El trabajo de los duendes

No es que creía en Papá Noel. Más bien nunca había puesto en duda la información que me había llegado. Quiero pensar que si, aun a esas tempranas edades, me hubiera abierto a la posibilidad de que ese personaje podía ser verdadero o falso, mi postura habría sido la de la falsedad. Pero no fue así: crecí con ese concepto. Era una de las cosas que iba aprendiendo en la vida: el tenedor va a la izquierda, hay que esperar un par de horas para nadar después de comer, cuando tiene el techito plano es un cinco, un señor con renos reparte regalos todas las navidades.

Tampoco había pensado mucho en los desafíos logísticos y comerciales involucrados. No me preguntaba de dónde sacaba este buen señor los regalos, ni cómo hacía para repartirlos a todos los niños del mundo, ni cómo podía diferenciar a los que nos portábamos bien de los otros. Estaba contento con recibir mi regalo anual, el resto escapaba a mi análisis. Pero sé que tarde o temprano me habría hecho todas esas preguntas.

Un día vi la película “Santa Claus”, con Dudley Moore. Es acerca de un duende que trabaja en el taller de Papá Noel, y que por alguna razón tiene una aventura en una ciudad. No me interesó la trama: lo que me atrajo fue toda la primera parte, que funcionaba como un documental de detrás de la escena de la organización santaclausiana. Si la película toda hubiera tenido ese tono de documental, me habría encantado.

Se contestaba allí una de las preguntas que no me había hecho: un plantel de duendes fabricaba los juguetes que Papá Noel repartía. Era un concepto interesante, porque la fabricación propia permitía personalizar los regalos. A cada chico le podía corresponder algo específico a su deseo. Eso es lo que una persona que ama tan profundamente a los chicos haría. No los despacharía con cualquier cosa. Papá Noel (o su staff) podía leer las cartas que le llegaban, determinar si el remitente era merecedor de lo que pedía, y mandarlo a hacer.

Mis deseos solían ser juguetes que se anunciaban por televisión. Claramente, la existencia del taller de Papá Noel no era buena para los fabricantes, porque los juguetes que regalaba no eran comprados a ellos, sino pirateados. Fui consciente de que cada regalo de Papá Noel era una venta menos para los jugueteros. Me daba lástima, pero no era mi problema. Eran las reglas del juego.

Esa navidad, Papá Noel me trajo lo que quería: un pequeño robot que salía por TV. Me llamó la atención el nivel de detalle de los duendes: el robot era tal como salía en la tele. Incluso se habían ocupado de replicar el envase. El taller en la película parecía más de carpintería, pero evidentemente trabajaban también el plástico y el packaging. Supuse que tenían emisarios que compraban ejemplares de los juguetes a copiar y los llevaban al polo norte, donde un equipo de diseñadores y artesanos se ocupaba de reproducirlos, con gran amor por los niños y los detalles.

Mi admiración hacia el equipo de duendes continuó intacta y sin ser puesta a prueba, al igual que la existencia de Papá Noel, durante un par de años. A los siete alguien me sopló que esa suposición era falsa: no había tal Papá Noel, sino que los padres de cada uno se ocupaban de simular esa existencia.

La nueva teoría explicaba muchas cosas. Primero, por qué Papá Noel creía necesario que nadie lo viera. También las preguntas que me surgieron al habilitarse esa otra posibilidad, sobre logística. Del mismo modo, implicaba que el taller de duendes no existía, y que esos juguetes, al final, eran comprados en jugueterías nomás. Esto, a su vez, explicaba por fin la paradójica proliferación de comerciales de juguetes que ya había notado en las épocas de Navidad.

La evidencia me convenció de que la explicación más razonable era la de que Papá Noel, al igual que las otras figuras que seguían el mismo modus operandi, no existía. Fue bueno enterarme, porque mi concepción del mundo se hizo más coherente. Aunque todavía, cuando veo un juguete complejo, una parte de mí se pregunta si los duendes podrán replicarlo.