el sol. Métase en el tránsito, compre verduras, vaya a barrios que no conoce a ver si la gente es igual. Hable con la gente. Aprenda cuándo es apropiado hablar con la gente y cuándo no.
Hágalo durante mucho tiempo. Años y años. Después, cuando tenga mucha experiencia y sepa cómo funcionan las cosas, póngase a escribir. Se sorprenderá de lo que ocurre al hacerlo. Volverá a pensar lo que vivió, y se encontrará con cosas que sabía sin saberlo, y que sólo hace conscientes al escribirlas. De esa manera, la literatura lo iluminará.