Playa de marzo

En marzo es todavía verano. Pero el período de vacaciones termina en febrero. Por eso en marzo los balnearios de la costa atlántica se llenan de gente que está en condiciones de esperar hasta ese mes para veranear. Ellos pueden disfrutar de todo lo que pueden ofrecer las ciudades costeras con un poco más de tranquilidad.
Para poder veranear en marzo, se requiere tener la paciencia adecuada para esperar los dos meses anteriores en el lugar de residencia. También no tener hijos a los que enviar a la escuela. Hay muchas personas que cumplen estas condiciones. Pero los que más suelen aprovechar esta oportunidad son los jubilados. Grandes contingentes de ellos llegan todos los marzos a las costas.
Las playas, entonces, ofrecen un espectáculo sin igual. Tienen la misma vitalidad que en enero y febrero, aunque no el mismo desenfreno.
Las playas están llenas de jubiladas en bikini, tomando sol y coqueteando con jubilados solteros que les aplican protector solar, de factor no menor que su edad. Más cerca de la orilla, algunos pequeños grupos juegan al tejo, y casi se superponen con los que decidieron jugar con las bochas de verdad.
Los jubilados que se aventuran en el mar disfrutan de la acción terapéutica de las olas. Algunos las navegan con sus tablas de surf. Otros tocan guitarras y bandoneones. Se arman espléndidas milongas, bailongos impromptu en los que las jubiladas en bikini muestran toda su destreza. Parece una escena de una película de los Beach Boys, y en efecto, gran parte de los jubilados eran las mismas personas que tenían 20 años durante su auge.
Ya no hay aviones que invadan con publicidad la paz de la playa. Hay algunos vendedores. No tantos como en la temporada alta. Los que quedan venden frutas frescas, frascos de vitaminas y barquillos con una ruleta que determina cuántos se entregan.
Para los bañeros todo es más fácil, porque los jubilados respetan sin excepción los carteles de advertencia. Nadie se adentra en el mar cuando está peligroso, y si se ve venir tormenta todos huyen hacia sus respectivos hoteles con pensión completa.
Tampoco hay niños que se pierdan. La playa en marzo es para los adultos, que la disfrutan sin preocuparse por el paradero de nadie.
Cada tanto, sin embargo, algún niño desubicado aparece por la playa. Los jubilados no se preguntan cómo llegó ahí, ni qué hace fuera de la escuela. Todos lo rodean, como una curiosidad. Quieren acariciarlo, emprolijarlo, darle consejos, regalarle cosas. El niño responde con sorpresa. Queda encantado por el súbito amor de decenas de abuelos.

Subte acuático

No me estaba agarrando de nada porque pensaba que no tenía dónde caerme. El subte estaba atiborrado. Si hubiera querido, no habría podido salir. Pero estaba contento de haber entrado, y de estar ya camino a casa después de un largo día. Estaba acostumbrado a esa situación. Ya había desarrollado una serie de estrategias para mejorar  la experiencia, aunque todas involucraban esperar a que se produjera alguna oportunidad.
Me sorprendió, entonces, haber caído al suelo. Incluso mientras estaba pasando no sabía cómo estaba pasando. Aparecí, no obstante, entre los pies de la gente. Quise pararme, pero no era posible. Todo el espacio estaba ocupado por personas. Deduje que cualquier hueco que se había producido, había sido llenado inmediatamente por aquellos que estaban a mi alrededor. En esas circunstancias, las personas ocupan todo espacio disponible, como hace el agua cuando tiene algún lugar más bajo hacia dónde ir.
Tuve que ingeniármelas para salir. Había una sola opción: trepar. Agarrarme de las piernas, rodillas y pantalones para obtener poco a poco una mayor altura. Pero, a medida que lo intentaba, me iba dando cuenta de que no estaba trepando. Estaba nadando.
Ya estaba acostumbrado a nadar entre la gente, pero siempre en espacios abiertos. Era la primera vez que lo hacía en interiores. Debo decir que es un deporte distinto. El nado en una calle como Florida es superficial. Acá estaba nadando en tres dimensiones, como un pez, y eso requería cierta adaptación.
Pero no tenía otra alternativa. Ahí abajo no había mucho aire para respirar, era preciso salir a la superficie y agarrar algún bocado de lo que entraba por la ventanilla cuando el tren se movía. Además, el sudor de la gente se acumulaba cerca del suelo, y si no me apuraba, tarde o temprano me iba a tapar.
Nadar en tres dimensiones es difícil. El agua se corre para hacerle paso a uno, la gente no. La gente tiende a quedarse donde está. Hay que hacer movimientos sutiles para que los que están en el paso se corran voluntariamente, si tienen forma. Siempre pueden acomodarse un poquito. Lo que no preví era que esos movimientos sutiles iban a desembocar en que me acusaran de carterista. Alguien dio la voz de alarma porque vio mi mano cerca de su bolsillo, y no dedujo que estaba nadando. Entonces el gentío se puso turbulento. Se formó una corriente que me llevó, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo y por explicar a los presentes el motivo de mi postura.
Por suerte, este episodio coincidió con la llegada del subte a una estación, y la corriente conducía a la puerta. Me tiraron con violencia, como el mar cuando rechaza con sus olas a los que quieren adentrarse, y casi sin darme cuenta aparecí en el andén. Tierra firme.