Mi casa por la ventana

Yo también quise tirar la casa por la ventana. Pero fue más difícil, porque vivía en un departamento. Y no vivía en el último piso, sino en el sexto, en un edificio de diez. Sabía que si tiraba mi casa por la ventana, los pisos de arriba se podían venir abajo. Y eso no le convenía a nadie.
Entonces decidí que no podía tirar el departamento entero. Tenía que dejar las columnas que sostenían el edificio. Después de todo, esas columnas no eran parte integral de mi casa, sino que lo que podía llamar mío estaba construido a partir de ellas.
Elegir la ventana fue fácil, porque había sólo una panorámica que tenía una gran vista a la calle. Podía ver si los escombros le iban a caer a alguien. Me pareció que lo mejor era hacerlo un día de poco tráfico.
La decisión fue tirar la casa en enero. Pensé que no lo iba a poder hacer, pero dio la casualidad de que los cuatro pisos de arriba quedaron vacíos, porque todos se fueron de vacaciones. Entonces era la oportunidad para concretar mi sueño.
Agarré un pico y me puse a destruir las paredes internas. Cada cascote iba al suelo, a la vereda o a la calle. Cada tanto me asomaba para ver cómo se acumulaba mi casa en la vía pública. Me daba placer ver crecer la pila de escombros. La sentía como algo mío. Efectivamente, eran escombros de mi propiedad, pero había algo más. Al contrario que la casa, que era comprada, esa pila de escombros, aunque fuera producto de una destrucción sistemática, era algo que había construido yo, con mis propias manos. No hay nada como eso.
Del mismo modo, me llenaba de alegría ver el espacio que había ocupado mi departamento, cada vez más vacío. Porque además del departamento, era dueño del piso, y eso no lo pensaba destruir, era el techo del quinto. Podía conservar mi antigua vivienda, y construir una nueva, mejor.
Pero no pudo ser. De pronto, el sueño se derrumbó. Más exactamente, el edificio se derrumbó. Cuando terminé de tirar una pared, vi que el techo que estaba sobre ella empezaba a crujir. Y me di cuenta de que había metido la pata. Estaba claro que debía escaparme de ahí. No me había dado cuenta de tener a mano un paracaídas. Pero la pila de escombros ya llegaba casi hasta la altura donde estaba. Corrí hacia ella, salté justo a tiempo. Desde ese costado, mientras bajaba, vi cómo los pisos de arriba caían sobre los de abajo, hasta que el edificio formó otra pila de escombros, mucho más grande, que nadie diferenció de la mía.

Subte acuático

No me estaba agarrando de nada porque pensaba que no tenía dónde caerme. El subte estaba atiborrado. Si hubiera querido, no habría podido salir. Pero estaba contento de haber entrado, y de estar ya camino a casa después de un largo día. Estaba acostumbrado a esa situación. Ya había desarrollado una serie de estrategias para mejorar  la experiencia, aunque todas involucraban esperar a que se produjera alguna oportunidad.
Me sorprendió, entonces, haber caído al suelo. Incluso mientras estaba pasando no sabía cómo estaba pasando. Aparecí, no obstante, entre los pies de la gente. Quise pararme, pero no era posible. Todo el espacio estaba ocupado por personas. Deduje que cualquier hueco que se había producido, había sido llenado inmediatamente por aquellos que estaban a mi alrededor. En esas circunstancias, las personas ocupan todo espacio disponible, como hace el agua cuando tiene algún lugar más bajo hacia dónde ir.
Tuve que ingeniármelas para salir. Había una sola opción: trepar. Agarrarme de las piernas, rodillas y pantalones para obtener poco a poco una mayor altura. Pero, a medida que lo intentaba, me iba dando cuenta de que no estaba trepando. Estaba nadando.
Ya estaba acostumbrado a nadar entre la gente, pero siempre en espacios abiertos. Era la primera vez que lo hacía en interiores. Debo decir que es un deporte distinto. El nado en una calle como Florida es superficial. Acá estaba nadando en tres dimensiones, como un pez, y eso requería cierta adaptación.
Pero no tenía otra alternativa. Ahí abajo no había mucho aire para respirar, era preciso salir a la superficie y agarrar algún bocado de lo que entraba por la ventanilla cuando el tren se movía. Además, el sudor de la gente se acumulaba cerca del suelo, y si no me apuraba, tarde o temprano me iba a tapar.
Nadar en tres dimensiones es difícil. El agua se corre para hacerle paso a uno, la gente no. La gente tiende a quedarse donde está. Hay que hacer movimientos sutiles para que los que están en el paso se corran voluntariamente, si tienen forma. Siempre pueden acomodarse un poquito. Lo que no preví era que esos movimientos sutiles iban a desembocar en que me acusaran de carterista. Alguien dio la voz de alarma porque vio mi mano cerca de su bolsillo, y no dedujo que estaba nadando. Entonces el gentío se puso turbulento. Se formó una corriente que me llevó, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo y por explicar a los presentes el motivo de mi postura.
Por suerte, este episodio coincidió con la llegada del subte a una estación, y la corriente conducía a la puerta. Me tiraron con violencia, como el mar cuando rechaza con sus olas a los que quieren adentrarse, y casi sin darme cuenta aparecí en el andén. Tierra firme.

Sobre el mar

El sol brillaba sobre la calle Florida. En realidad, no llegaba a brillar sobre la calle en sí, sino que se limitaba a dar luz y calor a la gente que caminaba por ella. La calle estaba en sombras, cubierta por un verdadero mar de gente.
No tenía ganas de sumergirme en ese gentío. A pesar de que yo, igual que todos los demás, era ochenta por ciento agua, no tenía ganas de integrarme a ese mar. Para llegar a mi destino, era preciso navegarlo. Por eso me fui, y volví con un barco.
Lo boté sobre la peatonal. La gente se horrorizó al verlo, y los que estaban justo abajo levantaron las manos para protegerse. Así logré flotar. Dejé que la corriente me llevara. Las personas que estaban sosteniendo el barco se lo pasaban a otras, y el movimiento me trasladaba hacia el norte, que era donde quería ir.
Pero al rato la corriente fue menguando. Mucha gente se dio cuenta de que el sol brillaba sobre el barco, y por lo tanto debajo de él había sombra. Entonces unos cuantos forcejearon para quedar abajo. Y no querían moverse. Estaba más fresco ahí. Pero no me servía para nada. En ese momento extendí las velas.
El viento me empujó sobre las palmas de los transeúntes. Avancé calle arriba, mientras corregía la dirección con el timón. El barco se desplazaba suavemente, con ligeros bamboleos según la altura de las diferentes personas sobre las que se iba apoyando.
Recorrí así varias cuadras de Florida, hasta que llegué a la esquina de Corrientes. El semáforo estaba rojo. Pero el viento no hace caso al semáforo. El mar de gente estaba momentáneamente partido en dos, como si la avenida fuera Moisés. Entonces me vi caer hacia el vacío de la arteria.
Pero Corrientes no se llamaba así en vano. Los techos de los autos que iban por la avenida me llevaron a gran velocidad. Me subí a la onda verde. A la altura de la barranca, la nave se aceleró sin que pudiera controlarla. Fui hacia abajo, pensando que me iba a estrellar. Pero el impulso era demasiado grande como para ir al suelo. Cuando terminó la avenida, salí volando con barco y todo. Fui a parar derecho al dique de Puerto Madero. Seguí entonces mi camino flotando sobre el agua.