Secuelas
Subte acuático
No me estaba agarrando de nada porque pensaba que no tenía dónde caerme. El subte estaba atiborrado. Si hubiera querido, no habría podido salir. Pero estaba contento de haber entrado, y de estar ya camino a casa después de un largo día. Estaba acostumbrado a esa situación. Ya había desarrollado una serie de estrategias para mejorar la experiencia, aunque todas involucraban esperar a que se produjera alguna oportunidad.
Me sorprendió, entonces, haber caído al suelo. Incluso mientras estaba pasando no sabía cómo estaba pasando. Aparecí, no obstante, entre los pies de la gente. Quise pararme, pero no era posible. Todo el espacio estaba ocupado por personas. Deduje que cualquier hueco que se había producido, había sido llenado inmediatamente por aquellos que estaban a mi alrededor. En esas circunstancias, las personas ocupan todo espacio disponible, como hace el agua cuando tiene algún lugar más bajo hacia dónde ir.
Tuve que ingeniármelas para salir. Había una sola opción: trepar. Agarrarme de las piernas, rodillas y pantalones para obtener poco a poco una mayor altura. Pero, a medida que lo intentaba, me iba dando cuenta de que no estaba trepando. Estaba nadando.
Ya estaba acostumbrado a nadar entre la gente, pero siempre en espacios abiertos. Era la primera vez que lo hacía en interiores. Debo decir que es un deporte distinto. El nado en una calle como Florida es superficial. Acá estaba nadando en tres dimensiones, como un pez, y eso requería cierta adaptación.
Pero no tenía otra alternativa. Ahí abajo no había mucho aire para respirar, era preciso salir a la superficie y agarrar algún bocado de lo que entraba por la ventanilla cuando el tren se movía. Además, el sudor de la gente se acumulaba cerca del suelo, y si no me apuraba, tarde o temprano me iba a tapar.
Nadar en tres dimensiones es difícil. El agua se corre para hacerle paso a uno, la gente no. La gente tiende a quedarse donde está. Hay que hacer movimientos sutiles para que los que están en el paso se corran voluntariamente, si tienen forma. Siempre pueden acomodarse un poquito. Lo que no preví era que esos movimientos sutiles iban a desembocar en que me acusaran de carterista. Alguien dio la voz de alarma porque vio mi mano cerca de su bolsillo, y no dedujo que estaba nadando. Entonces el gentío se puso turbulento. Se formó una corriente que me llevó, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo y por explicar a los presentes el motivo de mi postura.
Por suerte, este episodio coincidió con la llegada del subte a una estación, y la corriente conducía a la puerta. Me tiraron con violencia, como el mar cuando rechaza con sus olas a los que quieren adentrarse, y casi sin darme cuenta aparecí en el andén. Tierra firme.
Sobre el mar
El sol brillaba sobre la calle Florida. En realidad, no llegaba a brillar sobre la calle en sí, sino que se limitaba a dar luz y calor a la gente que caminaba por ella. La calle estaba en sombras, cubierta por un verdadero mar de gente.
No tenía ganas de sumergirme en ese gentío. A pesar de que yo, igual que todos los demás, era ochenta por ciento agua, no tenía ganas de integrarme a ese mar. Para llegar a mi destino, era preciso navegarlo. Por eso me fui, y volví con un barco.
Lo boté sobre la peatonal. La gente se horrorizó al verlo, y los que estaban justo abajo levantaron las manos para protegerse. Así logré flotar. Dejé que la corriente me llevara. Las personas que estaban sosteniendo el barco se lo pasaban a otras, y el movimiento me trasladaba hacia el norte, que era donde quería ir.
Pero al rato la corriente fue menguando. Mucha gente se dio cuenta de que el sol brillaba sobre el barco, y por lo tanto debajo de él había sombra. Entonces unos cuantos forcejearon para quedar abajo. Y no querían moverse. Estaba más fresco ahí. Pero no me servía para nada. En ese momento extendí las velas.
El viento me empujó sobre las palmas de los transeúntes. Avancé calle arriba, mientras corregía la dirección con el timón. El barco se desplazaba suavemente, con ligeros bamboleos según la altura de las diferentes personas sobre las que se iba apoyando.
Recorrí así varias cuadras de Florida, hasta que llegué a la esquina de Corrientes. El semáforo estaba rojo. Pero el viento no hace caso al semáforo. El mar de gente estaba momentáneamente partido en dos, como si la avenida fuera Moisés. Entonces me vi caer hacia el vacío de la arteria.
Pero Corrientes no se llamaba así en vano. Los techos de los autos que iban por la avenida me llevaron a gran velocidad. Me subí a la onda verde. A la altura de la barranca, la nave se aceleró sin que pudiera controlarla. Fui hacia abajo, pensando que me iba a estrellar. Pero el impulso era demasiado grande como para ir al suelo. Cuando terminó la avenida, salí volando con barco y todo. Fui a parar derecho al dique de Puerto Madero. Seguí entonces mi camino flotando sobre el agua.