Me miré sin verme

Algún tiempo después de nacer, me miré por primera vez en un espejo. No me reconocí, porque no estaba muy enterado de que yo tenía apariencia, ni de cuál era. Pero de inmediato noté algo extraño con esa figura que se movía más o menos del mismo modo que yo.
No se me ocurrió sospechar que podía ser yo. Ahora parece obvio, pero cuando uno no tiene el concepto es difícil. Nadie me había informado acerca de su existencia y funcionamiento, seguramente porque pensaron que era muy chico y no iba a entender.
Después de todo, no tenía mucha noción de la luz. Sí tenía de la oscuridad, porque a la noche tenía miedo. Y cuando se prendía la luz lo que se conseguía era la ausencia de oscuridad. Con el tiempo me enteré de que era al revés.
Sin embargo, la figura que se movía igual que yo seguía haciéndolo. Algo pasaba en esa superficie vertical. Cuando yo gritaba, la figura también, pero en silencio. Podía ser alguien que me imitaba, aunque no sabía de nadie que estuviera en casa para hacerlo, ni conocía a ese extraño.
En ese momento se hizo presente mi tío Abelardo, y en el espejo que yo miraba apareció otro. El tío me venía a buscar porque se ve que me había escabullido de alguna reunión familiar que, a juzgar por lo que son ahora, debía ser bastante aburrida. Le pregunté quién era ése que estaba en el espejo. El tío se echó a reír y me dijo “ése sos vos”. Le pedí que me hablara en serio, pero se limitó a alzarme para llevarme al lugar de donde me había escapado. Cuando nos alejábamos, vi cómo la copia del tío en el espejo se llevaba a la figura que me imitaba, y empecé a sospechar que tal vez lo que me había dicho era cierto.
Con el tiempo supe que era, nomás, y comencé a ver a ese día como el que me conocí. Gracias a eso ahora puedo encontrarme en fotos. De todos modos, cada vez que paso por un espejo me miro con detenimiento, a ver si la figura que me imita comete algún error. Todavía me queda la vaga noción de que hay algo escondido en todo esto.

Mi nuevo amigo

Un mosquito revoloteaba cerca de mí. Mi primer impulso fue matarlo. Junté mis manos para acabar con él, pero no lo conseguí. El aplauso se produjo no donde estaba, sino donde había estado. Entonces continuó el trayecto.
Lo perseguí por toda la casa, mientras intentaba nuevos golpes y manotazos al aire. A veces se refugiaba en el techo sin que yo pudiera hacer nada. Pero nunca duraba mucho ahí, siempre volvía a volar y yo continuaba la persecución.
Finalmente se posó sobre el espejo del baño. Sigilosamente fui hacia ahí, porque era la oportunidad que estaba esperando. Pero cuando extendí mi mano hacia atrás para tomar carrera vi que el mosquito me miraba.
Me acerqué para verlo en más detalle. Había juntado sus dos patas delanteras y me miraba con una expresión que me conmovió. Vi en sus ojos compuestos un pedido de piedad. Estaba a mi merced, y me desafiaba a ejercer esa merced.
Su expresión me llegó. Me sentí mal por haber querido matarlo, entonces decidí dejarlo vivir. Para expresárselo, junté suavemente mis manos y las posé cerca de él, de modo que me pudiera ver. Mi gesto decía, en efecto, “podría matarte pero no lo haré”. El mosquito comprendió y voló para posarse sobre mi hombro.
Ese día nos convertimos en inseparables. Sentí que era adecuado ponerle un nombre. Lo bauticé Víctor. Lo dejo revolotear por mi casa y él me defiende de otros mosquitos. Cuando aparece alguno, puedo ver cómo Víctor se le acerca y lo guía hacia afuera, como diciendo “a él no lo piquen, es un amigo”.
Un día vi que otro mosquito se acercó y Víctor no lo rechazó, sino que ambos se quedaron dando vueltas. Después de un rato comprendí que estaban seduciéndose mutuamente, y que pronto formarían una familia. Llené un florero para que tuvieran cerca agua convenientemente estancada para poner los huevos, y los dejé ser. Después de unos días varias larvas nadaban en el florero.
Ahora cada vez que llego hay cinco mosquitos que se alegran al verme y festejan mi entrada. En mi ausencia me extrañan igual que yo a ellos. Con su presencia, mi casa se convirtió en un verdadero hogar.

Eyección

Ya se había hecho de noche cuando pasé por una vidriera en la que había espejos. No tenía pensado detenerme, en general no me paro a ver vidrieras, sin embargo me llamó la atención verme. No porque pensara que había otro yo ni nada parecido, sino porque noté que tenía algo en el pómulo. Era una mancha blanca, bastante grande.
La miré con detenimiento. Por suerte la vidriera tenía luces prendidas. Me dí cuenta de que era un grano que estaba en un momento inmejorable para ser explotado. No podía dejar pasar la oportunidad. Prometía ser una eyección importante, y de paso iba a dejar de andar por la calle con ese enorme grano a la vista de todos.
Con la mirada en la imagen que se reflejaba en el espejo, coloqué los dos índices en posición. Comencé a presionar sobre el grano, dejando cada vez menos espacio entre los dedos. Gracias a la práctica que tuve durante muchos años, en los que depuré mi técnica, la pus no tendría más escapatoria que salir disparada de mi cuerpo. Lo que no esperaba era que saliera con tanta fuerza.
Fue tan grande el disparo que me caí al suelo. La pus, en tanto, se elevó por los aires hasta una altura inusitada. Pronto la perdí de vista, pero seguí mirando hacia arriba para verla bajar. Sin embargo, no cayó. Se siguió elevando por encima de los edificios y de repente explotó, generando un luminoso espectáculo.
Así que ya saben. Si vieron fuegos artificiales el otro día, es probable que haya sido yo.

La historia oculta

En el corazón de un denso bosque de metáforas brotó una historia. Era difícil de ver, porque las metáforas oscurecían los alrededores. Pero la historia allí estaba, inconspicua, frágil, tímida. Al lado de las soberanas metáforas parecía un yuyo sin futuro. Sin embargo, era una historia que prometía.
Entre tanta metáfora, a veces se colaban en el bosque ideas y conceptos que alimentaban a la historia. Lentamente fue creciendo, hasta que pudo atisbarse su existencia desde afuera del bosque. Hasta ese momento, sólo algunos sospechaban que podía existir. Era una idea teórica, como los agujeros negros en el centro de las galaxias, sin comprobación directa. Pero cuando la historia estuvo lo suficientemente fuerte, se alteró la composición del bosque de metáforas y algunos especialistas con avanzado instrumental pudieron afirmar que la detectaban.
Mientras tanto, las metáforas que formaban el grueso del bosque seguían reproduciéndose. El suelo era una alfombra de metáforas secas que crujían al ser pisadas. Algunas metáforas caían sobre la historia y se unían a ella. Le daban un color más uniforme, y al mismo tiempo la hacían más difícil de detectar.
Pero la historia seguía creciendo. Creció tanto que empezó a elevarse sobre el nivel de las metáforas. Por fin se pudo obtener una confirmación visual de su existencia.
El anuncio del descubrimiento llegó a oídos del autor, quien quiso ver a la historia por sí mismo. Se internó en el bosque para buscarla, como quien busca al Yeti. Caminó los recovecos, maravillándose ante la espesura de su creación, disfrutando del follaje metafórico que apenas dejaba entrar la luz. Hasta que divisó de lejos la historia. Corrió hacia ella y la miró desde el suelo. Aunque no logró ver la punta, se hizo la idea de que desentonaba en ese lugar. Por eso decidió talarla.
Hoy el bosque de metáforas está impoluto. Hay más metáforas que nunca. Los pocos que entran se pierden de inmediato.

Basta de penales

Las definiciones por penales están matando al fútbol. Es necesario erradicarlas y reemplazarlas por una instancia a la que nadie quiera llegar.

En realidad no es para tanto, las definiciones no están matando al fútbol. Era sólo una estratagema para que usted, querido lector, tuviera ganas de leer el texto. Pero sí las definiciones por tiros desde el punto del penal (nombre correcto que no se utilizará aquí por palabroso) generan un fútbol menos agradable, y la razón es que hay demasiados equipos que juegan a empatar porque después está la opción de ganar en los penales.

Algunos piensan que la definición por penales no será perfecta, pero es el mejor desempate que se conoce. Que por lo menos es mejor que tirar una moneda. Que es una manera de definir un partido que por lo menos deja la suerte de los equipos en sus manos. Este último es un argumento que vale la pena examinar y dar vuelta.

Los penales no son una lotería. Esto es importante. Son un juego en el que gana el que mejor juega. Requieren sangre fría, temple, precisión, destreza y algo de suerte. Hay maneras de usar la ciencia para aumentar las chances de ganar en una definición por penales. Es mucho más fácil aplicar la estadística para ganar una definición que un partido, porque el penal es el fútbol reducido a su mínima expresión. Ya no es un juego colectivo, es un jugador que le pega a la pelota con el pie y un arquero que ataja o no. Al haber menos variables, es más fácil de calcular matemáticamente.

Entonces, todos saben que ganar una definición por penales depende de ellos mismos. Si hacen los deberes, si le indican al arquero adónde debe tirarse, si todos patean bien, ganarán. En el otro juego que se llama fútbol hay muchos más imponderables, mucha más incertidumbre. Ganar un partido depende de demasiadas circunstancias impredecibles, que están fuera del control de un técnico o alguien en particular. En cambio, con los penales eso no pasa tanto. Puede haber mala suerte, es cierto, pero es una situación infinitamente más controlable que el fútbol a cancha abierta.

Y precisamente ése es el problema. Demasiados equipos eligen no tomar riesgos, jugar a empatar, acumular gente en defensa y esperar que lleguen los penales, donde pueden ejercer más control sobre la situación. A veces pasa que los dos equipos tienen esa estrategia, y resultan partidos aburridísimos, indignos de un gran campeonato, en los que se juega a jugar lo menos posible. Después gana uno, y piensa que la estrategia dio resultado. El que pierde, se conforma con “por lo menos perdimos por penales, pero en la cancha no nos ganaron”.

Esto no ocurriría si los equipos no tuvieran en la cabeza la idea de que los penales dependen de ellos mismos. Hay que sacarles el control del desempate. La definición por penales debe reemplazarse por un sorteo. Cumplidos los 120 minutos, el árbitro tira una moneda; si sale cara gana uno, y si sale ceca gana el otro. Listo.

De esta forma, todos tienen 50% de posibilidades de ganar en caso de empate en la cancha. Y el 50% es inmodificable, no importa si uno tiene un arquero que ataja todo, ni si sus ejecutantes son infalibles. O ganás en la cancha, o te sometés a la verdadera lotería de la moneda.

Esto dará como resultado que más equipos, en particular los importantes, los que tienen mejores jugadores, van a querer evitar llegar a esa instancia. Si creen que pueden ganar, lo intentarán por todos los medios. Ya no se conformarán con empatar para definirlo en otra instancia, porque saben que pueden perder y les puede quedar la culpa de no haber dado todo lo que podían.

El razonamiento vale para los equipos que creen tener más de un 50% de chances de ganar en la cancha. Los equipos más modestos, los que piensan que tienen menos de ese porcentaje, tal vez vean al sorteo como un objetivo deseable. Pero para llegar a él deberán resistir ataques mucho más decididos del contrario, en el que operará el concepto inverso.

Esto no implica que se eliminarán los empates en 120 minutos. Seguramente los seguirá habiendo, y también seguirán ganando a veces los que juegan a empatar. Sin embargo, el empate será un castigo mucho mayor que ahora para el que no supo definir un partido. Y no habrá margen para la especulación. Al eliminarse el colchón, se generará un fútbol más sano.

Un lector: Todo esto es muy lindo para las fases eliminatorias, pero ¿no estará pensando que es atractivo definir la final de un Mundial por sorteo, no? ¿O está usted en curda?

Es cierto, señor lector, el sorteo en la final sería horrible. Hay que evitar que ocurra. Lograrlo es sencillo: si la final termina empatada, a los dos o tres días se juega un desempate. Así era hasta los ’80, la final del ’78 se hubiera repetido de haberse mantenido el empate de los 90 minutos. Pero esta segunda final se juega con una particularidad: si empatan en los 90, siguen jugando hasta que alguien haga un gol. No un alargue de 30 minutos con gol de oro. El que hace el gol gana, y si tienen que jugar siete horas, que jueguen (sí, ya se habló de esa posibilidad alguna vez desde esta firma).

Esto no se puede hacer más que en ocasiones especiales, y la final del mundo califica como ninguna otra. Nadie querrá someterse a semejante método de desempate, por lo tanto se buscará por todos los medios no llegar a esa instancia. Se redoblarán los esfuerzos para convertir, con lo que aumentarán las chances de que al menos uno de los dos equipos lo consiga.

Hay dos semifinales entre Italia y Alemania que sirven de ejemplo. Normalmente estos dos equipos están razonablemente contentos con ir a penales, a pesar de que Italia es habitual que pierda en esa instancia. En 1970, cuando se aplicaba lo que acá se propone, esto es sorteo luego de los 120, los 90 minutos terminaron 1-1. Y en los 30 restantes ambos fueron con todo, porque no querían empatar. Alemania, que había empatado en el descuento de los 90, se puso 2-1 apenas comenzado el alargue. A los tres minutos Italia niveló el marcador. Antes de terminar el primer tiempo del suplementario Italia se puso 3-2. Gerd Müller empató a los 5 del último tiempo, y un minuto después Gianni Rivera puso el 4-3 con el que terminó el partido, que clasificó a Italia a la final. Ya se ha notado alguna vez en este sitio que ningún partido terminó empatado en el alargue cuando el sistema preveía sorteo.

En el último campeonato, Italia y Alemania se encontraron de nuevo en la semifinal. Italia le había ganado fácilmente, 3-0 a Ucrania. Alemania había necesitado penales contra Argentina, y había demostrado destreza en la definición. Italia, que nunca había ganado una definición por penales en Mundiales, sabía que se enfrentaba a un equipo que nunca había perdido una. En los 90 minutos jugó como siempre y terminó 0-0. Pero los italianos estaban bastante convencidos de que no sólo en los penales perdían, sino que los alemanes tenían poco resto físico y preferían definir desde los 12 pasos. Entonces mandaron toda la carne al asador en el alargue. Italia jugó con cuatro delanteros: Totti, Del Piero, Iaquinta y Gilardino. Se fue con todo al ataque desde el primer minuto del suplementario y pegaron dos pelotas en los palos. El esfuerzo rindió sus frutos sobre el final, cuando consiguieron el gol de Grosso. Poco después, con Alemania lanzada en busca del empate, Del Piero aprovechó un contraataque letal para poner el 2-0 que llevó a la final a los azzurros, evitando los temidos penales.

Puede argumentarse que las definiciones por penales aportan emoción, son atractivas como espectáculo en sí, generan héroes y villanos y requieren respuesta ante la presión de la alta competencia. Es cierto. Está todo bien. Pero eso no es el fútbol. Para los que quieren eso, se puede organizar el campeonato mundial de definiciones por penales.

[Nota: este texto fue escrito antes del comienzo de los cuartos de final.]

Coquerío

Se oyó un gran estruendo en toda la ciudad de Atlanta. Los ciudadanos, como era habitual, sintonizaron la CNN para saber qué estaba pasando. Al hacerlo, se encontraron con imágenes en vivo y en directo de una explosión en la principal embotelladora de Coca-Cola.
La magnitud del hecho se podía apreciar en los tsunamis de refresco que salían de los techos de la fábrica. Era tanta la cantidad de líquido que las calles de la zona se transformaron en ríos de Coca-Cola.
De inmediato, el ingenio de los emprendedores de la ciudad hizo que aparecieran comerciantes dispuestos a aprovechar lo sucedido. Casi de la nada la ciudad se llenó de góndolas que invitaban a las personas a navegar por la Coca-Cola, como una Venecia gaseosa.
Era tan grande el desastre que hacían falta varios días para secar la ciudad. Pero antes de que se pudiera hacer, la cantidad de turistas hizo que se planteara la posibilidad de dejar los ríos como estaban.
Dado que era buena idea, se decidió armar un circuito para que los visitantes pudieran recorrer la ciudad a bordo de las góndolas sobre la Coca-Cola. El Coca-Tour se convirtió en la atracción que Atlanta necesitaba, y una visita obligada para los que antes limitaban su estadía a las conexiones en el aeropuerto.
La Coca-Cola Company decidió reacondicionar su embotelladora para proveer al tour, y abrir una nueva para abastecer la demanda de bebida embotellada. Se temió que bajaran las ventas al estar disponible la gaseosa en las calles, pero ocurrió todo lo contrario. Alrededor del circuito se instalaron máquinas expendedoras que lograron acrecentar aún más las ventas de Coca-Cola en la ciudad.
Desde entonces, se abrieron Coca-Tours en distintos puntos de Estados Unidos, y en el Mall of America de Minnesota funciona con gran éxito el Coca-Tour bajo techo.
Pepsi no se quedó atrás, y estableció el Pepsi Journey en otras ciudades con las que firmó contrato de exclusividad. El tour de Pepsi se diferenciaba del de Coca-Cola porque en los ríos, en lugar de fluir Coca-Cola, fluía Pepsi.
En Venecia, al ver reducido el caudal turístico por la súbita competencia, decidieron pasar a la acción. Además de los tradicionales paseos sobre agua, desde el mes pasado se ofrece, en un barrio exclusivo, un recorrido adaptado a la cultura italiana: el Tour de los Ríos de Muzzarella.

Hisóposis

Nunca había hecho caso a la advertencia “no introduzca el hisopo en el canal del oído externo”. Me parecía una precaución de otorrinolaringólogos principiantes o padres demasiado celosos. Evidentemente, todo el mundo hacía lo mismo que yo. Por eso los hisopos seguían existiendo y vendiéndose en las farmacias, no se me ocurría cuál otro podía ser su uso legítimo.
¿Cuál era el riesgo? ¿Podía agujerearme el tímpano o algo? Simplemente es cuestión de técnica, cuando uno empieza a notar cierta resistencia no hay que presionar más. No es difícil. Sin embargo, hace un tiempo descubrí la razón de la advertencia.
Había pasado dos o tres días sin sacarme la cera del oído. Se me habían acabado los hisopos y no tenía tiempo de comprar nuevos. Así que cuando compré se había acumulado bastante cera. No era problema, en circunstancias normales, mientras más cera hay, más agradable es la experiencia hisoporil.
En esta oportunidad, encontré cierta resistencia, y me pareció que era cera un poco endurecida. Entonces persistí en la maniobra hisopórica. Ése fue mi error. Empujé demasiado y cuando quise acordarme se me había resbalado el hisopo adentro del oído.
Intenté sacudir la cabeza con la oreja de lado para que cayera, pero se ve que estaba trabado por algo. Entonces lo llevé conmigo durante varios días, y a cada paso podía oír su movimiento. Hasta que no me quedó más remedio que ir a ver al otorrino.
Yo sabía que me iba a dar un sermón sobre no meterme los hisopos en el oído. Habitualmente me preguntaban si tenía esa costumbre y yo lo negaba, a lo cual ellos no contestaban nada pero ponían cara de que no me creían, porque probablemente su educación los hiciera capaces de diferenciar un oído con hisopación regular de uno libre de todo hisopo. Pero tenía que ir, sólo ellos podían sacarlo de ahí.
Sin embargo, el doctor no emitió palabra. Sólo hizo una mueca de fastidio, me dijo que me acostara, que me quedara quieto, agarró una pinza y en un rápido movimiento lo sacó y me lo entregó, aún sin decir nada. Lo recibí mientras miraba, cabizbajo, al profesional. El hisopo estaba completamente lleno de cera.