Balance de audio

Prefiero el mono al estéreo. Nunca entendí por qué es necesario dividir el sonido de una grabación en dos. Está bien que se pueden diferenciar mejor los instrumentos, pero eso no tiene por qué ser necesario. Una canción es una canción. No se pintan dos cuadros por cada obra porque hay dos ojos, ni se compra un libro para el ojo izquierdo y otro para el derecho. Todas las páginas se leen con ambos.
Pero en el caso de la música, cada oído escucha algo diferente que después es combinado en el cerebro. OK, en principio no está mal. Es un sistema que tiene algunas desventajas. Por ejemplo, en el caso de que uno de los parlantes o auriculares no funcione bien, se pierde la mitad del sonido. En una grabación mono, ese problema no existe.
También es cierto que la técnica para mezclar las pistas es distinta en estéreo. Hacen falta ciertas destrezas que para el mono no son necesarias. Hoy es común mezclar en estéreo, pero en los comienzos de ese sistema no era así. Había mezclas distintas para mono y estéreo. Discos como Sgt. Pepper, por ejemplo, son distintos en mono y estéreo porque ambas mezclas fueron realizadas por distintas personas. Durante muchos años, la visión moderna de tener una mezcla estéreo en el mercado impidió que estuviera disponible la versión mono, para muchos superior, sólo por una pretendida obsolescencia de la cantidad de canales.
Pero mi antipatía por el estéreo tiene una causa más personal. Una vez estaba escuchando una grabación estéreo con auriculares mientras leía. Estaba sentado en una silla. La persona que hizo la mezcla tenía tan poco criterio que colocó los instrumentos más sonoros del lado izquierdo. De este modo se produjo un desbalance de audio que instintivamente traté corregir moviendo mi cabeza hacia la derecha, debido a que tengo cierta necesidad de simetría. Era tanta la diferencia que me pasé con la corrección, me tiré demasiado hacia la derecha y me caí con libro y todo. Me dí un fuerte golpe en la cabeza, que encima fue en un solo lado y tuve que aguantar la asimetría para no darme un golpe similar del otro.
Si hubiera escuchado la mezcla mono, no me caía.

A los postres

El postre todavía estaba tibio cuando, embelesado por el sabor, me hundí con mi cuchara en las densas profundidades del chocolate. Me dí cuenta de que no necesitaba la cuchara cuando comencé a nadar por el postre mientras lo comía. Deseé que el momento no terminara nunca. Mi cuerpo se cubría de chocolate, pero me manejaba con una extraña naturalidad, como si siempre hubiera sabido cómo bucear en esa sustancia. Cada brazada era acompañada por un lengüetazo que me llenaba de sabor. Mis ropas ya estaban completamente oscuras. No importaba, nadaba en chocolate. Ya habría tiempo para volver a la realidad.
Aunque el postre estaba bien batido, conservaba aún algunos vestigios de un estado anterior, en forma de pequeños grumos que yo guardaba en mis bolsillos para luego espolvorear en el resto del chocolate como queso rallado. Los grumos contenían también partículas de aire que yo usaba para respirar dentro del cremoso chocolate.
Realicé pruebas de destreza natatoria, recorrí todas las profundidades del postre con una alegría imposible de disimular. Extendía los brazos formando círculos como forma de expresar mi felicidad. Los movimientos batían el chocolate, lo cual lo hacía cada vez más sabroso. El espíritu del sabor llenaba mis poros, al igual que el chocolate mismo.
Hasta que se hizo la hora de volver a la realidad. De dejar el resto del postre para paseos posteriores y para que pudieran probar los demás. Decidí sacrificar un poco de felicidad en ese momento para lograr recuperarla más tarde.
Me dirigí a la superficie. Grande fue mi sorpresa al no poder salir. Una membrana que antes no estaba me impedía asomarme. En ese momento caí en la cuenta de que el chocolate ya estaba frío y se había formado la deliciosa piel en la superficie. Piel que no podía perforar desde abajo. Intenté lamerla hasta dejarla expuesta, pero era una tarea imposible. No existía un límite definido entre la piel y el resto del postre.
Hasta que recordé que aún tenía en mi poder la cuchara. La saqué de mi bolsillo, lamí su contenido y presioné con ella sobre la piel del postre hasta que vi la luz. Con delicadeza me trepé a la rendija que había formado, y salí por ella al mundo exterior.
Una vez fuera, me alejé de la rendija y me tiré un rato sobre la piel, aun embadurnado en el chocolate de su interior, para descansar y rememorar la estupenda experiencia.

Formación inicial

Suena el timbre. Se acaba la hora del ocio y llega el momento de entrar a clase. Pero antes es necesario saludar a la bandera.
Para realizar el saludo cada curso debe formar una o dos filas. Los alumnos de los distintos cursos se van alineando. Saben que mientras más tarden en formar la fila menos clase tendrán. Pero no se puede sostener la demora demasiado tiempo sin generar sospechas sobre los motivos. Entonces se genera con lentitud una hilera de alumnos. Se ubican en forma perpendicular a la pared más larga del patio de la escuela.
La conformación de cada fila va cambiando. Los niños se rebelan contra la regla de colocarse al final. Algunos piden permiso para colocarse delante de otros. De ellos, hay quienes reciben autorización para ubicarse detrás, lo cual provoca airadas protestas de quien ya está en ese lugar.
Las maestras, mientras tanto, piden silencio en vano.
Cuando la fila está aproximadamente armada, llega el momento de tomar distancia. Cada niño extiende su brazo derecho y apoya la mano en el hombro del que está adelante, de modo que el espacio entre todos sea la misma. El objetivo no es alcanzado debido a la diferente altura de los alumnos y a los distintos largos de los brazos. Hay, no obstante, un orden aproximado.
Formada la fila, los pedidos de silencio pasan a ser más enfáticos. Lentamente van siendo obedecidos, hasta que se consigue que todos los cursos hagan silencio en el mismo instante. Ese momento es aprovechado por la directora para dar comienzo a la ceremonia. Se procede a la interpretación de una canción patria dedicada al pabellón nacional. Los alumnos más aplicados, que fueron los primeros en integrar las filas y por lo tanto quedaron adelante, inician el canto. Segundos después, el resto de la escuela canta a la bandera en forma desordenada, desafinada y lenta. Todos saben que mientras más lenta sea la canción más tarde irán a clases. Nadie intenta acelerar el ritmo, las maestras tampoco.
Mientras dura la canción, alumnos aun más aplicados que los que iniciaron el canto izan orgullosamente la bandera. Consiguen que esté en la posición buscada mucho antes del final de la canción. Al terminar la música, se procede a saludar formalmente a la bandera.
Una vez finalizado el acto, y sin esperar que la bandera responda el saludo, los alumnos marchan hacia las aulas para comenzar un nuevo día de clases.

El ocaso de un grande

El inicio de los ’80 fue problemático para los clubes grandes de Argentina. San Lorenzo descendió, Racing también, River se salvó por el promedio. El que no pudo zafar fue el club que en su momento era el que más hinchas acumulaba en Argentina: Boca Juniors.

No se preveía un final tan abrupto. Sólo tres años antes, en 1981, Boca había ganado el que sería su último título local, con un equipo que incluía a Maradona. Pero en 1984 la situación institucional era desesperante. El equipo estaba en huelga, el estadio fue clausurado y los presidentes se sucedían en sus retiradas al darse cuenta de la magnitud del problema del club. Acosado por las deudas, el 15 de noviembre se decretó la quiebra definitiva.

El equipo dejó de competir en el Metropolitano para nunca más volver. Los hinchas tuvieron que hacer un profundo duelo. Pero la verdad es que ya muy pocos iban a la cancha en los últimos tiempos en que estuvo habilitada. Muchos encontraron que la vida era más que el fútbol, unos pocos dedicaron vanos esfuerzos en pos de la recperación del club. Pero la mayoría, con cierto dolor, decidió que era mejor quedarse con los recuerdos de lo que había sido una gran institución en lugar de verla sufrir. Se había hecho todo lo que se podía.

Los hinchas que siguieron interesados en el fútbol cambiaron de equipo. Hubo un reparto entre muchos cuadros, aunque está comprobado que la mayor parte de la ex hinchada de Boca pasó a ser de Ferro Carril Oeste. Y era natural, porque el color verde del club de Caballito es el que se obtiene al mezclar los colores tradicionales de Boca Juniors (azul y amarillo). Y, además, los tablones del estadio de madera que entonces tenía Ferro alguna vez habían pertenecido a la vieja cancha de Boca, con lo cual estar en la cancha de Ferro era como estar en casa. Quién sabe, tal vez el poderío y la popularidad que tiene hoy Ferro no hubieran sido posibles si Boca seguía existiendo. Viendo los éxitos que obtuvo Ferro desde entonces, y sabiendo la alegría popular que provocaron, un cuarto de siglo después nadie desea que la historia sea de otra manera.

De la institución Boca Juniors quedó poco. En el solar donde se levantaba el estadio hoy funciona un moderno shopping, de gran concurrencia durante los fines de semana. El Boca Center ha cambiado la fisonomía del barrio, que hoy basa su actividad económica en su presencia, además de los tradicionales dólares turísticos de Caminito. Y en algunas partes de su estructura los visitantes con ojo histórico pueden descubrir algunos detalles que aún se conservan de lo que fue un estadio de fútbol.

Las peñas del Interior fueron abandonadas o convertidas en peñas de Ferro. Los terrenos costeros donde el club, en una época en la que no sospechaba su repentino final, había planeado construir un nuevo y multitudinario estadio, volvieron a manos del Estado, que construyó allí la villa olímpica de Buenos Aires 2004. De haber existido Boca para ese acontecimiento, la villa habría tenido que ser construída en otra parte, pero tal vez la ciudad hubiera ganado un estadio olímpico diferente.

Es fácil olvidar que Boca era el rival tradicional de River Plate, y ese dato tal vez ayuda a entender la pica que hoy existe entre muchos hinchas de River y Ferro. La rivalidad que hoy parece histórica entre River y San Lorenzo es más reciente, y puede encontrar su raíz en el descenso de Huracán, anterior rival de los azulgranas, producido en 1987.

La extinción de Boca Juniors es un hito casi olvidado en la historia del fútbol argentino, más allá de que sirve como recordatorio de la fragilidad de las pasiones multitudinarias. Un presente hiperexitoso no asegura que dentro de cinco años el club siga existiendo ni que alguien lo vaya a extrañar si deja de existir. También sirve como argumento para desmentir a aquellos que hablan de que los altos mandos no van a dejar desaparecer a un club grande.

Violencia de ultratumba

Era de noche. Caminaba por una calle solitaria y oscura, donde nunca había un alma, cuando apareció entre las sombras una figura humana. Era un hombre de tez oscura y pelo largo. Lo miré con precaución. Temí que pudiera asaltarme al amparo de la oscuridad. Pude comprobar que me había visto. Cuando me acerqué, vi que tenía puesta ropa antigua y pude comprobar que tenía una apariencia traslúcida. Estaba ante un fantasma.
Antes de que tuviera tiempo a darme miedo, sacó un mosquete y me apuntó. Luego me dijo algo en español antiguo. Después de unos segundos comprendí que me estaba asaltando. Como sé que en estos casos es preferible no resistirse, procedí a entregarle el contenido de mi billetera.
Sin embargo, esa acción tan simple no me fue fácil. Cuando le entregaba el dinero, el fantasma lo intentaba agarrar pero sus dedos lo atravesaban. Luego de intentarlo dos o tres veces se enojó conmigo, porque creyó que estaba intentando retener los billetes. Yo, para mostrarle mi buena voluntad, se los coloqué sobre la mano y los solté. El fantasma no los pudo sostener y cayeron al suelo, donde se mancharon con el agua podrida del cordón de la vereda.
El fantasma, entonces, se terminó de enojar, tomó su mosquete y me disparó. Pero la bala fantasmagórica me atravesó sin hacerme daño. En ese momento comprendí que no tenía nada que temer, entonces con lentitud recogí los billetes, les sacudí un poco el agua podrida y los volví a poner en la billetera, mientras hacía caso omiso a las protestas del fantasma.
Una vez que terminé de recoger todos los billetes, seguí mi camino. Consideré avisar a la policía que había un fantasma asaltando, pero evité hacerlo para que no pensaran mal de mí. Y, además, su falta de solidez iba a hacer muy difícil apresarlo.

Cómo desenvolverse en el British Museum

1. Viva en el antiguo Egipto.
2. Fallezca o, si lo prefiere, muera.
3. Sea momificado por sus pares y colocado en un sarcófago.
4. Espere alrededor de veinticinco siglos.
5. Asegúrese de ser una de las momias trasladadas a Inglaterra.
6. Luego de ser colocado en exhibición en el pabellón egipcio del British Museum, espere un tiempo para no alarmar a los guardias del museo.
7. Durante el horario en el que el museo está abierto, resucite. De ser posible, hágalo cuando esté siendo observado por un contingente de escolares.
8. Tratando de hacer el menor ruido posible, rompa el vidrio que lo separa del público.
9. Desenvuelva las vendas que cubren su cuerpo. Tenga cuidado: es probable que estén muy pegadas debido al tiempo que llevan allí.
10. Encontrará que está desnudo en el medio del museo. Retírese con mucho disimulo, antes de ser atrapado por los guardias o, lo que sería peor, por un equipo de antropólogos del museo. Es recomendable que no silbe, porque si lo hace hará notoria su intención de disimular.

Marionetas

La marioneta se mueve con gran destreza, pero en realidad no. Es el marionetista quien dicta sus movimientos a través de los hilos que la sostienen.
Eso es lo que cree el marionetista. Pero no es tan así. Para hacer que la marioneta se mueva, debe mover sus manos de maneras determinadas. Usa su destreza pero no tiene libertad total. La marioneta, así, controla los movimientos del marionetista.
Hay quienes piensan que el marionetista, a su vez, es manejado a control remoto por alguna inteligencia superior que no le ha dado libre albedrío. Sin embargo, ocurre aquí lo mismo que en el caso anterior: la inteligencia superior debe estar al servicio de las inferiores, o de otro modo todo el esquema se estropearía.
Los que manejan al mundo como marionetas tienen el mismo dilema. Deben estar siempre vigilantes, para evitar que se les vaya de las manos, y deben mover esas manos de la forma que les dicta la conducta de los demás. Ellos manejan al mundo y son también manejados no por una inteligencia superior, sino por los que ellos creen manejar.
Pero a no engañarse. Esta situación no implica que las marionetas tengan poder. Siguen siendo marionetas, y el marionetista las sigue manejando. Sólo se ve aquí la limitación que supone ser marionetista.

Piedra cartón de

Cerca de casa hay un negocio de ropa. En la vidriera había un maniquí que, según me pareció en una ocasión, me miraba con ganas.
Desde ese día, empecé a prestarle más atención. Y todos los días aparecía con ropa distinta, como para encender mi curiosidad. Me dio la sensación de que estaba probándome, a ver qué me gustaba. No quería devolverle las señales porque, por más que representara a una mujer atractiva, yo sabía que se trataba de un maniquí.
No sabía si me estaba volviendo loco o qué. Pero no me pasaba con ningún otro objeto. Las horas transcurrían normalmente, y siempre recibía sutiles señales del maniquí. Podía ver que, cada vez que me acercaba, al maniquí se le iluminaban los ojos plásticos. De cerca podía ver un tinte rojizo en su cara que de lejos no estaba.
Resolví hacerme un test psicológico, por las dudas. No quise contar el motivo, dije que era para sacar el registro de conductor. Me hicieron una batería de exámenes que dieron normales. Se me otorgó el visto bueno para manejar autos. Al regreso, pasé por la vidriera y el maniquí, al verme, me guiñó un ojo. Fue algo muy sutil. Pregunté con delicadeza a algunas de las personas que miraban la vidriera: “¿no les dio la sensación de que este maniquí como que guiñaba un ojo?”. Pero nadie me contestó la pregunta, prefirieron ignorarme. Varios dieron un paso hacia atrás para alejarse de mí.
Ahí me dí cuenta de que explorar este asunto no podía traer nada bueno. El interés del maniquí ya había logrado que yo mismo dudara de mi cordura, y no tenía intención de generar esa misma duda en otras personas. Así que decidí evitar pasar por la vidriera.
Fue difícil, porque el negocio estaba muy cerca de casa. Para no pasar por ahí tenía que dar una vuelta de como cuatro cuadras. Pero prefería hacerlo. Hasta que, meses después, decidí pasar discretamente, en auto, para ver si ya lo habían retirado de servicio. Pude ver que aún estaba ahí, con cara de melancolía.
Al ver el maniquí, aceleré. No quería que me viera. Llegué a casa y me senté a mirar televisión.
Unos minutos después oí el timbre y tuve una sensación rara. Atendí el portero y nadie contestó. Entonces fui a la puerta y vi que ahí, en el umbral de mi casa, estaba el maniquí. Tenía una expresión que interpreté como un enojo. Pero no me dijo nada, porque era un maniquí.
Decidí que lo mejor sería llevarlo al negocio antes que alguien lo encontrara en mi domicilio. Cuando llegué con el objeto a cuestas me encontré con que la vidriera estaba rota. Un ladrillo yacía en la vereda junto a un montón de vidrios rotos.
Me presenté ante una empleada y dije que había encontrado el maniquí en la puerta de mi casa, y que pensaba que era de ellos. La empleada no me creyó. Llamó a uno de los policías que estaban investigando el robo del maniquí y me señaló como el culpable.
Me llevaron a la comisaría, y me alojaron entre cuatro paredes blancas. Después me llevaron a declarar. En ese momento evalué la situación. Tenía que explicar lo que había pasado y conseguir que me creyeran. Me pareció más fácil aceptar los cargos y pagar la multa.
Cuando me retiraba de la comisaría, pasé por la sala de evidencias. Desde el pasillo vi que se encontraba ahí el maniquí. No tuve tiempo para detenerme a mirar, pero me pareció ver lágrimas en sus ojos.

El estornudo que no fue

Un estornudo subía por mi faringe. Lentamente se acercaba a la nariz. Al abrirse paso en la cavidad nasal, entró en contacto con la mucosa. El proyecto era liberar algunos mocos al producirse el estallido, como la espuma que libera el mar cuando rompe una ola.
Al mismo tiempo, la información de lo que sucedía llegó hasta mi cerebro. Decidí prepararme. Cerré la boca, tomé un pañuelo y me aseguré de que no hubiera en las cercanías nada ni nadie sensible a las salpicaduras. Acerqué el pañuelo la zona ocupada por mi nariz y boca, y esperé la llegada del estornudo.
Sin embargo, nunca llegó. Fue abortado en la cavidad nasal, cuando justo antes de que le llegara el momento de salir al mundo. Nunca sabré qué le pasó. Tal vez no se animó. Se le pasó la oportunidad. Ya nunca volverá a existir. Y, al deshacerse dentro de mí, me dejó con la frustración de la espera que nunca terminará.

La persistencia del grano

Un grano de choclo amarillo creció en un campo donde también se cultivaba trigo y soja. Luego de ser cosechado, se sorprendió al comprobar que sus compañeros iban a ser procesados para convertirse en alimentos, mientras que él no. Por alguna razón, sólo fue separado de su tronco y comercializado en lata.
Pasaron los días mientras el grano de choclo esperó en la indiferente oscuridad del interior de la lata. Finalmente, un día sintió un movimiento. Algunas horas después sintió un ruido extraño y brilló luz en el interior de la lata. El resquicio por el que entraba la luz se hizo cada vez más grande, hasta que la tapa de la lata fue removida en su totalidad.
El grano pensó que había llegado el tiempo en el que se lo iba a procesar, finalmente, para ser alimento. Sabía que ése era su destino, y nunca había mostrado el menor signo de oposición. Algunos de los granos de su tronco habían optado por oscurecerse para ser excluidos más rápido, pero a este grano no le gustaba ese destino. Iba a ser descartado igual, por lo menos así podría prolongar su existencia y contemplar vistas diferentes.
Junto con varios de sus compañeros, pasó a formar parte del relleno de una empanada. Otra vez la oscuridad rodeó al grano de choclo. No reconoció a algunos granos de trigo que habían crecido en el mismo campo, porque estaban demasiado cambiados. Formaban parte de la salsa blanca que lo rodeaba.
En un momento, el grano sintió un calor muy fuerte que lo puso más amarillo. Duró un rato largo. Luego de unos minutos, en la salsa blanca aparecieron burbujas que antes no estaban. El grano se preguntó cómo habían hecho para aparecer siendo que la empanada estaba cerrada. De repente, se produjo un flash de luz que cegó por un momento al grano de choclo. Cuando recuperó la visión, pudo darse cuenta de que la empanada se había abierto. Por la rendija pudo ver cómo la puerta del horno se abría y la bandeja llena de empanadas era llevada a una mesa.
Pocos minutos después, luego de que se consumieran todas las empanadas no explotadas, llegó el turno de la que alojaba al grano de choclo. La empanada entera fue introducida en la boca de un ser enorme, en comparación con el tamaño del grano. El grano vio los dientes que lo estaban por morder y pensó que eran muy similares a cuando él estaba todavía en el tronco. Pensó que, tal vez, su destino de ser alimento lo llevaría a convertirse en un diente.
Mientras eran objetos de admiración por parte del grano de choclo, los dientes hicieron movimientos de trituración que no lo modificaron sustancialmente. Tampoco a la salsa blanca. Luego de un instante, el grano cayó al vacío, donde lo esperaba una nueva oscuridad que creyó definitiva.
Sintió la aplicación de diferentes sustancias sobre su cuerpo, sin que resultara afectado. El grano de choclo se mantuvo inalterable hasta que comenzó un camino sinuoso, con muchas vueltas, subidas y bajadas. Supo que estaba en el intestino del animal que lo había comido.
Al rato, para su sorpresa, volvió a ver la luz. Inmediatamente entró en caída libre y terminó sumergido en agua, junto con lo que él creía que era la salsa blanca, pero había tomado un color marrón y mayor consistencia. Lo acompañaron varios segmentos cilíndricos irregulares pero parecidos al que él ocupaba. El agua estaba calma, más allá de las salpicaduras provocada por las repetidas caídas de segmentos cilíndricos.
Cuando se acumularon varios de ellos en el agua, se produjo un estruendo. Al mismo tiempo, aparecieron varios chorros de agua que se agregaron al calmo lago que el grano de choclo ocupaba. Todos, el agua anterior, el agua nueva, el grano de choclo y todos los contenedores cilíndricos que llevaban a él y a sus compañeros, fueron arrastrados por la nueva corriente, que los condujo hacia la oscuridad final.