El golpe

Liberarse de los mosquitos no es necesariamente una tarea placentera. Muchas veces implica violencia y dolor.
Si pudiéramos elegir, los métodos serían pacíficos. No queremos la violencia. Pero las oportunidades no se dan como queremos, sino como se dan. Hay que aprovecharlas antes de que se esfumen.
Estamos condenados a actuar cuando vemos a un mosquito posado en alguna superficie. Si es, por ejemplo, una pared, corremos el riesgo de que el cuerpo del mosquito quede impreso sobre la pintura, tal vez junto a la sangre de sus últimas víctimas.
Eso no sería especialmente grave. Las paredes pueden limpiarse. El problema es cuando el mosquito se posa sobre una persona. Ahí, es necesario golpear a esa persona. Es, seguro, alguien cercano. Puede ser uno mismo, o un ser querido. El mosquito lo usa como escudo, y nos plantea el dilema de si vale la pena hacer ese sacrificio.
Lo peor es que no nos da advertencia. El mosquito se posa y tenemos que pegar el golpe. Si es a nosotros mismos, lo sabemos. Pero en cualquier momento podemos golpear a un ser querido o ser golpeado por uno de ellos.
Sabemos que es por el bien de todos. Pero igual duele pagar ese precio.

La muerte impedida

Sócrates se murió. Y aceptó su muerte. Pero quedan sus ideas, que llegaron hasta nuestros días. Hoy siguen hablando. Se puede discutir su pensamiento. Pero no se puede hablar con Sócrates.
Es una lástima que la vacuna contra la muerte no le haya llegado a tiempo. Es cierto, tal vez es gracias a él que algunos milenios más tarde la tenemos. Pero no parece justo que tantos ilustres como Sócrates no estén con nosotros, y hoy cualquier imbécil consiga la inmortalidad.
Es cierto, estamos acostumbrados a que no nos morimos. Fue un enorme anhelo de nuestros antepasados, que no lo llegaron a conseguir. Sólo lo tenemos nosotros. Por algo se empieza. No me molesta que algunos individuos con mérito consigan ser inmortales. Pero sospecho que hay que merecerlo.
Por eso me opongo a que la vacuna contra la muerte sea obligatoria. Me parece un desperdicio no de vacunas, sino de espacio. Hay gente que apenas hace algo con lo que dura una vida estándar, no vale la pena quedarse más tiempo que el que uno puede aprovechar.
Está bien. Me parece razonable que la vacuna sea libre, que para acceder a ella no haya que pasar determinadas pruebas de aptitud, porque no hay prueba objetiva posible. Pero déjenle a la gente la posibilidad de limitar su estadía. Estoy seguro de que hay unos cuantos que elegirían tener el curso normal de una vida. Después nos quedaremos nosotros, y sí, tal vez los extrañaremos, pero es preferible eso antes que forzarlos a estar vivos si no quieren.
Entonces, prefiero confiar. La gente sabe qué hacer con su vida. Y muchos saben también cuándo terminarla.

El final de la cucaracha

A pesar de que tuve una participación crucial en el desenlace, lo hice sin darme cuenta. Sólo puedo reconstruirlo después, a partir de la evidencia.
Cuando prendí la luz del baño, observé un movimiento inesperado. “Claramente no estoy solo”, pensé. El tamaño de lo que se movía dejaba claro que era una cucaracha. Pero bueno, estaría escondiéndose, ciertamente no la vi más. Decidí no molestarla. Me limité a tomar nota de que era necesario mejorar la fumigación.
Después de unos segundos, no pensaba en ella. Cada tanto me volvía cierta consciencia de que había una cucaracha en el mismo ámbito que yo. Eso no es agradable. Pero no me ponía nervioso, porque pensaba que probablemente nunca estuviera muy lejos de una cucaracha, aunque no lo supiera. La diferencia de esta vez es que lo sabía.
Entonces cada tanto me sobresaltaba un poco, y después se me pasaba. Me dediqué a leer mi libro en paz. Hasta que llegó el momento de levantarme. Ahí fue cuando observé algo extraño. Al lado del mi pie había algo parecido a una cucaracha. No tenía el tamaño, sí el color. Y me parecía que antes no estaba.
No me había dado cuenta porque tenía puestos los zapatos. Di vuelta el pie en cuestión y me encontré con los restos aplastados de una cucaracha en la suela.
Pero no la había intentado matar. Lo que había pasado, en apariencia, era que la cucaracha se había colocado intencionalmente en el espacio entre mi pie y el suelo. ¿Un suicidio? ¿Quiso estar a la sombra? ¿Quiso abrigarse de algún modo? Nunca lo sabré. Sólo puedo deducir que en algún momento levanté el pie y lo volví a apoyar, y ése fue el final de la cucaracha.