El zapato del presidente

El presidente perdió un zapato. Inmediatamente firmó un decreto declarándolo encontrado. Pero el zapato no aparecía. Llamó entonces a su asistente personal para preguntarle qué ocurría. El asistente no dudó: “es que el decreto no entra en vigencia hasta que es promulgado en el boletín oficial”. Mientras tanto, el asistente fue hasta el placard de la residencia y le consiguió un par de chinelas. El presidente tuvo que disculparse en la cena de gala de esa noche por usar las chinelas, pero dijo que al día siguiente el problema iba a estar solucionado.
A la mañana, el presidente leyó su decreto en el boletín oficial. Siempre lo hacía, porque le gustaba leer sus obras apenas publicadas. Cuando leyó el letrero que daba por encontrado el zapato, se alegró. Ya era oficial que estaba en su poder. Entonces llamó al asistente. Pero el asistente no estaba. Se encontraba recorriendo la casa de gobierno en busca del zapato. Pero no le había dicho a nadie porque no quería que se supiera lo que ocurría.
El presidente, entonces, no encontró a su asistente. Tampoco a su zapato. Y había algo peor: no encontraba el otro zapato. Debió recurrir de nuevo a las chinelas, y consideró componer un decreto en el que declaraba la jornada como “día casual” y obligaba a todo el país a ir a trabajar en chinelas. Pero después se acordó de que el decreto sólo podía publicarse al día siguiente. Así que abandonó la idea, decepcionado. Decidió irse a bañar para olvidarse del asunto.
Mientras tanto, el asistente había encontrado el zapato. Estaba en el baño de la oficina de la secretaria del ministro de imagen pública. Pero estaba bastante estropeado. Se notaba la diferencia al compararlo con el otro integrante de su par. El asistente supo qué hacer, porque ése era su trabajo. Llevó el zapato a uno de los lustrabotas que trabajaban en las cercanías de la casa de gobierno, que se encontraba en una zona céntrica de la capital. El primero al que le ofreció el trabajo se negó: “yo sólo lustro botas”. Pero el segundo se dignó a cambiar la descripción de su trabajo cuando se le mencionó que eran los zapatos del presidente. El asistente vio cómo el zapato antes perdido recuperaba brillo, a tal punto que brillaba mucho más que el otro. Entonces tuvo que hacer lustrar también el otro. En poco tiempo, ambos quedaron relucientes, el asistente resultó satisfecho y el lustrabotas fue más rico.
El asistente fue a toda velocidad hacia la residencia. Cuando llegó, el presidente todavía se estaba bañando. Le dejó ambos zapatos al pie de la cama. Cuando el presidente terminó el baño, salió a la recámara oficial y vio los zapatos. Luego miró en dirección al boletín oficial, con cara de satisfacción. Contento, se vistió para encarar el día. En honor al zapato recuperado, decidió ponérselos primero. Le costó bastante ponerse los pantalones con los zapatos puestos, pero eso no fue nada comparado con el trabajo que tuvo para ponerse las medias. Le resultó tan difícil que debió recurrir a un nuevo decreto.

Obra revolucionaria

Benjamín no tenía un pensamiento político. Tenía algunas simpatías, sí, pero no obedecían a un análisis exhaustivo ni a un entusiasmo particular. Era más bien ajeno a lo que ocurría en la política. Se concentraba en su obra literaria, que era aclamada por sus contemporáneos. Se la exaltaba como revolucionaria.
El gobierno del país donde Benjamín vivía desconfiaba de los escritores en general. Y los elogios a la obra revolucionaria de Benjamín hicieron que tuviera problemas con las autoridades. Varias veces fue detenido y sufrió allanamientos. Tuvo que explicar en diferentes oportunidades que no pertenecía a ninguno de los grupos revolucionarios que pretendían tomar el poder en el país. Él no era revolucionario, su obra lo era.
Benjamín lamentaba tener que explicar un concepto tan simple a los agentes del gobierno. Los episodios autoritarios le habían hecho perder respeto por un régimen por el que antes había simpatizado hasta cierto punto. Pero no llegó al punto de unirse a sus enemigos. No sabía qué se proponían los grupos revolucionarios, y tampoco le interesaba demasiado enterarse. Él estaba en otra.
Ocurrió luego un vuelco en la situación. Uno de los grupos revolucionarios consiguió su objetivo de hacerse con el poder. De inmediato recayeron sobre Benjamín grandes honores, como autor revolucionario que era. Estos honores le molestaron bastante, porque lo distraían de las actividades que él prefería realizar, en particular continuar la obra revolucionaria que había sabido crear.
Los homenajes públicos llegaron en demasía, a tal punto que se volvieron más molestos que las persecuciones del antiguo régimen. Los ahora opositores vieron en esos homenajes una reivindicación de su postura sobre Benjamín, y lanzaron un enérgico repudio a su figura.
Benjamín se vio en una encrucijada. Pensó en aclarar al público sus simpatías, o su falta de ellas, pero no era bien visto en el clima reinante. También quiso explicar la diferencia entre el autor y su obra, y decidió hacerlo mediante su obra.
Pero fue inútil. Eran muchos más los que admiraban su obra por lo que pensaban que debía ser que los que la leían, y de estos últimos sólo un porcentaje entendía lo que Benjamín quería significar. De los que entendían, algunos ya lo sabían, y otros decidían ignorar las posturas citadas.
Fueron estos últimos quienes se convirtieron en el sustento intelectual del régimen que estaba en el poder. Ellos se ocuparon de refutar las objeciones de Benjamín, porque después de todo un autor no es la persona más indicada para analizarse a sí mismo.