Té de Rorschach

Después de comer, el señor Rorschach agradeció el té que le dio su señora. Lo revolvió con una cucharita, y cuando la sacó vio en la infusión una extraña figura. La observó con detenimiento. La señora de Rorschach vio la cara de su marido y suspiró. No era la primera vez que ocurría.
El señor Rorschach meditó unos instantes y luego exclamó “¡un elefante masturbando a una oruga!”, con el mismo tono que si hubiera dicho eureka. Luego, en lugar de tomar el té, fue hasta su oficina para registrar el acontecimiento. La señora de Rorschach, mientras tanto, tiró el té. Sabía que no iba a ser bebido nunca.
La señora de Rorschach estaba cansada de las visiones de su marido y trataba de evitar que ocurrieran. Tenía que tener la casa reluciente, porque si no el señor Rorschach se la pasaba viendo figuras en las manchas o en el polvillo acumulado. Las veía también en las arrugas de la cama, en las marcas de nacimiento de sus pacientes, en las nubes, en los pelos que quedaban en el jabón y en los espacios entre las palabras de los artículos del diario. La señora de Rorschach estaba cansada.
Tan cansada estaba que decidió que no iba a molestarse si su marido quedaba ciego. Le pareció hasta práctico. Un día le comentó que veía extrañas manchas en el Sol. El señor Rorschach cayó en la trampa. Rápidamente abandonó lo que hacía y se puso a mirar el Sol sin protección. No logró ver ninguna mancha, y luego de un rato no veía más nada.
Liberado de su visión, el señor Rorschach comenzó a ver manchas en su oscuridad permanente. Veía anillos de luz, estrellas y otros objetos borroneados que siempre insistía en identificar con entusiasmo. La señora de Rorschach pudo dejar de fregar con tanto esmero, pero no encontró paz sino que no le quedó más remedio que ayudar a su marido no vidente a registrar lo que veía.

El placer del Apocalipsis

Soy el último sobreviviente de la humanidad. El cataclismo que terminó con mi especie no pudo conmigo. Ahora recorro los restos de la civilización para poder sobrevivir. Duermo en cualquier parte. Ya no tengo casa, el mundo es mi hogar.
Todos los días camino decenas de kilómetros en busca de comida. Necesito mucha más energía que antes. Tengo que atravesar caminos bloqueados. Huyo de los animales salvajes que me acechan a cada paso. Debo trepar las paredes de antiguos edificios que ya no son habitables pero aún conservan preciosos nutrientes. Esquivo vigas que caen, ratas que compiten por mi alimento y suelos frágiles que me hacen codear con la muerte a cada paso. Habitualmente atravieso situaciones tensas. Mi cara siempre está cubierta de sudor. Son preciosos los momentos en los que logro desenchufarme y pasar un rato agradable. Por eso me pongo tan contento cuando encuentro una Coca-Cola.
Coca-Cola me proporciona el refrescante alivio que necesito para mantener mi estilo de vida. Un vaso de Coca-Cola me devuelve la alegría en este mundo cruel. Y cuando me topo con una heladera que aún funciona, no hay mayor placer que sacar de ella una Coca-Cola bien helada. Cada vaso, lata o botella que tomo me da ánimo para seguir adelante, con la ilusión de, entre los escombros de alguna gran ciudad, encontrar otra Coca-Cola.

Un puñado de diamantes cayó en el gallinero

Un puñado de diamantes cayó en el gallinero. El gallo cantó, porque confundió el brillo de los diamantes con la salida del sol. Pero luego identificó los diamantes. Sin reparar en su valor monetario, los confundió con granos y procedió a comerlos. Al rato se sintió mal. No sabía por qué, y ni siquiera sabía que se podía saber el porqué de algo. Sólo atinó a tirarse en el piso.
El gallo suspiraba mientras su estómago no sabía qué hacer con esos diamantes que le habían sido encomendados. El estómago los pasó a los intestinos. Los intestinos también los pasaron, y pronto los diamantes volvieron a ver la luz.
El gallo, que no tenía capacidad de aprender de sus errores, se sintió mejor y volvió a ver los diamantes. Al principio cantó, porque el brillo le hizo pensar que estaba saliendo el sol. No reparó en que ya era de día, ni en que era la tercera vez que salía el sol ese día. Ni siquiera supuso que tal vez era un día muy especial por eso mismo. Sólo vio el brillo los diamantes y cantó, hasta que divisó los diamantes individuales. No se le ocurrió que ya había vivido lo mismo un rato antes. Como se sentía bien y tenía hambre, decidió picotear esos extraños granos brillosos.
Justo en ese momento se acercó el dueño del gallinero con un mantel lleno de migas. El gallo lo vio y se acercó, como hacía cada vez que divisaba el mantel, o las sábanas que flameaban en el tendedero. Al acercarse al mantel, el gallo olvidó los diamantes y se dedicó a comer migas en compañía de las gallinas que andaban cerca.
Cuando terminó las migas se puso a corretear por el gallinero. Nunca supo que servía para bajar la comida. Mientras revoloteaba, vio una gallina que estaba tirada en el piso suspirando. Se acercó a ella aunque no podía hacer nada. Hasta cierto punto se dio cuenta de que se sentía mal, lo que no supo era por qué. Pero se quedó haciéndole compañía. No tenía nada mejor que hacer.
Cuando se hizo de noche, los intestinos de la gallina se encontraron con los diamantes y les dieron vía libre. En seguida estuvieron otra vez en el piso del gallinero. El gallo, al verlos, repitió el proceso que había realizado dos veces ese día. Pero cuando se acercó a ellos para comerlos, la gallina sintió amenazada su fuente de alimento y lo picoteó.
El gallo también picoteó a la gallina y se produjo un combate. Ambos sabían muy bien que el ganador obtendría el derecho a comer lo que no sabían que eran diamantes. El gallo en circunstancias normales hubiera ganado fácilmente, pero no sólo todavía estaba algo débil como consecuencia de haber comido los mismos diamantes (aunque no lo sabía) sino que estaba cansado porque ese día además de correr había cantado tres veces la llegada del sol. Por eso la lucha fue pareja y se prolongó durante toda la noche.
La lucha duró hasta que salió el sol. Al verlo, el gallo la abandonó para poder cantar.

Lágrimas de cocodrilo

El cocodrilo estaba triste. Se sentía solo en el río, nadie se le acercaba. Pasaba toda su vida en el mismo lugar, esperando, saliendo cada tanto del río para volver a sumergirse al poco tiempo. Era así la vida de todos los cocodrilos, pero él no se conformaba. Quería más. Y como no lo tenía, lloraba.
Los que pasaban cerca de él veían sus lágrimas pero no les daban crédito. Creían que eran lágrimas de cocodrilo. Y lo eran, pero eran también de tristeza. Sólo el cocodrilo se daba cuenta, y eso lo hacía sentir aún más solo.
Un día se largó a llover. El cocodrilo miró al cielo pensando que lo entendía. Las gotas de lluvia se mezclaron con sus lágrimas hasta hacerse indistinguibles. El cocodrilo dejó de llorar durante ese momento y su cara sólo fue recorrida por las gotas. Por primera vez, el cocodrilo sintió una profunda conexión con la naturaleza.
Después de un rato dejó de llover y salió el sol. Los rayos de sol iluminaron su piel, y debió sumergirse en el río para que no se le secara. Dentro del río, el cocodrilo reflexionó sobre lo que había pasado y se entristeció al ver que la naturaleza, después de todo, también le era indiferente. Entonces derramó más lágrimas, que no se notaron porque estaba bajo el agua.
En ese momento, una cebra vio su expresión compungida y se acercó a la orilla del río para ver qué le pasaba. La cebra lo miró a los ojos y pudo comprender su tristeza. Pero el cocodrilo no se dio cuenta de la intención de la cebra. La vio sólo como un almuerzo. La cebra notó el cambio en sus ojos y salió corriendo, justo antes de que el cocodrilo saltara hacia ella con la boca abierta.
El cocodrilo volvió a lamentar su suerte. Un rato más tarde, reflexionando sobre lo ocurrido, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Lamentó profundamente su actitud y quiso ir a buscarla. Pero la cebra era mucho más rápida que él. Estaba claro que nunca iba a regresar.
El cocodrilo, entonces, volvió a derramar lágrimas.

El cuarto pato

“El pato hoy está suculento”, dijo el mozo. La idea nos gustó, los cuatro pedimos pato. Yo lo pedí a la naranja, mientras que los otros tres lo pidieron asado. A ellos les llegó antes, el mío demoraba un poco más.
Mientras esperaba, pude notar que los otros disfrutaban de sus patos. Me convidaron para matizar mi espera, y efectivamente estaba suculento. Tuve aún más ganas de comer mi pato a la naranja.
Cuando finalmente llegó, lo probé apenas el mozo se fue. Me decepcioné enormemente. El pato a la naranja resultó horrible. La naranja arruinaba todo el sabor del pato, y mis intentos de condimentarlo lo empeoraban.
“Eso te pasa por tratar de diferenciarte”, me dijeron los comensales. Les ofrecí que probaran para que vieran lo que era, pero no quisieron. Me ofrecieron con sorna que probara un poco más de sus deliciosos patos, los que habían venido rápido y eran mucho más ricos que el mío.
Durante el resto del almuerzo se burlaron de mi pato. Me sentí excluido. Ellos saboreaban sus patos y les daba placer verme en una situación incómoda. Disfrutaban doblemente. Mientras tanto, yo trataba de comer mi pato pero me desagradaba tanto que no llegué a consumir ni la mitad. Ellos terminaron sus platos y pidieron pan para comer el jugo que quedaba.
Cuando llegó la hora de irnos, me pareció un desperdicio tirar el pato feo, que era bastante caro. Pedí entonces que me lo envolvieran para dárselo al perro. Mientras esperábamos que el mozo trajera el paquete, fui objeto de más bromas, referidas en general a que yo era el único que le llevaba comida de restaurantes tan lujosos a su perro y esa clase de cosas.
Luego de pagar, cuando nos estábamos yendo, se acercó el mozo y me entregó el pato que no había comido. El paquete tenía forma de cisne.

Entre el queso y la caja

En la pizzería había un gran contenedor donde se guardaban los trípodes plásticos cuyo principal trabajo es mantener la tapa de la caja lejos del queso de la pizza. Estos adminículos son llamados “cositos” por la mayor parte de la población, cuyo imaginario nunca se dedicó a ponerles un nombre.
Más allá de estas cuestiones, como se ha dicho, la pizzería los guardaba a todos en un tacho. Los encargados de entregar las pizzas tomaban un trípode del tacho, lo colocaban y cerraban la caja, como parte de un procedimiento que, hasta donde ellos sabían, siempre sería igual. Cuando el tacho estaba cerca de vaciarse, se pedía al fabricante una nueva tanda. La orden se hacía por peso, lo que marca la escasa importancia que se le asignaba a la individualidad de cada adminículo plástico.
Pero a los trípodes no les gustaba la idea de sostener cajas durante un rato para luego ir a la basura. En particular, no querían a apoyar sus tres patas en el queso caliente. Y desde el tacho todos veían cómo, uno a uno, sus compañeros iban cumpliendo aquel destino inexorable.
El futuro cierto de terminar sobre una pizza causaba tensión entre los trípodes. Los que estaban arriba trataban de ir hacia abajo, subrepticiamente, para demorar su fin. Pero los que ya estaban abajo se resistían a dejarlos pasar, porque valoraban su lugar y no tenían intención de salir antes del tacho. Muchas veces se formaban acaloradas discusiones que terminaban con dos de los adminículos fundidos en uno deforme de cinco patas. Ocasionalmente estos trípodes dobles eran descartados sin pasar por las pizzas, aunque no había certeza alguna de que no fueran a terminar igual sobre el queso.
Por todo esto, los trípodes muchas veces terminaban enemistados, y en el contenedor se respiraba un clima desagradable que, sin que ellos lo supieran, repercutía en el sabor de la pizza en la que cada uno desembocaba.
Un día, cansados de las tensiones, los adminículos se pusieron de acuerdo para escaparse de la pizzería. La estrategia era clara: esperar a que cerrara el establecimiento, empujar todos juntos para derribar el tacho y salir a la calle. Cuando llegó el momento de implementar el plan, se encontraron con un obstáculo inesperado: la puerta estaba cerrada con llave. De modo que los trípodes quedaron desparramados entre la puerta y el tacho caído. Algunos caminaron con dificultad hacia rincones recónditos de la pizzería, pero sufrieron la peor suerte. Fueron los últimos en ser encontrados cuando la pizzería abrió al día siguiente, y quedaron en la parte de arriba del tacho.
Sólo unos pocos escaparon a su destino. Fueron los que se dieron cuenta de que nunca nadie barría bajo el mostrador. Hacia allí se dirigieron y todavía están ahí, acumulando polvo mientras ven pasar generaciones de sus semejantes.