Poderes misteriosos

Era una noche tormentosa, pero no estaba lloviendo. Elvio volvía de la guardia médica, donde le habían sacado unas radiografías debido a un extraño dolor de cabeza que sentía, y que era distinto al dolor que sufría habitualmente. De repente, muy cerca de él, cayó un rayo. Elvio pudo sentir la energía descargándose en el suelo, y fue arrojado unos metros en la dirección opuesta. Cayó en una boca de lluvia abierta, en el fondo de la cual había un extraño líquido viscoso verde, que accidentalmente resultó ingerido por Elvio. Al caer sintió un pinchazo, proveniente de una jeringa que, evidentemente, alguien había arrojado a la boca de lluvia. También fue picado por una enorme araña que se encontraba allí. Alguno de esos incidentes lo hizo desmayarse.
Se despertó un rato después. Seguía en la boca de lluvia, pero ya no le dolía la cabeza. Trepó hacia la vereda y consiguió volver a la superficie con una facilidad inesperada. Vio la devastación que había sido causada por el rayo, y vio la gente que se había juntado, a pesar de la lluvia que había empezado a caer mientras estaba sin conocimiento. Nadie hizo ningún movimiento cuando él salió de la boca de lluvia, era como si fuera invisible.
Elvio fue hacia su casa a dormir. Cuando entró quiso prender la luz, y al apoyar el dedo en el interruptor se produjo una chispa y se cortó el suministro eléctrico. Elvio no sabía si era por la tormenta, o tal vez el rayo que había caído cerca lo había dejado eléctricamente cargado. Decidió investigar al día siguiente y se fue a dormir, aprovechando la oscuridad.
Al despertarse, notó que la luz no había vuelto. Expresó su frustración juntando sus palmas de modo de que hicieran un ruido corto y seco. En ese mismo instante se encendió la luz. Elvio pudo encender varias luces y pensó que, si el rayo le había dado a propiedades eléctricas, ese efecto ya debía haber pasado.
Elvio se vistió y fue a trabajar. En el trayecto vio cómo todos los semáforos se ponían verdes cuando él se acercaba. Al principio adjudicó ese hecho a la onda verde, pero cuando dobló varias veces, y el efecto seguía, le pareció extraño. Probó doblar en una avenida a propósito, a ver si el siguiente semáforo, que por onda verde debía estar rojo, se volvía verde. Y así lo hizo. Algo raro estaba pasando.
Cuando llegó, vio que se había olvidado la tarjeta para marcar su entrada y se agarró la cabeza. Al hacerlo, todas las personas que lo rodeaban detuvieron sus movimientos, y lo mismo hicieron los relojes. Era como si se hubiera detenido el tiempo para todo el Universo, menos para Elvio.
Elvio empezó a caminar por la entrada de su trabajo comprobando el efecto. Luego (palabra que, por cierto, es una manera de decir; el tiempo estaba detenido) salió a la calle y vio cómo la detención del tiempo se cumplía también ahí. Temió ser el causante de esa coyuntura, y más temió no saber cómo revertirla. Resolvió preocuparse después, y mientras tanto aprovechó para ir a buscar su tarjeta.
En el trayecto de vuelta a su casa los semáforos no se le ponían verdes, y de hecho ninguno cambiaba de estado. Elvio tuvo que pasar varios en rojo, lo cual no era grave, siendo que el único que se movía era él.
Al volver con la tarjeta, la colocó en la máquina correspondiente, sin ningún efecto. Se acordó de que se había agarrado la cabeza al detener el tiempo, y se la volvió a agarrar sin ningún efecto. Hizo toda clase de gestos con su cuerpo, sin resultados. Intentó adelantar su reloj y lo logró, pero eso no hizo que el tiempo se reanudara. Esto es porque la relación entre el reloj y el tiempo no es causal, y, si lo fuera, el reloj no sería más que un indicador, y cambiándolo no se cambiaría el tiempo; de la misma manera, no se puede cambiar la velocidad de un auto modificando el velocímetro.
Elvio tenía que ir al baño, y aprovechó que nadie se lo impedía para ir al más lujoso del edificio. Cerró la puerta, y cuando abrió su bragueta sintió ruidos. La paz que había se transformó en la paz que había habido. Bajar la bragueta había hecho que el tiempo volviera a la normalidad. Elvio completó su misión sanitaria y se escabulló del baño. Luego (ahora sí puede tomarse literalmente) fue corriendo a la puerta a marcar la tarjeta, lo cual pudo hacer con un par de minutos de atraso.
Al llegar a su puesto, saludó a su jefe con un apretón de manos. Cuando el apretón terminó, la mano del jefe sufrió una metamorfosis y se convirtió en la mano de un australopithecus afarensis. Elvio se percató de esto pero su jefe no, por lo que Elvio se fue de su cercanía con sigilosa rapidez. Para disimular más, resolvió silbar, pero al llegar a un Fa sostenido en su silbido oyó un ruido muy fuerte. Se había caído un puente que estaba a pocas decenas de metros del edificio y se podía ver desde la ventana. Elvio detuvo el silbido, y, en medio de los gritos, se preguntó si su silbido había tenido algo que ver con la caída de ese puente. También se preguntó qué demonios estaba pasando.
Elvio se acercó a la ventana a ver el puente caído, y al verlo deseó que eso no hubiera ocurrido. La ventana daba al este, y el sol le estaba pegando en la cara. Las glándulas sudoríparas de Elvio hicieron su trabajo, una porción del resultado del cual fue a dar a su frente. Elvio se pasó la mano por la frente, y cuando lo hizo se le cumplió el deseo. El puente caído pasó a ser un puente que nunca se había caído. Pero había algo más: la mano que se había pasado por la frente sufrió una metamorfosis similar a la de la mano de su jefe, y pasó a ser la mano de un australopithecus africanus.
En la oficina, todos se aliviaron por la rápida solución al problema del puente y volvieron a su trabajo. Rápidamente fueron sorprendidos por un grito del jefe, que había descubierto lo que había pasado con su mano. Elvio lo fue a ver y le mostró la suya. Le explicó lo sucedido, y le sugirió volver a estrechar las manos para ver si la transformación se revertía. Así lo hicieron, no sin dificultad dado que no dominaban muy bien sus manos de homínido. La mano de Elvio no tuvo cambios, pero la del jefe sí: se transformó en un garfio. El jefe entró en cólera, y amenazó con lastimar a Elvio con el garfio si no le devolvía, al menos, la mano primitiva. Elvio pensó en explicar que no sabía cómo hacerlo ni entendía bien lo que pasaba, pero optó por salir corriendo.
Salió del edificio y corrió hacia el oeste. Notó que estaba corriendo muy rápido, con velocidad sobrehumana. Luego dobló hacia el norte y sintió una disminución en su velocidad, que pasó a ser apenas superior a la de Carl Lewis.
Estaba claro para Elvio que le había pasado algo y había adquirido poderes, pero no estaba seguro de dos cosas: cómo usar los poderes y cuáles eran exactamente. Parecían ser azarosos, pero Elvio pensó que debía haber alguna lógica. Fue a ver al médico que lo había atendido el día anterior en la guardia, y le preguntó si se conocía algún efecto secundario de los rayos X que le habían administrado. El médico le dijo que únicamente en caso de embarazo, y como Elvio era hombre eso era poco probable. Elvio le explicó lo sucedido hasta entonces, y el médico no supo decirle qué le estaba pasando, pero le llamó la atención la mano. Le dio la tarjeta de un amigo que estudiaba antropología, y le pidió que lo fuera a ver.
Elvio guardó la tarjeta en su bolsillo, y al hacerlo se le acercó un diplodocus. A lo lejos había una manada de stegosaurios. Elvio se había trasladado, sin saber cómo, al período jurásico. Lo tomó como una oportunidad de conocer el mundo prehistórico, y decidió recorrerlo. Pero al caminar vio que su contexto cambiaba. Al dar el primer paso se encontró en el período cretácico, al dar el segundo en el paleógeno, y al dar el tercero en el neógeno. Fue para atrás y ocurría el fenómeno inverso. Con pocos pasos estaba en el período pérmico. Estuvo un rato recorriendo períodos geológicos hasta que olió una flor primitiva y estornudó.
El estornudo lo devolvió a la oficina del jefe, donde recibió un certero ataque de su superior utilizando el garfio. Pero ambos se sorprendieron al ver que Elvio no tenía heridas externas (sí tenía internas, que no se descubrieron hasta años después). La sorpresa le permitió a Elvio escapar otra vez de esa oficina.
En ese momento, a Elvio se le ocurrió que podía estar soñando, y se pellizcó para comprobarlo. Al hacerlo, las ganancias de la empresa donde trabajaba se quintuplicaron, pero él no lo supo porque no tenía acceso a los balances. Tampoco supieron los accionistas la causa de esta feliz circunstancia, y Elvio nunca se vio premiado por generarla.
Esa noche Elvio se fue a dormir, y notó que no podía. También notó que no tenía sueño, y que la punta del dedo derecho de su mano de australopithecus se iluminaba. Al rato se apagó, y Elvio se pudo dormir. Nunca más volvió a iluminársele el dedo.
Elvio consultó a mucha gente acerca de sus poderes. Consultó a psicólogos, neurólogos, casas de cómics, periodistas, escritores de ciencia ficción e investigadores de la UBA. También consultó a la fuente de la sabiduría, que se había instalado en la esquina de su casa un día que Elvio se había sacado una pelusa del ombligo. Pero la fuente de la sabiduría estaba de paro, y no otorgaba conocimientos. Fue también a ver al antropólogo cuya tarjeta lo había hecho retroceder en el tiempo. Este hombre se mostraba esquivo, y daba toda la impresión de saber algo. Cuando Elvio le contó el creciente corpus de anécdotas se sorprendió menos que los demás, y la cara le decía a Elvio que algo sabía. Y, efectivamente, el antropólogo sabía algo: lo que le había contado su amigo radiólogo.
El antropólogo, para sacárselo de encima y ante la insistencia de Elvio, le recomendó mantenerse varias horas por día sumergido en agua salada. Elvio se mudó entonces a una ciudad costera, de la que tuvo que irse muy rápidamente debido a que, cuando se sumergió en el agua, esa sustancia se convirtió en lava, para desagrado de los bañistas que se encontraban disfrutando del refrescante líquido.
Elvio no se desanimó, y siguió intentando sumergirse, dado el carácter azarosos de los poderes que había adquirido. Efectivamente, no volvió a convertir agua en lava, y luego de siete días de sumergido notó que no ocurrían más sucesos extraños a su alrededor.
El agua salada, efectivamente, tenía un efecto sobre sus poderes. Elvio nunca supo, pero no los anulaba sino que los alejaba, y mientras más tiempo se mantuviera sumergido más lo hacía. Fue así que Elvio se creyó liberado de su extraña condición y volvió a su vida normal, sin saber que cada uno de sus gestos producía, en lejanos países, fusiones de grandes empresas, caída de gobiernos, desastres ecológicos y toda clase de percances cuya causa nunca se pudo establecer fehacientemente.

Sin aire

Tenía mucho calor, entonces quise sentir aire en movimiento sobre mi cuerpo. Entonces me fui a parar delante de un ventilador de pie, para poder recibir de primera mano su exhalación.
Pero el ventilador no estaba contento de verme y, cuando me acerqué, me esquivó. Cambió la dirección hacia la que tiraba el aire. Como quien no quiere la cosa, apuntó para otro lado.
Me acerqué entonces al nuevo lugar. Pero cuando llegué el ventilador volvió a esquivarme, y retomó el camino que lo había llevado hasta ahí. Se dirigió de nuevo al lugar donde acababa de estar.
Fui otra vez hacia ahí. Y no me quedó la menor duda de que el ventilador no quería tirarme aire, porque volvió a evitarme. Claramente no me quería.
Pensé que tal vez era porque no me conocía bien. Me paré en el medio de su recorrido para intentar hablarle un poco sobre mí. Le conté cómo había estado afuera todo el día bajo el sol y ahora quería refrescarme un poco. Le conté que soy más fiel a los ventiladores que al aire acondicionado. Pero mientras le hablaba, el ventilador se movía de un lado a otro, como diciéndome que no.
Yo no quería pelearme con el ventilador. No le había hecho nada. No entendía su actitud. Me resigné a que no me iba a dar aire, pero quise quedar en buenos términos. Por eso lo abracé. Fue difícil porque se movía, no quería que lo abrazara. Pero lo abracé igual. Y con el abrazo toqué algo, no sé si un botón o su alma, que lo hizo cambiar de actitud. Frenó su movimiento negativo y me ofreció su aire.
Desde entonces es mi ventilador favorito y un fiel compañero.

El hombre que hacía chistes a los mozos

Luis solía ir a comer afuera, era uno de sus divertimentos. A él le gustaba mostrarse amistoso y ganarse la confianza de la gente, no con el objetivo de obtener mejor servicio por eso sino para caer simpático. Le gustaba caerle bien a la gente y la trataba con sonrisas, prefiriendo ver también una sonrisa en los que se cruzaban en su vida.
Por eso le pareció buena idea hacer chistes a los mozos de los restaurantes a los que iba. No le costaba nada y pensaba que podía ser una manera de alegrar a gente que no sólo lo servía sino que hacía un trabajo que a él no le parecía muy atractivo. Vale aclarar que Luis no tomó una decisión de dedicarse a hacer chistes a los mozos, sino que se limitó a no excluirlos de los chistes que hacía en general.
Un día la persona que estaba con él quería tomar agua con gas y él quería agua sin gas. Entonces se le ocurrió algo ingenioso y llamó al mozo:
-Para tomar queremos un agua con gas y una soda sin gas.
Pero el mozo no inició la predecible carcajada, sino que le contestó con una pregunta:
-¿Qué?
La persona que acompañaba a Luis, que lo conocía, se apiadó del mozo y le hizo el pedido en los términos usuales.
A Luis no le había gustado que el mozo no entendiera el chiste que a él le había parecido bueno, por más que se le hubiera ocurrido a él mismo. Y adjudicó la reacción al ruido del lugar, al apuro del mozo y a su negativa a repetir los chistes una vez dichos.
Otro día le preguntó a un mozo de un restaurante algo caro si la cantidad de ravioles que venían en los platos que servían allí se podía contar con los dedos de una mano. El mozo le contestó ofendido que sí, y su intento de quedar simpático fue neutralizado.
En otra ocasión había pedido pastas sin volver a preguntar cuántas venían, pero no le habían traído queso rallado. Entonces llamó al mozo y le pidió si le podía traer “queso de rallar rallado”. El mozo hizo una mueca y Luis, resignado, dijo “queso rallado”, aditivo que el camarero acercó un instante después.
Pero estas decepciones no habían hecho que Luis dejara de hacer chistes a los mozos. Él tenía confianza en sus chistes y en la capacidad de los mozos en entenderlos. Hasta que un día fue a una confitería a merendar y pidió un tostado de jamón y queso sin jamón. El mozo le dijo que se lo iba a traer, sin reírse ni pedirle que repitiera. Pero luego de unos minutos le trajo un sándwich de jamón y queso sin tostar.
En ese momento Luis comprendió que no era conveniente hacer chistes a los mozos y, triste, eligió no volver a hacerlo.

El ataque de los zombies numismáticos

Los zombies numismáticos se acercaban lentamente a una gran capital. Se los reconocía porque tenían la ropa muy deteriorada, los brazos extendidos y todo el tiempo balbuceaban:
-Moneeedas, moneeedas.
Los zombies estaban siempre buscando monedas, y cuando las encontraban se hacían de ellas y se las comían. Si las monedas tenían dueño resultaban sustraídas y, en ese acto, el dueño se convertía en zombie. Así, el grupo de zombies numismáticos iba creciendo.
-Moneeedas, moneeedas.
Cuando los zombies fueron llegando a la ciudad empezaron a escasear las monedas. Al principio no se sabía por qué faltaban, más tarde se fue corriendo la voz de que alguna gente había sido captada por la banda de zombies.
Ante la escasez y la amenaza que traían los zombies, la sociedad se decidió a combatirlos. Se requería de un plan, y para hacerlo lo primero que se tuvo que tener en cuenta era diferenciar entre los zombies verdaderos y las personas que buscaban monedas para poder viajar en colectivo, que cuando veían una moneda se expresaban en forma similar:
-Moneeedas, moneeedas.
El gobierno nacional decidió abolir las monedas y se incorporó un sistema de tarjetas recargables para poder usar los colectivos. La incorporación de ese sistema implicó un aumento en el boleto para poder hacer frente al costo de las máquinas aptas para ese medio de pago.
Pasó bastante tiempo en estas decisiones y los zombies continuaban con su hambre voraz. Un grupo de gente se hartó de los vaivenes gubernamentales y decidió tomar las armas. Empezaron a combatir a los zombies a escopetazos. Pero resultó que el plomo de las balas hacía más fuertes a los zombies, y reemplazaba a las monedas que faltaban. Los integrantes de ese grupo que no se convirtieron en zombies fueron detenidos por la policía para evitar que produjeran más problemas.
El gobierno no sabía cómo combatir a los zombies y recurrió a ayuda internacional. La Organización Mundial de la Salud convocó con urgencia a un panel de expertos para tratar el tema. Mientras tanto se cerraron las fronteras del país afectado.
Los zombies, a su vez, se manejaban a sus anchas por la ciudad y estaban muy a gusto en el distrito industrial, donde si no conseguían monedas podían encontrar toda clase de metales para ingerir.
En un momento un grupo de zombies entró en una fábrica de golosinas donde se hacían monedas de chocolate. Al ver tamaño tesoro los zombies llamaron a los demás, sin darse cuenta de que eran golosinas y no monedas de verdad.
Resultó que no importaba. Las monedas de chocolate encantaron a los zombies, que rápidamente se volvieron adictos a esas golosinas. Se corrió la voz entre los zombies y pronto todos estuvieron dentro de la fábrica comiendo monedas de chocolate, paragüitas de chocolate y bocaditos de chocolate y marroc.
Al darse cuenta de que todos los zombies estaban en la fábrica de golosinas, el gobierno quiso aprovechar para eliminarlos y sitió el lugar. Pero tuvo la oposición de organizaciones ecologistas, que se manifestaron en contra de la eliminación de los zombies con consignas como “salvemos a los zombies”. La opinión pública, sensible a los problemas de la ecología, se puso en contra de que eliminaran a los zombies y al gobierno empezó a no convenirle deshacerse de esos entes.
El gobierno razonó que tampoco le convenía dejar salir a los zombies, dado que se volvería a los problemas de antes. Entonces resolvió, de común acuerdo con las organizaciones ecologistas, crear una reserva de zombies en la fábrica de golosinas.
Se resolvió financiar el mantenimiento de la reserva, no previsto en el presupuesto de ese año, mediante la creación de un impuesto a las golosinas. Gracias a ese impuesto se creó un fondo para otorgar chocolate a los zombies y para reforzar las paredes exteriores en los que se los mantuvo encerrados desde ese momento.
La sociedad se liberó así de los zombies. Al pasar los años el episodio quedó bastante olvidado y sólo cada tanto se hablaba de lo que había ocurrido cuando algún documentalista valiente lograba adentrarse en la reserva y acercaba imágenes escalofriantes.

La primera máquina del tiempo

Un grupo de ingenieros y científicos del MIT anunciaron la puesta en marcha de la primera máquina del tiempo de funcionamiento comprobado. Fruto de veinte años de investigación, diseño y desarrollo, la máquina permite transportar en el tiempo a una persona de no más de 1,50m de alto.
La complejidad de los materiales usados hace que ocupe una sala entera de 57 metros cuadrados. Su peso es de 34 toneladas. Se espera que, a medida que la tecnología vaya avanzando, el espacio y el peso se reduzcan.
Aún con capacidades limitadas, la máquina es un gran avance para la tecnología del hombre. Se trata no sólo de un hito ingeniería sino también de un triunfo de la ciencia teórica. La máquina ha sido probada con éxito por veedores internacionales, quienes certificaron que puede transportar a su pasajero hacia el futuro y también hacia el pasado.
Para lograr el cometido, debe realizarse complejas operaciones que demoran alrededor de veinte minutos, aunque si se utiliza un equipo de cien ingenieros el tiempo se puede reducir hasta un 20%. Como parte del proceso, el ocupante de la máquina elige si quiere ser transportado hacia el pasado o el futuro.
Por el momento, la máquina sólo puede transportar a su pasajero hasta un segundo en el futuro o el pasado, aunque se está trabajando en nuevos prototipos que triplican esta capacidad.
Aún con las limitaciones, este primer intento es uno de los mayores avances de la historia de la humanidad, y se espera que, cuando la tecnología avance lo suficiente, sea un invento que pueda cambiar para mejor esa historia.

Lluvia de electrodomésticos

Como estaba previsto, se nubló. El servicio meteorológico indicaba precipitaciones para esa tarde. La gente había salido preparada. Muchos llevaban paraguas, otros sobretodos. Un tercer grupo planeaba desafiar a la lluvia con su coraje.
Sin embargo, los meteorólogos no habían aclarado qué clase de precipitaciones predecían. La gente se sorprendió al ver que, en vez de agua, del cielo caían televisores, microondas, heladeras, hornos, multiprocesadoras, minicomponentes, tostadoras, teléfonos, sandwicheras y otros artículos para el hogar.
Al ver lo que ocurría, los peatones se protegieron para evitar que sus cabezas fueran impactadas por los obsequios que, misteriosamente, el cielo les estaba ofreciendo. Se colocaron bajo balcones y zaguanes. Por suerte, el viento no era lo suficientemente fuerte como para trasladar los electrodomésticos que se movían verticalmente y no hubo que lamentar víctimas.
La lluvia duró pocos minutos. Cuando paró, la gente empezó a salir de los lugares donde se había protegido. Todos querían llevarse algún electrodoméstico como recuerdo del extraño suceso. En menos de una hora las calles, que habían quedado tapizadas de artículos, fueron limpiadas por sus habitantes.
Pero todos se llevaron un chasco. Cuando quisieron utilizar sus nuevos aparatos, se encontraron con que el impacto contra el duro cemento de la ciudad los había inutilizado.

Silencio de radio

Rocco era el conductor de un programa que ocupaba la franja de segunda mañana en la radio AM más popular. Tenía un estilo que lo distinguía de todos los otros programas con el mismo contenido que iban en ese horario. Por eso era muy escuchado.
Su técnica radial era hija de la televisión. En sus comienzos visuales, las entrevistas que realizaba incluían planos de su cara en pose de estar escuchando al entrevistado. Esa apariencia le daba un aire del que carecían casi todos los otros periodistas, a quienes se los notaba más preocupados por sus preguntas que por las respuestas que pudieran obtener.
Al pasar a la radio, Rocco debió adaptar el estilo. Optó por hacer sonidos guturales mientras sus entrevistados hablaban. De este modo podía quedar como que escuchaba atentamente.
Durante un tiempo, el programa de Rocco fue novedoso. Más tarde su estilo empezó a cansar a la audiencia, que se empezó a volcar a los competidores. Ante la baja en los niveles de público, en la radio buscaron las posibles causas del cambio de actitud. Se realizó un estudio de mercado. La conclusión fue que el público estaba cansado del estilo de Rocco, y que se prefería algo más sencillo.
Pero la radio le había hecho un contrato de cinco años, y no era fácil dar marcha atrás sin pagar una indemnización demasiado elevada. Entonces se optó por contratar un asesor de imagen como parte del equipo de producción. El asesor, Evan, tenía como objetivo adecuar a Rocco a las exigencias del público, de manera que los niveles de audiencia volvieran a ser lo que habían sido.
Evan se dio cuenta de que el problema eran las costumbres irritantes de Rocco, y procedió a desactivarlas. Primero le pidió que dejara de hacer ruidos guturales durante las entrevistas. Rocco no quería dejar de lado su marca registrada, pero accedió a probarlo durante una semana. En esos días se detectó un leve ascenso de la audiencia, y a su pesar Rocco se tuvo que despedir de los ruidos.
A continuación, Evan consideró que la voz de Rocco era también irritante. La orden fue que limitara sus intervenciones al mínimo. Que dejara hablar a sus entrevistados. Rocco se negó rotundamente, pero los directivos de la radio respaldaron a Evan y le exigieron que obedeciera.
Pero Rocco no tenía interés en disminuir su participación en su propio programa, y optó por una huelga de sonido. Decidió que iba a presentarse en el estudio, pero no iba a hablar. Los entrevistados podían hablar solos, no le importaba.
Así se dio. El programa se quedó sin conductor, porque los otros locutores y periodistas de la radio se solidarizaron con Rocco. La producción eligió poner al aire a los distintos entrevistados para que hicieran monólogos. Esta decisión no afectaba la esencia del contenido del programa, que era dejar decir a los entrevistados lo que tuvieran para comunicar.
Para sorpresa de todos, el nivel de audiencia del programa no dejó de subir. Evan estaba contento por la nueva reivindicación y decidió continuar su depuración. Realizó más estudios de mercado y determinó que la audiencia tampoco tenía muchas ganas de escuchar a los entrevistados. Pero como tenía menos ganas de apagar la radio, lo hacían. Razonó Evan que un programa de entrevistas sin conductor ni invitado era un concepto atractivo para la audiencia. La producción del programa se opuso a tal cambio, que sí alteraría la esencia, pero los directivos de la radio otra vez apoyaron a Evan. En esta ocasión, además de contar con el sustento de dos aciertos, su idea podía ahorrar muchos costos a la empresa.
Se lanzó entonces el nuevo formato del programa, que consistía en cuatro horas de silencio, sólo interrumpido por varias tandas publicitarias y el top de la hora. Una vez más el público respondió con entusiasmo, y el encendido de la radio se disparó nuevamente. La audiencia estaba encantada con un programa de radio que no tuviera locutores desagradables ni entrevistas tendenciosas, y esa novedad fue muy valorada. El programa silencioso pasó a ser lo más escuchado de toda la radio.
Rápidamente las otras radios salieron a competir, y en cuestión de semanas todo el espectro radial se llenó de silencio. Algunas personas cambiaban de radio cuando aparecían las tandas publicitarias, y por eso el ruido de los avisos disminuyó rápidamente. De repente, la publicidad radial consistía en susurros, cada vez menos audibles, sobre distintas marcas comerciales. Pronto los susurros fueron escasamente diferenciables del silencio de los programas.
De esta manera, la radio se convirtió en un medio que llevó paz a la sociedad. Los conductores de taxis se volvieron más calmos. Los oficinistas dejaron de lado los nervios. Los comerciantes comenzaron a transmitir tranquilidad a los clientes que entraban a sus negocios.
Desde entonces, las radios compiten por ser la más silenciosa. Colocan avisos en la vía pública con slogans como “nuestra radio trae a su casa el mejor silencio”. Diferentes segmentos de la sociedad preferían el silencio de distintas radios. Algunas emisoras que ocasionalmente trataban de romper la monotonía con programación sonora eran recibidas con rechazo y no podían sostenerse en el aire más que algunos meses.
La industria de la radio cambió completamente. El público seguía utilizando los aparatos, con lo cual las radios tenían encendido. Los anunciantes no querían perder espacio y continuaban pautando comerciales sin audio. El personal artístico fue dado de baja, los estudios alquilados y sólo quedaron las salas de control, donde ingenieros de sonido mantenían su atención en que la emisora tuviera un silencio parejo.
Desde entonces lo único que escucha por radio es alguna rara conversación mantenida en el control que se cuela en el aire y por un instante interrumpe el eterno silencio.

Burbujas

La burbuja me elevó por los aires, hasta que alcancé una altura tal que podía ver el mundo desde una posición de privilegio. Flotaba por sobre la realidad de los demás, atendiendo sólo las necesidades de mi burbuja.
Hasta que, de un momento a otro, la burbuja se rompió. Ocurrió de repente, como una burbuja que se rompe. Entonces empecé a caer.
Vi con temor cómo el mundo se acercaba cada vez más hacia mí. Pero, en realidad, sabía que era yo el que se acercaba al mundo y, lo que era más preocupante, al suelo.
Empecé a desesperarme. En pocos instantes chocaría contra la realidad, y el impacto prometía ser duro. No tenía, sin embargo, muchas alternativas diferentes de esperar que la caída se produjera sobre una superficie blanda, que mitigara el golpe y funcionara como adaptación al nuevo ámbito.
Pero a medida que me acercaba al suelo, vi que desde la superficie frotaban muchas burbujas frescas que se elevaban hacia el cielo, tal como había ocurrido con la mía. Aunque casi todas estaban habitadas, pude ver que algunas estaban disponibles.
De pronto, una fortuita corriente de aire me desvió del recorrido inexorable que llevaba, y pasé cerca de una burbuja libre. Con gran esfuerzo me aferré a ella sin romperla. Suavemente pude entrar, y a partir de ese momento mi caída dio lugar a un nuevo ascenso, en una burbuja que resultó ser más grande y confortable que la anterior.

Ayudemos a los sapos

Uno de los principales problemas que enfrenta hoy el Amazonas es la cantidad de princesas que acuden en busca de sapos para que, al besarlos, se conviertan en príncipes. La afluencia de estas princesas provoca un verdadero desastre en un área que no está preparada para acogerlas. Sus enormes séquitos talan árboles, queman arbustos y eliminan hábitats de animales para poder mantener su nivel de vida en la selva.
Además de generar una enorme cantidad de basura que queda por siglos, producen un verdadero caos en la vida de los sapos, que deben esconderse para no caer en las garras de las princesas. Todas besan a todos los sapos posibles porque no saben cuál es el príncipe en cantado que las espera. Algunas besaron sapos venenosos y murieron en consecuencia. Fueron las que vieron un sapo azul y creyeron que era el príncipe azul.
Hasta el momento no se ha reportado ningún caso de un sapo que haya resultado ser un príncipe encantado. Pero esto no ha detenido a las princesas, que siguen acudiendo en masa porque cada una de ellas piensa que el beso debe ser de ella y nadie más. Esto genera una competencia feroz que ya desembocó en los descuartizamientos de varios sapos que eran disputados por diferentes princesas.
Las ranas no se salvan, debido a que las princesas no las distinguen de los sapos y son muy pocas las que llevan naturalistas como parte de su séquito. En general los naturalistas aconsejan no ir en busca de sapos al Amazonas con el propósito de besarlos para que se conviertan en príncipe. Por eso tienden a no ser incluidos en las expediciones, a pesar de la utilidad que podrían tener.
La comunidad internacional debe ayudar a parar el desastre que ocurre en el Amazonas. Las siguientes medidas serían aconsejables:

  • Mejorar la seguridad de los príncipes.
  • Capturar a todas las brujas que los puedan encantar.
  • Encerrar a las princesas en castillos fuertemente vigilados.
  • Abolir las monarquías.

No se puede esperar más. Los sapos del Amazonas, y el Amazonas mismo, corren peligro. Es hora de actuar.

Queso espumante

Cuando pinché el queso con el tenedor, como primer paso para cortarlo, sentí un ruido como de aire escapando. Un “pshhhhh”. Pensé que había alguna diferencia de presión entre el interior del queso y la atmósfera (era un queso de la puna) y no le dí importancia. Pero a los pocos segundos, por los mismos agujeros empezó a salir espuma.
Salía con mucha fuerza, como un géiser, y manchó toda la pared y el techo. No sabíamos de dónde podía salir tanta espuma. Tampoco teníamos ganas de limpiar todo ese enchastre. Lo único que queríamos era comer un poco de queso antes de hacer el asado.
Mientras todos tratábamos infructuosamente de tapar los agujeros del queso, Walter decidió probarlo y anunció que tenía gusto a leche. ¿Estaba la materia prima escapando del queso? No sabíamos. La cuestión es que en pocos minutos el queso quedó totalmente desinflado y el techo se pegoteó todo con la espuma. Decidimos que la íbamos a limpiar después, ahora queríamos picar algo y nos tuvimos que conformar con un poco de pan con leverwurst.
Después de un rato juntamos la carne y prendimos el fuego. Como éramos cinco hombres, cada uno tenía una teoría diferente acerca de cómo se encendía el fuego, por eso tardamos más de lo que habitualmente nos hubiera tomado. Al final conseguimos prender el fuego y poner la carne.
Cuando al cabo de un par de horas pudimos sentarnos a comer, Aldo trajo a la mesa una bandeja con los primeros cortes. Estaban bien calientes, tanto que salía humo. Tuvimos que esperar un poco para comer.
Unos segundos más tarde empezamos a sentir un olor extraño. El humo de la carne cocida subió al techo y se mezcló con la espuma del queso, al punto que la derritió y empezó a llover queso sobre nosotros.
Así que ese día en lugar de asado comimos fondue.