La lucha por el asiento

Los contendientes no se hablan. No se miran. Ambos saben que están. Anticipan la apertura de la vacante, y se fijan quiénes son sus rivales. Entonces se posicionan, de la manera que anticipan más práctica para poder sentarse una vez que el asiento esté libre.
Pero hay demasiadas variables. Si el colectivo está lo suficientemente lleno, una frenada brusca en un momento inadecuado puede hacer perder la batalla. Del mismo modo, el ocupante anterior del asiento deberá levantarse y ocupar un lugar hasta entonces ocupado por otras personas. Esto llevará a una reorganización del vehículo en la que pueden aparecer rivales inesperados.
Cuando el asiento queda libre, es cuestión de velocidad. Debe encontrarse un camino allanado hacia el sentarse. No vale correr, no vale apartar a otras personas. La lucha es breve, intensa y tácita. No se produce un combate explícito. La situación misma lleva a la resolución. Quien esté peor ubicado, aceptará su derrota con hidalguía y viajará parado, hasta que logre mediante otro combate secreto conseguir un asiento.

El retorno del colectivo

Los colectivos de la ciudad de La Plata se dividen en cuatro líneas básicas: norte (identificada con el color celeste), sur (verde), este (amarillo) y oeste (rojo). Cada línea circula en la dirección que su nombre indica, y cuando alcanza el destino que le ha sido asignado, jamás regresa. Los pasajeros vuelven en la línea de la dirección opuesta.
Sería razonable pensar que las unidades individuales cambian a la línea opuesta cuando llegan a la terminal. Sería una medida sensata para el bolsillo de la empresa estatal que opera el transporte público. Pero está muy claro que no es así, porque cada colectivo está pintado con el color de su única dirección posible.
Esto deja a La Plata con tres opciones:

  1. Pintar cada unidad cuando llega a la terminal. Esta opción tiene la ventaja de garantizar la limpieza de todos los colectivos en circulación, aunque tiene un gran costo diario de pintura.
  2. Acumular las unidades en las terminales y después moverlas subrepticiamente hacia la terminal opuesta. La operación debe realizarse preferentemente por la noche y por las afueras de la ciudad, porque de otra manera los habitantes de La Plata verían circular a los colectivos en la dirección contraria a la que deberían llevar, y no podrían orientarse a partir de ellos. También requiere una inversión en personal para realizar el traslado, aunque pueden existir grandes camiones portacolectivos que lleven de a varios y simplifiquen así la operación.
  3. Eliminar de circulación cada unidad al completar su primer viaje. Esta variante implica fabricar un colectivo nuevo cada vez que deba salir uno nuevo, a un ritmo que permita mantener las frecuencias de transporte urbano. Es decir, calculando una frecuencia promedio de cinco minutos durante la jornada y de 30 minutos de 0 a 6, da que cada línea necesita 360 unidades cero kilómetro por día (los fines de semana circulan algunas menos). Debe tenerse en cuenta que cada una de las cuatro líneas abarca varios ramales, por lo tanto la producción es mucho mayor que los 1440 que parecen ser.

Sabiamente, las autoridades han adoptado esta última alternativa. De esta manera, a partir de la reforma del sistema de colectivos a mediados de los ’90, el área metropolitana de La Plata se ha convertido es el líder regional en producción de transporte automotor, con flujo diario de varios miles de unidades.
Se genera el problema de qué hacer con los colectivos que ya arribaron a su destino. La solución es muy simple: son vendidos a otras ciudades del país y del exterior que necesitan unidades nuevas. El precio es muy conveniente, porque se trabaja con un volumen altísimo y eso permite minimizar los costos. Además, los colectivos, que técnicamente son usados, pueden ser vendidos como nuevos, porque sólo tienen unas pocas decenas en su haber.
Otras ciudades han intentado copiar este modelo, pero el impulso de La Plata, que ya tiene aceitado un ritmo de trabajo, es tan productivo que a los demás no les dan los costos para iniciar una competencia.
En algunos casos se ha propuesto reducir costos incorporando en forma moderada algunas de las otras opciones, y algunos funcionarios fueron descubiertos cuando estaban a punto de llevar a cabo una operación que implicaba convertir colectivos de la línea “Sur” en “Norte”. Pero felizmente los conductores, que se alternan entre ambas líneas, reconocieron los restos de pintura y se negaron a circular con esas unidades. La ciudadanía de La Plata está contenta con el sistema, que aporta fondos deseables a las arcas de la ciudad, y permite mantener servicios de excelencia con impuestos bajísimos, además de generar un nivel de ocupación nunca visto en la historia. Es por eso que desde que se realizó la reforma siempre se han encargado de reelegir al partido que la inició, y que les trajo prosperidad a partir de la hábil observación de las leyes del mercado, las necesidades urbanas y los puntos cardinales.

Indique su Destino

Subí al colectivo. Lo primero que vi fue un cartel que decía “indique su Destino al chofer”. Y yo sabía adónde me tenía que bajar, pero no mi Destino. No estaba seguro de que nadie lo supiera. Uno puede tener toda la vida planificada, pero cualquier imprevisto cambia todo. Tal vez alguien que ya vivió casi toda su vida conoce la generalidad de su Destino, aunque no sepa exactamente cómo va a ser el tiempo que le queda. Pensé que tal vez el cartel se refería a los jubilados, y era para poder adjudicar algún tipo de descuento.
Iba a decirle todo esto al chofer cuando vi un cartel que decía “prohibido conversar con el conductor”. No especificaba monologar, es cierto. Pero yo necesitaba una respuesta, porque toda mi ponderación era para poder saber los pasos inmediatos a seguir. Esos pasos podrían, incluso, marcar mi Destino. No podía descartarlo. Sin embargo, lo que podía descartar era que el chofer me fuera a dar alguna respuesta útil, justamente porque tenía prohibido conversar.
Entonces hice trampa: le dije dónde me iba a bajar. El chofer marcó el valor del boleto y pagué. Después fui a sentarme atrás. Había resuelto el dilema pequeño, pero me quedé pensando en mi Destino, y en la posibilidad de conocerlo.
Tal vez, pensé, uno puede tener cierta visión. Tal vez podemos ver el presente, y por qué no el futuro inmediato, y hacernos una idea. Podemos ir pispeando el Destino de nuestra vida tal como es ahora, y corregir la vida de acuerdo a lo que nos da. Tal vez nos podemos asomar al Destino.
Pero cuando pensaba eso, otro cartel despiadado terminó con mi esperanza: “prohibido asomarse”

Colectivos de fiesta

La Línea 62 anuncia que sus unidades de servicio regular serán decoradas con elementos pensados para otorgar al viaje diario un aspecto festivo, fuera de lo común. A partir de ahora, el traslado en colectivo, más que una molestia, será una aventura excitante.
A las ya acostumbradas unidades con grandes ventanas y dos hileras de asientos dobles, semejantes a ómnibus de larga distancia, se les renovará la iluminación. Cada unidad será equipada con distintos efectos. Habrá luz negra, luz estroboscópica, show de láser y reflectores en movimiento, que iluminarán a distintos pasajeros alternativamente. Estas características de entretenimiento serán especialmente atractivas durante el servicio nocturno.
Las innovaciones no terminan en la luz. Los choferes de la empresa, además de las exigentes pruebas que deben pasar para poder manejar en la Línea 62, estarán habilitados para personalizar el sector de conducción como lo gusten, colocando calcos que brillan en la oscuridad, leyendas de todo tipo, fotos y posters, de manera que el viaje le sea más agradable. Esto lo hará manejar más feliz, y evitará roces con los pasajeros y con los automovilistas que circulan por las calles del recorrido.
Los conductores podrán también proveer la banda de sonido que deseen, al volumen que consideren apropiado. Esto, combinado con el ambiente oscuro con luces de todo tipo, permitirá que los pasajeros que así lo deseen improvisen un baile en el espacio habilitado para personas con movilidad reducida, excepto cuando una de esas personas lo ocupe. El colectivo se moverá con el tránsito, proporcionando un factor más para aportar al baile.
Como no habrá dos unidades decoradas igual, los pasajeros no sabrán qué coche les tocará. De este modo, la aventura tendrá un grado de incertidumbre que la hará más completa. Y gracias al recorrido circular, los pasajeros que hagan transbordo en Plaza Constitución viajarán en dos unidades sucesivamente, disfrutando así, por el precio de un solo boleto, de dos fiestas distintas.
Estas innovaciones se realizan pensando siempre en el pasajero. La Línea 62 invita a todos a disfrutarla.

En aprietos

Ramiro esperaba el subte en la estación 9 de Julio. Como lo tomaba habitualmente, ya sabía calcular en qué parte del andén iban a caer las puertas del tren. Cuando llegó se abrieron las puertas y la gente que estaba apretada en el vagón salió unos centímetros, los que había dejado libres la puerta. Pero nadie se bajó. Ramiro estaba apurado y se subió igual. No era una situación a la que no estuviera acostumbrado.
Para poder entrar en el vagón debió agarrar con la mano la mochila que llevaba. Ramiro no se podía mover, y no sabía cómo había logrado estar adentro. Sólo cuando la puerta se cerró tuvo la certeza de que no debería bajarse. El subte arrancó y el sacudón de ese arranque lo hizo perder el equilibrio, pero como no tenía dónde caerse la pérdida del equilibrio no le trajo ningún problema.
En la siguiente estación se bajó una señora mayor por la puerta opuesta a la que había subido Ramiro y subió en su reemplazo un hombre gordo. Esto motivó que los que estaban cerca tuvieran que arrinconarse contra donde estaba Ramiro, y en ese ajuste un muchacho con auriculares y un paraguas estuvo un rato pinchándole involuntariamente la pierna. Ramiro quiso hacerle ver lo que ocurría y hacer que corriera el paraguas, como que no podía correrse él, pero el joven no lo escuchaba. Quiso entonces tocarle el hombro para llamarle la atención, pero el brazo no tenía lugar para hacer la flexión requerida para subirlo y poder presionar el dedo contra cualquier otra persona. Por lo que debió aguantar el dolor.
Al llegar a Callao se abrió la puerta y Ramiro casi pierde el equilibrio otra vez. No se bajó ni subió nadie, pero hubo dificultades para volver a cerrar la puerta porque Ramiro no se había acomodado bien. Tuvo que volver a la posición donde el paraguas lo pinchaba.
Poco después divisó una moneda de un peso que estaba en el suelo muy cerca de él, pero no pudo agacharse a recogerla.
En Pueyrredón se bajaron algunas personas y subieron menos, por lo que ya había más espacio. Ramiro pudo correrse cuatro centímetros y se liberó del paraguas que pinchaba. Pero no se liberó del miedo a que le robaran los objetos de valor que llevaba en sus bolsillos. Los revisaba constantemente, y cuando no llegaba con las manos a los bolsillos del pantalón subía un poco el muslo para sentir el peso de los objetos que debían estar ahí.
En un momento le empezó a picar el tobillo. Como seguía sin poder agacharse ni mover los pies, tuvo que aguantarse. Encima Ramiro sufría un trastorno de simetría, que poco después hizo que le picara el otro tobillo. Probablemente fuera psicosomático, pero le picaba igual y debió aguantar ambas picazones.
En Bulnes se produjo un recambio de gente, salieron algunos y subieron otros, pero los que subieron lo hacían con bolsas que traían del shopping Alto Palermo. Como resultado se redujo de cuatro a dos centímetros cuadrados el espacio que tenía Ramiro para moverse y, en el movimiento provocado por ese recambio, se retorció la tira plástica de la que colgaba la argolla de la que se había podido agarrar un par de estaciones atrás. Tuvo que soltarla, y antes de que pudiera volver a agarrarse alguien se la apropió.
Ramiro no perdía de vista la moneda de un peso que aún no podía agarrar.
Al rato subió un grupo de actores que representaban una obra. Duró varios minutos y al finalizar todo el mundo debió correrse varias veces mientras pasaban la gorra. Ramiro envidió los auriculares del portador del paraguas, y se sorprendió al ver que mucha gente se reía con los chistes que contenía la obra, los que él encontraba increíblemente estúpidos. No sólo eso, también aplaudieron al final y varios pusieron plata en la gorra.
Al terminar la obra, Ramiro quiso saber en qué estación estaba, y deducir con ese dato cuánto le faltaba para bajarse en José Hernández. La cantidad de gente le había impedido ver los carteles, y las veces que había quedado del lado de la vía, cerca de la ventana, se había olvidado de mirar o se le había interpuesto un tren. Para colmo el tren en el que viajaba era de los más nuevos y no tenía cartel electrónico, aunque sí tenía ventiladores que permitían un mínimo nivel de respiración.
De todos modos los ventiladores no eliminaban el olor que en esa época del año tenía una gran cantidad pasajeros del subte. Pero no le importaba, estaba acostumbrado y la alternativa era viajar mucho más tiempo en un colectivo, sin garantía de que estuviera menos lleno.
Cuando el tren llegó a la siguiente estación, tampoco pudo ver el cartel. Pero como ya estaba en las estaciones más nuevas, por el estilo arquitectónico pudo deducir que estaba en la estación Carranza, y le faltaban dos para llegar.
Cuando se bajaron algunas personas en Olleros, Ramiro empezó a hacer movimientos para acercarse a la puerta y poder bajar en la siguiente estación. Pidió permiso a varios pasajeros, quienes se esforzaron para dejarlo pasar en una muestra de compromiso con la ciudadanía. La última persona a la que pidió permiso, le indicó que también bajaba ahí.
Al llegar a José Hernández, la puerta se abrió y Ramiro pudo bajar. Fue hacia la escalera mecánica y se puso del lado izquierdo. La mujer que se subió delante de él consideraba que el hecho de que la escalera se moviera era razón suficiente para no usar sus piernas, y se quedó parada todo el trayecto, sin darse cuenta de la ansiedad de los demás por subir más rápido.
Al terminar la escalera mecánica, Ramiro cruzó el molinete para salir de la estación y subió la segunda escalera, fija, hacia la calle. Enfiló entonces hacia Musimundo, el destino de su viaje. Allí vendían entradas para un recital que se haría un par de semanas después en la cancha de River. Ramiro, luego de hacer dos cuadras de cola, volvió al subte contento por haber conseguido dos tickets para campo.

Secuestro público

Estaba en la parada del 6 cuando se me acercó un extraño. Era un hombre despeinado, y llevaba un pulóver marrón con varios agujeros. Tenía un aspecto sospechoso, pero antes de que pudiera sospechar algo me empezó a apuntar con una pistola. Me dijo que me quedara quieto y lo obedeciera. Agregó que si seguía sus instrucciones todo iba a salir bien.
Yo tuve miedo y levanté las manos. Él hizo que los bajara y que lo acompañara a la parada del 9. Yo le pregunté cuál era el propósito, pero me hizo callar.
Al rato vino el 9 y me hizo subir con él. A punta de pistola me obligó a pagarle el boleto con mis propias monedas. Se sentó a mi lado y ocultó la pistola para evitar que el resto del pasaje sospechara algo extraño. El arma estaba bajo su pulóver, sin embargo yo podía ver la punta a través de uno de los agujeros.
Yo levantaba mis cejas para ver si alguien podía captar el mensaje de que no estaba ahí por voluntad propia. Pero nadie lo captó. Cuando llegamos a Constitución me hizo señas de bajar. Yo lo seguí. Me agarró del brazo y me llevó a la parada del 148, sobre un costado de la plaza. Me estaba por hacer subir otra vez cuando le dije que no tenía más monedas. Entonces me pidió un billete y empezó a buscar cambio en los diferentes quioscos y puestos de la plaza. Sin embargo, nadie estaba dispuesto a darle monedas, aún si compraba algo. Tampoco le daban cuando los apuntaba con su arma.
El hombre sospechoso creía que estaban verseándole, pero no quiso dedicar tiempo a comprobarlo. Evidentemente tenía planes más lucrativos que tenían que ver conmigo. Me agarró otra vez del brazo y me llevó hacia la estación. Compró con mi billete dos boletos del Roca y nos subimos a la formación que estaba por salir.
Esta vez no teníamos asientos contiguos. Tuvimos que ir parados y apretados. Me repitió que no intentara nada raro. Yo asentí, mientras pensaba que de todos modos no tenía lugar para ningún atisbo de fuga.
Después de un rato largo de viaje, me hizo bajar en Ezpeleta y me sacó el celular. Me pidió el teléfono de algún pariente adinerado. Le dije que buscara “casa” en la libreta de contactos, alguien lo iba a atender. Sin dejar de apuntarme, buscó la entrada y llamó. Dijo que para volver a verme tendrían que llevar 50.000 dólares a las cinco de la tarde a una dirección que no conocí, pero supuse que era por ahí cerca. Cuando terminó la llamada, tiró el celular para evitar volver a ser contactado.
Todavía no habíamos llegado. Me guió hasta la parada del 582 y ahí esperamos. Hacía frío, y me pidió mi campera para abrigarse más. Se la dí, y aproveché para tratar de entrar en confianza. Le pregunté si no tenía algún cómplice con auto como para no tener que hacer todo ese recorrido. Me dijo que no, pero que con mi rescate pensaba comprarse uno. Según él, ya estaba podrido de los colectivos y los trenes. Hacían mucho más ineficiente su actividad. Al terminar de decir eso, se dio cuenta de que había entrado en confianza y me ordenó que me callara.
El 582 no venía. Pasaban los minutos y seguía sin venir. La hora en la que tenía que buscar el rescate se iba acercando y el colectivo seguía sin venir. En un momento me di cuenta de que seguíamos sin tener monedas, pero no quise decirle nada para evitar que se enojara.
Al rato pasó un 582. Mi secuestrador lo paró pero no se detuvo, estaba fuera de servicio. El delincuente se hartó y decidió tomar un remise, pero no teníamos forma de llamarlo. El teléfono público que había cerca de la parada sólo funcionaba con monedas. Ahí se dio cuenta él de que no íbamos a poder viajar, aunque ya no era relevante si íbamos a ir en remise. Me llevó entonces a buscar el celular que había tirado, pero no estaba más, alguien se lo había llevado.
Nos quedamos un rato sentados en ese lugar. Seguramente el secuestrador estaba pensando qué podía hacer. Se lo veía fastidiado. La hora del rescate se acercaba, y era difícil llegar. Yo, por mi parte, razonaba que no habíamos visto ningún otro colectivo mientras esperábamos el 582, y eso era un posible síntoma de paro de colectivos. No le quise decir, para evitar fastidiarlo más, y también porque seguía bajo las órdenes de no hablar.
Llegó un momento en el que estuvo claro que no íbamos a llegar a cobrar el rescate a la hora prevista, y no teníamos forma de comunicarnos para cambiar el plan.
En eso se acercó un patrullero. Iba despacio. Mi secuestrador no se inmutó. Sólo escondió el arma para que no fuera tan obvia su presencia. El patrullero se acercó más, llegó hasta donde estábamos y se alejó sin detenerse.
El secuestrador miró su reloj. Yo pispeé y vi que eran las cinco y diez. Él lanzó una maldición, guardó el arma y se fue del lugar. Yo no lo seguí, quería ver si se había descorazonado. Y al parecer así había sido, no se preocupó más por mí.
Me quedé ahí un rato, y cuando pensé que era prudente fui hasta la estación de tren. No quedaba muy cerca. Cuando llegué busqué a un policía y le expliqué que acababa de ser secuestrado. Lo hice no para buscar justicia, sino porque me había dado cuenta de que no tenía plata para el pasaje. El policía llamó por radio a un patrullero, me llevaron a la comisaría para hacer la denuncia y, amablemente, me transportaron a casa.
Cuando llegué, mi mujer no estaba. Ahí me acordé de que debía estar en el lugar acordado con el secuestrador. Así que la llamé al celular y le dije que estaba bien. Ella se alegró y me quedé esperándola. Pensé en la situación que seguramente había pasado, en los nervios que podía tener y le preparé una buena cena. Sin embargo, ella llegó bastante más tarde de lo previsto y la comida se enfrió. La volví a llamar y me dijo que estaba atascada en Ezpeleta por un paro de colectivos. Yo no tenía ganas de arriesgarme a volver a ese lugar, así que llamé a un remise y alrededor de una hora después nos reencontramos en casa. El peligro había pasado.