Despertar a su lado

Amanezco sereno. La noche me hizo bien. Siento que me volvieron los músculos. Los rayos del sol se cuelan por la ventana, y se nota en el techo el reflejo del movimiento del agua en la pileta del jardín. Abro los ojos lentamente. No tengo que ir a ningún lado. Puedo tomarme el tiempo que quiera para levantarme, y elijo hacerlo con calma. Me muevo sobre la cama. Levanto la cabeza, la vuelvo a apoyar en la almohada. Miro a los costados. Del otro lado, se asoma desde las sábanas la cabeza de una enorme cucaracha.
Entro en un calmo pánico. No salgo inmediatamente de la cama. Me quedo contemplándola. ¿Me habré convertido en una cucaracha, como si fuera un personaje de Kafka? No, porque estoy viéndola, y la cucaracha está separada de mi punto de vista. Además, puedo ver mis manos, siguen siendo humanas. ¿Se habrá convertido en cucaracha mi compañera de cama? No. Hasta donde sé, anoche dormí solo. Ahora no estoy tan seguro.
Pero por alguna razón todavía estoy ahí, compartiendo la cama con esa cucaracha, que me mira nerviosa. No trata de ocultarse bajo las sábanas, ni en ningún otro lado. Tal vez le gusta compartir la cama conmigo. Quizás me quiere. A mí no me agrada demasiado, y estoy seguro que en otro momento del día haría lo posible por salir corriendo, o por matarla. Pero ahora no. Estoy calmo, en paz con el Universo y con las cucarachas que son parte de él.
Pasan los minutos sin que me dé cuenta. A veces me entreduermo. Cuando me despierto, la cucaracha sigue ahí, tal vez en una posición distinta. Por momentos levanta las antenas, como para captar algo. ¿Qué estará escuchando? No sé. Cuando trato de comunicarme con ella, parece que me ignorara. ¿Estará enojada conmigo? Tal vez nunca me haya querido, tal vez está ahí sólo por la cama caliente, la comodidad. No me valora por lo que soy, sino por lo que le doy.
No se da cuenta de que le estoy concediendo la vida. A esta altura podría haberla matado muchas veces, y no lo hice. Pero tal vez no tendría que pensarlo así. No sé si a mí me gustaría que alguien reclamara mérito por no haberme matado. Tiene razón, la verdad. Pero igual podría matarla. Lo sé. Sólo que no tengo ganas. Entonces, de una forma muy concreta me debe la vida.
Ahora parece que decidió levantarse. Está saliendo de las sábanas y empieza a caminar la almohada. Se acerca a mí. Tal vez sí me quiere. Quizás me quiere expresar algo. ¿Me querrá dar el beso de los buenos días? Veo cómo las antenas se agrandan a medida que se acerca. Nunca había visto tan claramente la cara de una cucaracha. No reconozco su expresión. Ni siquiera sé si es capaz de expresión facial. Pero viene hacia mí, eso está claro.
Cuando está a pocos centímetros me cae la ficha. Se me está acercando una cucaracha. En ese momento me agarra un fuerte rechazo, que me despabila. Siento la necesidad urgente de salir de la cama. Y me incorporo sin tener cuidado de mantener la cama hecha. Las sábanas superiores caen al suelo. Quedan al descubierto miles de cucarachas sobre las que apoyé mis piernas. Al verse iluminadas, salen corriendo, todas en direcciones distintas. Algunas van hacia la almohada. Y ya no puedo reconocer a la cucaracha que había visto primero.

Breves

Se apaga la heladera
tomo nota
del silencio.
Sueño despierto
sueño que sueño
dormido.
Miro hacia arriba
una sola estrella
es de noche.
El ruido de afuera
no logra apagar
mi música interna.
Lleno de gente
nadie me ve
estoy solo.
La barrera se cierra
no pasa ningún tren
se abre.
Estoy con vos
no sé si vos
estás conmigo.
Afuera llueve
me gusta olerlo
desde adentro.
Los anteojos
distorsionan la imagen
para que la vea bien.
Te estoy buscando
sin saber
si me buscás.
El Padrino
al morir
deja caer la naranja.
Acá estoy seguro
está claro
tengo que salir.

La historia oculta

En el corazón de un denso bosque de metáforas brotó una historia. Era difícil de ver, porque las metáforas oscurecían los alrededores. Pero la historia allí estaba, inconspicua, frágil, tímida. Al lado de las soberanas metáforas parecía un yuyo sin futuro. Sin embargo, era una historia que prometía.
Entre tanta metáfora, a veces se colaban en el bosque ideas y conceptos que alimentaban a la historia. Lentamente fue creciendo, hasta que pudo atisbarse su existencia desde afuera del bosque. Hasta ese momento, sólo algunos sospechaban que podía existir. Era una idea teórica, como los agujeros negros en el centro de las galaxias, sin comprobación directa. Pero cuando la historia estuvo lo suficientemente fuerte, se alteró la composición del bosque de metáforas y algunos especialistas con avanzado instrumental pudieron afirmar que la detectaban.
Mientras tanto, las metáforas que formaban el grueso del bosque seguían reproduciéndose. El suelo era una alfombra de metáforas secas que crujían al ser pisadas. Algunas metáforas caían sobre la historia y se unían a ella. Le daban un color más uniforme, y al mismo tiempo la hacían más difícil de detectar.
Pero la historia seguía creciendo. Creció tanto que empezó a elevarse sobre el nivel de las metáforas. Por fin se pudo obtener una confirmación visual de su existencia.
El anuncio del descubrimiento llegó a oídos del autor, quien quiso ver a la historia por sí mismo. Se internó en el bosque para buscarla, como quien busca al Yeti. Caminó los recovecos, maravillándose ante la espesura de su creación, disfrutando del follaje metafórico que apenas dejaba entrar la luz. Hasta que divisó de lejos la historia. Corrió hacia ella y la miró desde el suelo. Aunque no logró ver la punta, se hizo la idea de que desentonaba en ese lugar. Por eso decidió talarla.
Hoy el bosque de metáforas está impoluto. Hay más metáforas que nunca. Los pocos que entran se pierden de inmediato.

Descarnación

Mi alma y yo nos llevábamos muy bien. Estábamos hechos el uno para el otro. Éramos muy unidos: adonde yo iba, ella me acompañaba. A veces me salvaba de tomar decisiones equivocadas, y yo hacía lo mismo.
Mi alma me ayudaba a percibir la belleza. Yo podía expresar la satisfacción que el alma sentía, y con el tiempo aprendí a apreciarla por mi cuenta. Desde ese momento, mi alma y yo apreciamos juntos las cosas buenas de la vida.
Estaba conmigo desde mi nacimiento, y yo pensaba que íbamos a estar juntos toda la vida. Sólo la muerte nos separaría, y cuando yo muriera mi alma, y con ella algún aspecto de mí, iba a seguir existiendo.
Pero, inesperadamente, la muerte nos separó antes de tiempo. Cuando mi alma murió, fue como si se fuera un pedazo de mí. Yo podía desenvolverme sin ella, pero no era lo mismo. Me convertí en una persona más discreta y ordinaria. Perdí interés por muchas cosas que antes me definían, y me limité a satisfacer mis necesidades biológicas.
A pesar de que extrañaba al alma, me costaba encontrar ese sentimiento, y mucho más expresarlo. Pero me propuse vencer esa dificultad. Decidí que debía honrar la memoria de mi alma, para mantener vivo su espíritu.
Luego de un tiempo, se me ocurrió probar con otras almas. Pero no sabía cómo obtener una nueva. Se me ocurrieron algunas ideas poco útiles, como poner un aviso en el diario o pasearme por hospitales para captar algún alma recientemente enviudada. Pero ninguno de esos métodos funcionó.
En mi desesperación, recurrí a individuos que decían poder hablar con los muertos. Pero cuando les expliqué mi situación, me contestaron que sólo era posible comunicarse con almas vivas. Tal vez otras almas podían hablar con las almas muertas, pero ellos carecían de tal habilidad.
A pesar de que algunos médicos y sacerdotes que consulté me dijeron que era imposible que mi alma muriera, yo sabía lo que había pasado. Estaba claro que todo vestigio de mi existencia se iba a ir del Universo el día que yo muriera. Y que no iba a poder encontrarme en ese momento con mi alma, porque es justamente ella la que se encuentra con seres queridos una vez fallecido el cuerpo.
Así que decidí hacer valer la pena mi vida, como un homenaje a mi difunta alma. Quise dejar algún legado que, de algún modo, pudiera reemplazarla. Por eso volví a dedicarme a las actividades que antes disfrutaba junto con ella. Fue difícil: ya no tenía ganas de hacerlo, y tampoco tenía mucho talento. Pero perseveré, y aún persevero.
Las personas de mi alrededor no están enteradas de lo que ocurrió, aunque se dan cuenta de que he perdido una parte del impulso que me llevaba a ser la persona que alguna vez fui. Ellos esperan el día en el que vuelva a ser aquél, pero yo sé que la partida de mi alma me dejó sólo con mi cuerpo físico, y durante el resto de mi vida deberé arreglármelas con él.

El destinatario

Tiburcio caminaba. Seguía caminando. No tenía un rumbo preciso ni demasiado apuro. De pronto vio algo que lo hizo detenerse. Veía, allá a lo lejos, una luz intermitente. Se quedó embobado mirando la luz para ver qué le estaba diciendo. Pensó que existía el propósito de que él viera esa luz cuando, inmediatamente después de que él enfocara su vista sobre ella, quedó fija. Luego de pensarlo unos instantes, comprendió el significado. Cuando se apagó y se encendió la de abajo, que era verde, cruzó la calle.
Ante él, se detuvo un colectivo que tenía un letrero que decía “vamos a la Rural”. Tiburcio pensó que era una invitación para él, y se subió. Pidió un boleto hasta la Rural y se sentó del lado de la ventanilla, a la derecha de la unidad. Tenía un asiento vacío a su izquierda, que no tardó en ser ocupado por una persona que subió minutos después. Tiburcio se alegró de haber sido elegido por esta persona como compañero de viaje, y se corrió lo que pudo para hacerle el trayecto más cómodo. Algunas cuadras después se bajó un señor de uno de los asientos individuales de la izquierda, y la persona que Tiburcio tenía a su lado se levantó para sentarse en el lugar que había quedado libre, abandonando así la compañía de Tiburcio, quien se puso mal y fue, entre lágrimas, hacia la puerta a bajarse. La persona que lo había herido no se habría enterado de nada, de no ser porque Tiburcio, cuando se abrió la puerta, se acercó y le gritó “ya vas a venir a pedirme algún favor”. Seguidamente le dijo al conductor que el viaje a la Rural iba a tener que postergarse para alguna otra ocasión, y se bajó.
Caminó unos metros y pasó por un quiosco que tenía un enorme cartel que decía “tome Coca-Cola”, por lo que aceptó la invitación y le pidió al quiosquero si no tenía una botella de esa gaseosa. El quiosquero le dio una y Tiburcio se la tomó. Al terminar le agradeció y atinó a irse, pero el comerciante le indicó que debía pagar. Tiburcio se indignó y dijo que lo habían engañado, pero para no armar un escándalo pagó la gaseosa, mientras exclamaba que nunca más iba a aceptar una invitación de ese lugar.
Tiburcio llegó a la esquina y no sabía para dónde ir. Pensó que, de todos modos, podía ir para la Rural y reencontrarse con el colectivo, que, después de todo, no era el que lo había ofendido. Pero no sabía si lo iba a encontrar ahí. Mientras dudaba, pasó una paloma en la dirección contraria a la que debía tomar para ir a la Rural, y Tiburcio vio en su vuelo un mensaje que le decía que no fuera. Entonces dio media vuelta y caminó hacia el lado de su casa, que era el mismo que llevaba la paloma y lo que le había dado la pista de que la paloma le estaba diciendo algo a él y no a otra de las muchas personas que había en ese momento en la calle.
Un rato después, pasó por la vidriera de un local de electrodomésticos que tenía una cantidad de televisores encendidos, todos en el mismo canal. En ese momento se veía en la pantalla de los televisores la promoción de un canal que decía “estás en casa”. Tiburcio se alegró de haber llegado, y entró. Se sentó en un sillón que estaba para promover unos equipos de home theatre, agarró su teléfono celular y se pidió una pizza. Como no llegaba, luego de un rato llamó para reclamar, y le dijeron que se habían cansado de tocar timbre en su casa sin recibir respuesta. Tiburcio pidió disculpas, y atribuyó su falta de audición a todos esos aparatos que alguien había instalado en su vivienda, y también a toda la gente que, por alguna razón, se sentía libre de recorrerla.
En eso se le acercó un hombre vestido de rojo que le preguntó si lo podía ayudar. Tiburcio le agradeció la amabilidad y le pidió una pizza. Este hombre consultó con otro, que tenía una chapa en el pecho similar a la que él también tenía, pero de otro color. Entre los dos lo sacaron del local y cerraron la puerta. Vio Tiburcio que era de noche, y quiso abrir la puerta para poder pernoctar en lo que creía que era su domicilio. Pero la llave que tenía no funcionaba, no podía hacerla girar en la cerradura de la puerta del local. Tiburcio interpretó este hecho como un mensaje que le decía que no debía quedarse ahí. Entonces se fue.
Al rato pasó por un quiosco de revistas, y miró los ejemplares que estaban a la venta. Una de ellas tenía un letrero que decía “reclame póster de San Lorenzo”. Tiburcio increpó al quiosquero, reclamándole el póster. El quiosquero explicó que debía comprar la revista para acceder a ese objeto, entonces Tiburcio la compró. La abrió y encontró un póster pero no de San Lorenzo sino de once futbolistas con camiseta rayada. Tiburcio volvió entonces a increpar al quiosquero y le reclamó la imagen prometida de Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia. El quiosquero, como Tiburcio ya lo tenía cansado, lo mandó a llorar a la iglesia.
Cuando llegó a la iglesia, Tiburcio inquirió cuál era el lugar más adecuado para llorar. Le contestaron que el confesionario. Fue entonces ahí, y entre sollozos le preguntó al cura adónde podía conseguir el póster del padre Giustiniani. El cura le preguntó quién era. Tiburcio se lo explicó, y le contó que le habían prometido ese póster luego de comprar una revista. El cura le explicó que ahí no tenían ningún póster, pero tal vez le podía conseguir alguno usando algún contacto con El Vaticano. Tiburcio pidió hablar con el dueño del lugar, y el cura le explicó que la Iglesia no tenía dueño, a lo cual Tiburcio respondió que había visto afuera un letrero que decía que esa era la casa del Señor, y pidió hablar con el Señor. El cura le contestó que el Señor lo escuchaba permanentemente. De este modo, Tiburcio vio que no se podía razonar con esa gente, y se fue de ahí.
Siguió caminando hasta que llegó a un cartel que decía “Doblas”, al que obedeció. Supuso que el destino tenía algo para él en esa calle. Y efectivamente, a un par de cuadras había una pared con una leyenda que decía “esta pared es suya, cuídela”. Tiburcio aceptó la misión, y aún se encuentra ahí, montando guardia y asegurándose de que nada le ocurra a esa pared.

Cuando me leen el pensamiento

Es una situación muy incómoda saber que estoy en presencia de alguien que puede leerme el pensamiento. Sobre todo porque puedo controlar lo que digo, pero no tanto lo que pienso.
No es que tenga una mente degenerada. En general no estoy pensando cosas que le vayan a caer mal a mi interlocutor, aunque pueda no estar pensando exactamente en lo que me dice. Pero, cuando sé que me están leyendo el pensamiento, me pongo nervioso y pienso cualquier cosa.
Es parecido a cuando los médicos me piden que me quede quieto. Por ahí si no me lo pedían no me movía, pero es tanta la responsabilidad de no moverme que los nervios hacen que lo haga.
De la misma manera, cuando sé que me pueden estar leyendo el pensamiento, es una responsabilidad no pensar cosas ofensivas, por más que de todos modos no sean mi opinión. Y como concentrarse en no pensar algo implica pensarlo, la persona que me está leyendo el pensamiento se lleva una impresión totalmente errada sobre mí.
Entonces pasan por mi cabeza toda clase de ideas vergonzantes sobre la persona que es capaz de leerme el pensamiento, que van desde las más bajas cuestiones íntimas hasta opiniones sobre el posible olor que puede tener, sin olvidar que, ante cada cosa que pienso, me pregunto para mis adentros si la persona en cuestión sabrá que lo estoy pensando. Incluso me lo pregunto cuando estoy pensando eso último.
No es que yo quiera esconder lo que realmente pienso. Es todo lo contrario: tengo la valentía de pensar determinadas cosas en la cara de la gente. Pero, al poder enterarse del proceso de pensamiento, puede ocurrir que la gente que lee lo que pienso interprete que cosas que se me cruzan por la cabeza y descarto son las cosas que realmente pienso. Y eso me hace quedar mal.
Por ese motivo, prefiero mantenerme en círculos científicos y escépticos, donde la gente no cree que es posible leer el pensamiento, y a nadie se le ocurriría decir que lo hace. De esta forma puedo relajarme y, liberado de la responsabilidad de responder ante mis pensamientos, pensar tranquilo. Y los que sean capaces de leerme el pensamiento no van a tener un mal concepto de mí.

A los postres

El postre todavía estaba tibio cuando, embelesado por el sabor, me hundí con mi cuchara en las densas profundidades del chocolate. Me dí cuenta de que no necesitaba la cuchara cuando comencé a nadar por el postre mientras lo comía. Deseé que el momento no terminara nunca. Mi cuerpo se cubría de chocolate, pero me manejaba con una extraña naturalidad, como si siempre hubiera sabido cómo bucear en esa sustancia. Cada brazada era acompañada por un lengüetazo que me llenaba de sabor. Mis ropas ya estaban completamente oscuras. No importaba, nadaba en chocolate. Ya habría tiempo para volver a la realidad.
Aunque el postre estaba bien batido, conservaba aún algunos vestigios de un estado anterior, en forma de pequeños grumos que yo guardaba en mis bolsillos para luego espolvorear en el resto del chocolate como queso rallado. Los grumos contenían también partículas de aire que yo usaba para respirar dentro del cremoso chocolate.
Realicé pruebas de destreza natatoria, recorrí todas las profundidades del postre con una alegría imposible de disimular. Extendía los brazos formando círculos como forma de expresar mi felicidad. Los movimientos batían el chocolate, lo cual lo hacía cada vez más sabroso. El espíritu del sabor llenaba mis poros, al igual que el chocolate mismo.
Hasta que se hizo la hora de volver a la realidad. De dejar el resto del postre para paseos posteriores y para que pudieran probar los demás. Decidí sacrificar un poco de felicidad en ese momento para lograr recuperarla más tarde.
Me dirigí a la superficie. Grande fue mi sorpresa al no poder salir. Una membrana que antes no estaba me impedía asomarme. En ese momento caí en la cuenta de que el chocolate ya estaba frío y se había formado la deliciosa piel en la superficie. Piel que no podía perforar desde abajo. Intenté lamerla hasta dejarla expuesta, pero era una tarea imposible. No existía un límite definido entre la piel y el resto del postre.
Hasta que recordé que aún tenía en mi poder la cuchara. La saqué de mi bolsillo, lamí su contenido y presioné con ella sobre la piel del postre hasta que vi la luz. Con delicadeza me trepé a la rendija que había formado, y salí por ella al mundo exterior.
Una vez fuera, me alejé de la rendija y me tiré un rato sobre la piel, aun embadurnado en el chocolate de su interior, para descansar y rememorar la estupenda experiencia.

Celos de autor

El autor tenía una imaginación activa. La volcaba en sus textos, que como resultado eran muy imaginativos. Los personajes realizaban todo tipo de acciones posibles, poco posibles y nada posibles. Ellos llevaban a la práctica lo que el autor se imaginaba.
Sin embargo, el autor tenía una vida monótona y aburrida. Su actividad más frecuente, luego de escribir, era leer. Lo más jugado que hacía era comer cada tanto algo picante. Los personajes, por su parte, eran mucho más activos que él.
El autor se dio cuenta de ese hecho y decidió que no podía ser. Quiso tener una vida más variada. No quería que sus personajes se divirtieran más que él. Entonces comenzó a hacer deportes extremos, experimentos sociales y otras actividades que antes no hubiera siquiera pensado en hacer.
Su vida se llenó de estímulos, que fueron aprovechados por su imaginación para expandirse, y como resultado los personajes fueron aún más activos. El autor estaba contento con los nuevos textos, pero no con su vida. Y sabía que era imposible solucionarlo, porque sus personajes hacían cosas que para un humano existente era imposible.
El autor deseó ser él también un personaje, el fruto de la imaginación de alguien, pero sabía que no lo era. Con el correr de los meses se aburrió de la vida renovada y volvió a sus rutinas habituales. Los personajes se beneficiaron de su experiencia, pero él les empezó a tener bronca.
Para vengarse, comenzó a escribir textos sin personajes. Las ideas imaginativas seguían estando, ya sin nadie que las protagonizara. Sin embargo, no podía eliminar a los personajes de los textos anteriores, que aún tenían vidas mucho más interesantes que la suya. También lo irritaba ser consciente de que, como autor, él conocía la razón de la existencia de esos personajes y no la suya.
Finalmente, decidió volver a usar personajes pero darles una vida más aburrida que la suya. Las ideas imaginativas quedaron en los textos, pero ya no eran los personajes los que las llevaban a cabo. Decidió también que los personajes tuvieran celos de las ideas que los rodeaban. A algunos les dio consciencia de que eran personajes y los hizo envidiar los platos picantes que el autor comía.
Siguió con ese plan destructivo hasta que se le ocurrió algo mejor. Decidió comenzar un diario de escritor. En él escribía aventuras imaginarias que lo tenían a él mismo como protagonista. Las presentaba como verdaderas. Él era el único que sabía que eran falsas. También sabía que un día iba a morir y, cuando sus diarios fueran leídos, se convertiría él también en un personaje, y podría concretar así sus fantasías.

El hombre al que no le pasaba nada

Había una vez un hombre al que no le pasaba nada. No evitaba que le pasaran las cosas, simplemente no le ocurrían. A él no le gustaba eso, y trataba de hacer que le pasara algo. Pero por más que intentaba, nunca le pasaba nada.
A sus amigos sí les pasaban cosas, y él veía por televisión todos los días a gente a la que le pasaba algo, o parecía que le pasaba algo, lo cual ya es pasarle algo. Pero a él no le pasaba nada.
Él preguntaba a sus amigos qué hacían para que les pasaran cosas, pero ninguno le sabía decir muy bien. En general ninguno hacía nada, las cosas sólo les pasaban. Pero a él no, y la situación lo tenía frustrado. Era como si el universo se hubiera olvidado de él. Pero ni siquiera le pasaba eso.
Este hombre deseaba fervientemente que le pasara algo. Llegó un momento en el que ya no quería que le pasara algo bueno. Con algo malo se conformaba, con la condición de seguir viviendo al menos unos minutos para disfrutar del cumplimiento de su sueño. Pero no le ocurría nada bueno ni nada malo. Su vida transitaba el camino de la indiferencia.
Un día casi le pasó algo. El hombre se ilusionó porque nunca había estado tan cerca de que le pasara algo. Pero por muy poco no le pasó. Había sido una falsa alarma.
Y así está todavía aquel hombre. Aún espera fervientemente que le pase algo. Tal vez algún día se le dé.