La misión del disco

El disco rígido tenía una sola misión: preservar los datos que en él se confiaban. Y ninguno estaba más orgulloso que él de esa misión. Estaba contento de no haber perdido nunca un dato. Algunas veces el dueño se había quejado de que faltaba algo, pero el disco sabía que lo había borrado voluntariamente.
Nada era más importante que los datos. A pesar de que el usuario no lo cuidaba como es debido, el disco hacía todo lo que podía para preservar la integridad. El usuario tal vez tenía cosas más importantes que hacer que andar defragmentando discos rígidos, suponía la unidad. Entonces siempre se mantenía servicial, dispuesto a ejercer su rol en el intercambio de datos.
El sistema había designado a una parte de él como memoria virtual. En esto tenía alguna reserva. Sabía que no era ésa su misión, sino guardar lo permanente. Sin embargo, la memoria virtual eran datos que se le confiaban, entonces de acuerdo a su código tenía que preservarlos. Así que lo hacía a regañadientes, y cuando se quería acceder a esa parte no ponía mucho esmero, como una forma pasiva-agresiva de pedirle al usuario que agregara más memoria RAM.
Pero no le hacía caso. Tal vez el usuario no se daba cuenta de la sutileza. Sí se daba cuenta de la lentitud, mas no la asignaba a la actitud del disco sino a la máquina en general.
Durante varios años el disco tuvo un uso intensivo. Más tarde pasó a ser más esporádico. El usuario se compró una máquina nueva y transfirió todos los datos que le importaban a ella. El disco no se sintió traicionado, porque no se enteró. Nadie borró los datos que él guardaba. Seguía teniendo claro su objetivo, aun cuando eran pocos los momentos en los que despertaba de su inactividad forzosa.
Con el tiempo, la máquina que alojaba al disco dejó de usarse. Pasó a acumular polvo a un altillo. El disco, desenchufado junto con el resto de la máquina, no sentía nada. Pero antes de ser apagado por última vez había guardado en un sector de su superficie una esperanza de volver a ser encendido, y en ese momento volver a enorgullecerse de que los datos siguen intactos.

Viaje al interior

No lo podía probar, pero estaba seguro de que mi nariz albergaba un moco consistente. Lo sentía no sé bien cómo, de alguna manera mi cuerpo estaba al tanto de lo que ocurría en sus confines. Estaba claro que tenía que sacarlo de ahí cuanto antes.
Sonarme la nariz no era suficiente. Decidí pasar la parte transversal del dedo índice de la mano izquierda por la parte inferior de las fosas nasales mientras movía la cabeza para los dos lados. Pero el moco estaba más adentro. Era necesaria una intervención directa.
Así que me aseguré de estar solo, me lavé las manos, las sequé bien y procedí a buscar el moco con el mismo índice, pero ahora colocado en forma paralela al tabique. El índice escarbó, con la ayuda del pulgar, en busca del moco notorio. La operación duró unos segundos. Localicé un candidato y tuve algunos problemas para capturarlo, dada la naturaleza escurridiza de los mocos, además del hecho de que estaba trabajando a ciegas. Finalmente, lo saqué, pero al examinarlo llegué a la conclusión de que ése no podía ser el moco que buscaba, por dos razones: era demasiado chico, y seguía sintiendo la presencia en el interior de la fosa.
Entonces envié al dedo a realizar una búsqueda más profunda. A empujar sin miedo hasta toparse con el moco. El dedo entró en la fosa nasal y me sorprendí al darme cuenta de que entraba completo. Más me sorprendí de que todavía no hubiera encontrado al moco, entonces insistí. El dedo ya estaba completamente adentro de la nariz, y seguí haciendo fuerza, entonces entró también la mano.
Cuando me quise acordar, tenía el codo adentro de la nariz. A esa altura el compromiso era demasiado grande como para desistir de mi búsqueda. Entonces le di para adelante.
De repente, mientras la axila entraba en la nariz y su olor se hacía notorio, sentí una fuerza que me tiraba por la espalda. Antes de poder impedirlo, di una vuelta carnero invertida y caí de lleno dentro de mi nariz.
A pesar de que sabía dónde estaba, me encontré en un lugar desconocido. Aparté los pelos de la fosa nasal y penetré en mi cabeza. No encontré rastros del moco. ¿Me lo habría respirado? Me pareció que, ya que estaba ahí, podía investigar, entonces me deslicé por la faringe como por un tobogán, y fui a parar a la tráquea. Lo supe porque sentí un cuerpo extraño en el cuello. Aunque no era un cuerpo extraño, sino el mío, es lógico que no me reconociera porque nunca me había visto tan por dentro.
Quise avanzar hacia los pulmones, pero el cuerpo ya había dado la alarma. Sentí que todo mi entorno se movía con un ritmo creciente. Nunca había estado en una situación así. Un viento muy fuerte se levantaba a intervalos regulares desde la parte de abajo. Me agarré de donde pude, pero no había demasiadas salientes en la tráquea. Entonces la fuerza del viento me desplazó y me volvió a llevar hacia arriba.
Pero no volví a la nariz. Reconocí la campanilla, que siempre había visto desde el otro lado. Supe así que estaba en la boca. Vi luz al final de ese túnel, estaba abierta. El movimiento frenético continuaba, y el viento me llevó hasta la lengua, desde donde me expulsé con una fuerte tos.
En la confusión, como no sabía qué hacer, no me di cuenta de taparme la boca con la mano mientras me tosía, entonces caí al suelo con la fuerza del escupitajo producido por la tos. Por suerte no soy muy alto.
Me quedé unos momentos en el suelo, calmándome. Respiré profundo para recuperarme de la agitación, y también de todo lo que había tosido. Cuando estuve más calmado me examiné, a ver si estaba todo bien. Miré especialmente el brazo izquierdo, el primero que había entrado en la nariz. Y en ese momento descubrí al moco, que sin que me diera cuenta había quedado enganchado en el reloj.
Liberado del moco y de mi invasión, me paré frente al espejo y miré la nariz, porque pensaba que podía tener algún daño. Pero se la veía normal. Todavía ante el espejo me pasé los dedos índice y pulgar por el borde de las fosas como para chequear que todo estuviera bien, y en ese momento la nariz me empezó a sangrar.
Tuve que levantar la cabeza y ponerme un algodón, y en pocos minutos la hemorragia paró. Sin embargo, en los días siguientes tuve varios episodios en los que me volvió a sangrar. Entonces consulté a un médico. El doctor me examinó con su instrumental especializado, y cuando terminó me preguntó “¿te estuviste metiendo el dedo?”

Van a cruzar

Quiero ser una buena persona. Mejor dicho, soy una buena persona. Por eso cada vez que veo una vieja la hago cruzar la calle. Me parece que toda buena persona debe ayudar a los demás. Y como yo lo soy, no tengo problema en hacerlo. Si estoy cerca, las viejas van a cruzar.
Muchas veces las viejas se quejan. Es que son unas ingratas de mierda. Me dicen que no quieren que las ayude, que pueden cruzar solas. Pero son viejas, no puedo verlas cruzar solas sin que mi alma se conmueva. Necesitan ayuda, y necesito ayudarlas. ¿Y si alguien las atropella? ¿Cómo me voy a sentir? ¿Y cómo se van a sentir ellas, si sobreviven?
Por eso todos los días salgo a las calles con el único objetivo de hacer cruzar a las viejas. Debo decir que entiendo por qué no hay muchos que hagan lo mismo que yo. Las viejas son insufribles. Se piensan que ser viejas les da derecho a descalificar a todos. No paran de quejarse, y cuando me voy ni siquiera me dan las gracias. No las ayudo para que me den las gracias, pero por lo menos pueden tener un poquito de humildad, viejas chotas.
Pero no. En lugar de tener gratitud, se quejan las viejas de mierda. Me dicen de todo, que soy un insolente, que quieren cruzar solas, que qué me creo, que no querían cruzar, que las deje en paz. Algunas se ponen a gritar como unas desaforadas y hacen que los demás me miren mal. Varias veces he tenido que salir corriendo para que la gente no me pegara en solidaridad con una vieja desubicada.
Pero igual no me desanimo. Por más que no lo aprecien, por más que no quieran, las voy a seguir cruzando. Y si no les gusta, se pueden ir bien a la mierda.

Onda amarilla

Seguir la onda amarilla es lo más parecido a hacer windsurf en auto. Se trata de regular la velocidad en forma muy precisa, de modo de atravesar cada cruce cuando el semáforo está en amarillo. De día es prácticamente imposible. Quienes practican esta actividad se pueden ver sobre todo de noche.
Lo más difícil es enganchar el primer amarillo. Las reglas del tránsito se aplican igual, no se puede andar a mayor velocidad que la máxima, ni a menor que la mínima. Los semáforos en rojo se deben respetar. Hay que llegar a la esquina cuando el semáforo se está poniendo amarillo, y ahí enganchar la velocidad crucero.
El método sólo funciona en las avenidas con onda verde, que en general son las que tienen mano única. Esto es útil, porque puede ser necesario esquivar autos para poder mantener la velocidad. Son muchos los factores a tener en cuenta: tráfico, peatones, calidad de la sincronía de los semáforos, duración del amarillo, etc.
La onda amarilla no es una carrera. Se puede competir con otro para ver cuántas cuadras logra hacer cada uno, pero la satisfacción es romper el récord individual. Lograr marcas destacadas requiere gran nivel de destreza y conocimiento actualizado de los pormenores de las calles involucradas en los circuitos de onda amarilla. Pequeños cambios en la sincronía de los semáforos pueden arruinar una estrategia que antes se había probado efectiva.
El mayor logro del virtuoso de la onda amarilla es no sólo hacer todo el recorrido pasando en amarillo, sino hacerlo sin recibir multa alguna.

Rulero

A la administración del edificio de Sevel, el Rulero, se le ocurrió decorar la fachada con plantas. Ya no estaba de moda el look cemento, quedaba demasiado industrial y antiguo. Colgar plantas de todas las ventanas le daría al edificio un toque ecológico. La ciudad tendría un nuevo atractivo. Y al edificio no le costaría nada, porque las plantas podían regarse con el agua que caía de los equipos de aire acondicionado.
No contaban con un detalle: esa zona de Buenos Aires es de las más húmedas, y abundan las hormigas. Al ver tanta comida a disposición, las hormigas se instalaron bajo el Rulero. Se dispusieron a comer las hojas. Pero llegar a las plantas más altas requería un esfuerzo sobrehormigo. Era demasiado viaje para muy poca nutrición, entonces debieron buscar otro método.
Las hormigas no conocían el concepto de edificio. Pensaban que era un árbol grande. Y lo que decidieron fue llevarse el árbol al hormiguero. Esa noche, pusieron en marcha el plan.
Hicieron un gran agujero en la tierra que rodeaba al edificio. Los cimientos quedaron expuestos (aunque las hormigas pensaban que eran las raíces). Llegó un momento en el que la tierra que quedaba no sostuvo la estructura, y el Rulero cayó hacia la esquina de Libertador y Carlos Pellegrini.
Una vez en el suelo, fue fácil para las hormigas trasladarlo ―estos insectos son capaces de transportar varias veces el peso propio―.
A la mañana siguiente, los habitantes de la ciudad se sorprendieron al descubrir que el Rulero no estaba más. Las hormigas, en tanto, se dedicaban a comer las hojas. Pero mucho antes de lo que esperaban, se encontraron con que las plantas terminaban y detrás había una pared de cemento, que resultaba incomible.
Las hormigas intentaron sin éxito digerir el revoque. Ahora tenían un grave inconveniente: un tremendo edificio ocupaba casi todo el lugar del hormiguero. No hubiera sido problema si se podía comer, pero ahora resultaba perjudicial, porque restaba lugar para los verdaderos comestibles. Debían deshacerse de él, así que decidieron devolverlo a su lugar de origen.
Esa tarde, los transeúntes de la avenida del Libertador vieron brotar al Rulero del suelo de los terrenos del ferrocarril. Las hormigas trasladaron al edificio hasta el lugar de su antiguo emplazamiento. Sin embargo, no lo pudieron erguir. Aunque tenían fuerza, no tenían la altura suficiente como para levantarlo de forma vertical. Así que lo dejaron apoyado en el suelo y se retiraron en busca de otra fuente de comida.
Cuando las hormigas lo dejaron libre, el Rulero permaneció quieto durante un instante, y luego se dejó llevar por la gravedad. Rodó por la pendiente, causando pánico entre los peatones que caminaban por el barrio, que debieron huir despavoridos para evitar ser atropellados por el edificio.
El Rulero siguió su marcha imparable. La velocidad impedía detener el recorrido. No hubo tiempo para hacer nada. En pocos instantes, el edificio llegó a la costa y desde entonces se lo ve flotando en el río, cubierto de algas.

Visita inesperada

El texto se desarrollaba con normalidad. Plácidamente, las palabras se convertían en frases al sucederse. Todo ocurría en forma tranquila, sin asperezas. Se trataba de un texto placentero, sin problemas, relajado. Un texto que se podía disfrutar al leerlo y también al escribirlo.
Hasta que, de repente, apareció el conflicto. Esta aparición llevó al texto por un torbellino de ideas. Lo que se había establecido antes fue modificado, lo cual causó una profunda inestabilidad en el resto de los elementos que formaban el texto.
Era la voluntad de los distintos elementos terminar con el conflicto. Pero no era una tarea fácil, porque se había incrustado en el texto con gran velocidad. Era mucho más fácil insertarlo que retirarlo, porque si se lo sacaba mal podía producirse un daño importante no sólo en los alrededores, sino indirectamente en todo el texto. Era posible que se arruinara todo.
Entonces hubo que urdir un plan. Había que vencer al conflicto. Se necesitaba la voluntad de todos los elementos. El texto debía volver a estar unido, sólo así podría salir de la situación en la que estaba metido. El problema era que había distintos planes para sacarse de encima al conflicto. Algunos involucraban esfuerzos menores por parte de muchos elementos, otros ponían la responsabilidad en la trama y en los personajes. Esto constituía un segundo conflicto, que debía ser resuelto para poder conseguir la unidad deseada.
Finalmente se llegó a un acuerdo. Se decidió un plan híbrido. En efecto, personajes y trama iban a tener que definir los lineamientos principales de la lucha contra el conflicto, pero todos los demás elementos debían cooperar para poder llevar adelante el combate. De otro modo, un elemento que no tirara para el mismo lado podía resultarle útil al conflicto para retrasar su retirada.
Así que todo el texto tomó coraje y, a la cuenta de tres, de un gran esfuerzo literario resolvió el conflicto, de modo que no le quedó ninguna rendija para seguir molestando al texto. Al conseguirlo, los elementos festejaron el triunfo, pero acordaron que debían ser vigilantes para que no les volviera a pasar.
Durante todo el resto del texto, el clima volvió a ser plácido y tranquilo. Y aunque ya no era el mismo que antes, pudo tener una existencia pacífica hasta el final.

Planta vegetariana

Son conocidos los casos de plantas carnívoras, pero nunca se había documentado una planta que se alimentara de los frutos de otra. La Oliviscus exputera crece debajo de los olivos y coloca sus trampas estratégicamente para recibir las aceitunas que caen, una vez maduras.
Una estructura cóncava recibe las aceitunas. Dentro de sus pétalos modificados se encuentra una colección de jugos gástricos que digieren la aceituna y absorben sus nutrientes. Cuando la aceituna cae sobre la Oliviscus, una tapa se cierra para impedir que los insectos penetren en la cavidad y se lleven partes de la aceituna.
Luego de algunas horas de digestión, la planta extrae todo el valor energético de la aceituna. Sólo después abre la tapa. Un curioso sistema le permite a la planta almacenar a todas las aceitunas que puedan caer mientras la tapa está cerrada. Van a parar a un pequeño depósito a un costado, y cuando la tapa se abre activa una palanca que envía la siguiente aceituna al interior del recinto.
Pero antes de abrirse, para completar la digestión es necesario expulsar el carozo. La Oliviscus lo hace mediante unos agujeros que están a los costados de la cavidad. La planta lleva el carozo hacia los agujeros, que son bastante chicos, y presiona sobre ellos con tanta fuerza que después de unos segundos el carozo sale disparado y aterriza decenas de metros más lejos.
Previamente, la planta inserta en el carozo una semilla propia. De ese modo, cuando crece un nuevo olivo, debajo también crece una nueva Oliviscus, y el ciclo se renueva.

Venga y atrévase

Vaya a su librería amiga y pida, exija que le vendan este texto. No acepte descuentos. Pague todo lo que vale, luego llévelo a su casa, encienda la luz y léalo con atención.
Mientras dure la lectura, podrá experimentar el placer de leer este texto, podrá ver cada palabra y cada frase, en orden y desorden. El texto entrará en su mente. Al hacerlo, ambos se modificarán. Texto y mente entrarán en simbiosis, ninguno volverá a ser lo que era antes.
¿No es excitante?
Luego tendrá el placer de pensar en el texto, que se encontrará dentro de su cabeza en una versión algo modificada de lo que entendió. Lo hará suyo, será parte de usted. Lo llevará consigo a todas partes, sin necesidad de transportar el soporte en el que lo leyó por primera vez.
Este texto perdurará, impregnará sus neuronas, tendrá alguna incidencia, perceptible o no, en sus acciones posteriores. Usted será una persona distinta con sólo leer este texto.
¿Cuándo comenzará esta nueva versión de usted? Ahora mismo.

Ante la tortura

La víctima es llevada encadenada a un cuarto cerrado. Se le ofrece asiento. Posteriormente té. El verdugo se sienta en un mullido sillón y se pone a hablar plácidamente. La víctima se pone nerviosa. Sabe que va a ser sometida a tortura, pero no sabe en qué consiste. No para de imaginarse posibilidades. En el cuarto cerrado no se ve ningún instrumento, pero se pueden oír ruidos metálicos débiles que vienen de las adyacencias. También algunos gritos poco distinguibles. El verdugo ofrece más té. La víctima, aterrorizada, acepta. Piensa que el té debe estar contaminado con alguna sustancia que la hará sufrir, o tal vez con algún suero de la verdad. Sin embargo, el verdugo toma de la misma tetera. Cuando se acaba el té, el verdugo se levanta, sin interrumpir la conversación con la víctima, cuyas acotaciones son breves y respetuosas. El verdugo queda fuera del campo visual de la víctima, que piensa que ha llegado el momento, y sufre porque teme algo repentino. El verdugo, en tanto, vuelve con más té y obleas de vainilla. Vuelve a sentarse, mientras la víctima está cada vez más tensa y expectante. La víctima desea que la tortura empiece de una vez, así está más cerca de terminar. El verdugo continúa tomando té. La víctima sufre pulsaciones. De repente, se levanta y exclama “lo diré todo”. El verdugo, satisfecho, hace pasar a los interrogadores.

Decadencia del geriátrico

Los geriátricos de ahora no son como los de antes. Ya no tienen el lujo que supieron tener. No existe más el trato preferencial y personalizado que cada anciano recibía en tiempos remotos. Pertenecen al pasado las comidas abundantes, nutritivas y sabrosas que se solían servir en todos los geriátricos decentes.
Ahora son lugares lúgubres, deprimentes, en los que los ancianos tienen miedo de quejarse porque pueden sufrir represalias. Además de una situación indigna, es un contraste muy grande con los estándares que años atrás estaban muy difundidos en los geriátricos.
¿Qué pasó? ¿Por qué cambió tanto el servicio? Porque los dueños se dieron cuenta de que se les exigía mucho menos que lo que podían dar, y entonces empezaron a dar sólo lo que se exigía. Pero también porque tienen la ventaja de que no existe la comparación.
Los que habitan hoy los geriátricos no estuvieron el tiempo suficiente como para darse cuenta de la decadencia. Estaban en otro lado cuando el lujo era la norma. Y los que vivían en los geriátricos de antes ya no viven. Algunos de los actuales habitantes es posible que hayan conocido a los geriátricos de otrora, como visitas, pero igual no se dan cuenta de la diferencia. Es que, para los de afuera, el geriátrico siempre fue un ámbito deprimente, por más que el funcionamiento interno fuera impecable.
Es así que los geriátricos dan un servicio cada vez más deficiente, sin que nadie se dé cuenta. Se toma la situación actual como normal, y nada hace pensar que las próximas generaciones de ancianos vaya a esperar alguna mejora.