Vendo año 1994

Vendo año usado, modelo 1994. A pesar de su antigüedad, conserva todos los meses. Es un año típico de su época, lleno de acontecimientos que se dan sólo en él. Pertenece a la serie 1990, de los mismos creadores de 1993 y 1992, que con el tiempo se harían conocidos como los responsables de 2009.
Se trata de un año par no bisiesto, el anteúltimo de su siglo. Contiene un mínimo de tres campeonatos mundiales de los deportes más populares. Es también el primer año libre de apartheid.
Se conserva en buen estado a pesar del paso del tiempo. Permite todavía observar su impronta. Algunos días están algo chamuscados por eventos varios, pero no contiene nada que vaya más allá de la naturaleza de un año usado. Por el contrario, al ser uno de los años más pacíficos de los que se tenga memoria, es posible que su estado de conservación lo haga confundir con uno más moderno.
Astronómicamente hablando, el año solar 1994, además de dos pares de equinoccios y solsticios, incluye dos eclipses solares y dos lunares. También está presente el choque entre el cometa Shoemaker-Levy 9 y Júpiter, sin precedentes históricos. Es cierto, este evento astronómico no puede compararse con la llegada a la Luna en 1969, no obstante 1994 cuenta con un Woodstock.
Esta oferta es por tiempo limitado. Usted puede hacerse de un período único e irrepetible. No se venden meses por separado. Por un módico precio, 1994 puede ser su año.

El Universo en la playa

Una persona, tirada en la arena, mientras contemplaba la inmensidad del mar reflexionaba sobre su insignificancia en el Universo. “Pensar que comparado con el Universo yo no soy más que este granito de arena”, pensaba.
A su alrededor, otras personas se hacían la misma reflexión. Cada uno se daba cuenta de su propia falta de importancia, y se asimilaba a un grano de arena. Pero como nadie decía en voz alta lo que pensaba, no se enteraban de que todos estaban pensando lo mismo. Estaban comulgando entre sí, estaban siendo parte de algo más grande que ellos, estaban dejando su propia individualidad para pasar a ser, entre todos, otra cosa, un ente superior. Cada uno era como un granito de arena, y juntos formaban una enorme playa de reflexión.
Pero no se limitaba a ellos. En las otras playas, aunque estaban aislados, otras personas formaban otras playas de pensamiento. Lo mismo ocurría en los desiertos, en las planicies. La gente observaba la enormidad y se ubicaba en su lugar. Todo el planeta estaba unido sin saberlo. Era como una gran bola envuelta en un mismo sentir. Y ese sentir hacía que todos tomaran conciencia de que el planeta, comparado con el Universo, era insignificante.
Sin embargo, y sin que lo supieran, en otros planetas se compartía el mismo sentimiento. La inmensidad del Universo era percibida en todos sus rincones, no había criatura que no pudiera compararse con el todo y salir perdiendo. Pero nadie tenía ganas de pronunciar su reflexión. Todos tenían miedo al ridículo, a generar un debate inútil, sin saber que el Universo entero tenía ganas de hablar de su insignificancia respecto del Universo.
El Universo, así, también estaba unido sin saberlo. La reflexión sobre la insignificancia trascendía a las galaxias, también insignificantes, y abarcaba cada rincón en el que hubiera alguien capaz de formularla.
Sin darse cuenta, todos juntos, pese a su insignificancia, habían logrado crear algo mucho más grande y trascendente que cualquiera de ellos. La humildad ante el Universo era tan grande como el Universo.

Grito gutural

El grito sale de mis entrañas. Grito por fuera y grito por dentro. Todo mi ser grita al unísono. Cada una de las partes de mi cuerpo se unen en este grito unánime y estremecedor. Nunca había sentido tanto consenso interno, ni tanta necesidad de expresarlo.
Es un grito de desesperación que viene del fondo de mí, y también de otras partes más cercanas a la superficie. Necesito que el mundo exterior se entere de lo que me pasa, y me cuesta comunicarlo con los métodos habituales. Y mi cuerpo, frustrado ante la incomunicación, decide retirarle a la boca el privilegio de ser el único vocero de sus inquietudes. La boca pasa a ser sólo un canal para el sonido.
Durante la vigencia del grito, mi cuerpo vibra. En el espejo me veo fuera de foco. No veo de dónde proviene el sonido, sólo una masa amorfa. Pero lo escucho muy claramente, no es posible ignorarlo.
El cuerpo vibra a una frecuencia tal que pierdo la noción de dónde estoy. También pierdo la noción de cuál es mi boca, porque las distintas partes del cuerpo están funcionando como bocas múltiples, que generan cada una un sonido igual al de las otras. Es un gran estruendo que se realimenta.
Los decibeles me empiezan a hacer mal. Trato de taparme los oídos, pero no los encuentro, están convertidos en bocas. Se aturden a sí mismos. Quiero cerrar la boca y lo logro, pero todas las demás quedan abiertas y sólo sé cerrar la regular. El ruido que sale de mí me envuelve y me atrapa. Termino preso de él. El grito me traga, me digiere y me desintegra. Sólo queda de mí el sonido, que sigue tronando cada vez más fuerte, ya independiente de su origen dentro de mi cuerpo.

Pedro y los lobos

Pedro era un niño que vivía en un pequeño pueblito campestre. Se dedicaba todo el día a cuidar ovejas. Como era muy responsable, estaba siempre atento de que las ovejas tuvieran pasto a disposición y siempre alejadas del peligro.
Un día, Pedro divisó un lobo que se acercaba a sus ovejas. Como no era más que un niño indefenso, sabía que no tenía fuerzas para pelear contra aquella bestia. Entonces pidió ayuda a los gritos:
―¡Socorro! ¡Viene un lobo!
Los adultos del pueblo, alarmados por los gritos de Pedro, se acercaron y entre todos redujeron al lobo. Luego lo liberaron lejos del lugar, para que buscara alguna otra fuente de alimento. Pedro agradeció la intervención de todos y volvió a cuidar sus ovejas.
Al otro día, Pedro realizaba la misma actividad cuando, de pronto, divisó otra vez a un lobo. Recordó la ayuda que había recibido y decidió volver a solicitarla. Entonces gritó:
―¡Socorro! ¡Viene el lobo!
Los adultos volvieron a acercarse y otra vez dominaron al lobo. Alguien planteó la posibilidad de matarlo para eliminar la amenaza, pero nadie quiso ser tan cruel, porque después de todo el lobo no tenía la culpa de ser un lobo. Entonces lo liberaron más lejos que el día anterior.
A la mañana siguiente, mientras las ovejas pastaban en paz, el silencio del campo fue quebrado por los ladridos de un lobo. Pedro se alarmó y pidió ayuda, gritando:
―¡Socorro! ¡Viene el lobo!
Los adultos concurrieron una vez más en su ayuda, pero en esta oportunidad no pudieron reducir al lobo, porque se alejó al ver que venían a neutralizarlo. Así que Pedro pudo volver a su tarea de vigilar a las ovejas, que por cierto no habían reaccionado con la visita de los tres lobos, de tan acostumbradas que estaban a no tener que ocuparse de sus vidas.
La escena se repitió. Todos los días un lobo amenazaba a las ovejas, Pedro pedía ayuda y los adultos concurrían a brindársela. Esta situación los empezó a cansar, porque todos tenían tareas para hacer y se atrasaban. Así que se decidió cortar por lo sano. En la siguiente asamblea, se decidió que entre todos le pagarían a Pedro un buen alambrado de púas para proteger de una vez por todas su campo de las amenazas de los lobos.

El mar azul

Muchos se preguntan qué es el líquido azul que aparece en las publicidades de toallas femeninas para ilustrar lo que de otro color quedaría feo. Pues bien, se trata de Plax. En la publicidad lo eligen por el color, y millones de personas en todo el mundo lo usan todos los días sin saberlo para blanquear sus dientes.
Como con cualquier producto tan masivo, el comercio global de Plax y sus competidores se hace en barco. En cualquier momento dado, en los distintos océanos hay cientos de barcos trasladando el producto a países lejanos para su comercialización.
Cuando hay tal nivel de transporte, es inevitable que tarde o temprano, por más recaudos que se tomen, se produzca un accidente. Y ocurrió en el océano Índico. Una orca despistada intentó dar un tarascón a la proa, con tanta fuerza que la agujereó. Algunos piensan que la orca tenía la intención de higienizar sus dientes. Si fue así, no lo logró, porque quedaron estropeados por el acero.
El agujero que produjo la orca, sin embargo, resultó efectivo. El Plax se derramó en el océano. Alrededor del barco, el líquido tiñó al mar de azul. Los ambientalistas que llegaron rápidamente se vieron en dificultades para diferenciar el agua del Plax, así que se concentraron en tratar de cerrar el agujero, para evitar que se siguiera contaminando el agua.
Por suerte, como es un líquido de tocador, el Plax se disuelve en el agua. Así que la mancha azul pronto desapareció, y el mar recuperó su tonalidad habitual. Los peces del océano Índico, sin embargo, durante meses exhibieron una gran blancura en sus dientes.

Esencia de luz invisible

La única luz que vale la pena es la que se ve con los ojos cerrados. Esa luz está libre de influencias externas, de puntos de vista sesgados, de fotones molestos. Cuando uno logra captar su propia luz, está listo para conocerse.
Cuando uno se conoce, conoce también el mundo. Todo está incluido en todo. Usted tiene el universo en cada célula. Arránquese un pelo y mírelo: está viendo miles de universos, uno atrás del otro, tomando forma de folículo mientras en cada uno de ellos, tal vez, esté usted mirándose un pelo.
Mientras usted (o el otro usted) se mira el pelo, por todos lados hay universos que no se pueden ver. O, mejor dicho, que sólo pueden ver los que están entrenados para percibirlos. ¿Cómo los ven? Cerrando los ojos y dejándose poseer por la esencia.
Si usted cierra los ojos, tarde o temprano la sentirá. La esencia no toca timbre. Se presenta y de repente la tiene, la ve. Tiene ganas de agarrarla, de capturarla, quizás de abrazarla, pero no se deja. Toda actividad humana es ajena a la esencia. Sólo accede a ser percibida durante un momento por el ojo bien entrenado.
Los ojos que no la pueden ver sólo perciben oscuridad. Algunos se desaniman, son los que no están preparados. En algún nivel lo saben. No son capaces de recibir al Universo. Si supieran que ya tienen millones, tal vez la idea les sería más familiar. O tal vez se desesperarían, y empezarían a rascarse desenfrenadamente para tratar de sacarse de encima todos los universos.
Pero no podrán. Sólo lograrán sacarse algunos, y con ellos las células que los contenían, que dejarán así de pertenecer a esas personas, para pasar a ser patrimonio del Universo.

Yo contra el texto

Arranqué el texto esperanzado, pensando que podía llegar a algo bueno. Escribí unas líneas. Las ideas fluían, se concatenaban naturalmente, producían una secuencia de palabras que era al mismo tiempo razonable y original. Estaba contento con el resultado parcial.
Hasta que me di cuenta de que el texto se estaba escribiendo solo. Se independizaba de mis pensamientos y tomaba el rumbo que le parecía, sin necesidad de consultar conmigo. No podía permitir que se me escapara. Era mi texto, yo era el autor.
Empecé entonces a dirigirlo hacia lugares inesperados, menos lógicos. A veces tuve que forzarlo, porque no quería. Como veía que no podía solo, tuve que introducir personajes que me ayudaran a empujar.
Los personajes se sumergieron en el texto y empezaron a actuar como les indicaba. Hasta que el texto los empezó a influir. No era difícil, estaban dentro de él. Entonces se dieron vuelta, empezaron a jugarme en contra.
Cuando supe lo que estaba pasando, me enojé. Tuve que tomar medidas drásticas. Decidí que debía matar a los personajes. No me gustaba, incluso me daban pena, eran personajes que yo mismo había creado un rato antes. Pero ese impulso me pareció que era un esfuerzo del texto para tratar de manipularme, así que lo vencí.
La muerte de los personajes fue un mensaje inequívoco de mi fuerza para forzar al texto por el camino que yo quería que tomara. No lo iba a dejar emanciparse. El texto, al darse cuenta de que la cosa iba en serio, se volvió un poco más dócil, más negociador.
Dejó de resistirse al gran rumbo que yo quería marcarle, pero cuando podía me sugería pequeños cambios. Algunos resultaban muy atractivos y también útiles. El texto se conocía bien, tenía buenos instintos. Así que le hice caso varias veces. Empezamos a confiar cada uno en el otro, y a estar más contentos, el texto con su rumbo y yo como autor. Eso redujo la tensión.
Sin embargo, como debido a todos los incidentes me había olvidado de guardar el texto, justo fue la baja tensión la que nos jugó una mala pasada, cuando un corte de luz nos separó para siempre.

Ceda el asiento

―Disculpe, ¿podría cederle el asiento a ella? Está embarazada.
―Lo cedería con gusto, pero no estoy sentado.
―Pero está embarazada.
―Está bien, lo que pasa es que yo también estoy parado.
―¿No le podría ceder el asiento? Está esperando un hijo.
―Bueno, en cuanto tenga un asiento para ceder se lo cederé. Pero por ahora no puedo, no estoy sentado.
―¿La va a dejar viajar parada con la panza?
―No hay nada que pueda hacer yo. Pídale a alguien que esté sentado.
―¿No vio el cartel? Los asientos son prioritarios para personas con movilidad reducida. Ella está embarazada. Cédale el suyo, usted parece una persona fuerte, capaz que soportar estar parado.
―¡Le digo que ya estoy parado!
―Está bien, entiendo, sólo que ella está embarazada y sería bueno que estuviera sentada. Pero si usted no quiere entrar en razones, no se puede.
―No es que no quiero entrar en razones. No tengo asiento, no puedo ceder algo que no tengo. ¿Por qué no le cede usted el suyo?
―Yo no tengo que cederle el asiento a nadie. Yo soy una anciana, me he ganado el derecho a viajar sentada.
―No. La respuesta correcta es que usted también está parada.
―No me distraiga con razonamientos. Acá lo único que está pasando es que usted no le cede el asiento a esta muchacha embarazada. ¿Es cierto o no es cierto?
―Es cierto, pero…
―Pero nada. Usted, señor (si se lo puede llamar señor), es un maleducado. ¿Dónde se ha visto no cederle el asiento a la chica embarazada? Así este país nunca va a avanzar.
―Mire, señora, no tengo ganas de discutir con usted. Yo le cedería mi asiento, pero el caso es que estoy parado. Ya se lo dije veinte veces, no sé si alguna vez lo va a entender. Pero tal vez entienda esto: ella ya consiguió asiento, se lo dio el de adelante.
―Bueno, viéndolo así es diferente. Pero, ¿por qué no me cede el asiento a mí? Yo soy una anciana, no me queda mucho en este mundo, por lo menos podría sentarme.
―OK señora, hagamos una cosa. Yo me tiro en cuatro patas y usted se sienta sobre mi espalda. ¿Le parece?
―No me falte el respeto, que podría ser su madre. Y no desvíe el tema. ¿Por qué no termina con todo este asunto y me deja sentar?
―Yo le dejo sentarse todo lo que quiera, señora, siéntese donde le parezca.
―No, no entiende. Yo necesito sentarme donde usted está sentado, porque es cerca de la puerta. Si no, voy a tener que forcejear cuando me baje, y soy una persona de edad, débil, no estoy en condiciones.
―Y yo no estoy en condiciones de cederle ningún asiento, porque no estoy sentado. No es muy difícil de entender.
―Tampoco es muy difícil pararse para que alguien que lo necesita se pueda sentar.
―Lo es cuando ya estoy parado, señora.
―Bueno, si usted no quiere entrar en razones voy a tener que recurrir al chofer.
―Con todo gusto, vaya y fíjese si la puede ayudar.
La señora va hacia el chofer. Discuten un rato. En un semáforo, el chofer se levanta de su asiento. La señora se sienta en su lugar y maneja el colectivo hasta su parada.

Aprender a aplaudir

No sabía que no sabía, sin embargo no sabía aplaudir. Hace unos días aprendí. Resultó que no era sólo juntar las manos con las palmas abiertas, sino que hay cierta técnica al respecto. Nunca nadie me la había enseñado.
Ocurrió cuando escuché una canción con ritmo pegadizo. Mi sentido musical me llevó a marcar ese ritmo con distintos golpes que involucraban a diferentes partes del cuerpo. Golpeaba el suelo con los pies, la mesa que tenía cerca con algún dedo, y también las manos entre sí, configurando un aplauso.
Estuve un rato aplaudiendo con ese ritmo, y me dí cuenta de algo que nunca había percibido. Si daba cierta forma cóncava (o convexa, no sé) a las manos, de modo de permitir que se juntara un poco de aire entre las palmas, se producía un sonido más grave que si las dejaba libradas a su suerte. Esto sólo se producía si chocaba mis manos en forma perpendicular una de otra. De modo que el pulgar de la mano derecha quede paralelo y exactamente al lado del índice de la izquierda.
Desde muy chico me había parecido que mis aplausos eran más agudos que los de los demás. Lo atribuía al hecho de que era chico, y así como mi voz era más aguda que la de los adultos, mi aplauso no tenía por qué no verse afectado por el mismo principio. Más tarde, ya grande, seguí notando la diferencia y sospeché que algo pasaba, pero no le dí importancia.
No es que siempre tuviera un aplauso agudo. A veces me salía el grave, lo que no sabía era controlarlo. Salía como salía, y no era algo sobre lo que yo tuviera una sensibilidad particular. Tampoco nunca nadie me había dicho nada al respecto. Tal vez en la escuela deberían haberme enseñado la técnica, pero no lo hicieron. Me dejaron egresar sin saber aplaudir correctamente.
Sospecho que mucha gente tiene el mismo problema que tenía yo hasta hace unos días. Aplauden de cualquier manera, con los dedos abiertos, con poca firmeza en las manos, o haciendo coincidir todos los dedos como una foca. Después van al teatro y no se nota, o piensan que no se nota, pero quién sabe, tal vez una platea de gente que sabe aplaudir sonaría mucho mejor que una llena de improvisados.

El destructor de burbujas

Oscar no podía ver una burbuja sin explotarla. No le importaba que los otros la pudieran disfrutar. A él le molestaban, entonces hacía esfuerzos para terminar con ellas.
Su existencia lo perturbaba. Creía que cada burbuja escapaba del control humano al flotar libremente por el aire. Encontraba en ellas una metáfora de los sueños vanos del hombre, aquellos con los que la gente prefiere ocupar su cabeza en lugar de luchar por hacerlos realidad. Para Oscar, eso explicaba la fascinación que el resto de la gente tenía por ver o fabricar las burbujas.
El error de los demás, según él, era dejarse tentar por cualquier burbuja. Dejar lo que cada uno estaba haciendo por mirar, aunque fuera un rato, una burbuja que pasaba. Oscar sentía especial repulsión por la cara de enajenados que ponían todos al divisar una. La interpretaba como el rostro de la improductividad.
Por eso, consideraba su explosión de toda burbuja que anduviera cerca como un servicio a la sociedad. Él pensaba que no podía evitar que la gente se enganchara con cualquier cosa, pero por lo menos podía reducir las oportunidades de que eso pasara.
Los demás, sin embargo, no lo veían así. Lo consideraban un aguafiestas, un amargo, alguien sin nada mejor que hacer que molestar a los demás e interrumpirles su alegría. Pero Oscar no hacía caso a las críticas. Seguía con sus explosiones, convencido de que, popular o no, lo que hacía era lo mejor para todos. Y además, disfrutaba enormemente del acto concreto de explotar cada burbuja.