La razón del universo

¿Por qué el universo es tan innecesariamente grande? Respuesta: porque no tiene por qué suponerse que esté hecho para nosotros. El universo, si está hecho para algo, es para propósitos que no conocemos y que podrían perfectamente justificar semejante tamaño.
O eso es lo que suponemos. En realidad, no tenemos por qué pensar que el universo no está hecho para nosotros. Solamente parece así cuando hacemos observaciones. Todas ellas conducen a nuestra insignificancia. Pero eso no significa nada. En una de ésas, el tamaño del universo es una condición necesaria, por razones que no conocemos, para nuestra existencia. Eso permitiría pensar que el universo sí está hecho para nosotros.
Por ejemplo, el universo está expandiéndose desde hace unos trece mil millones de años. Después de todo ese tiempo, necesariamente va a ser grande. No sé dónde está la sorpresa. Durante dos tercios de ese lapso, no existíamos nosotros, ni el sol, ni la Tierra. Pero el universo estaba fabricando los elementos para que existiéramos. Los átomos que nos conforman son hechos en estrellas, en supernovas antiguas que explotaron y diseminaron nuestros elementos. Si no fuera por ellas, todo sería hidrógeno y helio. Casi todo es hidrógeno y helio, pero gracias a las supernovas que forman y diseminan los otros elementos, estamos.
Eso no podría haber pasado mucho antes que cuando pasó. Y entonces teníamos que esperar nuestro turno mientras el universo se expandía. Además nos viene bien. Un universo donde las estrellas y las galaxias están muy cerca entre sí no es un lugar seguro. Está lleno de cualquier cantidad de cascotes y fuentes de energía que se pueden cruzar muy fácilmente en nuestro camino. Y es un universo sin noche, donde cuando no se ve la luz del sol se ve la luz de todas las estrellas que están casi igual de cerca. Es bueno, entonces, esperar a que el universo esté un poco más expandido.
Después se tuvo que formar la Tierra, con su composición de hierro fundido, y tuvimos que esperar que se enfriara lo suficiente. Todavía no se enfrió del todo, pero la superficie es más o menos estable. Entonces pudimos empezar el proceso de evolución. Tuvo muchos pasos intermedios, sí, y la evolución es otra cosa que no parece haber sido hecha con nosotros en mente. Pero sin ella no seríamos lo que somos. Eso nos permite pensar que, en una de ésas, era la única manera de que saliéramos así.
Somos tal vez el resultado de un experimento cósmico, posiblemente destinado a fracasar, y a que pase el que sigue. Los dinosaurios, por ejemplo, aparecieron más temprano y fueron exterminados por un meteorito que andaba por ahí. Por un lado es bueno, porque si hubiéramos aparecido nosotros en ese momento, habríamos sufrido esa calamidad. Y además gracias a eso tenemos petróleo y podemos andar en auto usando la energía que les quedó sin usar a los dinosaurios. Aunque, por otro lado, si hubiéramos aparecido en la época de los dinosaurios, en lugar de ellos, tal vez habríamos desarrollado nuestra ciencia y tecnología lo suficiente como para evitar que ese meteorito nos matara. No fue así, y podemos pensar que se trata de algún plan cósmico para que no fuera así.
Es tal vez una programación inicial. Me parece razonable. Me pasa con el Excel. Cuando hago una planilla, lo que hago es establecer las reglas de cómo serán las cosas. Después, los que la agarren podrán experimentar todo lo que quieran, pero no podrán salirse de esas reglas. Tendrán resultados agradables y desagradables, y con ellos sacarán las conclusiones que tengan que sacar. Para eso tengo que programarla bien, de forma tal que deje un espacio suficientemente amplio como para que se pueda hacer muchas cosas, y suficientemente estrecho como para que no se pueda autodestruir. Es un balance delicado.
Nosotros venimos a ser los operadores de ese Excel cósmico. Los que lo disfrutamos y aprovechamos. Poco a poco vamos reconstruyendo las fórmulas que se ocultan en cada casilla. Existe la posibilidad de que, un día, las sepamos todas, y hayamos develado los misterios del universo.

Charlando con el verde

Estaba acá sentado, sin molestar a nadie, cuando se hizo presente una criatura verde, con una antena roja y una amarilla.
“Hola”, me dijo.
No tenía muchas ganas de hacerle caso, entonces lo ignoré. Pero él insistió.
“Hola, soy Segismundo”, me dijo y ya que estaba agregó una pregunta: “¿y vos?”
“Puta, me parece que voy a tener que darle charla”, pensé. Entonces decidí hacer caso y le contesté. “Soy Roberto”.
Pero Segismundo no recibió la respuesta con el entusiasmo que esperaba. “No te sientas obligado a darme charla”, me dijo.
Me llamó la atención su comentario. Era muy parecido a lo que había pensado. ¿Podía leerme el pensamiento?
“Exacto, puedo leerte el pensamiento”, contestó Segismundo sin que se lo preguntara.
“La puta, la puta”, pensé, pero me calmó. “No te preocupes, entiendo perfectamente lo que sentís, en general a los terrícolas les molesta que lea su pensamiento. Lo que pasa es que es la mejor forma de comunicarme, porque la gente miente cuando habla”.
Eso era cierto, y lo acababa de hacer. Sin embargo, hay muchas cosas que no quiero que se entere nadie y por eso no las digo.
“Es lógico que todo eso que estás pensando no quieras que los demás se enteren, pero no tenés por qué alarmarte. Olvido rápido la información irrelevante”.
Pensé entonces qué podía ser relevante para una criatura así, y qué no. También me pregunté qué hacía acá conmigo. Pero no tuvo una respuesta para eso.
“La verdad, estoy acá de casualidad, estaba explorando un poco tu planeta y vine a dar a tu casa. Sos el primero que contacto. ¿Sos un ejemplar típico de tu especie?”
Lo pensé un momento y le contesté “no sé”.
“¿Por qué? ¿Cómo son los ejemplares típicos?” Tampoco sabía eso. Si lo hubiera sabido habría podido enterarme de si yo era uno.
Segismundo entendió. Le pareció razonable, incluso. Me preguntó entonces dónde podía encontrar a alguien típico. Le contesté que fuera a las provincias a buscar algún gaucho, que son los personajes típicos de este país aunque yo nunca me haya topado con uno. Pero antes de eso pensé “en el zoológico”, porque yo a veces tiendo a pensar idioteces antes de contestar algo en serio.
Segismundo se alegró. “Sí, los zoológicos están llenos de gente típica en todo el Universo. Lo único que hay que hacer es mirar fuera de las jaulas”.
Me ofreció acompañarlo, y pensé que podía ser interesante. Sin embargo, antes de contestarle me encontré en un vehículo con él. No era una nave espacial, sino el 118, que iba para el lado de Plaza Italia. Claramente se había metido en mi mente y había pensado cómo ir al zoológico.
“No fue así, sólo consulté la guía de la Tierra que traje acá”. “OK”, pensé, mejor que hiciera eso. Le pregunté si tenía plata para pagar la entrada, pero me dijo que no iba a hacer falta. Así como habíamos entrado en el 118, podíamos entrar al zoológico. Total, no íbamos a ver animales, íbamos a ver humanos.
“Para eso nos podemos parar en la puerta”, pensé y dije a coro. Y me contestó que sí, que podía ser, y de paso veíamos a la gente que no entraba al zoológico. Todavía no lo había decidido. Ya me enteraría.
En ese momento llegamos a Plaza Once y el colectivo se vació para luego llenarse. Segismundo se fascinó, porque entró un montón de gente que le causaba curiosidad. Entonces salió de su asiento y se trepó a las paredes usando sus dedos con ventosa. De inmediato alguien se sentó en su lugar, sin darse cuenta de que estaba lleno de una sustancia verde pegajosa. Por eso yo no me había movido ahí, habitualmente cuando estoy del lado del pasillo y el de la ventanilla se va, yo me corro para dejar pasar más fácilmente a otra persona y también para mirar al exterior. Pero esta vez no lo había hecho precisamente por esa razón, y la persona que se sentó me miró mal primero por haber tenido que esquivarme, y después por no haberle avisado de lo que pasaba. Yo le había avisado con el pensamiento, sin darme cuenta de que no lo iba a poder escuchar. Entonces le puse cara de pedirle disculpas.
Segismundo, en tanto, se me perdió de vista. Cuando llegamos a Plaza Italia no lo vi más, entonces seguí viaje, por las dudas que volviera. Pero en Puente Pacífico llegó un inspector, que comprobó que no tenía boleto y me tuve que bajar.
Así fue que perdí a Segismundo, y también fue así como no pude entrar a casa, porque no se dio cuenta de traer conmigo la llave. Pero cuando me abra, señor cerrajero, podré pagarle. La plata la tengo en casa.