Progreso y Armonía

El 15 de noviembre de 1889, Brasil dejó de ser imperio y pasó a ser una república. Sé muy bien la fecha porque vivo a media cuadra de la calle que tiene como nombre justamente esa fecha, con año y todo. Una rápida búsqueda me permite saber que fue viernes. Esta información que no figura en el nombre oficial de la calle, a pesar de que es tan completo que, durante muchos años, en la señalética figuraba con letra más chica que las otras calles.
No tengo nada contra Brasil. Estoy a dos cuadras de la avenida con su nombre. Tampoco tengo nada contra su forma de gobierno. Me parece muy bien. Pero no sé si me gusta tanto tener como entrecalle a la conmemoración de la fecha en la que se estableció esa forma de gobierno, en lugar de conmemorar a la forma en sí. No está la calle Repúblicas Limítrofes, ni la calle Abolición de Imperios. Sólo esa fecha, que hay que buscar meticulosamente para saber a qué corresponde. Sólo me enteré porque en una visita a Brasil (el país) encontré una calle llamada como la misma fecha. Los lugareños me supieron decir.
No sé si está bien celebrar con una calle la forma de gobierno de un país. Está la calle Chile, que sigue siendo así independientemente de las circunstancias políticas de la vecina nación. Homenajea a ese territorio, sus habitantes y su hermandad con nuestro pueblo, o algo. Por otro lado, la calle República de la India no parece homenajear a la India, sino a la república fundada en 1948. En el mismo año fue establecido el Estado de Israel, que tiene también su calle, sólo llamada así una vez que ese estado fue reconocido internacionalmente, a pesar de que el territorio ya existía.
No hay ninguna calle llamada 1948, a pesar de que dos países de larga data establecieron sus repúblicas en ese año. Posiblemente se decidió hacer un doble homenaje al país y a su forma de gobierno en el mismo acto. Las calles sin nombre no abundan.
Pero eso no impide cambiar los nombres de las calles que ya están. Por ejemplo, mi otra entrecalle se llama Cátulo Castillo, en homenaje al poeta y autor de tangos. No sé mucho sobre él, ni tengo nada en su contra. Puedo suponer que ese homenaje es merecido. Pero pronunciar ese nombre siempre me hace un poco de ruido, porque me acuerdo cuando la calle se llamaba Pedro Echagüe. Con ese nombre la conocí, y para mí es su nombre “verdadero”. Muchos todavía la llaman de esa manera, y a veces yo también, por más que el cambio fue hace más de veinte años.
Pero hace poco me enteré que no ése no fue primer nombre. Antes de ser Pedro Echagüe, esa calle se llamaba Progreso. Y resulta que 15 de noviembre de 1889, antes de llamarse así era Armonía. O sea que, de no haber sido por esos cambios, yo en este momento viviría entre Progreso y Armonía. No puedo evitar sentir que me sacaron un poco de magia.

Sociedad de asientos

Los que están parados envidian el asiento de los que están sentados. Saben que no tendrán mucha oportunidad de ocuparlos. El recorrido acaba de empezar. Algunos parados lamentan no haberse subido unas paradas antes. Otros trazan estrategias para estar lo más cerca posible del primer asiento que se desocupe, sin saber cuál será.
Los últimos que se sentaron no están cómodos. Tienen el alivio de haber conseguido asiento. Pero les quedaron los últimos. Los peores. Se sienten en el límite de su casta. Es cierto, están sentados; igual envidian los asientos de los otros.
Los otros están en la suya. Leen, escuchan música, miran por la ventana, duermen. Disfrutan de su posición privilegiada y quieren viajar siempre así. Para algunos de ellos el momento de relax no dura. Muchas veces los primeros en subir son también los primeros en bajar.
Este descenso genera tensión. Aquellos que estaban sentados en las filas individuales provocan alegría a los parados cercanos. Quien esté mejor ubicado, pasará a formar parte de los sentados. Su viaje ya no será el mismo. Aunque el que se desocupe sea uno de los peores asientos, su situación mejorará notablemente.
Hay algunos que se bajan sin tener a ningún parado cerca. El abandono de un asiento individual sin receptor inmediato genera expectativa. Todos saben que es necesario actuar con rapidez. Algunos de los que están sentados en condiciones de inferioridad cruzan rápidamente, para convertirse en elegidos. Su asiento anterior será ocupado por parados lejanos, que los resentirán un poco, aunque sabrán que no tienen derecho a quejarse.
Aquellos que están sentados en las filas dobles, del lado de la ventanilla, necesitarán molestar al compañero de viaje. Dependiendo de la personalidad, este individuo se levantará temporalmente de su asiento, cuidando de no quedar muy lejos, y dejará pasar al descensor. Inmediatamente (salvo algunas personas desquiciadas o que se están por bajar) ocupará no el lugar que le pertenecía, sino el que acaba de ser liberado.
Los parados cercanos tendrán una expectativa importante. El movimiento de la persona del asiento del pasillo funcionará como una lotería para saber quién ocupará el lugar vacante: los de un poco más adelante, o los de un poco más atrás. Todos estarán muy atentos. Si alguien se duerme, perderá la oportunidad.
En cada parada, una vez que se produce el movimiento de entrada y salida de los asientos, rápidamente se llega a un equilibrio que no se verá quebrado hasta la siguiente oportunidad en la que un sentado quiera bajarse. Excepto si llega a subir un discapacitado. En ese caso, el que está sentado más adelante, en una de las posiciones más riesgosas y por lo tanto de las últimas en llenarse, deberá ceder su lugar. Pasar al grupo de los parados, donde lo recibirán con silenciosa sorna, mientras el ex sentado fantasea con que al discapacitado recién subido le ocurran toda clase de desgracias.

El soldado camina

El soldado camina
por la avenida Cabildo
disfrazado de soldado
camina entre la gente
sus conciudadanos
todos saben que no es uno más
“ahí va un soldado”
lo miran con disimulo
no le dirigen la palabra
(no saben si puede hablarles)
el soldado se da cuenta
de la reacción de la gente
y toma nota
para reportar a sus superiores
“me vieron
el camuflaje no sirve”.

Subte acuático

No me estaba agarrando de nada porque pensaba que no tenía dónde caerme. El subte estaba atiborrado. Si hubiera querido, no habría podido salir. Pero estaba contento de haber entrado, y de estar ya camino a casa después de un largo día. Estaba acostumbrado a esa situación. Ya había desarrollado una serie de estrategias para mejorar  la experiencia, aunque todas involucraban esperar a que se produjera alguna oportunidad.
Me sorprendió, entonces, haber caído al suelo. Incluso mientras estaba pasando no sabía cómo estaba pasando. Aparecí, no obstante, entre los pies de la gente. Quise pararme, pero no era posible. Todo el espacio estaba ocupado por personas. Deduje que cualquier hueco que se había producido, había sido llenado inmediatamente por aquellos que estaban a mi alrededor. En esas circunstancias, las personas ocupan todo espacio disponible, como hace el agua cuando tiene algún lugar más bajo hacia dónde ir.
Tuve que ingeniármelas para salir. Había una sola opción: trepar. Agarrarme de las piernas, rodillas y pantalones para obtener poco a poco una mayor altura. Pero, a medida que lo intentaba, me iba dando cuenta de que no estaba trepando. Estaba nadando.
Ya estaba acostumbrado a nadar entre la gente, pero siempre en espacios abiertos. Era la primera vez que lo hacía en interiores. Debo decir que es un deporte distinto. El nado en una calle como Florida es superficial. Acá estaba nadando en tres dimensiones, como un pez, y eso requería cierta adaptación.
Pero no tenía otra alternativa. Ahí abajo no había mucho aire para respirar, era preciso salir a la superficie y agarrar algún bocado de lo que entraba por la ventanilla cuando el tren se movía. Además, el sudor de la gente se acumulaba cerca del suelo, y si no me apuraba, tarde o temprano me iba a tapar.
Nadar en tres dimensiones es difícil. El agua se corre para hacerle paso a uno, la gente no. La gente tiende a quedarse donde está. Hay que hacer movimientos sutiles para que los que están en el paso se corran voluntariamente, si tienen forma. Siempre pueden acomodarse un poquito. Lo que no preví era que esos movimientos sutiles iban a desembocar en que me acusaran de carterista. Alguien dio la voz de alarma porque vio mi mano cerca de su bolsillo, y no dedujo que estaba nadando. Entonces el gentío se puso turbulento. Se formó una corriente que me llevó, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo y por explicar a los presentes el motivo de mi postura.
Por suerte, este episodio coincidió con la llegada del subte a una estación, y la corriente conducía a la puerta. Me tiraron con violencia, como el mar cuando rechaza con sus olas a los que quieren adentrarse, y casi sin darme cuenta aparecí en el andén. Tierra firme.

Peatones de Once

El barrio de Once es una gran senda peatonal. Los peatones usufructúan a toda hora su derecho de libre tránsito y prioridad de paso. Los conductores de automóviles, cuando entran en el barrio, saben que lo tienen que hacer con precaución. Allí son visitantes. En el resto de la ciudad pueden mandar ellos, pero en Once el peatón es rey.
Las calles son extensiones de las veredas. Los cordones meros accidentes de terreno, poco diferenciables de los otros desniveles que existen en el resto del suelo. Los peatones prefieren caminar por las veredas, que es donde están más cerca de los negocios y sus vidrieras. Pero no todos lo consiguen. Por eso deben desbordar. Ocupan las calles para esquivarse entre sí, y para evitar obstáculos como puestos ambulantes, letreros y motos estacionadas.
También bajan a las calles para cruzarlas. Para acercarse a otros locales que quieren visitar. O para trasladar productos de un lugar a otro. Los autos frenan cuando los ven llegar. Los colectivos tratan de intimidar con su tamaño, pero saben que no tienen posibilidad. Frenarán, y cuando lo hagan serán rodeados por decenas de personas que querrán entrar en ellos. Al mismo tiempo, muchos de los ocupantes del colectivo querrán bajarse, para disfrutar del ejercicio pleno de la movilidad propia que ofrece el barrio.
No siempre fue así. En otras épocas era un barrio como los demás, donde las personas cruzaban las calles por las esquinas. Quedan todavía marcadas algunas sendas peatonales de esa época. Un testimonio de cuál era el lugar que tenían antes los peatones, y de lo lejos que, a fuerza de cantidad, han logrado llegar.

Carrera a la escalera

La idea del subte es llegar rápido. Muchas veces, sin embargo, al salir de la estación se producen nudos. La cantidad de gente hace que las escaleras mecánicas queden trabadas y ocurran demoras innecesarias. Pero se puede evitar. Hay que saber cómo hacer.
Primero es necesario elegir bien la puerta por la que uno va a entrar al tren. Hay que elegirla en base a dónde está ubicada la escalera mecánica en la estación de destino. Para eso es necesario tomar nota en viajes anteriores.
No sirve para nada elegir la puerta si uno no llega primero a ella. Si se atrasa, no sólo los que están adelante llegarán antes, sino que los de las otras puertas también se harán presentes en la escalera y uno se verá atrapado en el gentío. Entonces hace falta maniobrar para quedar primero.
Al salir de la estación anterior al destino, hay que levantarse sigilosamente. En los momentos anteriores hay que mirar a los demás. Puede haber alguien que esté haciendo lo mismo. Hay que ganarle. Conviene sentarse cerca de la puerta para minimizar esa trayectoria.
Una vez contra la puerta, lo mejor es ubicarse en el medio. Pero si hay mucha gente esto no será posible. Quedarán dos personas contra la puerta. Hay que ponerse en posición de carrera. Cuando la puerta se abra, es la largada. Acá son importantes los hombros. De los dos que quedan juntos, el propio y el ajeno, hay que hacer que el propio quede adelante. Ésa es la clave. Quien tenga el hombro más cercano a la puerta será el primero.
Las mochilas y otros implementos deberán ser llevados en la mano, bajo control. Así no se trabarán con nada ni nadie. En la llegada hay que prestar atención. En general la puerta no quedará exactamente sobre la escalera. Habrá que caminar en una dirección, que uno debería conocer. Pero el ángulo exacto puede variar. A medida que el tren se va deteniendo, hay que calcular la trayectoria.
El tren se detendrá y en un momento, junto con un soplido, la puerta se abrirá. Todos querrán bajar inmediatamente, incluso los que están atrás. Por eso no hay que demorarse. La apertura de la puerta tiene que ser un estímulo pavloviano para empezar a caminar. Es necesario caminar rápido, sin correr. Así, uno será el primero en llegar a la escalera mecánica y podrá caminarla, vacía, con la satisfacción de saber lo que hace y la gloria del triunfo.

Perros en la calle

El paseaperros paseaba quince perros por el carril derecho de la avenida Pueyrredón. Con gran habilidad manejaba el trayecto de todos los canes, sin generar ningún ladrido de protesta por parte de ellos.
La protesta venía de un taxista que quería ocupar ese carril y no podía por la presencia de los peatones cuadrúpedos. Cuando paseaperros y taxista pararon en el semáforo, el conductor aprovechó para bajar la ventanilla y dar a conocer su opinión sobre lo que pasaba.
Esto generó airadas justificaciones por parte del paseaperros, que estaba trabajando igual que el taxista. Se produjo una discusión en la que no faltaron los insultos hacia ambos lados. Los dos creían tener razón, y por eso se profirieron amenazas de violencia, porque también creían tener la fuerza.
Cuando el paseaperros pronunció un “bajate y vas a ver cómo te hago de goma” el taxista estuvo tentado de aceptar la propuesta (la de bajarse). Pero después lo pensó un poco mejor, y se dio cuenta de que el paseaperros estaba armado con quince perros. Llegaba a soltarlos y se iba a ver en problemas. Así que optó por arrancar y alejarse, mientras insultaba genéricamente a todos los paseaperros.

Calle con salida

La calle daba, de un lado, a una avenida muy transitada. Del otro, a un edificio abandonado. Eran 50 metros de pavimento, que de cualquier manera no hubieran servido para mucho. Pero sirvió menos cuando el sentido de circulación fue asignado arbitrariamente hacia la avenida, de manera que no se podía doblar hacia la calle.
Puede argumentarse que el sentido inverso también hubiera sido problemático. Los autos habrían podido transitar la calle pero no volver, y se hubiera transformado rápidamente en un cementerio de vehículos, abandonados por sus dueños ante la imposibilidad de salida.
Se consideró hacerla peatonal, pero no estaba en una zona en la que hubiera muchos peatones. Era más bien un barrio industrial. Entonces la calle permanecía siempre vacía. Hasta que la inventiva empresarial logró darle vida cuando se instaló en el edificio abandonado una fábrica de autos.

Planetario al aire

La falta de mantenimiento finalmente hizo que la cúpula del Planetario se cayera. Las butacas originales de 1966 fueron deshechas por los cascotes curvos, que cayeron sobre la sala como si fueran meteoritos.
Sin embargo, el proyector no sufrió daños. En un testimonio a la calidad del Zeiss, sólo sufrió algunos percances menores, fácilmente reparables. Pero no había planetario donde proyectar las imágenes. El director del complejo, no obstante, declaró que “el espectáculo debe continuar”.
Se resolvió arreglar el proyector para tenerlo en condiciones para cuando se pudiera reconstruir el edificio, o para llevarlo a otro lado. El proceso de reparación demandó pruebas, y gracias a ellas el director del Planetario tuvo una idea ambiciosa.
Decidió que, después de todo, para contemplar el espectáculo de las estrellas no hacía falta el edificio. Se las podía proyectar hacia arriba. El cielo era un gran Planetario. Y, ya que las estrellas eran muy difíciles de ver en la ciudad, la asistencia del Zeiss podía permitir su regreso.
Así, los espectáculos diarios del Planetario fueron vistos por todos los que estuvieron dispuestos a mirar hacia arriba. Se proyectaba el cielo como debía verse en tiempo real, exepto que las estrellas se veían. Muchos las descubrieron por primera vez. No tenían idea de que hubiera tantas estrellas.
Pero con el tiempo el show se empezó a hacer rutinario. También se llegó a la conclusión de que poder controlar el firmamento era una herramienta poderosa. No hacía falta esperar todo un mes para ver la luna llena. Podía estar todos los días, y sin efectos indeseables sobre las mareas.
Además de corregir la Luna, desde el Planetario se empezó a modificar el cielo. Las condiciones geográficas ya no eran una barrera. Se podían ver estrellas del hemisferio norte con el mismo esfuerzo. Entonces todos los días Buenos Aires tuvo el cielo de una lugar distinto, como parte de la ciudad cosmopolita que era.
También se proyectaron firmamentos de otros planetas, lo que generaba paisajes extraños y atractivos. Cuando se proyectaba el cielo de Júpiter, el público se sorprendía al ver cuatro grandes lunas. Cuando se veía el de Neptuno, varios notaban con curiosidad que una de las estrellas era la Tierra donde ellos estaban parados.
Los espectáculos diarios generaron un gran interés por la astronomía en Buenos Aires, y atrajeron a muchos turistas, curiosos por conocer el cielo cambiante. Pero ese éxito fue lo que provocó su fin. Al ver la demanda astronómica por parte del turismo, el Estado decidió invertir en atracciones para ofrecer a los visitantes extranjeros. El proyecto más evidente era reconstruir el Planetario, porque no podía haber una gran capital que no tuviera, sobre todo una que se estaba caracterizando por la astronomía.
Entonces se liberó el presupuesto para hacer de nuevo la cúpula del Planetario, pero esta vez más moderna y espectacular que antes. El proyecto se concretó, y el edificio se convirtió otra vez en un hito de la ciudad, pero el proyector Zeiss quedó atrapado adentro, y la ciudad perdió sus cielos estrellados.

Bajo la lluvia

I. El paseo de los paraguas
Los días nublados la gente saca a pasear a los paraguas. No es ése su objetivo, sino obtener protección para el caso de que llueva. Y cuando la lluvia se produce, todos están contentos de haberse preparado. Los que no se dieron cuenta de llevar paraguas envidian a los que portan uno, que caminan satisfechos por su previsión.
Aquellos que salen a la calle sin paraguas no buscan colocarse bajo la protección de alguno. Ponen excusas para no tenerlo. Dicen preferir mojarse, dejarse llevar por la naturaleza. O directamente proclaman la inutilidad del paraguas, señalando los pantalones mojados de quienes los portan tan orgullosamente. Estos argumentos a veces son compartidos por los paragüistas, que sin embargo no abandonan su techo portátil. Sienten que vale la pena no tener que secarse la cara a cada rato, encima sin saber con qué, porque cualquier ropa se moja con la lluvia.
El paraguas implica algunas molestias. Cuando está lloviendo, el cruce frontal de dos paraguas necesita una serie de protocolos. En general uno de los dos, preferentemente el más alto, levanta el suyo para indicar al otro que lo deje quieto o lo baje. Pero muchas veces ninguno se da cuenta y se chocan, acción que moja a ambos, y puede ocurrir que al menos uno de los dos sufra un pinchazo.
Sin embargo, estos problemas son menores comparados con la solución que un paraguas ofrece para la lluvia. Aunque es necesario un nivel de intensidad mínimo para que valga la pena exponerse a todas esas molestias. Muchas veces hay lloviznas en las que es preferible mojarse a activar toda la parafernalia. Ese nivel mínimo varía según las preferencias de cada uno. Los que nunca llevan paraguas puede interpretarse que tienen su tolerancia al agua tan elevada que jamás llueve lo suficiente como para que juzguen útil tenerlo a mano. Esto no significa que esas personas prefieran mojarse siempre, sino que son tan raras las ocasiones en las que se mojan tanto como para desear un paraguas, que no amortizan los distintos costos que uno implica.
El mayor problema se genera los días que no llueve, pero parece que va a llover. En estos días mucha gente sale armada de paraguas para prepararse, y terminan acarreándolos hasta el regreso. Los modelos más chicos, que entran en una cartera o mochila, no tienen ese inconveniente. Incluso se pueden dejar en dicha cartera o mochila para tenerlos a mano los días de lluvia. Esto permite no tener que decidir cada mañana si vale la pena llevarlo o no. El día que llueve, se saca y se usa. Son ésos los momentos de peligro: el paraguas se debe secar antes de volver al bolso, y cuando fue usado hay que acordarse de volver a guardarlo, porque si no pueden pasar meses hasta la siguiente necesidad, y se puede asumir que uno está cubierto cuando no es así.
Pero no son muchos los que se dan cuenta de tener un paraguas chico. La mayoría lleva uno grande en la mano. Algunos son tan largos que están en contacto con el suelo, como si fueran bastones innecesarios. Es posible apoyarse en ellos y llevarlos con gran dignidad, como lo hacía Chaplin. Para algunos, esta ventaja compensa los problemas del tamaño. La mayoría, sin embargo, no tiene interés por la pantomima y usa paraguas medianos, imposibles de apoyar ni arrastrar, que producen una profunda irritación siempre que no está lloviendo.
Algunas personas caminan con la ilusión de que se largue a llover, así pueden usar el paraguas y dejar de pasearlo inútilmente. Vigilan el cielo para buscar algún indicio de inminencia. Una mayor oscuridad muchas veces genera expectativa. Un aumento del viento también. A veces sienten que les caen gotas y se alegran, para luego darse cuenta de que se trata de los equipos de aire acondicionado.
Acarrear un paraguas es especialmente molesto cuando la lluvia paró pero es necesario seguir andando, y el paraguas está mojado. El mismo dispositivo que permitió escaparle al agua pasa a mojar con la misma agua, generando un efecto de desplazamiento de la lluvia en el tiempo: gracias a esos paraguas, una lluvia extinta puede seguir mojando. Incluso, si el paraguas es chico, puede mojar mucho tiempo más tarde, la siguiente vez que se lo saca del bolso.
El resultado de todas las molestias de los paraguas es que mucha gente se los olvida en cualquier lado. En general sólo se dan cuenta durante la siguiente lluvia, y para entonces ya no recuerdan dónde pueden haberlos dejado. Esto genera dos efectos: 1) la necesidad de comprar otro y 2) la existencia de muchos paraguas sin dueño, disponibles para cualquiera que los agarre. Pero son pocos los que agarran paraguas ajenos.
El primer efecto es notorio los días de lluvia, especialmente cuando se larga en forma inesperada. En todos los rincones de la ciudad, los negocios sacan los paraguas del depósito y los ponen en exhibición, porque saben que ése es el momento de venderlos. Casi nadie compra paraguas sin la necesidad inmediata, precisamente por las molestias expuestas anteriormente.
Quedan, entonces, los paraguas de dominio público. En algunos lugares tienen fondos comunes de paraguas, de los que el que necesita puede sacar uno. Pero no son publicitados como tales. En general funcionan en los sectores de “lost and found”, y si alguien pide un paraguas es dirigido hacia ahí. Sólo unos pocos se dan cuenta y aprovechan para hacerse de un paraguas temporal, que pueden depositar en otro lado cuando ya no llueva, simulando olvidarlo. A veces, incluso, se producen emotivos reencuentros con paraguas propios.
II. Suelta de paraguas
La Municipalidad decidió popularizar el sistema que funcionaba de hecho. Para lograrlo, era necesario que el Estado lo tomara como propio. Así podían publicitarlo. Se establecieron puestos estatales de recolección y distribución de paraguas, verdaderas paraguatecas que permitían a cualquiera llevarse uno cuando se largaba a llover, y dejarlo cuando el tiempo mejoraba. A nadie le interesaba robar paraguas y conservarlos cuando no llovía, sobre todo cuando el sistema de distribución gratuita reducía la demanda de paraguas para la venta, entonces aprendieron rápido a no saquear los puestos. El sistema funcionaba aprovechando justamente las molestias de los paraguas.
Los comerciantes que vendían paraguas los días de lluvia hicieron oír sus quejas ante la súbita competencia del sistema gratuito. Afirmaron que el sistema estatal no era confiable, que cualquiera podía descartar paraguas rotos, que no había manera de saber la calidad del paraguas que se obtenía, ni había forma de asegurarse de que fueran a funcionar. Sin embargo, nadie les hizo caso, por dos razones. La primera era que todas esas objeciones eran ciertas también cuando se compraba un paraguas, a menos que fuera en alguna casa especializada y reputada. Y la gente que compraba sus paraguas en esos lugares no iba a usar el sistema comunitario.
La segunda razón fue que en poco tiempo el sistema estatal cayó en desuso. Había un inconveniente fundamental para hacerlo práctico: para obtener un paraguas, era necesario ir hasta el puesto más cercano. Y si se largaba a llover cuando uno estaba a pocos metros no era problema, pero nadie iba a caminar varias cuadras bajo la lluvia sólo para poder protegerse de la misma lluvia. Era más fácil tomarse algún medio de transporte, o esperar un rato bajo techo hasta que parara. Entonces las paraguatecas se convirtieron en meros depósitos de elementos molestos, con muchas más entradas que salidas.
En teoría era posible abrir más puestos, sobre todo con la cantidad de existencias en alza. Pero se juzgó que no era práctico, porque para que la gente estuviera dispuesta a ir, iba a ser necesario colocar uno en cada esquina o poco menos. Entonces se buscó una alternativa más viable.
Se necesitaba algún medio móvil de distribución de paraguas. Tal vez, se pensó, una flota de combis podía recorrer la ciudad sólo los días de lluvia. La idea era que el que quisiera un paraguas parara la combi y recibiera uno. Pero ya el tránsito en esos días era bastante dificultoso como para agregar más vehículos de detención frecuente. Se juzgó también que mucha gente iba a querer subirse a la combi en lugar de recibir un paraguas.
Entonces se pensó que tal vez no era necesario un sistema de distribución tan específico. Si se podía encontrar una forma de hacer circular los paraguas, como si en las veredas hubiera un paraducto, el sistema podría funcionar. No se podía hacer un gran caño, porque requería algún fluido para que los paraguas circularan, y aparte era una obra grande de infraestructura, para la que se necesitaban fondos que era mejor aplicar a otros proyectos.
Sin embargo, la solución básica de circular los paraguas tenía mérito. Alguien llegó a la conclusión de que los días de lluvia solía haber viento. Tal vez se podría hacer que los paraguas fueran distribuidos por el aire, y que el que quisiera uno no tuviera más que saltar y capturarlo. Después se podían depositar en buzones habilitados a tal efecto.
El proyecto tomó forma. La idea era instalar varios grandes ventiladores, y encima de ellos los paraguas de dominio público, abiertos y apoyados sobre la malla. En caso de lluvia, las turbinas se encenderían automáticamente. El aire así movido elevaría los paraguas, que luego se integrarían a las distintas corrientes naturales.
El inicio de las obras se demoró porque hacía falta un plan estratégico de ubicación de los ventiladores. Si no se elegía bien los lugares, el viento iba a favorecer a determinadas zonas en detrimento de otras. Un equipo de ingenieros y meteorólogos tardó unos meses en ponerse de acuerdo y armar la grilla definitiva.
Durante ese tiempo, surgieron numerosas protestas de distintos sectores. Se advirtió sobre el peligro de tener los paraguas volando por toda la ciudad. Existía el riesgo de que mucha gente se clavara las puntas en los ojos, o que la fuerza de un paraguas produjera graves heridas en la parte del cuerpo con la que hiciera contacto.
Se protestó también que sólo los más ágiles conseguirían un paraguas, dejando desprotegida a una parte de la sociedad. Esto era injusto, sostenía la objeción, porque los más ágiles eran los que estaban en mejores condiciones de lidiar con las consecuencias de mojarse. También se notó que los ciegos y sordos iban a tener problemas para detectar la proximidad de un paraguas volador, y por eso estarían más expuestos a los previsibles accidentes. Según los que se oponían al proyecto, la frase “alerta meteorológico” cambiaría el sentido si implicaba la inminencia del vuelo de los paraguas.
Al final, no fue ninguna de esas razones la que impidió que la distribución aérea de paraguas se concretara. La Municipalidad sostenía que las ventajas compensaban los problemas. El proyecto sólo fue detenido cuando se notó la incompatibilidad con una obra nacional de mayor envergadura. Sin embargo, las turbinas que ya habían sido construidas no se desperdiciaron. Pasaron a formar parte del sistema de ventilación del proyecto “Un techo para mi país”.