Blessed are the cheesemakers

La primera persona que se animó a probar el roquefort merece nuestro reconocimiento. Este anónimo era probablemente un quesero intrépido, inquisidor y, sobre todo, valiente. Este individuo abrió un balde de queso, después de haberlo dejado fermentar durante algún tiempo. Y al descubrir las manchas verdes, no lo tiró a la basura. No protestó porque se le llenó de moho el queso. No maldijo su suerte. En su lugar, se animó a probarlo, y lo encontró no sólo comestible, sino inverosímilmente delicioso.
Quién sabe cuántos otros queseros descubrieron el roquefort antes que él y lo descartaron por defectuoso. Quién sabe cuántos se animaron también a probarlo, y el gusto les desagradó lo suficiente como para descartar todo el proyecto. Tenemos la suerte de que haya nacido este anónimo benefactor de la humanidad, que nos dio un queso distinto.
Claro que la otra cara de esta moneda es preguntarnos cuántos roquefort quedan sin descubrir debido a la cobardía de otros queseros, más propensos a tirar su trabajo a la basura por considerarlo defectuoso. Pero quiero suponer que no son tantos. Que los queseros saben lo que hacen, y por eso nos han legado tantas variedades diferentes de la misma sustancia básica.

El agua que somos

Somos casi enteramente agua. Pero no siempre la misma. Tenemos que reponerla, porque la que tenemos (la que somos) se nos va. Nuestra esencia se escapa por nuestros poros, se evapora, o la descartamos junto a otras sustancias que ya no nos sirven.
No somos más que un eslabón. El agua que somos, después será otras personas. Porque en el fondo, todos somos lo mismo. Nos une nuestro cuerpo, nuestra química, y el hecho de que todos tenemos que reponernos.
Pero algo nos inquieta. No estamos contentos con ser agua. Queremos ser algo más. No abandonamos nuestra esencia, pero aspiramos a darle color, porque no queremos ser exactamente lo mismo que los otros que también son agua. Queremos una cierta individualidad. Entonces, en vez de agua, nuestro cuerpo se alimenta de Coca-Cola.
La Coca-Cola es prácticamente toda agua, como nosotros. Estamos hechos de lo mismo. Somos muy similares, por eso nos llevamos tan bien. Las personas quieren ser agua dulce y gasificada, para que la Coca-Cola le dé a la esencia de nuestro cuerpo la misma frescura y efervescencia que le da al agua.
Así, nuestra vida es más excitante que si nos limitáramos a reponer nuestros químicos perdidos. Elegimos hacerlo con estilo. Con sabor.

Juegos de cabeza

“Si tomás eso, se te va a derretir el cerebro”, me decían los mayores. Y durante mucho tiempo les hice caso. Pero llega un momento en el que uno tiene que decidir por sí mismo, y para asegurarse de que el que toma la decisión es uno y no los demás, la única opción es hacer lo que los otros aconsejan evitar. Así que me puse a buscar esas pastillas. Fue fácil encontrarlas. En la escuela todo el mundo las tomaba. Era cuestión de preguntarle a alguien de confianza dónde se podían comprar.
Cuando las conseguí, me decepcionó un poco su aspecto. Eran tres cápsulas blancas y sólidas. Parecían Tylenol. La indicación era tomarlas todas juntas. Era importante usar agua para tragarlas, no alcohol. Aparentemente eso hacía mal.
Luego de contemplarlas durante unos momentos, las coloqué en la parte de atrás de la lengua y las bajé con un buen trago de Coca-Cola. Me dediqué entonces a esperar que hicieran algún efecto.
Pero no me hacían nada. Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento, o que me habían vendido pastillas de mala calidad. Tal vez eran Tylenol, nomás. Decidí presentar mi queja al vendedor. Me costó levantarme, porque estaba sentado en un sillón muy mullido, que parecía que me estaba tragando. Hubiera sido fácil salir con la ayuda de la mano de alguna persona que estuviera cerca. Pero no había nadie cerca, me había asegurado de que nadie me viera.
Descubrí que la clave para salir de ese sillón era hacer fuerza con la cabeza. Si me concentraba en el torso como impulso para levantar el cuerpo, no pasaba nada. Llegué a la conclusión de que todo estaba en la cabeza. Ella era la que decidía, si tenía la suficiente voluntad iba a poder salir. Entonces me concentré con gran esmero, y la cabeza me guió hacia fuera de ese sillón.
Cuando salí, estaba como colgando de la cabeza. No se notaba porque los pies llegaban hasta el suelo, pero el centro de gravedad se había trasladado. Claramente, la cabeza estaba a cargo. Podía verme desde arriba, indefenso ante mí mismo, a merced de lo que la cabeza quisiera hacer conmigo. Inmediatamente empaticé. Me identifiqué con la cabeza, y supe que ella era yo, y que yo era ella. Ambos éramos uno, o una. Nunca me sentí tan unido con mí mismo, tan consciente de la importancia de mi propio cuerpo sobre mí ni sobre mis acciones.
Pero la cabeza no era toda igual. También ella sentía una unidad. No es lo mismo la mandíbula que las orejas, sin embargo en ese momento sí eran lo mismo. Lo importante era lo de adentro, y toda la cabeza, igual que el cuerpo, estaba hecha fundamentalmente de lo mismo. Incluso el cerebro se sintió consustancial con el resto del cuerpo.
Tanta confraternidad generó una gran unidad en mí. Y eso es peligroso. Al identificarse el cerebro con el resto del cuerpo, intentó trasladarse como para hacer una visita oficial al distrito sobre el que tenía soberanía. Y se empezó a desintegrar. Me di cuenta de que el cerebro se estaba derritiendo. No lo podía permitir. Rápidamente me lo saqué y pedí ayuda. Necesitaba algo donde apoyarlo. Como ya estaba en la calle, con la desesperación entré a un montón de lugares donde no me podían ayudar. El único donde me hicieron caso fue en un lavadero. Me ofrecieron ponerlo en el secarropas, ahí seguro que no se iba a derretir. Pero no me gustó la idea. Era mucho calor. Prefería algo frío. Por eso entré a la heladería de al lado y pedí un cucurucho sin ningún sabor.
Apoyé el cerebro en él, pero se seguía derritiendo. Tenía que lamer las gotas de seso que iban cayendo sobre el barquillo para no perder masa encefálica. Un empleado de la heladería me vio y quiso ayudarme. Me ofreció bañar el cerebro en chocolate, para mantenerlo contenido. Me lo devolvió en seguida, pero fue peor. Además de derretirse el cerebro, se derretía el chocolate. Era, eso sí, más agradable de lamer.
Igual decidí sacar esa capa de chocolate, porque quería tener al cerebro bien vigilado. No fuera cosa que me lo tragara, y pasara a formar parte del aparato digestivo. Ya había aprendido los inconvenientes de pensar con el estómago.
Tener tanto tiempo el cerebro desprotegido me ponía nervioso. Tenía que devolverlo a su lugar antes de cometer algún error del que me arrepintiera el resto de mi vida. Lo llevé por la ruta más directa: lo aspiré con la nariz. El cerebro entró de a poco, como un fideo continuo, y se fue acomodando en el cráneo. Al principio no encontró la posición adecuada. Fue necesario mover un poco la cabeza para acomodarlo bien. Por suerte había música adecuada.
Me quedó el cucurucho solo, que aproveché para comer. Fue un error. Rápidamente bajó, y se me fue a las rodillas. Quedaron puntiagudas, mucho más peligrosas que antes. Me moví entonces con cuidado, porque no quería pegarle un rodillazo accidental a nadie. Pero el mundo, de repente, empezó a girar vertiginosamente. Yo me mantenía en el centro, tranquilo, como en el ojo del huracán. La gente, sin embargo, no parecía especialmente inquieta. Sí acelerada, pero por la velocidad del entorno, no por alguna respuesta propia a esa velocidad. En ese momento cometí el error de salir de ese centro. Al moverme, perdí el equilibrio y empecé a girar alrededor de mí mismo. Mi posición horizontal me hacía desconectarme. La cabeza, que estaba más lejos del centro, se separaba del resto del cuerpo. Ya no estaba a cargo. Para poder salir de esa posición necesitaba pensar rápidamente con los pies. Sin embargo, no se ponían de acuerdo. Cada pie quería algo distinto, y que el otro lo obedeciera. Eso con la cabeza nunca había pasado. Sabiamente la cabeza es una. Aunque corría peligro de reducir esa cantidad si los pies no lograban tomar una medida conjunta.
El resto del cuerpo presionaba a los pies a través de las piernas. Tuve que esforzarme para mantener la unidad en el torso, porque la fuerza de los pies podía hacer que se dividiera también. Y en ese caso habría estado en problemas.
Los pies estaban más concentrados en sus problemas que en los del cuerpo. Entonces la cabeza decidió tomar cartas en el asunto. A duras penas se arrastró como pudo hacia los pies y procedió a darles una lección. Ahí los pies se unieron, pero en contra de la cabeza. Ambos decidieron que nadie iba a venir a decirles lo que tenían que hacer. Entonces empezaron a dar patadas a la cabeza, con un gran control cefálico. Los pies hacían jueguito, se pasaban la cabeza uno al otro. A veces la compartían con el resto de las piernas, y la cabeza cerraba los ojos para evitar que la punta de una rodilla arruinara la vista para siempre.
Los pies se entusiasmaron, y el cuerpo olvidó sus problemas. Los brazos, el abdomen, los hombros, todo el cuerpo se acopló al juego. La cabeza iba de un lado para el otro. El cuerpo estaba contento de manejar a la cabeza, por una vez. El juego siguió hasta que la cabeza cayó entre los hombros, y accidentalmente volvió a su lugar.
En un abrir y cerrar de ojos, la cabeza volvió a estar a cargo. Decidió una amnistía para el resto del cuerpo, porque sabía que de otro modo se iba a venir un conflicto que podía terminar con su cabeza, o sea con su totalidad. Pero se ocupó de dejar claro quién estaba a cargo, y por un tiempo decidió hacer marchar a los pies con un compás definido, un dos un dos.
La marcha desembocó en una pared de ladrillos. La cabeza no la vio porque todavía mantenía los ojos cerrados como forma de precaución. Y funcionó, porque se hubiera dado los ojos contra los ladrillos de haberlos tenido abiertos, aunque en ese caso podría haber hecho algo para prevenir la colisión. Así que al mismo tiempo funcionó y no funcionó. La paradoja produjo en la cabeza un profundo dolor, que hizo que me acostara un rato en un sillón hasta que pasara. Me hubiera tomado un Tylenol, pero no tenía a mano.
Me desperté un rato después en el mismo sillón. Desde ahí divisé al que me había vendido las pastillas. Le exigí que me devolviera la plata, decepcionado porque no me habían hecho ningún efecto.

Mar dulce

El derrame de petróleo en el Océano Índico fue el desastre ecológico del año. El barco que lo transportaba perdió el sentido de la dirección y chocó contra la torre de la plataforma petrolera donde había sido cargado. La robusta construcción del barco impidió que se derramara el contenido, pero el accidente dañó la estructura de la plataforma, y el petróleo empezó a fluir sin control hacia el océano.
Pocos días después, la marea negra llegó a la costa. A su paso, manchó a toda clase de animales. Las aves acuáticas no pudieron volar. Los peces se volvieron más pesados. Las tortugas que se acercaban a la costa ponían huevos cubiertos de negro. El delicado equilibrio ecológico de la zona corría peligro. Era necesario hacer algo para solucionar el desastre antes de que se extinguieran especies cruciales.
Afortunadamente, la solución a los derrames de petróleo ya había sido inventada. Laboratorios especializados habían desarrollado una bacteria que se alimentaba de petróleo. Una variante de esta bacteria, los verdes enzolves, era muy exitosa comercialmente como parte de productos de limpieza. Para solucionar el problema, sólo era necesario liberar a las bacterias en la zona del desastre. Ellas se encargarían del resto.
Y así fue. Se esparció una cantidad de bacterias, que rápidamente, por tener abundancia de comida, se multiplicó. El mar estaba cubierto de petróleo que estaba cubierto de bacterias. Ellas, voraces, devoraban cada partícula negra y después buscaban otra.
Rápidamente, entonces, el petróleo fue desapareciendo. Esto no fue una buena noticia para las bacterias, que ahora eran muchas y no tenían comida. Empezó a haber presión evolucionaria. Las que mejor se adaptaran a conseguir el magro petróleo disponible sobrevivirían y pasarían sus genes a la siguiente generación.
Pero eran tantas las bacterias, tantos los linajes, que algunos mutaron en formas diferentes. Uno en particular resultó muy adepto a la consumición de sal. Como este alimento era especialmente abundante en los océanos, esas nuevas bacterias se expandieron por todos lados, devorando a cada paso la sal del agua.
Gracias a esas bacterias, se ha solucionado inadvertidamente el principal problema a futuro que tenía el hombre. Ahora casi toda el agua de la Tierra es potable. Sólo quedan con agua salada escasos mares no conectados con los océanos, como el Caspio. Son reliquias de tiempos pasados, en los que el hombre estaba a punto de agotar las reservas de agua dulce, hasta que logró contar con un aliado sorpresivo.

Responsabilidad teórica

Albert Einstein se escudaba en las acciones de los demás. “Yo no hice la bomba, si hubiera sabido que mis investigaciones iban a terminar en esto, no las hubiera realizado”. Pero era tarde. Gracias a su aporte, el mundo tenía bombas nucleares.
Einstein, incluso, había insistido en que se construyeran, porque al existir el conocimiento de la posibilidad, el otro lado seguramente estaba trabajando en lo mismo. Y era preferible que la tuvieran los propios.
De cualquier manera, Einstein lamentaba que hubiera que hacerla. Sabía que era algo devastador como nunca antes. Por eso quiso deslindar su responsabilidad. Él no construía la bomba. Sólo había formulado la posibilidad, y ni siquiera con ese objetivo. Eran los otros los que aplicaban sus teorías para la guerra. Si fuera por él no existirían.
Pero la sociedad no le hizo caso. Lo responsabilizó sin dudar. Nadie podía creer que el célebre físico no hubiera visto las consecuencias de sus investigaciones. Para la gran mayoría, Einstein no estaba en condiciones de hacerse el boludo.

Sonámbulo de día

Tengo la costumbre de estar despierto a la noche y dormir de día. Pero no me afecta, porque soy sonámbulo. Eso me permite realizar todas las actividades cotidianas mientras duermo. No hay método más eficiente.
Todos los días voy a trabajar dormido. Pero nadie se da cuenta. Y como nadie se da cuenta, me siguen la corriente. No intentan despertarme, que es lo peor que se le puede hacer a un sonámbulo. Asumen que ya estoy despierto, y yo actúo como si lo estuviera.
No es que no hay diferencia. Lo que pasa es que ellos no me conocen despierto. Sólo han visto ese semblante tranquilo, que confunden con una personalidad analítica. Creen que estoy pensando cuando en realidad estoy durmiendo.
Desde que me pasa eso no uso pijama. Me voy a dormir listo para trabajar, y me ocupo de mantener el pelo bien corto, así no voy despeinado. Me viene dando resultado desde hace cinco años. Me permite aprovechar las veinticuatro horas del día. Y al trabajar dormido, le gano al sistema.

Escape de gas

El choque de dos camiones policiales hizo que se rompieran los tanques de ambos. El gas lacrimógeno que transportaban escapó de su destino designado. Inmediatamente, todas las personas que estaban alrededor rompieron en lágrimas.
Los conductores de ambos camiones lloraban. La gente que se juntó alrededor del accidente lloraba también. La onda lacrimógena se expandió en todas las direcciones, como una nube cada vez más grande. Cuando llegaba a los ojos, ellos respondían con secreciones. Eran lágrimas protectoras.
En pocos minutos, gente que no se había enterado del accidente también había entrado en lágrimas. Otros les preguntaban “¿por qué llorás?” y no tenían respuesta, más allá de retrucar “¿y vos por qué llorás?”
La gente lloraba sin estar triste. Toda la ciudad se veía acongojada, como si una gran tragedia los hubiera tocado en lo más hondo. Pero no era una gran tragedia, ni estaba en lo más hondo. Era una nube superficial que cubría la ciudad y tarde o temprano se dispersaría.
Sin embargo, muchos encontraron formas de empatizar el llanto de los otros. Creían ver, entre sus propias lágrimas, los motivos que generaban las de los demás. La gente se comunicaba a través de los ojos. Hacían esfuerzos para entenderse. Cada uno se daba cuenta de lo que le estaba pasando a los demás, gracias al falso síntoma de las lágrimas inducidas químicamente.
Entonces, las lágrimas del gas fueron reemplazadas gradualmente, a medida que el gas se disipaba, por lágrimas de verdad, producto de la comprensión de los problemas de los otros. La gente, y no sólo sus ojos, se sensibilizó.
La congoja reemplazó al gas como causa de las lágrimas. La población se entristeció. Todos estaban seguros de que sus problemas no eran nada al lado de los de los demás. Y ése era el asunto: nadie podía solucionar problemas ajenos. Sólo podían ofrecer sugerencias, que eran rechazadas porque los receptores estaban más preocupados por lo que le pasaba a su interlocutor que a sí mismo.
La situación se mantuvo durante varios días. Las lágrimas no paraban de caer sobre el suelo de la ciudad, como si lloviera. La productividad de la población cayó como consecuencia del tiempo que todos dedicaban a ser compasivos con los otros. Las autoridades debieron tomar cartas en el asunto. Ordenaron a la Policía ventear grandes cantidades de gas hilarante.
Pero la cantidad de gas liberado fue demasiada. La gente sonrió, luego rió, y más tarde entró en carcajadas. Poco después, todos lloraban de risa.

Cruza de primates

Somos primates. Descendemos de animales que vivía en los árboles. Saltaban de rama en rama, en busca de comida, de seguridad, o de compañía. Se hicieron buenos en esa tarea. Su supervivencia dependía de que lo lograran. Aquellos que no sabían calcular la fuerza necesaria para saltar de una rama a otra, caían y no dejaban descendencia. Venimos de los que lo lograron.
Nuestros antepasados calculaban la distancia, la velocidad necesaria para los saltos, y el momento justo para hacerlo. Saltar en el instante apropiado podía significar la diferencia entre sobrevivir y ser comido por algún predador. Nuestros genes fueron esculpidos por estos saltos.
Con el tiempo, bajamos de los árboles. Gradualmente ocupamos el mundo. Formamos una civilización en la que hay muchos millones de nosotros. Ya no es tan fácil que nos coma una pantera. Los peligros que enfrentamos son distintos. Hoy la manera más fácil de morir en una ciudad es calcular mal al cruzar la calle, y ser atropellados por alguno de los vehículos que construimos para hacer más rápidos nuestros trayectos.
Sin embargo, no tenemos especial cuidado. Miramos, calculamos y nos lanzamos a cruzar las calles, sin importar que puedan venir moles de varias toneladas que nos puedan causar una muerte dolorosa.
Lo hacemos porque seguimos siendo primates. Confiamos en nuestros instintos arbóreos. Lo que antes nos hacía ir de rama en rama, hoy nos permite cruzar la calle cuando viene un auto a toda velocidad. Calculamos las trayectorias, las proyectamos en el espacio y tiempo y decidimos el camino y la velocidad adecuados. En cada uno de esos cruces ponemos en peligro nuestra vida, como nuestros antepasados lo hacían al saltar de rama en rama. Y cuando llegamos al otro lado, intactos, nos invade una satisfacción muy profunda. Un orgullo del éxito repetido de nuestro linaje.

Camino de hormiga

Estaba esperando el colectivo. Era una actividad que me obligaba a estar parado más o menos en el mismo lugar hasta que llegara. Mientras tanto, ocupaba el tiempo en mirar a mi alrededor. Lo hacía preferentemente en la dirección desde la que el colectivo iba a venir, pero no me privaba de mirar hacia los otros costados.
Era de noche. Pasaban pocos autos. No había mucha gente en la vereda. Estaba básicamente solo. El paisaje de persianas cerradas no era especialmente inspirador. El único movimiento eran las luces que cambiaban en los semáforos, y algunos bichos que revoloteaban alrededor del alumbrado público.
De pronto, sentí una voz muy fina que dijo “ey, mirame”. Busqué a mi alrededor, a ver quién era. Pero no había nadie. Pensé que podía ser mi imaginación. Pero en seguida ocurrió otra vez: “acá abajo”. Miré a mis pies, y vi que había una fila de hormigas. Una de ellas me estaba mirando y, además de llevar una hoja sobre su espalda, me estaba señalando con una de sus patitas delanteras.
Entonces le contesté. “¿Qué pasa?” “Estás interrumpiendo el paso”. Vi entonces que el camino de las hormigas iba en línea recta, salvo cuando esquivaba mi pie derecho. Pero no podía moverme, estaba en la parada. “Estoy esperando el colectivo”, le dije.
“No sé qué es eso”, contestó la hormiga. “¿No podés correrte un poco? Acá tenemos que hacer un desvío larguísimo por tu culpa. Si era a la ida no te decía nada, pero estamos cargando con estas hojas pesadas”. “Pero tendría que pisar donde están pasando”. “Esperá, que te despejo el área. Cuando terminan de pasar, pisá”.
Esperé, entonces. Pero iban despacio. Aproveché para pedirle disculpas por si había matado a algunas hormigas en mi pisada inicial. “No te hagas problemas, tenemos de sobra”. Miré atentamente para saber cuándo podía pisar la colectora, mientras no dejaba de fijarme si venía el colectivo. “Yo te aviso”, dijo la hormiga.
Unos momentos después, gritó “ta”. Moví entonces mi pie. “Decime si lo voy apoyando bien”. Una sombra cubrió a las primeras hormigas de la fila. “Más allá, más allá”, exclamó mientras movía repetidamente las patas delanteras y las antenas para indicarme adónde se refería. “¿Acá?” “Ahí”.
Cuando apoyé el pie, al mismo tiempo que la hormiga me decía “gracias”, apareció el colectivo. Lo paré, me despedí de ella y me subí. Ambos estuvimos prestos a seguir nuestros caminos respectivos. Pero el colectivo no tuvo en cuenta a las hormigas. Arrancó a toda velocidad, y al hacerlo salpicó a las hormigas con el agua podrida del cordón de la vereda. No pude ver lo que pasó, pero desde arriba de la unidad me pareció oír una voz finita que decía “la puta que te parió”.

Estado del tiempo

No se puede creer el tiempo que hace. Parece que estuviera loco. Ayer nomás hacía una temperatura totalmente distinta. ¿Quién hubiera pensado que hoy iba a estar así?
Así no se puede saber cómo vestirse. No se puede confiar en los pronósticos. Dicen una cosa, y después pasa otra. O pasa lo que dicen, pero como no podemos confiar no sabemos si tenían razón o sólo acertaron. Mientras tanto, no tenemos la ropa adecuada, y sufrimos las inclemencias.
Si por lo menos fuera la época opuesta del año, sabríamos a qué atenernos. Pero ahora está todo muy impredecible. Un día hace frío, al otro hace calor. En un momento llueve, y a los cinco minutos sale el sol. No es serio.
Me encantaría que hiciera el tiempo contrario del que hace. Porque es mucho mejor. No es que no se sufre, claro, pero es mucho más llevadero. Preferiría algo más moderado, pero si vamos a elegir entre extremos, yo siempre elijo el otro. Así como está, no hay quien aguante. Es un calvario.
Lo bueno es que, viendo lo que pasó en los últimos días, lo más probable es que este tiempo no dure mucho. Por suerte, pronto mejorará.