Carne

Mientras me comía un sándwich, un mosquito revoloteaba a mi alrededor. No iba a poder comer tranquilo con esa amenaza dando vueltas, así que interrumpí la comida para aplastarlo. La técnica de matar un mosquito no se puede hacer en cualquier momento. Requiere que se presente la oportunidad.
El mosquito se posó en el aire, delante de mis manos. Era el momento justo. Entonces, en un rápido movimiento, lo aplasté entre mis palmas. Claro que entre mis palmas estaba también el sándwich. Quedó compactado, y la cocina se llenó de mayonesa. Decidí limpiar después de comer tranquilo. Antes retiré de la miga el cadáver del mosquito. O mejor dicho, de la mosquito, porque es sabido que los mosquitos que pican a la gente son hembras. Esto resultaría un dato importante.
Liberé al sándwich de todas las huellas de artrópodo que vi. Después lo disfruté, porque uno bueno de jamón y queso queda mejor aplastado. La mayonesa se integra mejor con los otros ingredientes. Luego limpié la cocina y me olvidé del tema.
Al rato tenía una extraña sed. En verano es normal que tenga sed. Tomé agua hasta que me sacié. Necesité bastante, pero bueno, acababa de comerme un poderoso sándwich. A la hora de la cena, sin embargo, no tenía hambre. Me sentía gelatinoso por dentro, como si mi estómago estuviera lleno de agua. Hacía rato que no iba al baño, y tampoco sentía la necesidad de hacerlo. Era como si el agua que tomé se hubiera estancado dentro de mí.
Pasé una mala noche. Tuve sueños raros. Estaba en un gimnasio, rodeado de gente musculosa. Todos movían sus brazos y piernas, y sudaban. Sudaban como locos. El gimnasio era una gran pileta de sudor, y la pileta también.
Me desperté con mucho calor, y la cara toda mojada. Casi tanto como la almohada. También sentí un cosquilleo. Estaba adentro, en la panza, y no podía encontrar una posición en la que no lo tuviera. Sentí la necesidad de toser. Al hacerlo, un puñado de mosquitos salió de mi boca. Inmediatamente me atacaron la cara. Tuve que pegarme varios cachetazos para que no me picaran todo.
Mientras lo hacía, pensaba qué podía haber pasado. Tal vez la mosquito que maté con el sándwich se las arregló para poner huevos en el pan, como las cucarachas moribundas. Me crearon el deseo de estancar agua, y ahora se criaban en mi estómago.
Inmediatamente, sentí que me picaba el estómago por dentro. Los mosquitos ocuparon toda la parte superior del aparato digestivo. Podía sentirlo. No pasaban la barrera de los ácidos estomacales, y de esa forma el ciclo no se podía completar de una buena vez.
Me picaba muchísimo, porque producían roncha tras roncha en mi tracto. Tenía ganas de rascarme con el cepillo de dientes, o con el de limpiar inodoros. Pero cuando me paraba no me sentía bien. Me balanceaba. Y me empecé a preocupar de que si llegaba a insertarme un cepillo en la garganta en ese estado, me iba a causar problemas aun más graves. Al mismo tiempo, cada vez que soplaba salían más mosquitos.
Decidí ir al médico. En el colectivo nadie se me acercaba. “¿Qué le pasa a ese señor?” preguntaban los niños a sus madres. “No mires, hijo, no mires”.
El médico se asustó. Quiso disimularlo, pero lo vi en su cara. No se quería acercar. Entonces me acerqué a él. Por la puerta de atrás del consultorio vi el terror de las enfermeras. Decidí usarlo a mi favor, y me acerqué más. Las enfermeras lo empujaron hasta que chocó conmigo, y cerraron la puerta.
Le expliqué lo que pasaba mientras de mi boca salían miles de mosquitos. “Cierre la boca”, me dijo inmediatamente. No me dejó terminar. Me revisó en silencio. Me golpeó con sus dedos parte de mi estómago, y sin querer lancé un eructo con sus correspondientes mosquitos. El médico me miró y se llevó el dedo índice a los labios cerrados. Me examinó un poco más antes de darme la mala noticia.
“Esto no tiene cura. Sólo podemos paliar los síntomas”, dijo el médico mientras me ponía una cinta en la boca. Ante mi cara de estupefacción, me explicó que no existía antibiótico para los mosquitos. Si intentaba ahogarlos con agua, sólo conseguiría hacer nacer a los huevos que indudablemente estaban poniendo en mi organismo. Si intentaba beber insecticida, me moriría yo. Si tomaba un buen trago de Off, produciría un frenesí interno que haría peor todo.
Al salir le pregunté qué podía hacer. El médico me dio un solo consejo. “Déles carne. Mucha carne”.

El género del mosquito

Habitualmente nos referimos a “los mosquitos”, cuando está muy claro que quienes buscan incansablemente nuestra sangre son las hembras. Es decir que masculinizamos el género conscientemente. Es por una cuestión cultural. Estamos acostumbrados a que en español los plurales mixtos se masculinizan. Es una de las reglas del lenguaje. Podría cambiar con el tiempo, pero está establecida así y todos la entienden. Podría imponerse, por ejemplo, el plural femenino como un genérico igual que el masculino, y así habría igualdad de plurales. Sin embargo, eso no ha ocurrido, y lo femenino tiene un plural para sí mismo, que el masculino debe compartir.
Sin embargo, no es el caso de los mosquitos. No hay una manera práctica de hablar de las hembras de los mosquitos, sin tener que tomarnos el trabajo siempre de aclarar exactamente eso. Si dijéramos “las mosquitas”, podría entenderse que hablamos de moscas chicas. Si inventáramos algo como “las mosquitos”, esa frase haría ruido al lector, que se concentraría más en la aparente contradicción de género que en lo que se está diciendo.
Pero esta cuestión gramatical no debe hacernos pasar por alto un detalle importante. No se trata de un problema de género. Se trata del nombre del animal. En el trato habitual, no lidiamos con mosquitos machos. Y si lo hiciéramos, sería muy necesario aclarar que se trata de uno, a pesar de que el género así parecería indicarlo. Es porque, en cuanto a los mosquitos, se ha trascendido el mero género. Hemos dado a las hembras de esa especie el nombre “mosquitos”, independizando así el sexo del género gramatical. Cada vez que decimos “los mosquitos” estamos hablando de hembras, y lo sabemos, y así liberamos el lenguaje de las ataduras sexistas que lleva en su tradición.
Del mismo modo, cuando hablamos de “las moscas”, estamos también incluyendo machos a pesar de que el nombre es femenino. Y ni moscas ni mosquitos son menos machos ni hembras por que los llamemos así. Son como son, y no se hacen problema por lo que digan los demás. Sí por lo que hacen, porque deben estar alerta a la posibilidad de movimientos fatales contra su individualidad, pero no por ella en sí, sino por su naturaleza de moscas o mosquitos.
Desde aquí se usa el lenguaje en forma consciente, con el cuidado de saber qué se está diciendo y de qué se está hablando, de manera que el lenguaje se vaya enriqueciendo a partir de la sabiduría compartida por todos.

El mosquito escurridizo

Cuando abrí la ventana, entró visiblemente un mosquito. No se escondió rápidamente en un rincón, sino que se quedó flotando a mi alrededor, exhibiendo su presencia. Quise ahuyentarlo mediante un rápido sacudón de mi mano, pero no lo interpretó, o lo ignoró. El mosquito se mantuvo cerca, amenazante, esperando un momento de distracción para comerse una parte de mí.
No lo iba a permitir. Me decidí a no sacarle la vista de encima. Esperé a que volara hacia una posición que lo dejara a mi alcance, para aplastarlo con la palma de mi mano. Pero el mosquito era muy escurridizo. Cada vez que lo intentaba golpear, se escapaba. Ocurrió varias veces, y mi frustración fue en aumento. El mosquito parecía disfrutarlo. Se ponía cerca de mi mano, me llamaba, para luego apartarse como una sortija de calesita.
Esta serie de desplantes hizo que tuviera más ganas de destruirlo. Empecé a recurrir a otros métodos, como agarrarlo en pleno vuelo con un puño, o juntar las palmas como si aplaudiera. A veces se posaba sobre alguna parte de mi cuerpo, y me obligaba a golpearme cada vez más dolorosamente, porque cada intento implicaba mayor decisión.
Quise recurrir a alguna herramienta, como un zapato, pero no servía. Un mosquito necesita ser matado con las manos. Los objetos contundentes son muy útiles para insectos grandes, como las cucarachas, pero no tienen la suficiente precisión en velocidad para matar a un mosquito, y menos a este mosquito acechante. El combate era personal: el mosquito y yo, sin armas, cada uno con su cuerpo y su estrategia.
A veces se iba hacia el cielorraso, y yo tenía que encontrar una silla, ponerla en posición y subirme para poder alcanzarlo, sin dejar de mirar dónde estaba. Cuando terminaba todo ese proceso, el mosquito con total serenidad se mudaba a otro sector del cielorraso, fuera de mi alcance, y me obligaba a hacer todo nuevamente.
Llegó un momento en el que decidí cambiar de estrategia. Quise darle confianza, ya no buscarlo con tanto celo, como para que pensara que me había dado por vencido. Así, cuando bajara la guardia, podría darle su merecido.
Lo miré con detenimiento, mientras me quedaba quieto. Siempre supe dónde estaba. El mosquito seguía moviéndose por las paredes y los techos. A veces me pasaba cerca, pero yo resistía la tentación de intentar aplastarlo en vuelo. Tenía que encontrar el momento justo para agarrarlo desprevenido.
Luego de unos minutos, el mosquito parecía cansado. Se movía con menos velocidad, hasta que encontró un lugar de reposo. Era mi oportunidad. Estaba sobre el vidrio de la ventana. Me acerqué sigilosamente y, para no dejarle escapatoria, le pegué al vidrio con gran fuerza.
Pero mi golpe fue tan fuerte que rompí el vidrio, y el vidrio rompió mi mano. Me produjo un gran corte. Me desangré ahí mismo, lentamente, mientras el mosquito, y un montón más que se habían quedado afuera, se hacían un festín.

Sin aplauso

Existen algunos lugares chicos que se usan como espacios artísticos. Organizan espectáculos de distintas vertientes, que no suelen tener gran convocatoria de público. Son lugares informales, casas que se abren a los artistas. No tienen las comodidades de un auditorio. Es difícil que haya un escenario diferenciado. El público se sienta donde puede, en sillas, sillones o banquitos dispuestos para ese fin. Desde ellas, puede disfrutar del espectáculo que se monta en el mismo suelo, en una situación de igual a igual con los artistas.
Muchos de estos lugares tienen la limitación de no estar acustizados, y es por eso que reciben quejas de los vecinos. Sin embargo, las quejas no son tanto por el contenido artístico, que suele ser música amplificada, sino por su consecuencia inmediata: el aplauso. El ruido del aplauso encanta a los artistas, pero interrumpe el sueño de los vecinos, que lo único que quieren es vivir una vida plácida en su casa.
Sin embargo, no se puede hacer una función artística sin aplausos. Se genera un vacío incómodo, que es inmediatamente llenado por aplausos clandestinos, porque el público entusiasmado no se deja prohibir. Por eso, y para evitar problemas, se ha arribado a una solución creativa: reemplazar el aplauso por el chasquido de dedos. Esto genera un ruido mucho más leve, pero presente y sostenido, que ocupa el lugar del aplauso y permite la convivencia saludable entre artistas y vecinos.
Pero los mayores beneficiarios de esta costumbre no son ellos, sino los mosquitos. Los insectos saben que en estos lugares encuentran abundancia de humanos, y disfrutan de la prohibición del aplauso. Entonces concurren masivamente, como si fueran atraídos por la cultura.
Las personas que concurren a los espectáculos se encuentran con grandes nubes de mosquitos y con el hecho de que están desarmados y no los pueden enfrentar. Además, están más interesados en el espectáculo que en concebir estrategias para librarse de los mosquitos. Sólo atinan a sacudir los brazos cuando ven que alguno se les acerca.
Los mosquitos permanecen en vuelo, amenazantes, durante todo el espectáculo. Los artistas y el público los miran con miedo. Y los vecinos no entienden qué es lo que produce ese zumbido ensordecedor.

Eterna vigilancia

Está claro que nunca nos vamos a liberar de los mosquitos. Siempre estuvieron. De alguna forma o de otra, existen desde mucho antes que nosotros. Siempre estuvimos condenados a vivir en un mundo donde existen los mosquitos.
Es cierto que hubo, y seguramente habrá, épocas en las que se sienten menos. Los mosquitos están, son unos cuantos, pero su capacidad de hacer daño se ve reducida. Es cuando tomamos las precauciones adecuadas para no dejarlos pasar de un nivel tolerable.
Pero siempre nos olvidamos. El problema es que cuando no sufrimos a los mosquitos no estamos pensando en ellos. Y ellos, mientras tanto, sí piensan en nosotros. O en realidad piensan en ellos, pero su manera de ser implica alimentarse de nosotros. Les damos tiempo para replegarse y aumentar sus números mientras estamos distraídos, viviendo nuestras vidas.
Ocurre además que muchos de nosotros, que somos sensibles al sufrimiento propio y ajeno, al olvidarnos de la naturaleza invasiva empezamos a tenerles pena. No nos gusta la violencia que a veces se hace necesaria para enfrentarlos. No vemos que tenga sentido la idea de que su sangre o la nuestra. Cuando vuelven a aparecer, algunos se dan cuenta antes que los otros de lo que está pasando. Y cuando nosotros llegamos a cierto consenso, sus números son tan grandes que nos cuesta doblegarlos.
Y es cierto que los mosquitos son parte del ecosistema. En algún punto, son necesarios. Aparecen en determinadas circunstancias, en ciertos climas, en algunas regiones. En otros contextos se dan mucho menos, pero siempre está la posibilidad de que surjan. Si dejaran de existir, seguramente se desencadenarían otros problemas que no podemos prever. En cambio, si los dejamos hacer, la vida se volvería muy indigna. Además de su acción parasítica, que podríamos considerar tolerable, nos transmitirían toda clase de enfermedades, y cada uno de nosotros tendría que tomar acciones individuales de aislamiento. Esto perjudica el entramado social, que a su vez beneficia a los mosquitos.
Los mosquitos atacan en todas partes, aunque encuentran más resistencia en las ciudades. En las zonas rurales tienen más permeabilidad, debido a que es más difícil lograr acciones coordinadas para neutralizarlos. En las ciudades, sin embargo, a veces no se toman las precauciones correspondientes, y se producen ataques sorpresivos, ocasionalmente duraderos.
El objetivo no es exterminarlos a todos. No es posible, y sospechamos que tampoco es aconsejable. Es bueno dejarlos en un estado debilitado, pero en el que podamos ver el daño que hacen. Una especie de vacuna. Lo que necesitamos es establecer las estructuras adecuadas como para que no puedan llegar a los números que les permitan hacer daños extendidos. Debemos adecuar nuestra infraestructura. También es importante mantenerlos en nuestra memoria. Tener en cuenta lo que han logrado en el pasado, y cuánto nos ha costado en cada ocasión liberarnos de ellos. Transmitir a las nuevas generaciones las experiencias vividas, para que no se vean tentados de cometer los mismos errores que nosotros.
Los mosquitos seguirán existiendo. Seguirán estando en los confines. Continuarán reproduciéndose. Una sociedad preparada no les permitirá hacerse de poder.

El golpe

Liberarse de los mosquitos no es necesariamente una tarea placentera. Muchas veces implica violencia y dolor.
Si pudiéramos elegir, los métodos serían pacíficos. No queremos la violencia. Pero las oportunidades no se dan como queremos, sino como se dan. Hay que aprovecharlas antes de que se esfumen.
Estamos condenados a actuar cuando vemos a un mosquito posado en alguna superficie. Si es, por ejemplo, una pared, corremos el riesgo de que el cuerpo del mosquito quede impreso sobre la pintura, tal vez junto a la sangre de sus últimas víctimas.
Eso no sería especialmente grave. Las paredes pueden limpiarse. El problema es cuando el mosquito se posa sobre una persona. Ahí, es necesario golpear a esa persona. Es, seguro, alguien cercano. Puede ser uno mismo, o un ser querido. El mosquito lo usa como escudo, y nos plantea el dilema de si vale la pena hacer ese sacrificio.
Lo peor es que no nos da advertencia. El mosquito se posa y tenemos que pegar el golpe. Si es a nosotros mismos, lo sabemos. Pero en cualquier momento podemos golpear a un ser querido o ser golpeado por uno de ellos.
Sabemos que es por el bien de todos. Pero igual duele pagar ese precio.

Una sola mano

Matar un mosquito es terminar con una vida. Es un ser que no existe más, aunque haya muchos otros prácticamente iguales. Matarlo es una medida drástica, sólo justificada porque es en defensa propia: los mosquitos pretenden disponer de nuestra sangre.
Pero hay que obrar con respeto. Tener en cuenta que los mosquitos son algo así como pares. Debemos rendir algún tipo de homenaje a su vida, que por más molesta que sea para nosotros, es una vida.
Los mosquitos habitualmente son ejecutados de un golpe seco. Un aplauso, o un contacto violento entre la palma de la mano y alguna superficie dura, como una pared o un cráneo. Debe aplicarse fuerza para lograr el objetivo de matar, y también que la muerte sea rápida: no queremos hacer sufrir al mosquito, ni a nadie.
En ocasiones, los mosquitos presentan dificultades. Vuelan cerca cuando una de las manos está ocupada, y es posible que el tiempo se termine antes de soltar con seguridad lo que la mano sostiene. Queda un solo recurso: acercar la mano libre al mosquito y cerrar el puño a su alrededor.
Este método es particularmente cruel e ineficaz. Es como aplaudir con una mano sola. No genera ninguna garantía de que haya suficiente fuerza para producir la muerte del mosquito. Quedará agonizando, sin capacidad de volar, pero moviéndose. Es menester, si se usa este método, dar el golpe de gracia lo antes posible.
Pero hay otra posibilidad: que el mosquito quede en un resquicio de la mano, en algún pliegue de la piel. En ese caso, huirá por el aire cuando el puño se abra, y contemplará a su fallido asesino como alguien poderoso e indigno, que ni siquiera estuvo dispuesto a dejar lo que estaba haciendo y usar las dos manos para producir la muerte de un semejante.

Mosquitos de frío

Algunos mosquitos se escapan del calor. Prefieren volar en los aires fríos, donde hay menos competencia. Más oferta y menos demanda. La sangre tiene siempre la misma temperatura. Y cuando hace frío, las personas están menos inclinadas a protegerse de los mosquitos.
Los mosquitos de frío, entonces, disfrutan de una abundancia que sus hermanos de calor no pueden imaginar. Esto implicaría que, al tener más comida y menos competencia, se deberían reproducir más y dejar más descendientes de frío. Pero no es así, porque además de tener poca competencia tienen pocas oportunidades de encontrar con quién engendrar nuevos mosquitos. Ocurre sólo ocasionalmente, manteniendo así su rareza.
El mosquito de frío es menos desesperado, más calculador. No necesita aprovechar cada oportunidad para alimentarse. Es, por lo tanto, más difícil de cazar. El humano que lo intente se sorprenderá por su destreza. Contribuyen a la dificultad la imprevisibilidad de ver un mosquito en climas fríos, sino también la falta de práctica de matar mosquitos en invierno.
Por el otro lado, la ausencia de competencia hace que sea fácil identificar a un mosquito en particular. El humano ensañado puede tener paciencia y esperar que se pose en algún lugar accesible, para asestar el golpe final, y acabar con una vida de placeres.

Júpiter y los mosquitos

Si miramos con perspectiva a los planetas del sistema solar, veremos que está Júpiter y algunos cascotes. Es con gran margen el planeta más grande y masivo. Y le debemos la vida.
Si vemos la luna o cualquier cuerpo que no tenga erosión, veremos una gran cantidad de cráteres. Cada uno corresponde al choque de algún cuerpo más pequeño, que genera una cicatriz. Está muy claro que estos choques no son tan frecuentes, y su densidad nos muestra la escala de tiempo de la que estamos siendo testigos.
Una de las razones por las que los choques no pasan tan seguido es Júpiter. Actúa como un gran escobillón, o una aspiradora, atrayendo con su masa a los asteroides o cometas que pasan cerca. Es mucho más probable que choquen contra Júpiter que contra cualquier otro objeto.
En algunos casos, en lugar de impactar son capturados y se convierten en satélites. En otros, la gravedad de Júpiter los saca de su trayectoria y los expulsa del sistema solar. El resultado es casi siempre el mismo: los cuerpos que podrían chocar contra la Tierra no lo hacen.
Claro que el filtro de Júpiter no es infalible. En algunos casos, hay asteroides o cometas que penetran en el sistema solar interior, y pueden chocar contra la Tierra. Si el astro es suficientemente grande puede provocar catástrofes, como la que inició la extinción de los dinosaurios. Estaban lo más tranquilos, y de pronto una bola de fuego que vino desde el cielo acabó con su medio ambiente. Sólo los animales pequeños lograron sobrevivir.
Entre ellos estaban los mosquitos, que tuvieron que encontrar una nueva dieta cuando se acabó la sangre de dinosaurio. Como su ausencia provocó un auge entre los mamíferos, los mosquitos encontraron rápidamente sangre nueva. Y desde entonces vienen picando a las diferentes manifestaciones de mamíferos, a través de los tiempos, hasta el día de hoy, en el que pican también a las personas.
Entre ellas, a mí. Me pican mucho. Soy su favorito, por alguna razón. No sé qué me ven. Cuando estoy en un lugar con varias personas, se obstinan en picarme sólo a mí. Los demás no se enteran, sufren tal vez picaduras aisladas. Pero las mías son sistemáticas. No importa cuánta gente haya, si hay mosquitos cerca, los atraigo y me pican a mí. Soy el Júpiter de los mosquitos.

Bola de sangre

Ya me había acostado. Estaba por dormirme cuando cerca de mis ojos sentí el zumbido negro de un mosquito. La visión me despertó un poco, pero no lo suficiente como para despabilarme. Intenté, sin embargo, matarlo, sin conseguirlo. Como estaba casi dormido, decidí correr el riesgo de que se hiciera un festín.
Amanecí lleno de ronchas. Me picaba todo el cuerpo, incluso las partes que estaban tapadas. Evidentemente el mosquito se había metido entre las sábanas. Al levantarme, aún confundido por la somnolencia y los arañazos que me hice al rascarme, divisé en un rincón un punto rojo. Creí que era mi visión deformada, pero el punto se movía. Era el mosquito, que se había hecho tal banquete que había engordado hasta llegar a como diez veces su tamaño normal.
Se movía con dificultad, sin poder levantar mucho vuelo. Claramente, sus alas no estaban preparadas para sostener tanto peso. En un rápido despabilamiento, supe que tenía que matarlo. Aunque se había alimentado suficiente, se veía que no iba a dejar de comer cuando estuviera satisfecho. Podía seguir picándome, aunque sólo los pies y las pantorrillas. Se trataba de un mosquito glotón.
Entonces me acerqué más o menos sigilosamente. No era necesaria mucha sutileza, porque no tenía agilidad para escaparse. Además, requería muy poca precisión. Por eso lo pude aplastar sin dificultades. Pero debí haberlo pensado mejor, porque ahora en toda la pared hay un enorme manchón rojo.