Los tiempos románticos del coquero

Estamos en la era de lo descartable. Los productos ya no se hacen para durar. Los muebles son de fórmica, los autos no tienen la solidez de otros tiempos, las bebidas vienen en botellas que se tiran luego de un solo uso. Lejos quedó la época en la que todos lavaban y rellenaban recipientes de vidrio, que cuando se rompían era un golpe al bolsillo que duraba el resto del mes. Todo fue reemplazado en aras de la conveniencia.
Se han ido los tiempos de otras comodidades. Hoy hay supermercados en todos los barrios, donde cada uno tiene a su disposición toda clase de productos y puede elegir sin que a nadie le importe. Se trata de una era impersonal, en la que no existe la relación casi familiar que solía haber con los comerciantes.
Hoy viene la moto del delivery con la pizza o las empanadas, se le da una propina y se va, posiblemente para no volver nunca más. No conocemos su nombre, no sabemos qué le interesa, no nos metemos en su vida ni él en la nuestra.
Antes había otra clase de delivery. Todas las mañanas, el coquero del barrio pasaba por la puerta de cada casa y entregaba los sifones de Coca-Cola fresca, recién elaborada. No había fecha de vencimiento, no había botellas de plástico, no había códigos de barras, no había supermercados. El coquero era el nexo directo entre la fábrica y el consumidor, que impedía excesos corporativos porque había verdaderos lazos familiares.
Todos los días, a las siete de la mañana, en la puerta de las casas se podían encontrar los sifones Contour vacíos que el coquero se llevaba, entregando en su reemplazo los llenos. La Coca-Cola era más sabrosa en esa época. No se avejentaba en los depósitos de los supermercados, no perdía gas una vez abierta, y llegaba recién hecha a cada casa. Quienes lo experimentaron saben que es incomparable el sabor de aquella Coca-Cola fresca, impoluta, con la que lleva dos semanas guardada en una lata.
Eran épocas más inocentes. Aún no había competencia. El carro tirado por una mula del coquero no había dado paso a los camiones que luego poblaron las ciudades. Si uno no se levantaba a la hora que pasaba el coquero, se quedaba sin Coca. Y no había competencia, ni era necesaria.
Con el tiempo, la costumbre se fue degenerando. Los camiones reemplazaron a la tracción a sangre, y aparecieron distintas marcas de Coca-Cola (aunque no la llamaban así, eso es lo que eran). Empezaron a variar los horarios, a hacer paradas largas, a ofrecer distintos productos. Ya no era un simple repartidor de sifones, había que hacer complejos pedidos de bebidas de distintos sabores, que obligaban a los camiones a estar mucho tiempo detenidos en la puerta de cada casa.
Llegó un momento en el que los gobiernos tuvieron que tomar cartas en el asunto. El tránsito se veía perjudicado por los coqueros, que no sólo eran muchos sino que pasaban demasiado tiempo detenidos. Hay gente que piensa que la Coca-Cola Company no se resistió a la decisión de prohibir la actividad, porque se había vuelto poco eficiente.
Lo cierto es que sólo se autorizó el transporte a comercios como los supermercados. Así como desaparecieron los tranvías, los coqueros tampoco resistieron el paso del tiempo. Se agilizó el tránsito, no se puede negar, pero el fin del coquero dejó a las ciudades sin uno de los personajes pintorescos de antaño, y clausuró una etapa que nunca volverá.

Gaseoducto

Una serie de accidentes llamaba la atención. Todos involucraban a camiones que transportaban botellas de gaseosas a los puntos de venta. Casi todos habían sido causados por el exceso de velocidad de los choferes, que a su vez sentían la presión de tener que entregar las gaseosas a tiempo para calmar la sed de los consumidores. Si llegaban tarde, podía producirse una escasez.
A raíz de la cantidad de accidentes, que tendía a aumentar, la Coca-Cola Company se propuso estudiar una nueva modalidad de distribución de sus productos. Los ejecutivos pensaron que, así como el agua se distribuía en cañerías, era poco práctico tener una enorme cantidad de plantas embotelladoras para luego distribuir lo embotellado en camión o tren. Se preguntaron si sería muy caro construir una red de cañerías que pudiera hacer un circuito más directo, de la fábrica a cada hogar.
Como los costos parecían cerrar, se realizó una experiencia piloto en la ciudad de Birmingham, Alabama. Paralela a la cañería municipal, se instalaron anchos tubos capaces de transportar una buena cantidad de pies cúbicos de las diferentes gaseosas de la compañía, que fluía desde un anexo construido en la embotelladora local.
La cañería no llegaba obligatoriamente a las casas. La empresa proveyó gratuitamente un dispositivo de recepción de gaseosa a todas las familias que estuvieran dispuestas a aceptarlo. Consistía en una entrada del caño que se instalaba en la cocina y tenía varias canillas, una para cada sabor: Coca-Cola, Coca-Cola Light, Coca-Cola Zero, y las distintas variantes frutales como la Cherry Coke. Había, además, varias canillas libres para poder incorporar nuevos sabores en el futuro. Cada dispositivo contaba con un medidor que informaba a la empresa el consumo de la familia. Luego se enviaba la factura correspondiente.
El sistema causó furor en Birmingham. Ya no era necesario ir al supermercado para conseguir Coca-Cola, y se había eliminado el riesgo de que se terminara. Además, el precio por galón resultaba más barato que en la opción embotellada. Con lo cual, la empresa vendía más producto, el público pagaba menos y se contribuía a agilizar el tránsito de la ciudad.
El éxito del gaseoducto hizo que se implementara la idea en todo el país y en el extranjero. En tres años, todas las grandes ciudades del mundo tenían una red de distribución subterránea de Coca-Cola, y unas cuantas también contaban con el pepsiducto. En cinco años, muchos pueblos que no tenían agua corriente contaban con cañerías de Coca-Cola. El consumo de gaseosas aumentó, al alcanzarse el ideal de disponibilidad.
La red de tuberías implicaba el cierre de la mayor parte de las plantas embotelladoras que históricamente habían sido el núcleo del negocio de Coca-Cola. También se vieron reducidos el personal de distribución y el presupuesto de publicidad, dado que el público no necesitaba acordarse de comprar Coca-Cola, sino que la tenía siempre lista en su casa. Pero las pérdidas laborales se vieron compensadas por los nuevos empleos en la instalación y mantenimiento de las diferentes redes.
Con el tiempo aparecieron mejoras en los dispositivos hogareños. Salieron los primeros dispensers de Coca-Cola con heladera incorporada, para que no hubiera que andar llenando botellas. También aparecieron vasos estandarizados y dispensers que, como en las cadenas de comida rápida, con sólo apretar un botón los llenaban. Algunos modelos de lujo se conectaban también a la red de agua y producían hielo para acompañar la bebida.
El consumo de toda clase de gaseosas siguió aumentando hasta llegar a niveles insospechados, sin embargo luego de un par de generaciones la tendencia se estancó. Mucha gente empezó a preferir otras bebidas que no encontraba en la comodidad de su hogar. Los supermercados ampliaron su oferta de brebajes alternativos, con y sin alcohol. Cada vez más gente empezó a comprar bebidas en botella. Se produjo un inédito furor por la leche chocolatada.
La Coca-Cola respondió con una campaña de marketing destinada a difundir las bondades de la bebida que todos recibían en su casa. La disminución de la demanda hizo que bajara el precio por galón, pero de todos modos el consumo seguía reduciéndose.
Decidida a no perder su clientela, la empresa hizo una serie de estudios pormenorizados para averiguar las razones del extraño comportamiento de la población. Una y otra vez, las investigaciones concluyeron que el público estaba demasiado acostumbrado a recibir la Coca-Cola en su hogar, a tal punto que había perdido bastante atractivo. Las bebidas de otra procedencia otorgaban variedad. Además, existían reportes de cañerías en mal estado, que entregaban Coca-Cola descolorida o con poco gas.
La empresa se vio obligada a cambiar de estrategia para responder a las nuevas demandas del mercado. Si la gente quería bebidas embotelladas, nada impedía vender la Coca-Cola en botellas. A algunos les pareció extraño y objetaron que nadie iba a comprar un producto que llegaba más barato a sus hogares. Pero los impulsores de la idea, que eran cada vez más, replicaron que sólo hacía falta venderlas bien y dar un toque novedoso.
De esta manera, se lanzó una ambiciosa campaña publicitaria destinada a que el público supiera que podía comprar Coca-Cola embotellada en distintos puntos de venta. Se enfatizó que la bebida en botella venía directamente de la fábrica, lo que garantizaba máxima pureza. Y se idearon campañas en las que distintas celebridades del cine y los deportes bebían Coca-Cola proveniente de botellas, para dar una imagen ganadora y placentera del producto.
También se implementó un programa según el cual, al comprar una botella de Coca-Cola, el cliente podía luego cambiar la tapa por valiosos premios. Estos obsequios no se podían obtener con la versión de cañería.
Así, poco a poco, la Coca-Cola embotellada fue vendiendo cada vez más. Las plantas volvieron a funcionar a pleno, los camiones volvieron a las rutas y los consumidores volvieron a buscar Coca-Cola al supermercado. Salvo algunos, que se negaban a comprar algo que podían conseguir perfectamente en una canilla de su casa.
Pero la sociedad en conjunto ya había dado el veredicto. La Coca-Cola que salía las canillas era tratada como una Coca-Cola de segunda, vulgar y corriente. Aunque muchos la tomaban en secreto, pasó a ser de mala educación ofrecer a las visitas Coca-Cola de la red. La verdadera Coca-Cola debía venir en botellas.

Números nuevos

Cuando a los matemáticos antiguos se les ocurrió restar 2 a 1, se encontraron con un problema. No existía un número que sirviera para resolver esa operación. Pero no se hicieron drama. Decidieron inventar un número nuevo, llamarlo “-1” y definirlo como la respuesta a esa pregunta.
Más tarde se planteó otra pregunta nueva. ¿Qué se obtenía al restar 1 a 1? Habitualmente la respuesta era “nada”, y durante muchos siglos fue suficiente. Hasta que alguien se dio cuenta de que “nada” no era un número. Entonces se cortó por lo sano. Se estableció un número que se definía como “nada”, y para el símbolo usaron un círculo vacío. Nació así el 0.
Varios siglos después, todo estaba bien hasta que un matemático que estaba aburrido se puso a hacer operaciones extrañas. Quiso sacar la raíz cuadrada de -1, y descubrió un agujero en la teoría numérica. ¿Qué número multiplicado por sí mismo da -1? La respuesta era “ninguno”. Pero esa respuesta no es satisfactoria para la comunidad matemática, por lo que se optó por inventar un número, i, al que se definía como “la raíz cuadrada de -1”. Para representarlo, se agregó una dimensión a la recta numérica, una segunda recta vertical que se unía a la de siempre en el 0. Para llenar los espacios vacíos del plano que se abría, se inventaron los números complejos.
En ese momento, la matemática pareció completa. Desde entonces nadie se topó con un agujero en el plano numérico, ni con una operación que sólo pudiera ser resuelta inventando una clase nueva de números. Hasta ahora.
Lo que nadie pensó es que no tienen por qué no existir números que estén fuera de toda operación matemática. En este momento planteo la existencia de los números ficticios, y los defino de la siguiente manera: números que jamás pueden formar parte de ninguna operación matemática.
No tienen ubicación en el plano numérico, al menos en el de dos dimensiones. Están fuera de él, y fuera de la matemática. Nunca se encontrará un uso para ellos, lo cual les dará la predilección de los puristas, quienes no están interesados en las aplicaciones prácticas. Pero ellos tampoco podrán encontrar siquiera un marco teórico que sea obedecido por los números ficticios.
Se trata de números que llevan cualquier operación en la que se los coloque al absurdo. Por ejemplo, si a la ecuación y = 2x + 3 se le agrega 4f para que quede y = 2x + 4f + 3, la ecuación carecerá de sentido. Porque f no es una variable como x, sino un número ficticio que forma parte de un universo aún no penetrado por la matemática humana.
Así que ahí tienen, matemáticos. Traten de negar la existencia de los números ficticios. Y cuando fracasen, traten de usarlos para algo. Ahí van a ver lo que es bueno.

Los cisnes vivos

La pareja de cisnes se disponía a procrear. Ambos sabían que ella podía poner más huevos que la cantidad de pichones que estaban en condiciones de criar. Era inevitable que algunos murieran sin llegar a adultos, sólo por falta de comida. Pero la pareja tuvo una idea.
Si empollaban menos huevos, habría menos pichones entre los que distribuir los recursos. Claro que no podían controlar esos impulsos biológicos. Pero razonaron que nada los obligaba a empollar ellos mismos los huevos. Si podían ponerlos a resguardo en alguna parte, el pichón que sobraba tal vez podría sobrevivir más que con ellos.
Pensaron, además, que si ubicaban el huevo en un nido de algún otro animal, tal vez lo criaría sin problemas. Pero debía ser alguna especie que, al menos por un tiempo, confundiera a un pichón de cisne con uno propio. Ambos llegaron a la conclusión de que lo ideal era ubicar el huevo en un nido de patos.
Por fortuna, una pareja de patos anidaba muy cerca. En un descuido, la hembra de cisne corrió hacia el nido y puso un huevo entre los de pato. Rápidamente volvió a su nido a empollar los huevos que tenía previsto criar cuando fueran pichones.
La pareja de cisnes estaba en lo cierto. Su pichón fue criado en la familia de patos como si fuera uno de ellos. Pero no anticiparon algunos problemas de convivencia basados en el aspecto diferente del hijo de los cisnes.

Tu amor es como

Tu amor es como una carcasa de cristal que adentro guarda un tigre, el cual acaba de tragarse una moneda de diez centavos. El tigre, entonces, tose y trata de escupir la moneda, cuyo valor ignora en forma no militante. Pero no logra expulsar ese objeto extraño, entonces hace gestos cada vez más grandes. Salta, y cada vez que lo hace provoca fuertes vibraciones en la carcasa de cristal que es tu amor.
Tu amor es como un disco rígido que vuela por el aire sin tener activada la protección contra escritura. Se acumula polen en su superficie y se borran datos cada vez más sensibles a su funcionamiento. Cuando aterriza se muestra inocente, virgen, dispuesto a llenarse de conocimiento en forma de unos y ceros. Cada tanto es necesario formatear nuevamente a tu amor.
Tu amor es como una estrella de mar llena de cascabeles que fueron repartidos por unicornios, que los encontraron en la playa. Los cinco brazos tentaculares necesitan descansar porque no pueden aguantar el peso de tener todo el océano por encima de ellos. De repente, todos se contraen y apuntan a un mismo lugar, y es en ese momento cuando se sabe que todo anda bien con tu amor.
Tu amor es como la música ideal de un trompetista que toca mal a propósito. Todas las notas son las que deberían ser, pero están en un meticuloso desorden que no les permite lucirse como podrían. Pero no es que el trompetista no ponga su parte. Es que toca mal a propósito porque quiere que, ante la ausencia, se valore más a tu amor.
Tu amor es como una pelota sin tientos que avanza hacia un destino incierto, misterioso, luego de ser golpeada con maestría por un profesional que sabe lo que hace. En el trayecto todos quieren agarrarla, pero sólo algunos elegidos están a la altura de las circunstancias. Son muy pocos los que tienen la técnica y la oportunidad para capturar tu amor.

La marcha de los pies

Caminaba por Plaza de Mayo cuando sentí que me pisaban. Miré a los costados para ver quién me había pisado pero no vi a nadie. Entonces miré hacia abajo y vi un par de pies que se alejaban de mí. Se trataba de un pie izquierdo y uno derecho.
Más atrás venía otro par de pies, y atrás de ellos se acercaba una enorme columna de pies. Los pies cubrían la Avenida de Mayo, cuyo tránsito había sido cortado y en ese momento era más peatonal que ninguna.
Cuando la columna de pies estuvo cerca de mí, los de más adelante empezaron a patearme. Me dio la sensación de que querían la plaza sólo para ellos. Evidentemente había un acto de pies para reclamar no sé bien qué cosa. No gritaban consignas al unísono, porque los pies no gritan. Tampoco tenían pancartas, porque los pies no escriben (tal vez reclamaban algo relacionado con eso).
Escuchando con atención pude notar que la marcha en sí misma no era al azar. Parecía tener ciertas regularidades. Había dos clases de sonidos que no se alternaban exactamente, sino que se repetían al unísono, como con cierta intención. De repente, supe qué era: código Morse. No supe bien qué expresaban, porque no conozco ese código. Pero para ese momento el ruido que hacían era enorme. Nunca había visto una cantidad tan grande de pies todos juntos. Era difícil ignorarlos.
Decidí alejarme, porque al no saber qué querían no tenía ganas de quedarme. Tal vez estaba expresando mi apoyo a algo que me perjudicaba. Tal vez estorbaba y corría el riesgo de que me sacaran a patadas más fuertes. Así que me alejé por Diagonal Sur, pero a medida que me alejaba me costaba más caminar.
Mis pies no se querían ir, querían quedarse en la marcha. Pero como yo me resistía, a su turno ambos aprovecharon para escaparse cuando estaban en el aire mientras yo intentaba dar un paso.
De ese modo me quedé sin pies. Se acercaron a la marcha a toda velocidad, y pronto no los pude distinguir. Me subí a un colectivo y me alejé como pude, sin saber si iba a volver a verlos.
Cuando llegué a casa tenía un mensaje en el contestador. Al parecer, se habían producido incidentes y mis pies habían sido detenidos. Estaban en la comisaría. Me acerqué hasta ahí y me encontré con que para recuperar a mis pies tenía que pagar una multa (en realidad la multa era para ellos, pero hasta que no fuera cancelada no los iban a liberar). Como extrañaba a mis pies, pagué. Luego el policía que me atendió me guió hasta un baúl y me dijo que sacara los míos.
Me fue difícil reconocerlos. Decidí probarlos uno por uno, hasta que encontré un pie derecho que no sólo tenía el tamaño de mi tobillo, sino que continuaba las líneas de mi pierna. Me costó menos encontrar el izquierdo, y pude salir de la comisaría aunque en esos primeros minutos caminar se sentía algo extraño.
Al día siguiente, por las dudas de que volviera a ocurrir lo mismo, me hice un pequeño tatuaje en cada talón.

Sujeto inconsistente

Vos me decías que estabas bien, que no tenías ningún problema. Pero tus ojos me daban otro mensaje. Pensé que tal vez no te dolía el cuerpo pero sí el alma. Hasta que tus orejas me dijeron que no hiciera caso a los ojos.
No sabía entonces a quién creerle. ¿Por qué las orejas me iban a mentir? Tampoco había ninguna razón para desconfiar de los ojos, o de vos. Es cierto, tenía dos fuentes contra una, sin embargo la verdad no es democrática, vos y las orejas pueden equivocarse.
Decidí consultar al ombligo. Tuve que levantarte la remera para poder saber su postura, pero no la entendí. Era algo ambigua, o tal vez eran las pelusas que no me dejaban ver bien. Mientras tanto, yo seguía preocupado. Quería saber si realmente estabas bien.
Miré hacia abajo y vi una expresión ansiosa en tu pie izquierdo, como que quería decirme algo. Le presté atención. El pie izquierdo me informó lo que los ojos habían insinuado, que el dolor no era físico sino emocional. Y por más que el pie derecho rápidamente lo calló con un pisotón, fue evidente que tu estado no era óptimo.
Por eso decidí darle el puesto a otro. Tené en cuenta para el futuro que es importante que vos y tu cuerpo den un mensaje unificado.

Repelente de insectos

Un mosquito revoloteaba por las cercanías de un grupo de personas en busca de comida. Como precaución, las personas se habían puesto repelente de insectos. El mosquito cada vez que divisaba a una persona se ilusionaba, y al acercarse se daba cuenta de que no debía estar allí.
Pero el mosquito era perseverante. Sabía que tarde o temprano alguien se iba a sumergir en la pileta. Y sabía que eran pocos los que volvían a ponerse repelente al salir del agua. Por eso se quedó en la cercanía, esperando el momento propicio.
Las personas, de cualquier manera, estaban preparadas. Tenían frascos de insecticida en aerosol por cualquier eventualidad. No dudarían en rociar a cualquier mosquito que se acercara demasiado.
El mosquito, entonces, cuando vio una oportunidad se acercó a una persona que había salido del agua y estaba tirada al sol. Sigilosamente fue hacia el sector más apetecible de su piel con la intención de picarlo para obtener un suculento almuerzo. Pero ocurrió algo imprevisto. Cuando el mosquito estaba a pocos centímetros la persona se despertó y se dio vuelta. El mosquito se vio obligado a desviar su curso. En el nuevo trayecto fue descubierto por una segunda persona, quien estaba dispuesta a rociarlo con insecticida y acabar con su vida. La persona apuntó el aerosol hacia el mosquito, que intentó escapar sin éxito. Pero se equivocó de aerosol y en lugar de rociarlo con insecticida lo roció con repelente de insectos.
El mosquito al principio siguió el impulso de escapar, pero con el correr de los segundos fue sintiendo un rechazo cada vez más grande por sí mismo. Quiso escapar de su compañía y vio que no era posible. El mosquito dio vueltas sobre su cuerpo porque fue todo lo que se le ocurrió hacer. No podía sumergirse en el agua para sacarse el repelente porque no podría salir.
El mosquito debió aprender a convivir con sí mismo. Tuvo que hacer una profunda introspección para conocerse por dentro y poder sobrellevar el espantoso olor que emanaba. Trabajó sobre su autoestima en forma tan eficaz que olvidó el olor. Aprendió a quererse, y lo logró como nunca antes. Estaba muy contento con su manera de ser, con el lugar donde le tocaba vivir, con el hecho de seguir vivo y sano a pesar de todos los obstáculos que tiene la vida de un mosquito. Se convenció de que tenía que vivir la vida.
Por eso se recuperó muy rápido, su autoestima fue tan grande que logró adaptarse al olor. De esta manera, pudo volver con gran confianza a picar personas. Y esta vez las personas preferidas fueron las que emanaban el mismo olor que él, las cuales, al haberse puesto repelente, solían ser las menos precavidas.

Boda clandestina

El lugar soñado por la pareja para casarse, pocos días antes de la ceremonia, aumentó el precio pactado basándose en que la letra chica del contrato se lo permitía. El nuevo valor era prohibitivo. La pareja no sospechaba que podía ocurrir y no existía un plan alternativo. Por eso tuvieron que suspender tentativamente el casamiento por falta de lugar, lo cual resultaba un grave inconveniente para muchos invitados que habían llegado de otras ciudades.
Durante unos días se buscó un nuevo lugar para poder realizar la ceremonia el mismo día, pero todos estaban contratados. Era la carta que tenía el dueño del lugar original para que volvieran y pagaran el precio que exigía. Pero la pareja no estaba dispuesta a dejarse estafar así. Preferían casarse en la calle, aunque resultara incómodo.
Hasta que alguien reparó en el detalle de que el lugar original no tenía vigilancia nocturna. Entonces se urdió un plan. Se postergó el horario del casamiento para esa misma noche a la madrugada. Se pidió estricta puntualidad y confidencia a los invitados, y estar a la hora señalada no en el lugar sino en un punto fijo a la vuelta.
Cuando estuvieron todos, se dio la orden de avanzar. El novio, la novia, el juez de paz y los cien invitados corrieron hasta el lugar original y rompieron la cerradura. De inmediato todos ocuparon sus lugares y se realizó toda la ceremonia en cinco minutos. Una vez que terminó, todos salieron corriendo hasta la puerta, donde cinco micros los esperaban para llevarlos rápidamente a la fiesta.

Cola de serpiente

Una serpiente hambrienta deambulaba por el desierto en busca de comida. Era una búsqueda complicada porque el desierto ofrecía una abundante escasez de pequeños animales aptos para el consumo del reptil. La serpiente tenía tanto hambre que apenas podía arrastrarse en la arena.
De repente, al darse vuelta divisó algo que se movía. Pensó que podía tratarse de un espejismo, pero miró mejor y volvió a moverse. La serpiente se relamió y se acercó sigilosamente hasta que comprobó que se trataba de su propia cola.
Decepcionada, la serpiente apoyó la cabeza en la arena. Pasaron algunos minutos, luego algunas horas, sin que apareciera una presa. En un momento la serpiente sintió la tentación de comer su propia cola. Pero no estaba segura.
Lo pensó un rato. Analizó pros y contras. Por un lado, su propia cola sin duda contenía nutrientes que en ese momento le eran indispensables. También pensó que con menos cuerpo que sostener podría vivir un rato más. Pero, por otro lado, no sabría encontrar el final de la cola. Existía el riesgo de comer más de lo aconsejable. Incluso estaba el riesgo de comerse toda y desaparecer de la faz de la tierra.
Al fin decidió que no tenía mucha opción. No había otro ser vivo en la cercanía. Llevó su cabeza hasta su cola y la mordió. Su intención era evitar inyectarse veneno, pero no llegó a esa instancia porque el cascabel de la punta de su cola le rompió los dientes.
La serpiente, derrotada y con menos chances de conseguir comida, decidió dedicar las energías que le restaban a buscar la costa para encontrar algún animal blando.