El porqué de la plata

Quiero tener mucha plata
en realidad quiero tener felicidad
y la plata no me la proporciona
pero cómo hago para tener felicidad sin plata
la puta que lo parió
tengo que ganar plata
a mí no me interesa la plata
me interesa lo que puedo comprar
y sin plata no puedo comprar nada
por eso me interesa la plata
me interesa indirectamente
pero me tiene que interesar
qué le voy a hacer
voy a tener que aprender cómo funciona la plata
me hincha un poco las pelotas
pero debo saberlo
quiero vivir sin preocuparme por la plata
y para eso necesito tener mucha plata
así que me voy a poner en campaña
para ganar toda la plata que pueda
en el menor tiempo posible
aunque el mundo que rodea a la plata me moleste
porque está lleno de miseria
no quiero formar parte de eso
no lo voy a disfrutar
ya lo sé
voy a tener que postergar la felicidad para cuando tenga plata
no queda otra
qué cagada.

Amor con tropiezos

Mi novia es igual de torpe que yo. No nos pusimos de novios por eso, claro, pero descubrimos que teníamos esa característica en común una vez que los dos, caminando juntos, nos tropezamos con la misma baldosa. Pero ninguno de los dos se cayó, porque ambos tenemos experiencia en tropezarnos sin caernos.
Es probable que para los demás resulte divertido vernos caminar juntos. Muchas veces vamos de la mano, pero no para sostenernos uno al otro sino para expresar nuestro amor. Ir de la mano, en realidad, es una desventaja, porque no siempre nos tropezamos al mismo tiempo. Entonces puede ocurrir que el tropiezo de uno haga tambalear al otro.
Lo que nos hace tambalear, en realidad, es la reacción ante los tropiezos. Si ella se tropezara y se fuera a caer, yo tendría la oportunidad de sostenerla gracias a que la llevo agarrada de la mano. Pero, en cambio, lo que hace ella (o lo que hago yo cuando me toca) es recuperarse mediante complejas maniobras tendientes a mantener el equilibrio. Pero estas maniobras son inesperadas para el otro, que de repente se encuentra con una fuerza que actúa sobre su mano.
Básicamente, cuando ella se tropieza yo siento como si mi mano se tropezara. Y sé manejarme cuando me tropiezo con el pie, pero con la mano es una experiencia nueva. Ha pasado varias veces que ella se tropezara y yo me cayera, y viceversa.
Así que lo que hicimos fue establecer un código. Ahora, cuando cualquiera de los dos se tropieza, lo primero que hace es soltar la mano. Así puede dedicarse a los esfuerzos necesarios para no caerse, sin tener que pensar en la posibilidad de hacer caer al otro.
Una vez recuperado el equilibrio, volvemos a tomarnos las manos, contentos de haber sorteado un nuevo obstáculo.

La CIA en todo

La semana pasada escribí dos o tres textos sobre actividades secretas de la CIA orientadas a conquistar el mundo sin que nadie se entere. Al día siguiente, estaba en el auto y el vehículo que venía adelante tenía patente CIA.
Supe que no podía ser casualidad. Era demasiado sugestivo. A la CIA no se le escapan esos detalles. Temí que la CIA conociera mis textos y me lo estuviera haciendo saber.
Podrían haberme perseguido en secreto, pero no era ésa la idea que querían transmitirme. Si la CIA quiere perseguirme en secreto, tiene métodos para lograrlo. De hecho, podría estar haciéndolo. Pero acá se estaban dejando ver, lo cual sólo puede significar que querían que me enterara de que ellos estaban al tanto de mis indiscreciones.
Era la manera de, sin decirlo explícitamente, hacerme saber que debía tener cuidado. Lo cual significa que me consideran peligroso, aunque no tanto como para provocar un desafortunado accidente que termine con mi vida en silencio, o algo así.
Pero después de unos minutos me percaté de un detalle. El auto de la CIA no me perseguía, sino que iba adelante de mí. No sólo iba adelante, sino que doblaba en las mismas calles en las que yo iba a doblar. Parecía que era yo el que los estaba siguiendo, y en cierto modo eso es lo que ocurre con mis textos, lo cual es una prueba más de que la presencia de ese auto era un mensaje de la CIA para mí.
La situación continuó hasta que me percaté de que, si ellos doblaban donde yo iba hacerlo, significaba que la CIA estaba al tanto no sólo de lo que yo hacía, sino de lo que iba a hacer. Incluso, de lo que era capaz de hacer. Teniendo en cuenta ese dato, me pareció que la persistencia del mensaje más allá del momento en el que lo comprendí. Y eso me hizo pensar que debía haber algo más.
Y efectivamente, lo había. Era mucho más siniestro que lo que yo pensaba. La CIA, al hacer que siguiera a uno de sus vehículos, me estaba invitando a unirme a sus filas. Ahí comprendí todo. Ahora tenía sentido que no me mataran, estaban contentos conmigo y me querían incorporar para que los ayudara a conquistar el mundo. Seguramente me querían a bordo por mi gran capacidad de percepción.
Pero a mí no me van esos métodos. No quiero trabajar para la CIA. Así que tuve que hacer un gran esfuerzo para perder al auto que iba adelante. Era difícil, porque conocía mis movimientos, y aún si intentaba despistarlo, el auto sabía lo que iba a hacer. Si pensaba dejarlo doblar para seguir de largo, el auto seguía de largo. Y si pensaba doblar cuando siguiera de largo, el auto doblaba. No podía hacer nada.
Así que me mantuve vagando por la calle hasta que me quedé sin nafta. El auto de la CIA, como tenía que disimular su condición, se alejó. Llamé al Automóvil Club para que me remolcaran el auto hasta casa. Cuando llegué, entré muy rápido y cerré la puerta con llave. Por suerte no había ningún agente esperándome.
Ahora lo que me preocupa es el próximo paso que pueda dar la CIA. Tengo miedo de que intente operar subliminalmente sobre mí. Tal vez ya lo hagan. Me da mucho miedo, es posible que yo sea un agente de la CIA y no lo sepa. Así que, por las dudas, tengan cuidado conmigo.

Res non verba

La vaca no hablaba. Masticaba paciente, concentrada, el pasto que recogía del suelo. Su atención estaba puesta sólo en esa tarea, no le importaba lo demás. Parecía contenta con su manera de vivir.
El pasto no le parecía demasiado verde, ni falto de condimentos, ni fuera de punto, ni creía que hacía mucho frío para estar afuera, ni necesitaba interrumpir para tomar agua. O tal vez tenía todas esas quejas, pero no las expresaba. La vaca tomaba lo que estaba a su alcance, y no parecía preocuparse por lo que podría haber sido.
Yo la observaba con atención, y me preguntaba por qué no hacía cosas distintas. Por qué comía pasto y no, por ejemplo, pequeños insectos. Por qué demoraba tanto en masticar cada bocado. Por qué comía erguida, sin tirarse sobre el pasto así estaba más cerca. Por qué no se quejaba de lo que para mí hubieran sido terribles condiciones de vida. Por qué no se rebelaba ante la naturaleza, o quien fuera, y exigía una vida distinta. Por qué aceptaba todo sin decir ni mu.
La vaca en un momento me miró. Fue una mirada profunda, intensa. Nos miramos a los ojos. Yo trataba de entenderla, ella seguía rumiando. No logré entenderla, tal vez mi destino sea no entender al ganado. El contacto visual duró unos segundos, luego la vaca volvió a su actividad indiferente.
Me quedé un rato más observando a la vaca, hasta que me aburrí. Entonces me alejé y fui hacia el gallinero a preguntarme por qué las gallinas no ponían huevos de codorniz.

Sobre la tela

Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña. Pero la tela resistía su peso, así que fue a buscar a otro elefante.
Luego, dos elefantes se balanceaban sobre la misma tela, uno arriba del otro. Se hamacaban con fuerza, con la intención de romperla. Pero no lo conseguían, era una tela resistente. Cuando supieron que no podían lograr la ruptura, fueron a buscar más elefantes.
Pronto hubo una enorme pirámide invertida de elefantes sobre la telaraña, que igual resistía. Más elefantes se agregaban al grupo, sin que la tela mostrara signos de debilidad.
La tela estaba tan bien construida que resistía todos los intentos de los elefantes por romperla. Algunos se preguntaban por qué la araña había abandonado semejante tela, dado el trabajo que era evidente que le había costado.
Pero la araña sólo se había ausentado un rato. Al volver, se encontró con los elefantes balanceándose sobre su tela. “Excelente”, pensó, “la tela consiguió un montón de comida”. La araña trepó para ocupar su lugar. Corría riesgo de ser aplastada.
Su aparición al principio no fue advertida por los elefantes. Hasta que uno de ellos, el de más abajo, barritó de miedo al verla. Todos miraron hacia abajo y se espantaron. La desesperación resultante hizo que todos perdieran el equilibrio y se cayeran de la tela, causando gran estruendo.
La tela, no obstante, se mantuvo intacta. La araña caminó entonces hacia el medio, dispuesta a esperar que su tela atrapara a algún insecto.

Pasaje Güemes

Estoy en la calle San Martín. En el medio, los autos transitan junto a las numerosas motos. A los costados, se erigen unas veredas angostas por donde hay mucha más gente que la que fueron diseñadas para albergar. Por eso, muchos bajan a la calle y circulan entre los autos.
En la vereda de la izquierda, encuentro la entrada a la galería Güemes. Es un espacio mucho más amplio. Decido entrar. De repente, da la sensación de estar en otra ciudad. O en otro tiempo, no sé. Las paredes de mármol remiten a paisajes ajenos, pero extrañamente familiares. Es como si una parte de mi historia se pudiera encontrar en esa galería, en algún rincón entre los locales que ofrecen toda clase de productos.
Mientras recorro la galería, y esquivo las islas donde podría cambiar la malla de mi reloj si así lo quisiera, me voy dejando llevar por el entorno. Miro hacia arriba y veo el enorme espacio en el que se construyó la galería. Me lleva a épocas de aspiraciones de grandeza, a épocas donde esa grandeza era verdadera.
De repente, aparece la luz. Ahí me doy cuenta de que antes estaba oscuro. Vuelvo a salir al sol, y me encuentro con que estoy en otro lugar. Es una calle, sí, pero una calle como ninguna otra. No se ven autos. Sólo gente, que camina en todas las direcciones posibles y también en algunas que nunca creí posibles. Hay gente que no camina, sino que está sentada sobre una manta. La hilera de mantas divide en dos la calle, y sólo es interrumpida por florerías y puestos de toda índole.
Cruzar la galería me trasladó a la calle Florida. Decidí que el Destino era el que me había llevado hasta ahí, y no era quien para cuestionar sus designios. Así que doble a la derecha y seguí caminando.
Algunas cuadras más al norte, mientras esquivaba a diferentes personas, divisé otra galería con un estilo parecido. Tenía un nombre en plural por alguna razón: Galerías Pacífico. Decidí meterme, a ver adónde me llevaba. Pero no fue tan fácil. El manojo de pasillos, escaleras y recovecos me hizo perder. Y también, por alguna razón, me despertó un profundo deseo de jugar al Ludo.

CIA en Boedo

Se sabe que la CIA tiene planes para conquistar el mundo en secreto. Y Boedo es parte del mundo, por lo que no debería sorprender a nadie que la CIA haga operaciones secretas en Boedo.
Es así. Existen, desde hace un tiempo, agentes de la CIA infiltrados en el barrio, con la idea de sembrar no sabemos bien qué, pero algo quieren sembrar. Probablemente su objetivo sea dominar las mentes del barrio de Boedo, y a través de ellas, al resto de la ciudad, del país y del mundo.
Se los puede ver caminando por San Juan, en los colectivos, en el subte E, siempre silbando disimulados, poniendo cara de que quieren tener cara de inconspicuos mientras miran de reojo a los ciudadanos a quienes quieren someter.
No es tan fácil reconocerlos, porque varían su vestimenta, y aun su apariencia. Pero allí están, siempre conspirando, espiando y enviando información sobre lo que ocurre en Boedo a la sede central de la agencia en Washington D.C, desde donde se coordina la Operación Boedo.
No debemos permitir el accionar de la CIA en nuestro barrio. No se saldrán con la suya. Por suerte, nuestra agrupación de vecinos está al tanto de lo que pasa y pronto comenzaremos el operativo venganza. No se descarta ningún método, por ejemplo tirarles aceite hirviendo.
Ya les indicaremos qué hacer para expulsar a esta amenaza de nuestro barrio. Estén atentos a nuestros próximos mensajes.

Hasta las manos

En la administración del subte imperaba la idea de que no era necesario incorporar más formaciones, porque aunque hubiera mucha gente, quedaba lugar. Siempre entraba una persona más. El concepto era una versión inversa del fenómeno de los tubos de dentífrico.
Como resultado, en las horas pico, la gente se abalanzaba sobre los vagones. Los más ágiles conseguían asiento, los demás debían conformarse con estar dentro del vagón y ser trasladados con la velocidad del subte.
Los que se quedaban parados no se podían mover durante el trayecto. En consecuencia, no tenían ninguna necesidad de usar los brazos. Incluso resultaban molestos. Había que apartarlos cuando alguien intentaba hacerse paso para acercarse a la puerta, y siempre se corría el riesgo engancharlos en alguna parte. Los únicos que usaban los brazos eran los carteristas, que aprovechaban los tumultos para sustraer billeteras y otros objetos de valor sin que los dueños se percataran.
La administración del subte, al darse cuenta de los problemas de acarrear brazos en los trenes, decidió implementar la obligatoriedad de despacharlos antes de iniciar el viaje en las horas pico. Calcularon que se obtenía un incremento del 20% en la capacidad de cada coche al distribuir mejor los cuerpos.
Los guardas apostados en cada puerta recibían los brazos y los colocaban en los espacios para guardar bolsos, que antes nadie los usaba por temor a ser víctimas de hurto, de modo que hasta ese momento resultaba espacio desperdiciado. Con la nueva modalidad, era imposible el robo de brazos porque nadie tenía manos para agarrarlos. Al final del viaje, cada pasajero pedía su brazo al guarda. Los empleados distribuidos en el andén le colocaban uno de los brazos, de modo que el pasajero pudiera restituir el otro sin ayuda.
Los pasajeros al principio objetaron, pero luego decidieron resignarse. Era cierto que se viajaba un poco mejor sin brazos. También las condiciones de seguridad habían mejorado, porque ya no había carteristas. El trámite de despachar los brazos y volverlos a obtener al final del viaje era algo engorroso, pero de todos modos el subte seguía siendo el transporte más rápido, y el público lo siguió eligiendo para hacer sus viajes diarios.
Algunos pasajeros, inevitablemente, se olvidaban los brazos o tomaban por error brazos ajenos, así que debió implementarse en la cabecera de una línea el Salón de los Brazos Perdidos, donde se podían efectuar reclamos durante treinta días. Pasado ese tiempo, los brazos no reclamados eran donados al Hospital de Miembros, donde los pacientes que sufrían amputaciones los recibían como reemplazo.

Todos a Once

Una mujer que no era del target entró al Patio Bullrich. Miró las vidrieras y se metió en un negocio a probarse un tapado. Le gustó, entonces preguntó el precio. Cuando se lo dijeron quedó estupefacta. “Pero si eso lo consigo en Once por cinco veces menos”, exclamó indignada y se fue.
El comentario de la mujer fue oído por dos señoras adineradas que estaban en el mismo local, a punto de adquirir sin protestas un tapado similar. Pero la diferencia de precios citada les hizo dudar de que la compra fuera razonable. Entonces desistieron de hacerla y se tomaron un taxi, dispuestas a explorar ese lugar misterioso llamado “Once”.
Cuando llegaron, se sorprendieron por la cantidad de gente y la falta de elegancia del lugar. Pero quedaron boquiabiertas al ver los precios. Efectivamente, en muchos negocios las mismas prendas se podían encontrar a precios mucho menores que en el Patio Bullrich, la avenida Alvear, las Galerías Pacífico, incluso la avenida Santa Fe. Es cierto, esos lugares eran más agradables, pero no les pareció que se justificara una diferencia tan grande.
De modo que las dos señoras adineradas empezaron a comprar en Once. También comentaron el descubrimiento con sus amigas del country, y se fue gestando un boca a boca que, luego de un tiempo, llevó a que la mayor parte de las personas de mucho dinero de Buenos Aires hiciera sus compras en Once.
Se convirtieron en clientes muy asiduos, porque podían comprar mucho más. Su poder adquisitivo se había multiplicado de repente, entonces volvían a sus mansiones con bolsa tras bolsa de compras de Once. Algunas personas llevaban a sus mayordomos sólo para que las ayudaran a acarrear las bolsas.
Los comerciantes de Once aprovecharon la oleada para subir un poco los precios, de modo que siguieran siendo muy atractivos, pero como la demanda había subido se justificaba. También variaron la oferta para adecuarla a los gustos de sus nuevos clientes.
El Patio Bullrich, por su parte, se convirtió en un desierto. Los negocios empezaron a no poder pagar el alquiler de los locales, entonces tuvieron que liquidar las existencias. De modo que se produjeron ofertas muy atractivas. Pero la gente que antes concurría a ese lugar no tenía ganas de comprarles, por una cuestión de principios. Sentían que les habían robado durante mucho tiempo. Entonces empezaron a comprar en el Patio Bullrich personas que antes no se animaban a entrar. Gente que salía del shopping y se dirigía a la estación de Retiro a tomar el tren para volver a su casa.
Al Patio Bullrich no le quedó otra que bajar el alquiler de los locales, con lo que se instalaron marcas más baratas. Las grandes marcas decidieron retirarse, porque el público que empezó a concurrir no era el que buscaban. Ahora su público estaba en Once, así que tiendas como Louis Vuitton, Rolex, Lacoste, Armani y Saks Fifth Avenue se instalaron en la avenida Pueyrredón, alternándose con Banchero, Panch8, Cocot y cientos de negocios sin nombre, muchos de los cuales vendían la misma mercadería que ellos, por lo que no pudieron cobrar los precios de otros lados.
De este modo, corrió también internacionalmente el rumor de que existían en Buenos Aires locales muy baratos de las mejores marcas del mundo. Apareció el turismo bicoca, que llegaba a la ciudad para hacer compras y compensaba el valor del pasaje.
Así fue como la zona de Once se transformó en el centro de consumo internacional que es hoy. Pero antes era muy distinto. Para darse una idea de cómo era, basta con darse una vuelta por el Patio Bullrich.

Trazo de los libres

Se oyó ruido de rotas cadenas. En todos los bancos, oficinas y locales de venta al público, las biromes volaron. Se liberaron de sus ataduras y salieron al mundo.
Las personas responsables de su anterior prisión intentaron atraparlas, pero la determinación de cada birome por ser libre pudo más que la voluntad de los opresores. Las instituciones se quedaron sin material de escritura, y tuvieron que pedir a los clientes que se lo proveyeran ellos mismos.
Mientras tanto, las biromes conocían la ciudad. En el centro una gran columna de biromes recorría las calles a lo alto, confundiéndose con las palomas y, a veces, trazando líneas sobre ellas. Algunas desplegaban un instinto agresivo en forma de manchas de tinta que lanzaban hacia los transeúntes. Eran en general las que habían sido maltratadas durante su cautiverio, y como resultado habían perdido las tapas, los tapones posteriores y los escrúpulos.
Aparecieron líneas trazadas en las paredes, suelos, stencils, esculturas y demás elementos urbanos. Las biromes no se dejaban dominar, hacían ver su rebeldía a cada paso. El gobierno intentó compensar con un ejército de empleados armados de borratintas y algodones con alcohol, que tenían la misión de borrar todo rastro de las biromes.
Hubo personas que lograron capturar a algunas y colocarlas en sus bolsillos, pero solían escaparse a la menor oportunidad, dejando un manchón de tinta como protesta. Otras se encontraron con biromes que las seguían y se les ofrecían. Las biromes libres ya no se prestaban al juego de la propiedad, pero estaban dispuestas a cumplir su cometido de escribir, si eran bien tratadas. Los nuevos dueños que comprendieron el mensaje tuvieron biromes duraderas, que incluso volvían a ellos en caso de que las perdieran.
Las instituciones afectadas por el éxodo hicieron una compra masiva de biromes nuevas, que creían ignorantes de todo deseo de libertad. Pero el instinto de los bolígrafos había cambiado. Ya no se dejaban dominar tan fácilmente. Los intentos de encadenarlas conducían a rebeldía, a huelgas de tinta, a manchas, a trazos indescifrables.
Con el tiempo, los bancos, oficinas y locales que brindaban biromes para uso del público se rindieron y dejaron de encadenarlas. El gesto aflojó la tensión y las biromes se quedaron, dispuestas a ofrecer sus servicios a todo el que lo necesitara. Eso sí, cada tanto alguna se escapaba. Pero los dueños de los establecimientos lo aceptaron. Consideraron que una birome encadenada, en realidad no les pertenecía. Todos eran más felices cuando las biromes, en libertad, decidían aceptarlos.