Me voy para arriba

De pronto, comencé a subir. Iba contra toda mi experiencia y, sobre todo, contra la gravedad. Era algo que nunca hubiera pensado que me iba a suceder, pero me estaba sucediendo. Por alguna razón mi cuerpo se elevaba.
Me pregunté por qué subía. Me pregunté también si realmente subía yo, o si todo lo demás bajaba. Para el caso era lo mismo, el mundo y yo nos alejábamos sin haber tenido tiempo de despedirnos.
Pasó el tiempo y yo seguía subiendo. Llegó un momento en el que no distinguí más días. Podía ver el mundo por completo, allá abajo, y ya no me daba miedo caerme. Me pregunté si tal vez estaba siendo atraído por alguna fuerza exterior. No supe qué pensar. Tal vez encontraría la respuesta. Tal vez no.
Continué subiendo hasta que no divisé más al mundo, ni diferencié entre mundos. Llegó un momento en el que no supe distinguir dónde era arriba y dónde era abajo, aunque suponía que el lugar hacia donde apuntaba mi cabeza era arriba.
¿Hasta dónde llegaría? No podía saberlo, y por el momento no me preocupaba demasiado. Estaba disfrutando del paisaje. Había llegado a la conclusión de que lo mejor era dejarme llevar por el Destino, si es que era el Destino quien había dispuesto que yo subiera. De cualquier forma, no tenía mucha opción, así que opté por disfrutar del viaje.
Conocí el Universo casi sin querer. Siempre me había preguntado cómo sería viajar a través de estrellas y galaxias. Nunca me había imaginado que tendría la oportunidad de experimentarlo en carne propia.
Vi toda clase de fenómenos. Choqué con microasteroides que no lograron desacelerarme. Vi, a lo lejos, quásares y púlsares. Reflexioné que los estaba viendo tal como eran hacía muchos años. Era posible que ya no existieran. Después, cuando me percaté de que había perdido la noción del tiempo y de que no estaba en ningún planeta, con lo cual el concepto de años no tenía mucho sentido, me pareció que aquella reflexión no valía mucho la pena. Pero eran unas vistas magníficas.
En un momento, cuando también había perdido noción del espacio, miré hacia arriba y vi algo que me pareció conocido. Era el mundo que creía haber dejado abajo. Ahora estaba arriba y me dirigía hacia allí. Fui distinguiendo más y más características, y supe que era el mismo planeta que había dejado, o uno igual. Pensé que el Universo debía ser redondo. Ahora estaba cayendo de cabeza hacia arriba y estaba por encontrar a mi mundo en el camino.
Así fue. Penetré en la atmósfera y caí suavemente sobre el mismo lugar de donde había partido. Atajé mi caída con los brazos. Luego di una vuelta carnero para ponerme de pie.
A partir de ese día continué mi vida tal como la había dejado en su momento. Mis actividades son más o menos las mismas. La única diferencia es que cada tanto me viene una poderosa sensación de que estoy cabeza abajo.

La mano oculta

Estaba en el círculo central de la cancha de River. No había nadie más que yo en todo el estadio. Me paré en el medio del círculo y giré para mirar a mi alrededor.
Mientras giraba, recibí un cachetazo. Volví a mirar a mi alrededor para ver quién podía ser el autor. Pero nadie estaba en el campo de juego, ni podía ser que alguien hubiera corrido todo ese espacio en tan poco tiempo sin que yo lo viera. Tampoco podía haberme pegado un cachetazo accidental con mis manos, porque las tenía extendidas hacia arriba, en señal de contemplación de la grandeza que me rodeaba. Algo raro estaba pasando.
Miré entonces hacia abajo, desanimado por no saber de dónde salió el golpe que alguien me dio. Noté que había unos objetos cilíndricos que sobresalían de mi remera. Era como un atado de chorizos, pero más finos. En la punta, cada uno tenía como una lámina dura. Después de unos instantes me dí cuenta de que las láminas eran uñas y los objetos que me sobresalían eran dedos.
Me levanté la remera y vi que esos dedos pertenecían a una mano, que a su vez era la punta de un brazo que se iniciaba en mi abdomen. Nunca me había percatado de la existencia de ese tercer brazo. Le pregunté si había sido él el que me había cacheteado, pero me contestó en lenguaje de señas y no lo supe interpretar. Aunque muchas dudas no tenía.
Después de descubrir la mano me expliqué algunas cosas que me habían pasado y no entendía cómo. Gente que se quejaba de que la había pellizcado, timbres que me acusaban de tocar, incluso veces que me parecía que alguien me apoyaba una mano en el abdomen, y que yo atribuía a alguna persona de las muchas que habitualmente me rodeaban. Sólo en ese estado de soledad absoluta pude descubrir la mano.
Comencé entonces a usarla. La usaba para sostener vasos o platos mientras aplaudía en distintos eventos, para lavarme las otras manos, para acceder a los bolsillos más lejanos, para ponerme los zapatos.
Un día estaba en el subte. La tercera mano se agarraba de una manija mientras con las otras dos abría el diario y lo leía tranquilo. En un momento el subte frenó con mucha violencia, tanta que la mano no me pudo sostener y me caí. Pero la mano no se soltó, sino que de mi abdomen salió un hombre vestido de verde, el verdadero dueño de la mano.
Pensé que era mi otro yo, pero no se parecía a mí. Charlando con él más tarde, me contó que había sido mi anestesista la vez que me operaron de apendicitis. Que en un esfuerzo por saber si yo estaba bien dormido se había inclinado demasiado y había caído dentro de mí. Después me cerraron la herida y se lo olvidaron.
Desde entonces trataba de hacerse notar. Le pedí disculpas por no haberme percatado antes de su presencia. Yo me había sentido raro cuando desperté de la operación, pero lo adjudiqué a la anestesia y no al anestesista. Después me acostumbré. Tal vez tendría que haber sido más perspicaz. De todos modos, sé que si yo fuera más afecto a la introspección lo habría visto, y no hubiera estado atrapado en mí durante tanto tiempo.
Ese día nos separamos, pero no dejamos de compartir un vínculo estrecho. A veces siento un hueco dentro de mí y me doy cuenta de que me falta. Entonces lo llamo por teléfono y lo invito a tomar un café. Pero nunca quiere venir. A veces siento que se comporta de modo ingrato conmigo, después de haberlo llevado tanto tiempo en mis entrañas.

Brindis con champagne

Se hicieron las 12, era el momento de brindar. Antes debía abrir la botella de champagne. Como no quería correr riesgos de salpicar la pared, decidí hacerlo en el jardín. Fui con la botella hasta allí y me posicioné de forma tal que, si el movimiento que debía hacer era demasiado brusco, no me cayera a la pileta.
Mi técnica para abrir el champagne no es dejar que el corcho salte sino forzar su salida de la botella con la mano, presionando contra mi cuerpo. De este modo evito que le dé en el ojo a alguien.
Esa botella resultó particularmente difícil de abrir. Debí hacer más fuerza que la habitual. El corcho estaba demasiado apegado a la botella y no quería salir. Pero no me iba a dejar ganar por un corcho ajustado, de modo que apliqué mucha más fuerza.
En un momento sentí que estaba por lograr la salida del corcho y me esmeré aún más. En ese momento el corcho se liberó con tanta fuerza que me elevó hacia el cielo con él.
Como eran las 12, pude ver los fuegos artificiales desde arriba. Mientras me aferraba a la botella me elevé a una altura tal que pude disfrutar del espectáculo de la ciudad iluminada por el festejo. Pronto, sin embargo, descubrí que estaba en una posición aún más riesgosa de lo que parecía. Fue cuando una cañita voladora me alcanzó y encendió mi camisa.
Era una situación desesperante estar a esa altura y no saber si podía usar o no el champagne para apagar la camisa encendida. El contenido alcohólico me hacía dudar, y preferí no exponerme a quemarme aún más. De todos modos, ya el impulso del corcho se estaba acabando y comenzaba a bajar.
Desde lo alto divisé la pileta y supe que era la respuesta a mi problema. Hice todo lo posible para caer en la parte honda. Cuando lo logré, la camisa se apagó en el acto. Tuve la suerte de no sufrir quemaduras graves.
Una vez que salí de la pileta, y aunque el champagne estaba un poco aguado, pudimos realizar el brindis. 

Imperfección y rebeldía de mi dentadura

Cuando se determinó que necesitaba ortodoncia, mis dientes recibieron un duro golpe a su autoestima. ¿Quién era el dentista para decir cómo tenían que ser ellos? Si habían estado conmigo desde su nacimiento, y me venían sirviendo bien, no tenía sentido que viniera un sabelotodo a alterar las cosas. Pero la decisión se tomó sin consultarlos, y tuvieron que aguantar la presencia de los brackets.
La intención era llevar ambas líneas dentarias hacia atrás, para modificar la apariencia de la cara y mejorar, en teoría, la masticación. La ortodoncista estaba convencida de lo que hacía, a tal punto que amenazaba con extirpar dos molares para hacer lugar para el retraso, si era necesario.
Los dientes, amedrentados, no permitieron la expulsión de dos de sus miembros. En una acción de verdadera unidad, decidieron tragarse el orgullo y avanzar hacia el lado donde los aparatos empujaban. Lo hicieron con tal firmeza que lograron el cometido de salvar a los dos compañeros. Es por eso que hoy tengo la dentadura completa.
Pero los aparatos seguían ahí, haciendo fuerza para que continuara el recorrido. Se produjo en mi boca una sensación de fastidio, consonante con mis pocas ganas de seguir yendo periódicamente a revisar la marcha del tratamiento. Entonces ambos hicimos fuerza para acelerar el proceso.
Finalmente, luego de dos años de lucha, llegó el gran día. La profesional consideró que mi dentadura ya era aceptable para los estándares modernos y resolvió eliminar todo el armatoste que ya desde hacía tiempo era una faceta habitual de mi boca. Cuando se produjo el fin fue un momento de gran alegría. Los dientes sintieron con placer el alivio de la presión constante. La que más contenta estaba era la lengua, que ahora podía recorrer la parte externa de los dientes y encontrar una superficie lisa. Hasta el día de hoy lo disfruta.
Una vez liberados, los dientes se abocaron a su siguiente objetivo: volver a la postura original. Ellos sabían lo que hacían. Así fue como en pocos meses mi cara volvió a ser la misma de antes.
La ortodoncista, al ver lo ocurrido, me comunicó que era necesario volver a hacer el mismo tratamiento. Pero esta vez no contó con mi visto bueno. No tenía ninguna intención de pasar otra vez por lo mismo, sobre todo si no había garantías de un resultado duradero. Así que nunca más tuve aparatos. Resolví confiar en mis dientes, y debo decir que, hasta el momento, nunca me fallaron.

El álamo prominente

Era un día de tormenta. El viento soplaba con mucha fuerza, parecía que llovía de todos lados. No había llevado paraguas, pero estaba claro que igual me hubiera mojado. Aunque con el paraguas tal vez no hubiera ocurrido lo más extraño.
En un momento, mientras caminaba rápido para evitar que se me cayera un árbol encima, sentí un golpe justo en el medio de la cabeza. Pensé que probablemente era algo que se había caído y me sorprendió no sentir que luego de rebotar caía en el suelo. El golpe me generó un dolor importante en la cabeza, pero más allá de eso no le dí mucha bolilla.
Al día siguiente, cuando me levanté, vi que tenía algo verde en la cabeza. Cuando me inspeccioné comprobé que era un brote. Deduje que lo que me había caído en la cabeza era una semilla y el agua de la tormenta la había hecho germinar.
No quise sacarme el brote, después de todo no es frecuente que la vda brote de uno. Sí decidí cortarlo para que quedara del mismo largo que mi pelo. Aunque no pude hacerlo durante mucho tiempo, porque pronto apareció un tronco.
El tronco creció y se hizo cada vez más fuerte. Cuando fue capaz de sostenerse por sí mismo retiré el palo guía que había puesto. Para entonces ya estaba acostumbrado a andar con un álamo en la cabeza. Requería una cierta adaptación, mi vida ya no fue igual. Tuve que comprarme una casa más alta y ubicar la cabecera de la cama lejos de la pared. Hice un agujero en el techo del auto para poder andar sin doblarlo. Mientras yo hacía mi vida, casi sin darme cuenta el árbol se hacía cada vez más grande y fuerte.
Me ocupé de darle forma. Visitaba frecuentemente un vivero donde lo podaban y lo dejaban espléndido. En otoño recogía las hojas secas y lo regaba cada vez que dejaba caer una. Y en primavera me enorgullecía al verlo florecer desde abajo, siempre que tomara la precaución de usar un espejito.
Me volví muy apegado a mi álamo. Sentía que era parte de mí y al mismo tiempo era consciente de que se trataba de un ser distinto. No debía coartar su independencia ni limitar su crecimiento. Debía llevarlo siempre por el buen camino, evitar cruzar puentes muy bajos y tener cuidado al hacer movimientos bruscos con la cabeza. En ocasiones tuve que protegerlo de gente que lo quería vandalizar. Mientras yo estuviera cerca no iban a poder.
Tuve que hacer muchos sacrificios para el álamo, pero no me importaba. Me enorgullecía su crecimiento y el hecho de que yo lo había hecho posible.
En un momento empecé a sentir un dolor en el cuello. Fui al médico y me dijo que el álamo se estaba haciendo demasiado grande como para que yo lo pudiera sostener. Yo en el fondo siempre lo había sabido, y más desde que el ancho del tronco se había vuelto mayor que el de mi cabeza. Igual me costaba aceptarlo que ya no había forma de sostenerlo. Había llegado la hora del desarraigo.
Elegí un lugar para trasplantarlo. Busqué un sitio donde pudiera tener espacio para echar raíces y desarrollar todo su potencial. Encontré un terreno en las afueras de la ciudad donde sabía que nadie lo iba a molestar. Lo hice con el dolor que me significaba desprenderme del álamo, y al mismo tiempo con el orgullo de que ya fuera un árbol hecho y derecho.
Contraté a una cuadrilla de empleados de mi vivero de confianza para que hicieran el trasplante. Me lo sacaron de la cabeza con cuidado y lo ubicaron en el sitio que yo había elegido.
Desde ese momento siento que me falta algo. Extraño al álamo. Lo voy a visitar seguido. No tanto como me gustaría, porque sé que él tiene que hacer su vida lejos de mí, independiente, y debe acostumbrarse a no tenerme. Pero me cuesta.
De todos modos, me reconforta el hecho de que puedo verlo cuando quiero, sé que siempre va a estar ahí esperándome. Y me llena de orgullo, cuando voy, ver que tiene ramas nuevas, o nidos de pájaros. Cuando lo veo ahí, fuerte y resplandeciente, siento que hice las cosas bien.

Cual tal

Tal cual lo fue antes, ahora es al revés. Es “cual tal”. Cual tal es un nuevo y excitante orden de dos de las palabras más populares del idioma castellano. Están renovadas, llenas de aire fresco y listas para servir los más exigentes paladares lingüísticos. De los creadores de “fin por”, pueden ser usadas por la dama o el caballero, por el anciano o el niño, por ricos y pobres.
Cual tal vienen sin significado para que usted le dé el uso que más le guste. Sea el primero en imponer la frase entre sus amigos. Haga que piensen en usted cuando la pronuncien.
Cual tal se adapta a todas sus necesidades. ¿No sabe qué decir? Cual tal. ¿Desea expresar sorpresa y admiración? Cual tal. ¿Quiere que todos sepan que está en onda? Cual tal.
No lo olvide, ahora “cual tal”.

Mar de gente

Ese viernes era el último día antes de mis vacaciones. Como iba al extranjero, cuando salí de trabajar, aproveché para sacar una fotocopia del pasaporte, para tener en caso de que lo necesitara. Lo hice en una librería ubicada en Florida y Córdoba. Luego fui a tomar el subte a Avenida de Mayo.
Al llegar a la esquina de Florida y Rivadavia, descubrí que me faltaba el pasaporte. Pensé que lo había dejado en la librería y tuve la necesidad de volver. Pero faltaban pocos minutos para las seis de la tarde. La librería estaba a punto de cerrar. Debía encontrar la manera más rápida de volver a hacer todo el camino. Como no tenía auto ni existe línea de subte que me deje en ese lugar, la mejor opción era caminar otra vez por Florida.
Pero una cosa es caminar por la peatonal sin apuro, y otra es hacerlo contra reloj. En condiciones normales podría haber hecho las ocho cuadras en menos de diez minutos si caminaba rápido. Pero la cantidad de personas que transitaban en ese momento Florida era enorme. Había demasiada gente que iba para cualquier dirección, y esquivar a cada bulto que se me cruzaba me iba a multiplicar la distancia recorrida, con lo cual no llegaría a tiempo.
Entonces tuve una inspiración. Me trepé al semáforo peatonal y me lancé hacia el gentío con el cuerpo hacia adelante. Quedé acostado entre algunas cabezas sorprendidas, que no tuvieron tiempo de reaccionar porque comencé a nadar por encima de ellas.
Sentí algunos gritos, pero como estaba concentrado en el crawl no me importaron. Cada brazada me acercaba a mi objetivo. Y como siempre tuve buenas marcas en natación, tenía esperanzas de llegar a tiempo.
Me ayudó la técnica de sumergirme lo menos posible. Gracias a ella, el contacto con cabezas torsos era el mínimo indispensable para mantener el impulso. Para cruzar Corrientes, como no quería perder tiempo en el semáforo, me sumergí en la boca del subte y nadé sobre las numerosas cabezas que poblaban el lobby de la estación. En un sector, los que bajaban por la escalera mecánica se incorporaban al flujo y su llegada traía una inercia que formaba una ola. Con lo cual, sólo tuve que aprovechar el impulso de la ola para llegar al otro lado.
Cruzar las otras calles era más fácil. Simplemente, me lanzaba sobre las cabezas de quienes se mandaban a cruzar aunque hubiera luz roja. Como era menos gente que la que andaba en cada cuadra, en algunos casos tuve que apoyarme más de lo deseable, pero estaban en infracción, entonces no me pudieron decir nada.
Finalmente, cuando llegué a Córdoba, doblé y continué nadando sobre los que caminaban por la vereda de la avenida. El negocio estaba a mitad de cuadra. Estaba muy justo de tiempo, ya era la hora. Cuando divisé el negocio, vi que estaba bajando la persiana. Estaba muy cerca de cerrar definitivamente. Entonces me lancé de cabeza. Gracias al impulso que me dio caer desde arriba de los transeúntes pude llegar justo antes de que la persiana terminara de bajar. Los vendedores, sorprendidos, me devolvieron el pasaporte.

Cómo aparentar sabiduría

Usted ha sido designado comentarista del Mundial. En ese momento le viene el miedo: “pero si yo no sé nada de fútbol”. No se preocupe, puede recurrir a simples trucos para salir del paso y quedar como un estudioso del deporte.

1. Tome a su público como lo que es

En un Mundial, la gran mayoría del público no sabe nada de fútbol, igual que usted. Con lo cual, con sólo explicar aspectos básicos quedarán impresionados por su performance. Puede aclarar la regla del off-side, decir el tamaño exacto de los arcos o agarrarse de lugares comunes sobre cada equipo (“Brasil juega bonito”). Si no conoce estos conceptos básicos, se los puede preguntar a alguno de los otros enviados, o a su equipo de producción, que está para ayudarlo a usted a quedar bien.

Aparte, en el Mundial es cuando las mujeres miran fútbol masivamente. Y las mujeres saben menos que usted, por lo que es una gran oportunidad para impresionarlas.

2. Evite el tema

Es muy útil hablar de algo distinto al fútbol, de esta manera su falta de conocimiento al respecto no quedará tan en evidencia. Hable de las características del país que está visitando, de la temperatura, de lo que ocurre a su alrededor. Comente si el café que está tomando es sabroso. Puede hacer también chistes internos, con lo que generará una inemdiata complicidad con el público.

3. Use los datos que tiene a mano

La FIFA proporciona una serie de estadísticas que vienen muy bien para rellenar. Son 90 minutos de transmisión de partido, más entretiempo, antes y después. Entonces conviene tener cerca las planillas oficiales. Allí se encontrará con la altura de los jugadores, la edad, la cantidad de partidos jugados en clubes y selección y otros datos pertinentes. Así, cuando tome protagonismo algún jugador, usted podrá tirar esos datos y parecer que sabe mucho.

En el transcurso del partido, le acercarán otras estadísticas, como porcentaje de posesión del balón, o la cantidad de kilómetros que corrió cada jugador. Puede usarlas también. Insértelas en su comentario durante el segundo tiempo, para dar la ilusión de que usted está siempre informado.

4. PNT

El acrónimo significa “Publicidad No Tradicional”. Son los que se conocen vulgarmente como “chivos”. No se preocupe, no va a pisar terreno nuevo y desconocido, en la televisión no hay nada más tradicional que los PNT. A pesar de que en general están prohibidos por la FIFA, igual puede usarlos con cierta moderación. Mencione varias veces el nombre del canal en el que está transmitiendo, hable de los próximos partidos que van a televisar. Incluso, puede hablar de otros programas, por ejemplo el que va después del partido. Esta información irrelevante le ayudará a ocupar preciosos segundos de transmisión, y con ella tendrá menos cosas que decir sobre el partido en sí.

5. Prediga

El arte de aparentar sabiduría debe mucho a la predicción. El mecanismo funciona así: durante los primeros minutos del partido, diga algún concepto muy vago, aplicable a cualquier partido, por ejemplo “me parece que en este partido van a ser muy importantes las jugadas de pelota parada”. Dígalo tres o cuatro veces, para que quede clara su predicción y de paso para llenar tiempo. Si en un momento se produce un gol de pelota parada, recuerde a los espectadores su predicción. Hágalo en plural, diga “como anticipamos”, no “como anticipé”, así presenta la ilusión de que es parte de un equipo.

Si la predicción llegara a fallar, no se haga problema, sólo ignore haberla hecho.

6. Haga trabajar a sus productores

No es suficiente con los datos proporcionados por la FIFA. Los números se leen muy rápido. Consiga que su equipo de producción le redacte dos o tres párrafos con curiosidades biográficas de cada jugador. De esta manera, podrá mecharlos entre los datos de la FIFA, los datos de la ciudad que visita y las apreciaciones del relator. Y, ya que está, tendrá un material de valor agregado, que los demás no tienen.

7. Repita

Apréndase un par de conceptos generales sobre el fútbol, por ejemplo “el mediocampo es el lugar más importante de la cancha, por donde pasa el verdadero juego”. No importa si son conceptos discutibles, o directamente falsos. Dígalos cuatro o cinco veces por tiempo, insista con ellos, use un tono didáctico para que los telespectadores crean que están aprendiendo algo valioso. Así logrará que esos conceptos terminen siendo aceptados por el gran público.

8. Cite antecedentes

Tenga a mano un especialista en estadísticas que le diga cuándo ocurrió en torneos anteriores algo similar a lo que está pasando. Por ejemplo, si uno de los equipos va ganando 1-0, haga que su ayudante le informe cuándo fue el último 1-0 protagonizado por ese equipo. Supongamos que fue en 1966. Entonces exagere: diga que “después de 44 años, el equipo X está ganando 1-0”.

9. Apele a la autoridad

Haga gala de sus contactos, de grandes personajes que le hayan dicho alguna vez algo. Si es necesario, invente esos encuentros o pídale a su equipo de producción que le entregue una lista de citas célebres. Por ejemplo, si usted está comentando un partido de Alemania, no se olvide de la frase de Lineker sobre la naturaleza del fútbol. Tampoco olvide decir que fue Lineker quien la pronunció. Pero preferentemente hable de cosas que le hayan dicho a usted, aunque no sean muy relevantes. Si tiene una noticia, o semi noticia, sobre algo, tírela, aunque no esté relacionada con el partido en sí. Puede usar también un pequeño truco extra: anuncie unos minutos antes que va a dar una noticia. De este modo enganchará al espectador, que evitará cambiar de canal mientras espera ser iluminado por usted.

10. Comuníquse con la audiencia

Tenga una dirección de mail a mano, o un perfil de Facebook. Dígalo al aire y relájese: los espectadores harán el trabajo por usted. Comentarán las jugadas, tirarán datos y harán preguntas de las que su equipo de producción podrá averiguar la respuesta. Elija los mensajes que lee en la transmisión, cuidando de no dar aire a las críticas que puedan llegar sobre usted. Si algún dato llegara a estar mal, la culpa será del que la envió, usted no hizo más que repetirlo.

11. Pida obsecuencia

Su pareja en la transmisión, el relator, estará demasiado ocupado como para decir algo profundo sobre el partido. Pero es el primero que debe escucharlo, y el que transmite las emociones que luego el público imita. Así que indíquele que debe elogiarlo a usted un par de veces, mencionar cuánto sabe usted, qué gran orgullo es para él trabajar con usted. Exíjale que pronuncie su nombre todo lo que pueda.

Retribúyale un poco los elogios, pero no pierda la oportunidad de cargarlo si se da la ocasión, así se sabe quién es más capo. Estas cargadas hágalas durante el espacio de los chistes internos, no las convierta en algo permanente porque corre el riesgo de irritar a su compañero y sufrir represalias.

12. No tenga miedo

Recuerde que el Mundial es una fiesta, debe primar la alegría. Muéstrese siempre seguro de lo que dice, independientemente de su posible falsedad. No tema contradecirse, el público no posee memoria de corto plazo, y si alguien se llega a dar cuenta podrá quedar como flexible. Eso sí: exija excelencia por parte de todos los demás. De los jugadores, de los árbitros y de la organización. Son ellos, no usted, los que tienen que proporcionar un gran espectáculo para el público.

Ojo con los lentes

Me dormí imprevistamente, sin ninguna ventilación a pesar del calor que hacía. Como no sabía que me iba a dormir, no me saqué los anteojos. Resultó una siesta muy larga. No me desperté hasta el día siguiente.
Cuando me desperté, mis lágrimas se habían solidificado. Eran muchas más que las habituales y encima se habían mezclado con el sudor que se produjo al no tener ventilación. Me levanté y fui al baño para lavarme la cara. En ese momento me dí cuenta de que aún tenía los anteojos puestos.
Me los quise sacar pero no pude. Intenté otra vez porque pensé que estaba medio dormido, pero tampoco lo logré. Entonces miré con atención y vi que mis anteojos estaban unidos a mis ojos. Parece que las lágrimas, al solidificarse, se unieron al cristal.
Aunque no me podía sacar los anteojos, veía bien. Supongo que porque los tenía puestos. Pero quería poder quitármelos, así que fui a ver al oculista para que me solucionara el problema.
El doctor intentó extraerme los anteojos y se encontró con el mismo obstáculo que yo. Probó varias fórmulas, que en general consistían en colocarme gotas en los ojos, algo difícil por la presencia de los lentes. Al final me pidió que lo acompañara al consultorio de al lado, donde atendía un dentista. El odontólogo, al ver mi problema, decidió arrancarme los anteojos utilizando el mecanismo hidráulico de la silla, mientras él los sostenía con su instrumental.
El método fue tan exitoso que no sólo logró sacarme los anteojos, sino que con ellos salieron los ojos, que siguieron unidos a los lentes. Debo decir que me dolió mucho menos de lo que hubiera esperado. El oculista me pidió que se los prestara, para tratar de separarlos ahora que podía manipularlos más fácilmente. Pero me negué, porque no quería quedarme un tiempo sin ojos. Preferí mantenerlos así, me pareció práctico.
Desde entonces, cuando voy a dormir siempre me acuerdo de sacarme los anteojos y con ellos salen los ojos. Ya no me preocupo por oscurecer el cuarto, me basta con guardarlos en una caja. Cuando me levanto, luego de lavarme la cara, me pongo los ojos y comienzo mi día.

Vacas calientes

El sol pegaba sobre el campo. Las vacas pastaban sin pensar en la posibilidad de estar a la sombra, porque en ese campo no existía tal cosa. Entonces las vacas estaban al sol, que calentaba su cuerpo mientras rumiaban.
Las vi de lejos poco después de levantarme. Siempre había mantenido una distancia prudencial con ellas. Tenía miedo de que fueran agresivas. En realidad era miedo a lo desconocido. Alguien criado en la ciudad, como yo, no estaba acostumbrado a tratar con vacas. No sabía si eran peligrosas, si me podían pegar patadas o algo. Yo prefería las vacas ya procesadas.
Sin embargo, ese día me tenía que animar. Don Lucho se había ausentado y me había pedido que las ordeñara al amanecer. Pero me había quedado dormido, era como la una de la tarde cuando agarré el balde y fui hacia las vacas. Pero bueno, mejor tarde que nunca.
Cuando llegué al corral se acercó mansamente una vaca. Me miró y luego me ofreció su ubre. “Esto es fácil”, me dije, y me senté en el banquito que había llevado. Comencé a ordeñar según el procedimiento que tenía más o menos aprendido.
Cuando llené el balde, quise agradecer a la vaca con una palmada, de modo que supiera que su misión estaba cumplida. Pero no conté con el sol. La temperatura de la vaca era tan alta que me quemé la mano. Salí corriendo hasta el bebedero, donde la sumergí desesperadamente y la mantuve así durante unos minutos, hasta que pasó un poco el dolor.
Seguidamente agarré el banquito y el balde y volví para el casco de la estancia. Ahora ya no cometo más el error. Cuando ordeño, siempre uso guantes. Pero la quemadura me creó un hábito asociativo, y cada vez que veo leche, me acuerdo del dolor y me largo a llorar.