Un paso hacia adelante

Escalera mecánica. A la izquierda hay una fila de gente que camina hacia arriba. Es gente que toma iniciativa, se trepa a los desafíos y no quiere esperar que el futuro llegue solo, sino que se abalanza hacia el porvenir sin dejarse arrastrar por el facilismo.
Del lado derecho de la misma escalera, están los que se contentan con quedarse parados mientras el mundo los mueve. Como si no tuvieran personalidad individual, se dejan llevar sin preocuparse a dónde. No utilizan su capacidad para modificar el entorno, prefieren ser llevados de la mano. Como no les gusta esforzarse de más, esperan que todo siga siempre igual, para no tener que adaptarse a los cambios que llegan con el progreso.
El espíritu libre del corredor izquierdo a veces se ve bloqueado porque algunos integrantes del grupo opuesto, ignorantes de su espacio en la sociedad, se colocan en su lado del camino y bloquean el paso. Se mantienen inmóviles, con la vista perdida, sin saber que no sólo están perdiendo la oportunidad de subir por sus propios medios, sino que se la están quitando a todos los que están atrás. En ocasiones, los individuos más atrasados y sin visión de futuro son capaces de detener a quienes están a la vanguardia de la sociedad.
Sin embargo, en algunas oportunidades, el bloqueo puede ser vencido. Héroes anónimos realizan movimientos sutiles para hacer que los que están detenidos se den cuenta de las consecuencias de sus actos y se pasen al bando del progreso. O, por lo menos, se corran al sector donde su presencia no es un obstáculo.
Cuando esto ocurre, no sólo la fila avanza más rápido, sino que aquellos que estaban parados y son persuadidos para subir descubren una nueva manera de ver la vida.

El plan Pepsi

Estaba claro que hacía falta tomar medidas drásticas: la crisis económica golpeaba a todos los sectores y hacía peligrar la continuidad del gobierno. Por eso, los distintos equipos buscaban soluciones a la crisis de consumo y, sobre todo, a la enorme deuda externa que tenía aquel país.
El crédito estaba agotado. Era imposible recurrir a financiamiento externo. Los organismos internacionales en los que el país había confiado dejaron de confiar en él. Se limitaban a exigir lo que se les debía, mientras ignoraban los pedidos desesperados de los gobernantes para que otorgaran al país un préstamo que, aseguraban, sería el último.
De pronto, una carpeta llegó desde los confines del Ministerio de Economía hasta el escritorio del ministro. Se titulaba “Plan Pepsi” y contenía argumentos provocativos, pero bien razonados y lo suficientemente originales como para captar la atención del ministro. El plan consistía en recurrir a alguna empresa multinacional de amplios bolsillos para aliviar la deuda externa a cambio de ceder espacio de publicidad en los billetes emitidos por el Estado. Tenía que ser una empresa ávida de crecer, competitiva y que tuviera la suficiente motivación como para aceptar semejante maniobra publicitaria. Por eso, según explicaba la carpeta, Pepsi era la mejor elección. No había mejor campaña de marketing para la empresa que salvar de la quiebra a un país.
El ministro, al terminar de leer la carpeta, estaba convencido. Rápidamente pidió una reunión con el primer mandatario para hablarle del plan. El presidente escuchó, celebró la idea y autorizó a su ministro a iniciar las negociaciones con Pepsico Inc.
El ministro viajó a Estados Unidos para presentarse ante los directivos de la empresa. Llevó consigo una copia del plan redactada de modo persuasivo, además de una presentación en PowerPoint que detallaba los beneficios que el plan podía reportarle a la empresa.
Los directivos de Pepsico quedaron impresionados por la propuesta, y quedaron en responder a la brevedad. El ministro volvió al país para ocuparse de los problemas más urgentes, con la tranquilidad de que la economía del país iba a recibir un refrescante alivio por parte de los fabricantes de Pepsi.
Algunas semanas después, la plana mayor de la empresa se hizo presente en el país y pidió una reunión con el ministro de economía y el presidente. Anunciaron que tenían una contrapropuesta. Los funcionarios recibieron a quienes podían salvar a su país, y a su gobierno, con gran amabilidad.
El CEO de Pepsico anunció que la empresa estaba en condiciones de hacer mucho más por el país que lo que se le había pedido. Si los gobernantes querían, Pepsi podía acceder a pagar una porción de la deuda externa. Pero, por una compensación un poco mayor, la empresa estaba dispuesta a cancelar toda la deuda.
“Si les interesa, les puedo detallar el proyecto”, dijo retóricamente el CEO. Las caras del presidente y el ministro delataban interés. El directivo detalló el plan: Pepsico Inc. se haría cargo de la deuda del país en dólares si se aprobaban las siguientes condiciones:

  • Colocar publicidad Pepsi y bebidas relacionadas en los billetes del país, en lugar de los retratos de los próceres.
  • Declarar a Pepsi como la “bebida oficial de la nación”.
  • Transferir la responsabilidad del diseño de los billetes y monedas a la órbita de la empresa.
  • Cambiar la moneda del país: pasar del peso al pepsi.
  • Incorporar una paridad, según la cual el valor de la nueva moneda fuera el equivalente a un litro de Pepsi.

Los gobernantes escucharon las condiciones y pidieron una nueva explicación del último punto. Los directivos volvieron a intentarlo: la idea era que el valor de la moneda respecto de las emitidas por otros países estaría dado según el valor del litro de Pepsi en cada una de ellas, según una tabla que confeccionaría la empresa especialmente. De este modo, el valor de los productos en venta en el país estaría expresado en cuántos litros de Pepsi podría comprarse con ese mismo dinero.
La paridad beneficiaría igualmente a los habitantes del país, al darle una moneda estable, y a los consumidores de Pepsi, al facilitarles la compra de la bebida.
Las autoridades estaban tentadas de aceptar. Pensaron que, después de todo, era más o menos lo mismo tener una moneda que representara su valor en oro, en dólares o en Pepsi. Además, cancelar la deuda externa haría que en florecieran las oportunidades para reactivar el consumo y hacer crecer la economía. Pero el ministro tuvo una objeción. “¿Eso no implicaría crear una moneda sin respaldo?”
Los directivos de Pepsico explicaron que no era necesario. Simplemente el Banco Central debía utilizar todas sus reservas en dólares para comprar Pepsi, de modo de poder respaldar la nueva moneda. El presidente preguntó a qué precio y, gracias a su habilidad para negociar, consiguió un descuento por volumen.
Luego de acordar detalles como los estándares de seguridad para la impresión de los billetes, el plan se implementó. Gradualmente dejó de circular el peso, y fue reemplazado por el pepsi. La Ley garantizaba que cualquier ciudadano que fuera al banco central con un pepsi (P$ 1) y una botella vacía podía llevarse un litro de Pepsi. De este modo se fue generando confianza en la nueva moneda, pese a las protestas de grupos aislados que, de cualquier manera, no dejaban de ver con buenos ojos la cancelación de la deuda externa.
La bóveda del Banco Central se convirtió en una gran heladera. Los técnicos del Banco, con la ayuda de personal especializado de la empresa, instalaron sistemas para impedir que la bebida perdiera el gas. También instalaron un sistema que permitía servir exactamente un litro de gaseosa.
Con el cambio de moneda, se generó un boom de consumo. Empezaron a llegar inversiones extranjeras. Con ello, la recaudación impositiva pudo aumentar considerablemente. El Banco Central recibía dólares de las exportaciones y los usaba para comprar litros de Pepsi que iban a parar a la antigua bóveda, ahora convertida en heladera.
Durante algunos años, la economía creció. Luego el ciclo se fue revirtiendo. Algunas crisis en países lejanos hicieron que los inversores perdieran la confianza en las economías en desarrollo, y muchos se fueron del país. La economía empezó a mostrar signos de recesión.
El gobierno decidió que tenía que estimular el consumo. Pero los funcionarios se encontraron con un obstáculo: no podían colocar más dinero en circulación porque no había entrada de dólares con los que comprar más Pepsi para las reservas.
Había dos opciones: pedir Pepsi prestada a los países vecinos, o recurrir a los organismos internacionales de crédito para que les prestaran dólares de modo que el Estado pudiera comprar Pepsi. Un técnico del Ministerio de Economía sugirió convertir la mitad de las reservas de Pepsi en Coca-Cola, de modo que el valor de la moneda del país estuviera en el medio de las dos y con el cambio resultante se diera el pequeño empujón que la economía del país necesitaba. Pero ese plan hubiera violado la cláusula de exclusividad del contrato con Pepsi, por lo que no se pudo concretar.
El gobierno optó por una decisión arriesgada. Se estableció el procedimiento de aguar la Pepsi que estaba almacenada en el Banco Central. De ese modo, aumentaría la cantidad de litros en las reservas y se podrían emitir billetes para, así, aumentar la liquidez de la economía nacional.
Al principio la maniobra funcionó, pero después de un tiempo el abuso terminó por delatarla. A las sospechas de quienes bebían la Pepsi oficial, se sumó un informe de Pepsico Inc, en el que se acusaba al país de tener más litros de Pepsi en las reservas que los que había comprado a la empresa (que por la misma cláusula de exclusividad era el único proveedor autorizado de la bebida oficial de la nación).
El informe de la empresa generó una total desconfianza en la moneda del país, que terminó en una espiral inflacionaria. Con un pepsi se podía comprar cada vez menos Pepsi genuina en los comercios.
El abandono de la paridad pepsi-Pepsi rápidamente tuvo que hacerse oficial. Se decidió volver a las reservas en dólares. Se rescindió el contrato con la empresa, que no quiso recomprar los litros de gaseosa que el Banco Central poseía.
Para recuperar las reservas en dólares, el país recurrió a diferentes maniobras. Empezó a vender Pepsi clandestina en el exterior. También vendía su Pepsi aguada oficialmente en el mercado internacional, como una marca barata de bebida cola.
De este modo, el país recompuso el valor en dólares de un pequeño porcentaje de sus reservas. El ministro de economía, después de todas las idas y vueltas, renunció. Su reemplazante, con los dólares que quedaban, se dedicó a elaborar un nuevo plan para recuperar la economía del país.

El privilegiado

Al término de su ejemplar vida, Román murió. Sus deudos se entristecieron con la pérdida, pero se consolaron con la idea de que estaba en un lugar mejor. Era cierto: Román, luego de morir, fue al Paraíso.
Allí lo recibió San Pedro. Después de chequear su acta de pecados, lo dejó pasar y le dio las instrucciones correspondientes. El guardián de las llaves del Cielo lo felicitó por haber llegado hasta ese lugar.
Román se dirigió a su habitación, que quedaba bastante cerca de la puerta. Una vez instalado, quiso conocer el lugar en el que pasaría toda la eternidad. Entonces salió del aposento y se dirigió al área común. Para llegar consultó el mapa desplegable que le había entregado San Pedro en la charla de admisión.
El Paraíso era un lugar puro, con mucho blanco y bien iluminado. Román nunca había oído tanto silencio. Fue recorriendo las instalaciones. Las diferentes áreas recreativas estaban vacías, aptas para ser usadas por él en cualquier momento. Evidentemente, pensó, no tener que esperar turno era una de las ventajas del Paraíso.
En su recorrida, Román notó algo extraño: la ausencia de otras almas como él. Pensó que tal vez había un Paraíso para cada persona y él estaba en el propio. Pero no entendió por qué, entonces, existía el área común.
Cuando volvió a su habitación, encontró en la puerta una chapa con su nombre. Quiso mirar los nombres de las puertas cercanas para saber quiénes eran sus vecinos. Estaba interesado en conocerlos, porque existía la garantía de que habían sido buenas personas. Sin embargo, ninguna de las puertas que Román miró tenía chapa.
Al día siguiente, Román buscó a San Pedro con la intención de preguntarle dónde estaban las otras almas. Fue hacia la puerta por donde había entrado. Miró a través de las magníficas rejas. San Pedro estaba en su escritorio, medio dormido. Lo despertó con un chistido. Román le hizo la pregunta, sin esperar la respuesta que recibió: no había otras almas. Él era la primera persona en la Historia que había hecho méritos suficientes para ir al Paraíso.
Ante la segunda pregunta de Román, San Pedro contestó que no tenía idea de cuándo podría aparecer algún compañero. Le sugirió que disfrutara las instalaciones, que se mantenían nuevas, y también le indicó que podría elegir el mejor lugar posible para contemplar a la divinidad.
Román quedó al mismo tiempo decepcionado y orgulloso. Se marchó hacia su habitación. A partir de ese momento, todos los días recorría el Paraíso que tenía para él solo, mientras se preguntaba cuándo aparecería alguien que llegara a su nivel.

El Mundial que falta

Todo el mundo sabe que el Mundial de 1986, inicialmente otorgado a Colombia y luego a México, no se pudo realizar por el terremoto que afectó a la capital azteca un año antes. Pero ¿qué hubiera pasado si ese torneo se jugaba?

Tratar de dilucidar los “qué hubiera pasado si” no es un ejercicio histórico sino uno literario. El mundo es demasiado complejo como para que cualquier persona pueda predecir con exactitud eventos futuros, o eventos de un pasado alternativo. Se puede, sí, extrapolar sucesos que venían ocurriendo y llevarlos a una conclusión más o menos lógica. Por eso la especulación en sí no deja de ser un tema interesante, porque está basada en algo de realidad.

La pregunta más simple es quién hubiera sido campeón de México ’86 (o de Colombia ’86). Si bien siempre hay sorpresas, se puede enunciar algunos candidatos dentro de los veinticuatro que llegaron a clasificarse:

  • Francia. La selección gala tenía al que todos consideraban el mejor jugador del mundo, Michel Platini. Y si bien nunca un jugador llevó por sí mismo a su selección a ser campeona del mundo, el equipo no era un rejuntado. Francia venía de ganar la Eurocopa del ’84 en su país y de sufrir una dolorosa eliminación ante Alemania en las semifinales de España ’82. No hay dudas, Francia era el candidato número 1 para quedarse con la copa.
  • Brasil. El equipo que deslumbrara en 1982 había conservado a su técnico, Telé Santana, y su identidad de jogo bonito. ¿Quién puede decir que aquel no hubiera sido su año, luego de la forma increíble en la que quedó afuera de las semifinales en España?
  • Uruguay. El campeón de la Copa América ’87 mostró ser el mejor equipo sudamericano de ese momento. Aunque no se puede saber si su performance hubiera sido la misma un año antes y con otro tipo de presión, está claro que ese equipo uruguayo tenía algo que lo hacía diferente.
  • Argelia. Tal vez, de haberse jugado México ’86, el fútbol africano se podría haber destapado cuatro años antes. En una de ésas hoy no hablaríamos del gran Camerún campeón de 1990 sino de un gran equipo de Algeria. Ya cuatro años antes habían mostrado lo suyo, al vencer a Alemania para luego ser despojados en un final de grupo bochornoso. Esta vez hubieran llegado con sed de venganza y podrían haber hecho ruido. Es posible pensarlo más allá del hecho de que nunca fueron campeones, porque en los torneos posteriores no sólo se clasificaron con holgura sino que en todos excepto uno lograron pasar la primera fase, algo que para un equipo africano en 1986 era inédito. Y no debe olvidarse la gran actuación de 1998, cuando arañaron las semifinales de la mano de uno de los mejores jugadores del mundo, Zinedine Zidane.

También podría haber habido alguna sorpresa. Irak se clasificó a esa edición y lo más probable es que hubieran heco sapo, pero nadie puede asegurarlo.

Entre los candidatos a decepcionar figuraban Italia, que fue campeón de 1982 pero ni siquiera se clasificó a la Eurocopa ’84, y Alemania, quien había llegado más lejos de lo que merecía cuatro años antes (luego de caer ante Algeria y ganarle milagrosamente a Francia) y lo más probable era que esa suerte se compensase en México.

¿Qué hay de la selección argentina? Lamentablemente es menester decir que nada puede hacer pensar que hubiera tenido una gran actuación. Para saberlo sólo basta con ver el proceso previo, plagado de mal juego, pésimos resultados y decisiones incomprensibles del entrenador Carlos Bilardo (un jugador del Estudiantes tricampeón de América de los ’60). Designado seleccionador en 1983 por Julio Grondona (fundador de Arsenal de Sarandí y ex presidente de Independiente, en ese momento a cargo de la AFA), Bilardo desvió el rumbo de la selección hacia las turbias aguas del resultadismo mediocre. Convirtió un equipo que, mal o bien, tenía una identidad, en una verdadera garantía de dudas, desentendimiento, pelotazos a nadie y constante improvisación.

Lo peor que hizo Bilardo fue entregarle las riendas del equipo a Diego Maradona (ex jugador de Argentinos y Boca), que había demostrado calidad pero ya estaba demostrado que no tenía el nivel necesario para una competencia tan importante como un Mundial. Era un jugador que había triunfado en el fútbol argentino (jugó en el gran Boca de Brindisi, campeón de 1981) pero que tuvo un fracaso rotundo en el Barcelona. El club catalán comprendió esto antes que Bilardo y se lo sacó de encima en 1984 cuando lo vendió al Napoli, un equipo acostumbrado a fluctuar entre la Serie A y la B de Italia. Allí le fue bien, pero una cosa son las expectativas de un club como el Napoli y otra las de una selección que debería ser siempre candidata al título mundial.

Maradona, además, ya había tenido su oportunidad en la selección argentina en 1982, cuando no pudo guiar al equipo de Menotti en los cinco partidos que jugó en suelo español, de los cuales perdió tres. Tal fue su frustración que ni siquiera supo perder y se fue expulsado en el último partido ante Brasil. A ese volátil jugador Bilardo lo convirtió en el eje de la selección y le dio la capitanía, relegando a una verdadera gloria del fútbol argentino como Daniel Passarella.

Passarella, por cierto, tuvo la grandeza de no renunciar a esa banda en que se había convertido el equipo y fue una guapeada suya (desobedeciendo una orden explícita de Bilardo para que no subiera) la que permitió la clasificación al Mundial que finalmente no se jugó. Esa jugada que terminó en gol de Gareca fue el empate 2-2 contra Perú, jugando de local y a diez minutos del final del encuentro. Tal vez esa jugada hubiera iluminado a Bilardo y terminado en una severa reforma del equipo, pero nunca lo sabremos.

De todos modos, no es muy creíble esa posibilidad. El mismo Bilardo parecía tener asumida la mala suerte en México, y provocó un papelón nacional cuando declaró que se veía venir que el torneo no se jugara “porque era la edición número 13”. Lo cierto es que, con un líder de esa clase de ideas, la probabilidad de un rotundo fracaso de Argentina siempre fue muy alta.

Irónicamente, tal vez la selección actual podría haberse beneficiado de la realización de aquel Mundial. Y es que podría haber dado experiencia a Miguel Angel Russo. Sí, el actual entrenador de la Selección formaba parte de aquel rejuntado y, como era incondicional de Bilardo, tenía un lugar seguro entre los 22. Tal vez, aunque sólo hubiera sido por tres o cuatro partidos, podría haber conseguido algo de sabiduría para aplicar al equipo actual, por más que sea muy distinto al de entonces. Lo que se vive en un Mundial no lo puede contar nadie.

Tan malo era ese equipo, y tan poca identificación tenía en el pueblo argentino, que el plantel que perdió la final de Italia ’90 contra Camerún sólo tuvo dos jugadores en común con el que trabajó en las eliminatorias para México ’86: Fillol y Garré.

Claro que para eso fue necesaria la intervención de la AFA por parte de Alfonsín para poner a Osvaldo Otero en reemplazo de un Grondona que estaba empeñado en renovarle el contrato a Bilardo. Algunos dicen que si Argentina hubiera ganado el Mundial ’86 la intervención no hubiese ocurrido y Grondona se hubiera quedado veinte años más. Pero no es realista pensar así. Un dirigente con tan poca cintura política como para sostener de tal manera a un técnico tan impopular termina cayendo más temprano que tarde. Quién sabe qué otras barbaridades hubiese sido capaz de hacer en caso de seguir.

Más allá de todo esto, es poco lo que se puede decir con certeza. Sólo cabe recordar que los acontecimientos históricos no se dan sólo por suerte, y por eso es razonable pensar que la actualidad del fútbol mundial, a grandes rasgos, no sería tan distinta a la real si se hubiera jugado México ’86.

El escape de los verdes enzolves

En verdad, el detergente Drive tenía una advertencia que pedía no abrir el lavarropas mientras estaba en uso. No se explicitaban los peligros específicos, y los pocos que la leían pensaban que era una cuestión legal. Sin embargo, la razón era otra.
Todo empezó un miércoles de junio. Al principio se parecía a cualquier otro miércoles: los autos que recorrían la calzada circular de Plaza Italia eran muchos más que los recomendables, y los colectivos hacían maniobras para poder acercarse a las paradas y esquivar al mismo tiempo a los que se alejaban de ellas. Era, en efecto, un día normal. Hasta que ocurrió algo impensado. De repente, un rinoceronte salió por la puerta principal del zoológico y se integró al tránsito. Afortunadamente, el animal respetó el sentido de circulación. El rinoceronte caminaba en forma errática y se acercó peligrosamente a algunos autos, pero no hubo que lamentar víctimas porque los conductores estaban acostumbrados a esquivar a los colectivos que tenían una actitud similar.
Detrás del rinoceronte había varias personas que trataban de agarrarlo para devolverlo al hábitat artificial del que se había escapado. Participaban policías, veterinarios, zoólogos y personal de Defensa Civil. Cuando el rinoceronte pasó por la puerta del regimiento Patricios, se integraron al grupo algunos soldados que no tenían nada que hacer y les divirtió la idea de salir a cazar. El rinoceronte circulaba por Santa Fe, y luego agarró por Luis María Campos, causando pánico en los peatones y caos vehicular, aunque este último no se diferenció del habitual.
Los zoólogos, usando su sabiduría sobre perisodáctilos, decidieron tomar otro camino y esperarlo en la llegada. Habían conjeturado que el rinoceronte buscaba agua, y fueron hacia el río. Algunos de los veterinarios los acompañaron, mientras otros prefirieron quedarse en la persecución por si eran necesarios sus servicios.
Luego de varias cuadras, el rinoceronte cambió bruscamente de dirección. A la altura de Arévalo se dirigió hacia la vereda. Varios locales comerciales funcionaban en esa cuadra y, aunque las medidas de contingencia de la Policía estaban en marcha, todavía no habían podido ser evacuados. El animal se dirigió a uno de esos locales: un lavadero. Aún los expertos debaten por qué el rinoceronte eligió meterse en un lavadero y no en otro de los locales de la cuadra, como el gimnasio o la farmacia. La enorme bestia ingresó a toda velocidad en el local, causando pánico a los empleados y clientes que se encontraban utilizando las máquinas. Por suerte, el rinoceronte no estaba interesado en hacer daño a nadie.
Como se ha dicho, no se sabe bien en qué podía estar interesado el animal. La razón principal de ese agujero en el conocimiento es que detrás del rinoceronte ingresaron dos soldados del regimiento Patricios, quienes dispararon sus rifles para proteger a los civiles que se encontraban a centímetros del gran animal, el cual rápidamente cayó vivo, y momentos después murió.
Ése fue el final del rinoceronte, pero sólo el comienzo de la historia. Algunos de los disparos de los soldados dieron en los lavarropas del local. Algunos de esos lavarropas estaban en uso. Y algunos de los lavarropas en uso estaban cargados con detergente Drive, el único que contiene verdes enzolves que se alimentan de suciedad. Las balas agujerearon a los lavarropas, y los verdes enzolves se vieron libres.
Se sabe que, al ser mezclados con agua, los enzolves activan su devastador poder de limpieza. Normalmente el ciclo finaliza con la activación de otros compuestos químicos que contiene la exclusiva fórmula del detergente, y acaban con la vida de los enzolves, impidiendo su escape. Esta acción está fundamentada en dos razones muy poderosas: la eficiencia en el proceso de lavado y la necesidad de los fabricantes de seguir vendiendo el jabón.
En este caso, gracias a que escaparon en forma prematura, los verdes enzolves quedaron en libertad. Pudieron salir del lavadero aprovechando el caos que se había producido a raíz de la presencia en el pequeño local de soldados, policías, personal de defensa civil, veterinarios, medios de prensa, empleados del lavadero, clientes del mismo establecimiento y, sobre todo, el cuerpo de un rinoceronte que se había escapado del zoológico.
Una vez libres, los verdes enzolves empezaron a explorar sus alrededores. En la vía pública se encontraron con que tenían mucho alimento a su disposición, y empezaron a comerse la mugre urbana. La esquina de Luis María Campos y Arévalo quedó reluciente en pocos minutos. Gracias a la abundancia de comida, los verdes enzolves empezaron a reproducirse a una velocidad muy grande, y un círculo de limpieza centrado en el lavadero empezó a cubrir la ciudad. Los puestos de Barrancas de Belgrano, por primera vez desde su apertura, pasaron a cumplir las condiciones sanitarias requeridas por la Ley. Los autos que necesitaban un lavado obtuvieron la eliminación de su mugre. Los ciudadanos que no acostumbraban a bañarse quedaron bien limpios. El barrio de Once recibió la eliminación de sus capas más recientes de mugre. El Riachuelo quedó apto para bañarse.
Todos los habitantes de la ciudad disfrutaron de la limpieza que tan abruptamente les había llegado, más allá del enojo de la industria encargada de servicios de limpieza, que a las pocas horas de producirse el escape pidió un subsidio para compensar las pérdidas ocasionadas por los verdes enzolves. El gobierno municipal no sólo no le hizo caso a ese sector industrial, sino que quiso adjudicarse el mérito de la limpieza que tenía de repente la ciudad. Pero todos sabían que era mentira. Estaba claro que era el resultado del escape de un rinoceronte.
La situación idílica no duró mucho. La velocidad de reproducción de los enzolves era tal que empezaron a evolucionar de manera visible. Ocurrían mutaciones todo el tiempo, y las beneficiosas se seguían reproduciendo. Empezaron a aparecer enzolves azules, amarillos, rojos y marrones. Al mismo tiempo, la suciedad empezó a escasear, y los verdes enzolves fueron dando paso a especies más fuertes, que habían descubierto otras formas de alimentación. Los amarillos enzolves se alimentaban de asfalto, los rojos de pelo, los azules de pintura y los marrones de otros enzolves. La abundancia de todos estos elementos hizo que los enzolves se convirtieran en una plaga. El gobierno municipal no sabía qué hacer para repeler la invasión, y aunque no había tenido éxito en su intento de apropiarse del mérito de las virtudes, los ciudadanos le estaban empezando a conceder la culpa de los defectos. Por ese motivo, el ministro de Salud Pública de la ciudad convocó a los fabricantes del jabón Drive para que encontraran una solución.
En los laboratorios de Unilever ya estaban trabajando para adaptar los químicos que mataban a los verdes enzolves y hacer que fueran efectivos también contra los enzolves de otros colores. Los directivos de la empresa sentían que esa investigación iba a ser un buen negocio. Y no se equivocaron. El gobierno les otorgó un subsidio de varios miles de millones de dólares para producir grandes cantidades de químicos, que se fueron aplicando en las calles que aún tenían asfalto y en las paredes que todavía estaban pintadas. También se fabricó un champú con los mismos químicos, para las personas que conservaban su pelo.
Desde entonces, la invasión de los enzolves está controlada. Cada tanto se registran algunos brotes de enzolves de algún color, pero existe un mercado de productos que permiten combatirlos con facilidad. También se han desarrollado pólizas de seguro contra los efectos destructivos de los enzolves.
Luego del episodio, para prevenir nuevas invasiones, las autoridades decidieron prohibir el uso de material biológico en jabones y detergentes. La iniciativa tuvo gran aceptación en el público que, sin saberlo, estaba atentando contra la limpieza de su ropa. Desde que la prohibición entró en efecto, la ropa blanca que se ensucia nunca recupera su blancura, y los colores se van apagando cada vez más, hasta convertirse en pálidas imitaciones de lo que alguna vez fueron.