Levadura

Ese día me dio por amasar pan después de muchos años. Aunque me acordaba la receta básica, tuve algunas dudas. La mayor fue cuánta levadura ponerle. Había comprado un cubo en el supermercado, y razoné que probablemente el cubo era una unidad para una cantidad razonable de pan casero.
Pero se ve que me excedí, porque el pan siguió levando después de las dos horas que lo dejé en reposo. Levó en el horno, levó también cuando lo saqué ya cocido y lo serví en el jardín, acompañado con unos mates.
Presumiblemente, levó también cuando lo comí. Comí bastante porque me cayó muy liviano, y con el correr de los minutos me fui sintiendo aún más liviano. Tan liviano que me elevé por el aire.
Floté por encima de la ciudad, vi mi casa desde arriba, vi el barrio, comprobé que los mapas dibujados eran un reflejo fiel de las calles reales. Me dejé llevar por la corriente de aire. Me encontré con algunas palomas que huyeron de mí. Pero me gané la confianza de ellas cuando extendí mis manos y les ofrecí unos pedazos de pan que me habían quedado sin comer cuando comencé a elevarme. Entonces me adoptaron en su grupo.
Revoloteé con las palomas, les seguí la corriente, quise ser como ellas. Llegué a distinguir a diferentes individuos y me hice amigo de algunos. Me enseñaron algunas técnicas de vuelo para usar con más eficiencia las corrientes del aire. Yo volaba con las palomas y deseaba convertirme en una de ellas.
En un momento me sentí cansado. Sentí que la levadura había hecho ya su efecto y en cualquier momento me iba a caer. Hice un gesto a las palomas para que me acompañaran. El grupo decidió hacer base en una plaza y, como muestra de hospitalidad, fui invitado a ocupar la posición de privilegio, sobre la cabeza de la estatua de la plaza.
Como nunca había aterrizado, no tenía la técnica. Las palomas intentaron mostrarme cómo se hacía, pero no llegué a interpretarlas. De todos modos parecía que lo iba a lograr. Me acerqué con lentitud. Quise posarme suavemente con los dos pies sobre la cabeza de la estatua. Pero la escultura no resistió mi peso. La cabeza se cayó para un lado, yo caí de espaldas para el otro. Las palomas que habían aterrizado antes que yo volaron despavoridas.
Cuando me levanté, quise volver a colocar la cabeza en su lugar. Fui hasta la ferretería de en frente de la plaza, compré un pomo de pegatodo, volví al pie de la estatua, recogí la cabeza, me trepé y la pegué sin que nadie se diera cuenta.
Desde entonces la estatua está casi intacta. Las palomas nunca más se posaron sobre ella.

Cuando digo quiero decir

Cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir. ¿Quiero decir que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo? Claramente no. Sólo digo que quiero decir quiero decir cuando digo cuando digo. No significa que cuando digo quiero decir quiero decir cuando digo. No. Cuando digo quiero decir quiero decir quiero decir. Y cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir también.
Entonces, cuando digo “cuando digo quiero decir” en realidad quiero decir “quiero decir quiero decir”, en cambio cuando digo “quiero decir” quiero decir sólo eso.
¿Cuándo digo quiero decir? Cuando quiero decir quiero decir. ¿Y cuándo digo cuando digo? Cuando quiero decir quiero decir. ¿Y si quiero decir cuando digo cuando digo cuando digo? No se ha dado, en mi experiencia cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir.
Si cuando digo cuando digo quiero decir quiero decir y si quiero decir quiero decir cuando digo quiero decir, ¿cuándo quiero decir cuando digo?
Jamás.
 
¿Qué pasa cuando se traduce este texto a veinte idiomas y después se lo devuelve al español? Leer aquí.

Fútbol sin arcos

El principal obstáculo para el buen fútbol es el resultadismo, la obsesión de muchos por ganar a cualquier precio, sin que les importe lo deportivo. La raíz de este problema está en una de las reglas más antiguas del fútbol, que debe ser abolida de inmediato por el bien del juego.

El reglamento de la FIFA dice que el equipo que hace más goles gana el partido. En una época incluso decía que esa regla era la única que no se podía cambiar. Pero lamentablemente esta regla, que tantas satisfacciones ha otorgado a lo largo de los años, sufre demasiados abusos como para que sea aconsejable mantenerla. Por lo tanto, abolida ya la imposibilidad del cambio, es el momento de abolir los arcos para siempre.

De esta manera, los problemas del juego se resolverán de raíz y los jugadores podrán dedicarse al fútbol puro. Reaparecerán en abundancia la gambeta, las paredes, los sombreros, los caños y todos los lujos que hoy son dejados de lado en haras de lo práctico.

¿Cómo se implementaría esto? Sin arcos ya no habrá más necesidad de arqueros, por lo tanto jugarán dos equipos de diez contra diez. Tampoco es necesario mantener las áreas. El tamaño y la forma del terreno de juego pueden mantenerse igual, excepto que las líneas de meta se convertirán en líneas de banda y cuando la pelota las atraviese se cobrará un lateral. No hay más saques de arco, porque no hay más arcos. No hay más off-side ni jueces de línea. El resto de las reglas se mantendrán.

Ganará el partido el equipo que haga más toques consecutivos en cualquier momento de los 90 minutos. El objetivo es premiar la pelota dominada, con lo cual el equipo que no tiene la pelota deberá defender igual que ahora, pero no le valdrá para nada jugar sólo a tirar la pelota lejos. No importa el terreno cubierto ni los kilómetros corridos. Los diez jugadores pueden mantenerse parados si tienen la suficiente habilidad como para hacer más pases que el contrario.

¿Quién mide la cantidad de pases? Una mesa de control creada especialmente para medir la estadística completa. Si ambos equipos consiguen la misma cantidad máxima de pases, será ganador el que lo haya hecho más veces. Si persiste la igualdad, se tomará el segundo número máximo de pases y ganará el equipo que los haya realizado. Se continúa así hasta que uno de los dos equipos tenga una diferencia. En caso de no ocurrir, se jugarán dos tiempos adicionales de quince minutos.

Eliminando los arcos aparecerán nuevas tácticas que permitirán aprovechar toda la extensión de la cancha sin miedo a un gol en contra. Se destacarán muchos de los jugadores que se destacan ahora. La guapeza seguirá siendo virtud, seguirá habiendo valientes y cobardes, pero estos últimos perderán mucho más seguido. Se abrirá un abanico de posibilidades hasta ahora no pensadas, que revitalizarán el deporte como nunca en la historia.

Se necesitará generar un cambio en los espectadores. Aquellos impacientes a los que en realidad no les interesa el fútbol y lo único que quieren es ver goles de su equipo a cualquier precio deberán adaptarse o ver otro deporte. Al no haber más off-side, las mujeres podrán ver fútbol sin hacer tantas preguntas. Los que vayan a la cancha irán esperando sutileza en lugar de violencia.

Este cambio termina con los empates. Termina también con los jugadores troncos que sólo sirven para hacer goles sin tener la más mínima habilidad. Termina con la táctica de tirar centro a los altos, con los lujos intrascendentes, con los pelotazos desde lejos, con los equipos colgados del travesaño, con los travesaños. En fin, termina con la dictadura del resultadismo para dejar lugar a la pelota la piso, el toque, el juego coordinado, las pequeñas sociedades, la elegancia, la creatividad y todo lo que hace atractivo al verdadero fútbol.

Próxima entrega de Ideas que Jamás se Implementarán: el equipo de los excluidos.

El abedul que quería caminar

Había una vez un abedul que quería caminar. Pero no podía porque tenía las raíces clavadas en la tierra. Pasaba todos los días en el mismo bosque, aburrido de contemplar siempre el mismo paisaje.
Veía cómo distintos animales llegaban a su cercanía. Algunos se trepaban a él, otros se colgaban, otros volaban hacia las ramas y formaban allí su hogar.
El abedul quería conocer el mundo. Sólo podía ver los alrededores desde lo alto de su copa, pero eso le bastaba para darse cuenta de que el mundo no se agotaba en lo que era capaz de apreciar.
Para poder zafarse del lugar donde estaba atrapado, el abedul decidió hacer crecer las raíces hacia arriba. Pensó que así por lo menos no se estancaría más, y tal vez conseguiría ser libre de alguna manera. Con mucha paciencia esperó el crecimiento de las raíces hasta que comenzaron a verse saliendo del suelo alrededor del tronco. Parecían pequeños árboles que lo rodeaban.
Los distintos animales comenzaron a treparse de las raíces, y poco a poco las fueron sacando de la tierra con su fuerza. El abedul pudo ver que su plan estaba funcionando, aunque le costaba más tomar agua. Pero no era problema, porque llovía seguido y las raíces todavía podían obtener lo necesario para que el abedul subsistiera.
Llegó un momento en el que sus raíces estuvieron completamente fuera de la tierra. El abedul se sintió libre y quiso usarlas para alejarse del bosque. Pero no sabía caminar y las raíces no estaban acostumbradas a soportar el peso de todo el árbol.
El abedul, entonces, decidió armarse de paciencia una vez más. Sólo iba a dar pasos cuando estuviera seguro de que podía darlos. Si quería cumplir su sueño de caminar debía aprender a hacerlo y no podía darse el lujo de cometer un error.
En las siguientes semanas pudo por fin alejarse unos centímetros del lugar donde había estado toda su vida. El abedul estaba contento porque su sueño se estaba haciendo realidad, aunque sabía que aún debía aprender mucho para poder llegar a un lugar distinto.
Un día de viento todo cambió. El abedul no sabía qué hacer. Sus intentos de caminar lo desestabilizaron. La confianza que había generado con el éxito de los días anteriores lo traicionó. Dio un paso en falso y cayó al suelo del bosque. Aunque no había nadie para escucharlo, la caída causó un gran estruendo.
El abedul supo que no podría levantarse. Pero no se sentía derrotado, porque se había esforzado para concretar su sueño. Era mejor caer así que morir de pie.
En los meses siguientes, varios hombres entraron al bosque y vieron al abedul caído. Nadie se pudo explicar por qué la base del tronco estaba tan lejos de su huella.

La casa por la ventana

El plan era tirar la casa por la ventana. Pero era más fácil de decir que de hacer. Había algunas trabas concretas. La primera fue que la casa era más grande que la ventana. Teníamos tres opciones para sobrellevar este problema. Una era tirar la casa por partes. Dos opciones más simples eran agrandar la ventana o achicar la casa. Elegimos la primera porque consideramos que era la más viable. Achicar la casa no se podía. Agrandar la ventana sí, pero haría difícil tirar la casa.
En ese momento nos encontramos con un problema irreductible: la ventana era parte de la casa. Aún cuando pudiéramos achicar la casa y no la ventana, para poder tirar la casa por la ventana necesitábamos tirar también la ventana por ella misma. Podíamos desarmar la estructura de la ventana para que quedara sólo el agujero, pero la ventana es más un concepto que una estructura. También podíamos tirar la ventana por otra ventana. Era una solución parcial. Sí, efectivamente habríamos tirado cada parte de la casa por alguna ventana, pero lo que queríamos era tirar la casa por la ventana, no por las ventanas. Además, hubiéramos tenido que tirar la ventana mientras estaba en pie la otra, con lo cual nos hubiera quedado lejos para tirar el resto de la casa.
Resolvimos entonces tirar todo lo que se pudiera de la casa por la ventana, y dejar la ventana como un testimonio del trabajo cumplido. Para eso necesitábamos dejar una porción de pared en pie. Decidimos que podíamos vivir con eso.
Desensamblamos la parte de la pared que quedaría en pie y nos dedicamos a demoler el resto de la casa. A medida que teníamos cascotes de tamaño adecuado los íbamos tirando por la ventana. Fue un momento inolvidable.
Tiramos los dormitorios, los pasillos, la cocina, los baños, el living, las puertas, las otras ventanas, los sanitarios, los muebles, los techos y las paredes. Cuando quedaba el último cascote, lo tiramos entre todos como un símbolo del deber cumplido.
Una vez que terminamos todo, descansamos unos minutos antes de volver a armar la casa. Veníamos bien de tiempo, según nuestros cálculos llegábamos a reconstruirla antes de que se hiciera de noche. Pero no contamos con un detalle: la casa había caído en el terreno vecino, el dueño consideró que lo que arrojábamos pasaba a ser su propiedad y no nos dejó retirarlo. Con lo cual no pudimos recuperar la casa que tiramos por la ventana.
Ahora estamos ahorrando para hacernos una casa nueva, más grande. Mientras tanto, vivimos en un hotel. No vemos la hora de terminarla. Igual sabemos que antes de que nos demos cuenta la vamos a estar inaugurando, y cuando llegue ese momento va a haber tanta algarabía que organizaremos un festejo acorde a las circunstancias. No vamos a dejar títere con cabeza.