Escribir 8

No parece, pero es difícil escribir el 8. Es necesario tener una impecable coordinación en la escritura. El 8 es uno de los números que más se dibujan. Otros números son pequeñas modificaciones de letras. El 8 se parece un poco a la B, pero la técnica para escribirlo es completamente distinta. Llegan a resultados similares desde lugares conceptuales diferentes.

Lo que hace distinto al 8 es la simetría. Los otros números son más libres. Hay trazos específicos que los forman, y aunque no salgan siempre iguales quedan reconocibles. Con el 8 hay que redoblar el esfuerzo.

El trazo del 8 es cerrado. Requiere terminarlo en el mismo lugar donde se empezó. Si no se logra, la forma del 8 será incompleta, y reconocer el número será posible si la cercanía es suficiente. Es también posible escribirlo mediante dos formas levemente circulares, una apoyada en la otra. Pero normalmente es más difícil encontrar un equilibrio, y el resultado suele ser decepcionante.

Escribir el 8 requiere tomarse un momento para hacerlo bien. No pensarlo demasiado, pero tampoco apurarse. Es un trabajo de precisión, una artesanía que pocas veces sale bien. Por eso, cuando ocurre, hay que apreciarlo. Ocuparse de disfrutar el resultado, y mostrarlo a los demás: “mirá qué bien que me salió este ocho”.

Mi casa por la ventana

Yo también quise tirar la casa por la ventana. Pero fue más difícil, porque vivía en un departamento. Y no vivía en el último piso, sino en el sexto, en un edificio de diez. Sabía que si tiraba mi casa por la ventana, los pisos de arriba se podían venir abajo. Y eso no le convenía a nadie.
Entonces decidí que no podía tirar el departamento entero. Tenía que dejar las columnas que sostenían el edificio. Después de todo, esas columnas no eran parte integral de mi casa, sino que lo que podía llamar mío estaba construido a partir de ellas.
Elegir la ventana fue fácil, porque había sólo una panorámica que tenía una gran vista a la calle. Podía ver si los escombros le iban a caer a alguien. Me pareció que lo mejor era hacerlo un día de poco tráfico.
La decisión fue tirar la casa en enero. Pensé que no lo iba a poder hacer, pero dio la casualidad de que los cuatro pisos de arriba quedaron vacíos, porque todos se fueron de vacaciones. Entonces era la oportunidad para concretar mi sueño.
Agarré un pico y me puse a destruir las paredes internas. Cada cascote iba al suelo, a la vereda o a la calle. Cada tanto me asomaba para ver cómo se acumulaba mi casa en la vía pública. Me daba placer ver crecer la pila de escombros. La sentía como algo mío. Efectivamente, eran escombros de mi propiedad, pero había algo más. Al contrario que la casa, que era comprada, esa pila de escombros, aunque fuera producto de una destrucción sistemática, era algo que había construido yo, con mis propias manos. No hay nada como eso.
Del mismo modo, me llenaba de alegría ver el espacio que había ocupado mi departamento, cada vez más vacío. Porque además del departamento, era dueño del piso, y eso no lo pensaba destruir, era el techo del quinto. Podía conservar mi antigua vivienda, y construir una nueva, mejor.
Pero no pudo ser. De pronto, el sueño se derrumbó. Más exactamente, el edificio se derrumbó. Cuando terminé de tirar una pared, vi que el techo que estaba sobre ella empezaba a crujir. Y me di cuenta de que había metido la pata. Estaba claro que debía escaparme de ahí. No me había dado cuenta de tener a mano un paracaídas. Pero la pila de escombros ya llegaba casi hasta la altura donde estaba. Corrí hacia ella, salté justo a tiempo. Desde ese costado, mientras bajaba, vi cómo los pisos de arriba caían sobre los de abajo, hasta que el edificio formó otra pila de escombros, mucho más grande, que nadie diferenció de la mía.