El hombre de la Ley

A los chicos no hay que asustarlos con cucos, brujas, ogros: temibles personajes imaginarios.
Llegado el caso háblele de cosas más reales: el lobo, una araña, una buena víbora.
Dr. Heriberto Tchwok (1979)

Nosotros éramos demasiado sofisticados como para creer en amenazas imaginarias. Sabíamos que no había un Hombre de la Bolsa que nos viniera a llevar. Lo conocíamos como algo que algunos padres inventaban para intimidar a sus hijos y sembrar el miedo que les permitiera portarse bien. A nosotros siempre nos vinieron con la verdad, y entonces esas cosas no nos podían hacer ningún efecto.

Mis padres no nos amenazaban así. A veces, sin embargo, nos quedábamos con mi abuela, que tenía métodos distintos para lograr nuestra buena conducta. Sabía que los personajes imaginarios no nos iban a hacer ningún efecto, y entonces no lo intentaba. Pero a veces hacíamos mucho barullo. Alguna medida tenía que tomar.

Para lograr la rectificación de nuestro accionar apeló a la circunstancia de que en el mismo piso que ella vivía un comisario. Entonces, cuando nos volvíamos irritantes, nos amenazaba con llamar al comisario. Ante esto nosotros deponíamos nuestra actitud por un rato.

Con los años me di cuenta del truco. El comisario no era un personaje: efectivamente existía. Pero, ¿qué nos haría? Más razonable sería que la reprendiera a ella por pedir la intervención de un comisario para callar a unos niños ruidosos. Pero no hicimos ese razonamiento en ese momento. La idea de que una figura de autoridad como un comisario, que trabajaba de poner gente en la cárcel, era suficiente para intimidarnos.

El comisario era una especie de hombre de la bolsa real, salvo que la amenaza era igual de falsa. Pero esa realidad parcial fue suficiente durante muchos años. Hoy me acuerdo y se me va el orgullo de no haber creído en los personajes imaginarios, porque veo que en realidad sí lo hice: creí en el comisario imaginario que me metería preso por molestar a mi abuela, y en mi abuela imaginaria que llamaría al comisario.

Y ahora que lo pienso, nunca me crucé al comisario en el pasillo o en el ascensor. Tal vez ni siquiera vivía ahí. Tal vez incluso el comisario era imaginario.

El adulto que llevo dentro

El niño que llevo dentro lleva dentro al adulto que tenía dentro cuando era niño.
La transición a la adultez no fue instantánea. Empezó muy temprano y terminó muy tarde. O tal vez no terminó. La historia de mis pensamientos es una continuidad que tuvo muchos cambios. Hubo varias evoluciones, en las que pasé por distintos pensamientos a medida que los recibía o se me ocurrían.
Mi ser infantil procesaba la información en forma similar al adulto de ahora. Me hacía preguntas e intentaba contestarlas. Formaba modelos para entender el mundo. Contaba con menos elementos de comparación, y menos cosas que llegaban a mi campo, pero eso no significa que no los tomara en serio.
Siempre fui analítico. Miraba el mundo que me rodeaba y trataba de ver cómo funcionaba. Qué estaban pensando los demás. Qué quería decir lo que no entendía, y cómo una vez que entendía algo, muchas otras cosas pasaban a ser entendibles también. Aprender era maravilloso, y mucho más fácil cuando había aprendido muy poco.
No sé si miraba al mundo como un adulto. No sé qué es eso. Muchos adultos que conozco tienen miradas que podríamos llamar infantiles. Aunque tal vez sea un insulto a las mentes infantiles. Es mejor decir que muchos adultos que conozco tienen miradas que son muy similares a la que muchos adultos, incluso algunos de los mismos, esperan de los niños.
Después crecí. O mejor dicho, ya entonces crecía. Dejé atrás muchas cosas. Atravesé etapas sociales y corporales que dejaron huellas. Muchas teorías que había formulado para explicar el mundo fueron refutadas por la experiencia posterior. Otras continúan vigentes. Algunas que durante la infancia descarté por creerlas infantiles resultaron verdaderas. Ese proceso continúa. A veces vuelvo a ideas que había rechazado, otras veces rechazo dolorosamente ideas que duraron décadas.
Todo sin un punto en el que pudiera decir “hoy soy adulto, ayer no”, excepto desde un punto de vista legal y arbitrario. Entiendo ciertas restricciones, como la idea de que a cierta edad no se está lo suficientemente desarrollado como para votar. Sé que cumplir la edad requerida no garantiza que el desarrollo se haya producido, ni se vaya a producir. También sé que no hay una buena manera de medirlo, y por eso se usa un límite de edad más o menos arbitrario.
El asunto es que este adulto sigue pensando de formas similares a la de este niño. Es como si fuéramos la misma persona. Lo llevo dentro, como los anillos que indican la edad de los árboles. Y trato de valorar su opinión. De comparar lo que pienso con lo que hubiera pensado a otra edad. Ver qué puedo extraer. Después va a decidir el actual, como siempre ocurrió. Pero trato de buscar consenso en las decisiones importantes. De que todos los que fui estén contentos con lo que soy.