Pelota en movimiento

“Muchachos, hoy es una final y hay que dejar todo en esa tribuna” había sido la arenga del líder de la hinchada. Durante el partido la tensión se dejó ver en cada escalón de cemento. Las jugadas de riesgo del equipo rival generaban angustia, y las del nuestro generaban ansiedad. No cabía la posibilidad de perder. Era una final, y el triunfo debía ser nuestro. El problema era que los rivales pensaban lo mismo.
Por eso se apelaba a la unidad entre el equipo y la tribuna. Es sabido que los futbolistas sacan fuerzas del entorno, aun en condiciones desfavorables. Al ver el sacrificio de los hinchas, siempre van a dar un poco más. Ese esfuerzo extra podría ser la diferencia entre la gloria propia y la ajena.
Entonces todos cantábamos al unísono. Todos protestábamos los fallos arbitrales en contra y celebrábamos los favorables. Festejábamos las patadas que pudieran debilitar a un rival sin dejar a nuestro equipo con uno menos. Era lo que podíamos hacer para aumentar las posibilidades de que nuestro equipo ganara, y así evitarnos la humillación de la derrota.
En un momento se produjo un tiro libre para nuestro equipo. Los jugadores se avivaron, sacaron rápido y generaron así la confusión de la defensa, que fue aprovechada para convertir el gol. Sin embargo, mientras festejábamos la conquista el referí ordenó repetir la ejecución. Toda la tribuna protestó el fallo, y no entendían por qué. Yo había comprendido la razón, y expliqué que la pelota estaba en movimiento. Todos sabíamos que no se puede hacer un tiro libre si la pelota no está quieta.
Al mencionar la razón del fallo del árbitro, fui rodeado por cuatro sujetos de barba prominente y abdomen temerario. Con cara poco amistosa, me intimaron a retractar mi dicho. La posición oficial de la tribuna era que la pelota estaba quieta, y mientras golpeaban la palma de una mano con el puño de la otra me preguntaron qué opinaba. Como comprendí las implicancias de su postura hacia mi bienestar físico, acepté que estaba equivocado. Reconocí que la pelota estaba quieta y el gol anulado en realidad había sido válido. Agregué que era muy claro que el árbitro estaba comprado.
La respuesta conformó a los muchachos, que volvieron a prestar atención al juego. Cuando dejaron de prestarme atención, me alejé con prudencia mientras murmuraba “eppur si muove”.

Sed

En la Cervecería Modelo de La Plata dan maní gratis. La idea es que el cliente pida cerveza, y en general lo consiguen. Por eso cuando se acaba el maní vuelven a traer. Pero no es eso lo que destaca a la Modelo entre los muchos lugares que tienen esa costumbre. Lo que distingue a la Modelo es que las cáscaras de maní se tiran al piso, lo cual genera un placer inigualable.
En todas las mesas los clientes de la cervecería reciben maní, lo comen y tiran la cáscara al piso. El piso queda cubierto de ellas. Parece el suelo peludo de una peluquería. Al caminar por ese suelo, muchos pisan intencionalmente las cáscaras descartadas para que se genere el ruido crocante característico.
No paré de comer maní en mi visita a la Modelo. Empleé distintas modalidades para descartar las cáscaras. Rompía una y la tiraba al suelo. Rompía varias, juntaba un montón y tiraba todo el montón al piso. Después, cuando me levantaba por cualquier motivo, pisaba con alegría el suelo crocante. Comí cualquier cantidad de maní.
Todo el maní me terminó dando una sed como nunca había sentido. Tenía tanta sed que me tomé toda la gaseosa que pensaba que me duraría la cena entera. Pedí otra, luego una más, luego otra, y otra. La sed no se me iba. Terminé las existencias de gaseosa, y tuve que pedir cerveza, a pesar de que no acostumbro tomarla. La sed resistió a las cervezas y a todas las otras bebidas. Llegó un momento en el que me echaron del baño porque no paraba de tomar agua de la canilla. Me tuve que ir del lugar, pero mi sed seguía intacta.
Vacié los quioscos y estaciones de servicio en el camino hacia la autopista, sin que mi sed sufriera modificaciones. Al contrario, era cada vez mayor. Estaba tan desesperado que cuando pasé por los piletones del sistema de distribución de agua, me bajé de la autopista y me tomé toda el agua. La sed se calmó un poco, pero minutos después volvió en todo su esplendor. Entonces salí definitivamente de la autopista, me interné en el Río de la Plata y me lo bebí completo.
Bebí también el Riachuelo y el arroyo Maldonado. Mi sed seguía aumentando.
La desesperación que tenía era enorme. Ya no me hacía nada tomarme una botella de agua o un bidón de veinte litros. La sed ni se mosqueaba con esas cantidades. Me tomé los lagos de Palermo y el Parque Centenario, luego me fui hasta el delta del Tigre y bebí, así como venían, el Paraná y el Uruguay.
Como no era suficiente, fui hacia el otro lado y me tomé el océano Atlántico, luego el Índico y más tarde el Pacífico. Pero el agua salada me hizo peor. La sal me dio aún más sed, y tuve que ir a las altas montañas, a los deshielos, a los grandes lagos y a todos los ríos del mundo.
Cuando terminé de beber el último río, noté que la sed se estaba yendo. Bebí los últimos sorbos lentamente, hasta que sentí que me saciaba. En ese momento suspiré aliviado y me relajé. Pero me duró poco tiempo, porque al relajarme me vinieron ganas de ir al baño, y supe que todavía faltaba la mitad de la experiencia.

Walt Disney descongelado

Por fin encontraron la cura.
Disney abrió los ojos.
El Tío Walt estaba de vuelta.
Una vez curado, volvió a ser el que era.
Visionario, creador y emprendedor.
Rápidamente, regresó a lo suyo.
Abrió Disneyland Alaska.
Se quedó allí mucho tiempo, disfrutando de estar vivo.
Una vez animado, tenía ganas de recupera el tiempo perdido.
Planeó otros parques en Siberia y Tierra del Fuego.
Estaba fascinado con el invierno permanente.
No quería volver a California.
Pero sus descendientes lo convencieron.
La cabeza del imperio estaba ahí.
Nadie lo podía manejar mejor que él.
Entonces abandonó Alaska.
Pero al llegar a Los Ángeles, se desvaneció.
Walt sufrió un súbito golpe de calor.
Los médicos hicieron todo lo posible para salvarle la vida.
Esta vez no lo consiguieron.
Walt murió creyendo que en algún momento lo iban a curar.
Nadie se animó a decirle las reglas del juego.
Una vez descongelado, no se puede volver a congelar.

Abrir los poros

Tenía la piel reseca. En la farmacia me recomendaron una pomada para abrir los poros. Me dijeron que así la piel podría respirar mejor y se hidrataría más fácilmente.
Compré la pomada. Esa noche la unté sobre la piel con abundancia y me fui a dormir. Cuando me levanté, comprobé que los poros estaban abiertos. Mi piel se sentía más suave. Me alegré de haber usado la pomada y me fui a trabajar.
Pero con el correr de las horas me di cuenta de que los poros seguían abriéndose a una velocidad alarmante. Para el mediodía se me notaban los poros, parecía que tenía varicela. A las cinco de la tarde eran verdaderos agujeros. Los que me miraban podían ver a través de mí.
Cuando salí del trabajo se había levantado viento, y gracias a mis poros abiertos el viento me elevó. Enganché una corriente y vi la ciudad desde arriba. Entré en pánico. No sabía cómo iba a hacer para aterrizar. Estuve un buen rato volando como una bolsa de plástico suelta, hasta que el viento bajó la intensidad y no me sostuvo más. En ese momento me precipité hacia el suelo, pero no me pasó nada porque los agujeros me habían vuelto muy liviano.
Fui a quejarme a la farmacia. No me llevaron el apunte. Me dijeron que me debí haber equivocado en la dosis y que, de cualquier manera, lo apropiado era consultar a un médico y no al farmacéutico. Así que me la tenía que aguantar.
Entonces fui al médico, pero no me pudo recetar ninguna pomada para cerrar los poros. Lo único que me pudo ofrecer fue hacerme injertos. No me pareció una buena idea.
Desde entonces voy a todos lados muy vestido. Uso mangas largas y me cuido de arremangarme. Trato de no usar ropa que se transparente. En lo posible uso telas gruesas, que desvíen el viento. Por las dudas, me acostumbré a los zapatos bien pesados y cuando hay un ventilador cerca me alejo.

Las colinas están vivas

“The hills are alive with the sound of music”
Oscar Hammerstein II

Cuando empezó a sonar la música, las colinas comenzaron a saltar. Con ellas saltaron el pasto, los árboles, las ardillas y los arcos iris que siempre las acompañaban. Las colinas se movían al compás de la música, en armonía unas con otras. Se podría decir que bailaban.
La danza de las colinas se mostraba en gráciles movimientos del suelo, que subía y bajaba, como si latiera. También giraban sobre sí mismas mientras recorrían el circuito donde sonaba la música. Los animales que estaban parados sobre las colinas también giraban, y los que tenían la posibilidad al mismo tiempo abrían los brazos. El entorno, sus habitantes y la música eran uno.
Un riacho que pasaba cerca se contagió la alegría de las colinas, y la llevó hasta el mar. En el mar se dispersó entre los peces, los corales y los delfines, hasta llegar a la otra orilla del océano, donde la alegría cubrió el continente. Así, pronto el mundo entero estuvo vivo con el sonido de la música.

The hills are alive with the sound of music”

Oscar Hammerstein II

Enamorada del muro

La Enamorada del Muro había vivido toda su vida junto al muro. Estaba unida a él por múltiples ramas que se pegaban a la pared y sostenían así a la planta. Pero la Enamorada del Muro no estaba enamorada del muro. Era sólo el lugar donde vivía.
Durante una época la Enamorada del Muro creyó estar efectivamente enamorada del muro. Pensaba que debía estarlo, que era el Destino, que después de todo su vida giraba alrededor del muro. Hasta que se dio cuenta de que su nombre no era también una descripción, del mismo modo que las mujeres que se llaman Martirio no son necesariamente un martirio.
La planta, además, se sentía atrapada en el muro. Lo veía como una limitación a su potencial. La Enamorada del Muro sólo podía crecer lo que el muro le permitiera. Cada vez que intentaba pasarse al otro lado del muro, venía alguien y la podaba.
Llegó un momento en el que la Enamorada del Muro tomó la decisión de separarse. Quiso buscar otro destino, tal vez incluso otro muro, donde poder desarrollarse a pleno. Por eso, lentamente, comenzó a despegar sus ramas del muro.
Nadie se daba cuenta, porque el follaje de la planta era muy tupido. Pero era cuestión de tiempo para que se liberara del muro que la había aprisionado toda la vida. Cada día despegaba alguna rama más. Cada día se acercaba más a su objetivo.
Cuando quedaban pocas ramas para cortar, se largó un temporal. Cayó una cantidad muy grande de agua sobre las hojas de la Enamorada del Muro. Tanta que el peso de la planta más el peso del agua fue demasiado para las pocas ramas que aún quedaban pegadas al muro. Y la Enamorada se cayó. Por fin era libre.
Al día siguiente, los habitantes de la casa donde se encontraban la Enamorada y el Muro vieron lo que había ocurrido, y pensaron que era una calamidad producida por la lluvia. Nunca sospecharon que la planta estaba en el momento más feliz de su vida. Por eso llamaron al jardinero, que la cortó en pedazos y la cargó en bolsas de residuos.
El muro, que estaba enamorado de la planta, debió soportar no sólo el rechazo sino también la muerte de la planta a su propio pie. Aún conserva, a manera de homenaje, los restos de las ramas que nunca se despegaron, y su mayor temor es que algún día a alguien se le ocurra pintarlo.

Wind-surf

En verano las rutas se llenan de autos, que a su vez están llenos de gente que va a la costa. Sobre la orilla del mar hay ciudades bastante precarias respecto de las que la gente que veranea suele habitar, pero tienen la ventaja de que el mar está al alcance.
De esta manera, al veranear en esas ciudades la gente tiene acceso a la playa y, lo que es más importante, al mar (nadie va por la arena, es más bien una molestia). La característica más saliente del mar, además del agua, son las olas, que permiten darle un carácter único, que no se puede encontrar en ninguna pileta. Las olas elevan a quien se interponga en su camino y provocan una interacción de fuerzas muy excitante para los que se meten en el agua.
Algunos van preparados y llevan elementos para navegar las olas. Usan tablas que les permiten subirse a las olas, a pesar de que no son más que ondulaciones móviles en el agua, y consiguen durante unos segundos una sensación de aventura inolvidable.
Los insectos, por su parte, también quieren aventura. Pero no pueden ir al mar, porque se ahogarían al sumergirse. Entonces se dedican a otra clase de wind-surf.
Usan las rutas como grandes pistas de surf y a los autos como olas. Cada vez que se acerca un auto, los insectos aventureros tratan de subirse a la corriente de aire que genera a su paso. Tratan de enganchar las corrientes de varios autos juntos, y mientras más larga es la experiencia, más gratificante.
Claro que es peligroso. Como los insectos no tienen medidas adecuadas de seguridad, es habitual que muchos fracasen en el intento y terminen aplastados contra los parabrisas. Los que tienen suerte se enganchan al limpiaparabrisas. Los que tienen aún más suerte se logran desenganchar sin ser aplastados por el auto siguiente.
El auto siguiente es el mayor peligro para los insectos que hacen wind-surf en la ruta. Nunca saben qué clase de vehículo se aproxima ni a qué distancia, hasta que la corriente del primer auto los lleva y es demasiado tarde.
En efecto, se trata de una actividad peligrosa. Pero es una de las pocas diversiones que tienen los mosquitos. Después de todo, ellos también tienen derecho a romper con la rutina.

Represa de caracoles

El Estado, en un gesto de eficiencia, decidió solucionar dos problemas al mismo tiempo. La excesiva cantidad de caracoles volvía poco atractivas para el turismo a las playas. Al mismo tiempo, algunas provincias mediterráneas tenían problemas energéticos que requerían la construcción de una represa hidroeléctrica. Pero no había fondos para conseguir la cantidad de hormigón que se necesitaba.
Entonces el plan fue construir la represa con los caracoles que sobraban en las playas. El razonamiento era que el material de los caracoles era natural y resistente al agua. Los grupos ecológicos no tendrían muchos motivos para oponerse. Y con el aumento del turismo al tener más playas de arena, la obra podría hasta autofinanciarse.
Se organizó el traslado de los caracoles a la zona de la represa, mientras se construía un esqueleto de hierro para contenerlos. Cuando empezaron a llegar los camiones cargados de caracoles, los volcaban sobre la represa.
Luego de unos meses de trabajo, la obra estuvo en condiciones de inaugurarse. Se optó por dejar los caracoles a la vista para que la represa se convirtiera en un atractivo de la zona, único en el mundo.
Pero al poco tiempo de inaugurarse empezaron los problemas. La empresa concesionaria de la obra, para ahorrar dinero, no se había asegurado de filtrar los caracoles vivos, que resultaron ser mayoría. El agua del río que la represa interrumpía hizo que los caracoles se sintieran como en su casa (más allá de que, de hecho, llevaban su casa consigo). Los caracoles comenzaron a relacionarse entre ellos y vivir como siempre lo habían hecho. No estaban enterados de que formaban parte de una represa.
Fue así como, lentamente, la represa comenzó a moverse río abajo. Era un movimiento poco perceptible, pero al cabo de un mes se pudo notar que la ruta que cruzaba la represa ya no coincidía con ella.
Se vio que era necesaria una obra para contener la represa, pero el Estado no tenía fondos para destinar a esa región luego de la megaobra que había significado la represa. Había otras prioridades. La obra quedó en proyecto, a la espera de que alguna otra administración tuviera interés.
De este modo, la represa continuó su marcha sobre el río. A medida que aumentaba la distancia del sitio original, aumentaba también el costo de la obra para repararla. Con el correr del tiempo los caracoles la llevaron a otra provincia, y se agregó un problema jurisdiccional: el gobierno de la nueva provincia no quiso devolverla a su lugar de origen sin recibir una compensación.
Entonces la represa continuó su lenta marcha hasta que llegó a la desembocadura del río en el mar. Los caracoles se volvieron a establecer en la playa y la represa quedó instalada allí mismo. El río no pudo desembocar en el mar, de modo que la playa se inundó y quedó inutilizable para el turismo.
Hubo que solucionar en forma urgente el problema, porque se acercaba la temporada de verano y la provincia vivía de los turistas. Pero seguía sin haber dinero para obras. Hasta que el gobierno de la provincia decidió aprovechar el recurso que había quedado en su territorio. A pesar de la oposición de los ciudadanos, la provincia financió la instalación definitiva de la represa de caracoles en la playa (era más barato que hacerla en otro lado, porque los caracoles no pensaban avanzar más hacia el mar). Así, la provincia pudo vender la energía producida por la represa al resto del país, y tuvo un buen reemplazo para la industria del turismo.

Concha tomada

Un caracol tenía ganas de salir un rato. Dejó su caparazón atrás de un tronco caído y se dedicó a andar por los alrededores. Tomó sol, disfrutó del aire fresco y se sintió liviano por un rato. Arrastrar el caparazón era una carga que, aunque útil, le significaba un peso del que era agradable liberarse.
Cuando se hacía de noche, el caracol volvió a buscar su caparazón. Grande fue su sorpresa al descubrir que estaba siendo ocupado por una babosa. El caracol estiró las antenas en señal de protesta, pero la babosa hizo caso omiso a la objeción.
Esa noche, el caracol estuvo a la intemperie. Trató de refugiarse en el tronco, pero no tenía la comodidad de su caparazón. El caracol maldijo el momento en el que se le había ocurrido sacárselo. Decidió quedarse cerca y vigilar a la babosa que ocupaba su hogar. Por suerte, con el peso extra le iba a ser muy difícil tomar velocidad.
La babosa, en tanto, no dejaba de sorprenderse por las comodidades del caparazón que se había encontrado. Pensó que era un descubrimiento muy fortuito, casi se convenció de que algo o alguien lo había dejado ahí para él. Cuando estuvo cerca de desarrollar el concepto de determinismo místico, se asustó ante la inmensidad de lo que no comprendía, y escondió todo su cuerpo en el caparazón. De esta manera volvió a sorprenderse. Empezaba a considerarlo su hogar.
El caracol no sólo lo consideraba su hogar, sino parte de su cuerpo. Sentía la ausencia del caparazón, y también la sombra de su presencia. Cuando al caracol le picaba el caparazón no sabía qué hacer. Podía ir hasta donde estaba la babosa y rascarlo, pero se arriesgaba a espantarla y que se fuera con su propiedad. Entonces se quedaba con la picazón. Trataba de solucionarlo pensando en otra cosa.
Mientras vigilaba atentamente los movimientos de la babosa, el caracol trataba de urdir un plan para recuperar su vivienda. ¿Cómo podía hacer que la babosa cometiera el mismo error que él? Dio con una respuesta: hacerla pasar por debajo de una rama que no permitiera el paso del caparazón. Al ser ajeno a la babosa, se deslizaría y lo dejaría libre. Pero, ¿cómo hacerla por un lugar determinado? Era una solución simple, pero impráctica.
Luego de pensar durante un buen rato, el caracol tuvo otra idea. Si se subía al tronco y se tiraba sobre el caparazón, tal vez el ruido de la caída podría espantar a la babosa. El caracol dedicó las siguientes horas a subir al tronco, sin reparar en que se avecinaba una gran tormenta.
La babosa se refugió de la lluvia en el caparazón. Cada trueno le daba un miedo más profundo. Temía a la inmensidad que estaba al acecho. En eso, una ráfaga de viento hizo caer del tronco al caracol. Cayó todo mojado justo delante de la babosa.
La babosa, al verlo, lo tomó como un presagio de su futuro y abandonó el caparazón. Lentamente el caracol se recompuso y fue a ocupar su hogar. Pero cuando logró encajarse se dio cuenta de que estaba todo babeado. Algo había sucedido durante la ocupación de la babosa. Ya no era el mismo caparazón de antes. Y el caracol tampoco.
El caracol, entonces, estiró su antena derecha, golpeó el hombro de la babosa que se alejaba y la invitó a compartir su hogar. La babosa, encantada, expresó su alegría con un aullido inaudible y se quedó a acompañar al caracol.
El caracol y la babosa empezaron a vivir juntos. Se turnaban en el uso y el aseo del caparazón. El caracol le enseñó los secretos que había aprendido durante su vida para aprovechar mejor el caparazón, y la babosa lo aconsejó sobre la supervivencia fuera de él. Cuando llovía, el que estaba con el caparazón se subía al que estaba libre para protegerlo. Se volvieron inseparables.
La babosa, más aventurera, empujó al caracol a salir a conocer los alrededores y compartió con él los pareceres místicos que había descubierto gracias al caparazón. El caracol era más sedentario pero estuvo dispuesto a acompañar a la babosa. Cuando advertía algún peligro, el caracol se salía del caparazón y se acercaba para prevenir a la babosa, que siempre agradecía el gesto.
Juntos, el caracol y la babosa se lanzaron a explorar el mundo.

La cuarta dimensión

Bruno tenía un laboratorio en su departamento del décimo piso de un edificio de las afueras de la ciudad. Se dedicaba a experimentar y solía inventar toda clase de aparatos. Algunos tenían aplicaciones prácticas, otros eran construidos sólo por el gusto de poder hacerlo. Pero Bruno consideraba a todos como pasos intermedios hacia su gran objetivo: construir una máquina del tiempo.
Durante años investigó todo lo relacionado con el tiempo. Estuvo al tanto de todas las novedades de las revistas científicas que pudieran dar una pista sobre cómo lograr su objetivo. Hasta que un día, mientras esperaba turno para cortarse el pelo, tuvo una revelación. Llegó a su mente la clave para lograr el viaje en el tiempo. Así como se podía convertir materia en energía, debía ser posible convertir espacio en tiempo.
Por eso mudó su laboratorio a la terraza. Allí tenía más espacio para poder experimentar. No era sencillo lograr su visión. Cinco años después del episodio de la peluquería, luego de gastar una fortuna en prototipos fallidos, logró construir una máquina que funcionaba. La construyó sobre la base de una vieja heladera. Para comprobar que funcionaba, se metió en la máquina y la programó para que lo llevara a un minuto más tarde. Y lo consiguió: cuando la máquina terminó la operación, su reloj atrasaba un minuto respecto del que había dejado afuera.
Bruno se emocionó. El sueño de su vida se estaba cumpliendo. Podría viajar a cualquier época que se le ocurriera, futuro o pasado, y presenciar cualquier acontecimiento histórico que quisiera, futuro o pasado. No había acabado de pensar las posibilidades cuando decidió, como viaje inaugural de la máquina probada, retroceder cien años.
Estaba tan ansioso que no podía esperar. Quería ir en ese mismo momento. Se metió en la máquina y la programó. Instantáneamente fue trasladado hacia un siglo atrás.
Pero Bruno no pensó en cuatro dimensiones. No calculó que en esa época el edificio no existía, y al llegar al año deseado cayó con máquina y todo al arroyo que recorría esa zona, y que todavía no había sido entubado. La máquina le sirvió para amortiguar el golpe y le salvó la vida. Incluso quedó bastante sana luego del impacto, pero se oxidó al mojarse.
Bruno quedó atrapado un siglo antes de su época, y no le quedó más remedio que dedicar los siguientes años a intentar reparar la máquina. Para lograrlo, debió adelantar varias décadas la invención del proceso de cataforesis.