Trapos y alces

Un trapo que volaba bajo pasó cerca de un alce. El trapo lo ignoró, pero el alce resultó hipnotizado por sus movimientos fluidos, por sus respuestas al viento, por su intrincada elegancia para tocar el suelo lo menos posible.
El alce lo miró fijo. No quería perderlo de vista. Nunca se había topado con una cosa así. Estaba habituado al movimiento de las hojas de los árboles con el viento, y le parecía hermoso, pero ahora estaba viendo una nueva criatura, no fija sino libre. Se movía de maneras que el alce no podía alcanzar. Era la ventaja de tener muy poca sustancia. El trapo estaba ahí, sin intenciones propias, respondiendo sólo a las sutilezas atmosféricas. Se levantaba, se caía, rodaba, giraba, se sacudía, subía y bajaba, subía y bajaba, coloreaba el contorno del césped al trepar las colinas.
El alce lo miraba sin saber qué hacer. Se vio en tentación. ¿Lo iba a buscar para engancharlo en sus cuernos y tenerlo para siempre con él? Si lo hacía, el trapo perdería la fluidez del movimiento, su principal atractivo. En cambio, si lo dejaba así, el trapo tarde o temprano se iría a otra parte, así como había llegado hasta ahí.
Por lo pronto, el viento mantenía al trapo a la vista del alce, que tenía que prestar mucha atención para no perderlo. En un momento, volvió hacia el lugar de donde había venido, y fue demasiado rápido como para que el alce lo pudiera alcanzar. Creyó haberlo perdido para siempre. Pero segundos después volvió, acompañado por otro trapo, que traía otro alce. Ambos se ignoraron. Estaban muy ocupados mirando cada uno a su trapo.
Poco después se hizo presente una bolsa de polietileno, que también fluía con el viento, y no tenía ningún alce que la siguiera. La bolsa se integró al movimiento de los trapos, y pronto fueron tres cuerpos los que danzaban en el césped, vigilados por los alces, que no permitían que ningún animal se acercara.
Sin embargo, la bolsa tenía intereses siniestros. Con disimulo, se acercó a cada uno de los trapos y los capturó. Pasaron a formar un bollo dentro de la bolsa, que cayó al suelo debido al peso total. Los alces corrieron a rescatar cada uno a su trapo, y al llegar a la bolsa sus cornamentas chocaron. Se produjo un gran estruendo, y en la confusión la bolsa levantó velocidad. Los alces, ahora unidos por sus cuernos, no podían hacer nada hasta zafarse.
Coordinaron sus movimientos para poder salir de esa situación, pero era difícil. Parecía que estaban peleando, pero estaban tratando de separarse. Nunca se habían visto con esa necesidad, y por eso no sabían hacerlo. Debieron improvisar, sabiendo que corrían el riesgo de que la bolsa se llevara para siempre a sus trapos.
Por eso cometieron un error de cálculo, y en un movimiento brusco lograron separarse, pero ambos perdieron su cornamenta. Se acercaron con sus cabezas vacías hacia la bolsa, e intentaron despedazarla, pero ya no tenían los cuernos. La destruyeron con los dientes, y así rescataron a los trapos. Cuando los vieron fuera de la bolsa, los acariciaron. Los trapos respectivos se unieron a las cabezas aún sangrantes, y desde ese día se convirtieron en graciosas crestas que reemplazaron a los cuernos.