Se viene el año

El año nuevo se acerca inexorable. Va cubriendo el mundo despacio, poco a poco, como el caer de la noche. Grandes porciones del planeta se van cubriendo. El año anterior es cubierto y abolido por el nuevo.
A lo largo de la línea móvil de cambio de año se oyen explosiones y se ve una luminosidad inusual. Estos eventos marcan la llegada. El año va del este al oeste a una velocidad constante.
Los que quieren escaparse deben correr hacia el oeste, pero es inútil. El año nuevo los alcanzará. Si logran superarlo, lo alcanzarán ellos por atrás. De cualquier manera, todos serán cubiertos. Nadie podrá escaparse. El año regirá a todo el mundo durante al menos doce meses.
Son pocos los que se resisten. Casi todos, incluso, festejan la llegada. Quieren recibirlo bien porque depositan esperanzas en él, sin darse cuenta de que es tan sólo un año. O tal vez se resignan, sabiendo que no pueden evitar su llegada, y ya que están le dan la bienvenida.

Viajar sentado

Me compré una silla. Como tenía ruedas y un mecanismo hidráulico para subirla o bajarla, era complicado envolverla. No obstante, me la envolvieron. No la pusieron en una caja. La llevé por la calle rodando, era mucho más fácil que levantarla.
Pero no vivía cerca. Para llegar a casa me tenía que tomar un colectivo. Entonces subí con la silla. A pesar de que era sábado, y esos días no es tanta la gente que viaja, todos los asientos estaban ocupados. Tuve el privilegio de ser el único parado de toda la unidad.
Estuve unos momentos así, hasta que me di cuenta de que, siendo que llevaba un asiento, podía sentarme en él. Así que me fui hasta el espacio para los discapacitados, que estaba disponible, ubiqué la silla y me senté. Luego la elevé para quedar a nivel con los otros asientos.
El movimiento del colectivo me trajo algunos problemas. Las ruedas hacían que la silla se fuera de un lado a otro, conmigo arriba. Era necesario agarrarme del asiento de adelante, especialmente en las curvas.
Durante el transcurso del viaje, el colectivo se llenó un poco más. La gente parada ocupó el pasillo, y varios hicieron sus movimientos tácticos para tratar de estar cerca del primer asiento que se desocupara. Diferentes personas tienen diferentes criterios, y un par se ubicaron cerca de mí, seguramente porque notaron que mis movimientos indicaban que estaba cerca de bajarme.
Y era cierto. Enseguida me paré. Ellos se prepararon para tomar mi lugar, sin contar con que yo iba a levantar el asiento y llevarlo conmigo.

El burbujero

El burbujero estaba en la plaza, como todos los domingos, vendiendo burbujas a los chicos. Cuando un chico convencía a sus padres de comprarle una, el burbujero sacaba una burbuja de su balde, la guardaba en una bolsa de red y se la entregaba con una sonrisa.
Ese domingo era igual a todos. El burbujero recorría los caminos del parque con su balde y se saludaba con el heladero, el calesitero y el barquillero. Además del balde de burbujas, llevaba un paquete de semillas para dar de comer a las palomas. Esto le causaba placer por sí solo, y también le atraía clientes, porque muchos chicos querían ver al hombre que era rodeado por las palomas.
En un momento, un chico lo vio y se entusiasmó tanto que se le acercó corriendo. El burbujero estaba distraído alimentando palomas, por eso no lo vio. El chico, que estaba aprendiendo a correr y todavía no había perfeccionado el arte de frenar, se chocó contra él. Por el impacto, se le cayó la bolsa de semillas adentro del balde de burbujas.
El señor no se enojó, porque sabía que los chicos eran así, no lo hacían a propósito. Pero las palomas sí se mostraron disconformes, porque les faltaba la comida que hasta el momento se les estaba proporcionando. Algunas palomas rodearon el balde, porque podían percibir alimento dentro de él. De repente, como treinta palomas impedían ver el balde.
Entre varias lo agarraron con las patas y volaron con él. Mientras, otras trataban de llegar a las semillas. Para hacerlo, se metían dentro y exploraban entre las burbujas, como si fuera un pelotero. Algunas conseguían semillas, pero siempre quedaban más, porque eran muchas y difíciles de ver. Entonces más palomas se metían en el balde, que estaba cada vez más alto.
Cuando fueron muchas las palomas, el balde se dio vuelta. Quedó con la abertura hacia abajo, y dejó escapar no sólo las semillas, sino las burbujas. Las palomas bajaron a buscar las semillas que se habían caído. Las que llevaban el balde lo soltaron, sin importarles el impacto que segundos después causaría. El lugar se llenó de palomas que buscaban semillas. Mientras tanto, miles de burbujas bajaban lentamente sobre la plaza.

Griterío

El grupo Los Cinco Bajistas se presentaba por primera vez en la ciudad. Su llegada había sido precedida por una gran campaña publicitaria organizada por la empresa discográfica, que estaba interesada en hacer conocer a la banda entre el público adolescente. Respondiendo a la convocatoria, el teatro donde se presentaba el grupo se llenó.
Al abrirse la cortina, los integrantes de la banda salieron a escena y fueron recibidos con un moderado aplauso de bienvenida. Seguidamente se abocaron a tocar sus temas. Al oírlos, los adolescentes no lo podían creer. Nunca habían oído algo tan malo.
Estaban tan sorprendidos por la pésima música de Los Cinco Bajistas que no atinaron a más que gritar durante el recital. Los gritos consiguieron tapar la música. Cuando por algún motivo el público hacía silencio, se volvía a escuchar el ruido de la banda y los gritos regresaban espontáneamente.
Luego del recital, se difundió lo ocurrido. Las imágenes de adolescentes gritando a más no poder confundieron a quienes no habían estado. Creyeron que los gritos respondían a la enorme emoción despertada por la banda. Por eso se agotaron las entradas para las siguientes funciones. Así, la escena de los gritos se repitió.
Los Cinco Bajistas fueron un furor. Al ver que los adolescentes iban a verlos, la prensa especializada empezó a darles espacio. También a elogiarlos. Entonces más adolescentes conocieron a la banda y tuvieron ganas de ir a verla.
Pero intercedió la radio. También se había hecho eco del éxito, y empezó a pasar la música del grupo porque se palpaba la demanda del público. Las distintas radios, que esperaban que subiera la audiencia, se sorprendieron al ver que cuando estaba el grupo en el aire, el público se pasaba a otra. Entonces dejaron de transmitir esa música. Los operarios respiraron aliviados.
Alertada por las radios, la disquera cayó en la cuenta de que no se había vendido una cantidad saludable de discos. Los puestos instalados en el hall del teatro tampoco exhibían ventas. La banda era un éxito de público pero un fracaso como producto.
Entonces la disquera dejó de publicitarlos. Durante algunos días las funciones continuaron, hasta que se dejaron de difundir las imágenes de la banda por televisión, y el público gradualmente se olvidó de ellos.

Bicoca crepuscular

Un tentempié etéreo. Un trémolo berberecho. Un chiripá ignífugo. Bólido mocasín que trastoca los pupitres. Su pícrico acrónimo zozobra la nefelibata bonhomía del churrinche. Zarandean los escrúpulos, la cháchara acarrea la pesquisa putativa.
Pandereta en popa, exuberante fantoche cachafaz. Conchabo del occipucio, harapiento empalagoso que no para de oscilar. Apalabrará a la hipotenusa, increpará al cascajo, bombeará a los carpinchos de esta pocilga de morondanga. Vil ditirambo vivaracho y picaflor.
El díscolo aprehende al pollerudo. Un quelonio viscoso, con tortícolis, genera una estampida vivípara. El repiquetear del aparato rechoncho, fofo, del pingajo leporino de silicio, aletea el epíteto con su perorata.
Pero es todo una perífrasis. Proxenetas imberbes llenan de betún al surubí. Cetáceo paupérrimo, picarón de porquería. El patatús producido por el socotroco genera un tetragrámaton apócrifo. Un lepidóptero se acerca al jacarandá. La ojota de hule al cartapacio. El paleolítico se concatena por el extravagante bochinche.
¿Y el cornezuelo pedagogo? En el sacrosanto poliedro. Gallardo ajenjo, epifanía arcaica y perenne de la catalepsia. Aquel gualicho, aquella carcajada, el dicharacho, la paranoia. Y también el esputo.
Bombón de ponzoña y aserrín. Su apócope descocado impregna la mazmorra. Ese cachivache protozoario, lleno de idiosincracia, abunda en soliloquios efervescentes. El flan de nácar pulveriza la verja. Con ahínco, los pólipos propenden al pálpito.
Todo el desopilante microcosmos merma el abyecto receptáculo escurridizo. Un insulso esbirro prorratea el habitáculo a través de la megalópolis. Pajueranos chipriotas bailan cancán. Contra la culata, el baobab agazapado. También atolondrado, insípido, pero macanudo. El calandraca dice palabrotas para subir su bilirrubina. El gordinfón expectora un miserere. ¡Caramba, la zambomba!
El lelo en el tapete. El adalid en su catracho. El fisgón en el estiércol. El zanguango en la escarcha. El majadero en la claraboya. Mientras, el patriarca cacarea.
Un almocafre monótono junto a un pepino, un pancho y un churro. La protuberancia alcanza un ápice espeluznante. Se zarandea, boquiabierta, hasta sucumbir. Luego acarrea hematocritos hacia el pulposo nabo que da volteretas, cumpliendo ese menester hasta que llega el fin.

Amorfismo lejano fantástico

Dios se sentía lejos de la gente. A pesar de que estaba cerca de todos, el paso de los años lo había alejado mentalmente de su creación. Sentía que se había quedado en otro tiempo, y que era necesario comprender mejor a la gente para poder hacer mejor el bien.
Podría haber sabido todo lo que necesitaba en un santiamén, pero no le gustaba ese estilo. Conocimientos ya tenía, lo que quería era conectarse, sentir lo que era estar en la sociedad. Nunca había convivido con humanos, y aunque un dios que todo lo sabe no tiene perspectivas de aprender nada, le pareció conveniente intentarlo.
¿Cómo hacerlo? No podía revelarse así nomás, porque estaba claro que muchos iban a ir hacia él a pedirle cosas o a adorarlo. Tenía que estar de incógnito, escondido. Razonó que lo mejor era estudiar un caso testigo, ir a vivir con una familia. Miró el mundo y eligió a los Tanner, de Los Ángeles.
Dios descendió hasta el valle y se apersonó en el garaje de la familia. Su altura era demasiada para el tamaño de ese ambiente, entonces rompió el techo, causando un gran estruendo que atrajo a la familia. Así lo descubrieron, con la cara atravesada en el techo, conveniente porque ver el rostro de Dios es morir.
Los Tanner, al comprender la situación, lo adoptaron como un miembro de la familia. Dios venía en una misión de estudio, y se dejó guiar como un hijo más. Pero pronto aprendió que, debido a su condición, no le convenía salir de la casa. No sólo los vecinos eran muy metiches, sino que si lo llegaba a descubrir la ciencia, se lo iban a llevar y le iban a realizar toda clase de estudios. Y aunque pudiera impedirlo, la revelación de la presencia de Dios en una casa suburbana arruinaría la tranquilidad del barrio.
Entonces Dios se dedicó a hacer una vida tranquila. Comía con la familia y miraba televisión. Le divertía llamar por teléfono a los programas de preguntas y respuestas y ganarse todos los premios posibles. El dinero no sólo permitió a los Tanner arreglar el garaje, sino también obtener bonanza económica.
Dios se hizo muy compinche de los hijos de los Tanner, Brian y Lynn, y les repartía sabiduría ante cada oportunidad. A veces lo que Dios les contaba era contrario a lo que se les enseñaba en la escuela, pero ¿a quién iban a creer? ¿A los maestros o al creador del Universo? En ocasiones, al usar esa información tuvieron problemas, pero Dios los guió para resolverlos de la mejor forma posible.
A pesar de que la visita tenía un objetivo didáctico, Dios pronto estuvo lo suficientemente cómodo con su rol como para opinar más sobre las costumbres familiares. Esto lo llevaba a tener frecuentes roces con Kate, la madre de familia y ama de casa, que al estar todo el día en el hogar era la que más convivía con Dios y tenía poca paciencia con su temperamento y sus caprichos. En general, los conflictos no pasaban a mayores, porque Dios era sensible y sabía manejarlos. Además, aunque a Kate no le cayera muy bien, el resto de la familia encontraba adorable a Dios, entonces ella estaba en minoría.
Sin embargo, Dios se engolosinó. Empezó a reclamar más atención a sus demandas. Objetaba las recetas de las comidas, las elecciones morales de todos, las restricciones que se le imponían (Dios no estaba acostumbrado a no poder realizar algunas actividades), y las características personales de cada uno. Ante cualquier actividad que los demás realizaran, Dios conocía una forma de hacerla mejor, y no vacilaba en comunicársela.
Tal muestrario de sabiduría resultaba irritante para los Tanner, que al mismo tiempo no podían replicar un “quién te crées que eres”, porque después de todo estaban hablando con Dios. Entonces expresaban su enojo con un “si tanto sabes, hazlo tú” seguido generalmente de un portazo. Pero a Dios no le parecía bien que los anfitriones hicieran trabajar al invitado, entonces se negaba.
La convivencia fue decayendo. A pesar de reiterados intentos por sobrellevar la manera de ser de todos, al cabo de cuatro años quedó claro que lo mejor era dar por terminado el experimento y volver al reino de los cielos. El momento en el que Dios comunicó la decisión a la familia fue agridulce. Por un lado, recuperaban el hogar para sí, y se iban a evitar muchos conflictos. Pero, aparte, iban a perder a un invitado único, que a esa altura más que el Creador era parte de la familia. Además, se perdía la fuente de ingresos regular de los premios que ganaba Dios, con lo cual se quedarían sólo con ingreso de Willie como trabajador social.
Pero Dios, después de partir, no fue ingrato con los Tanner. Aunque nunca volvió, siempre los llevó en su corazón y, como regalo de despedida, se aseguró de que todos tuvieran suerte en sus destinos.

Pelos en la lengua

Cuando tosí un pelo, no le di importancia. Supuse que venía de lo que estaba comiendo. Muchas veces hay pelos en la sopa, o en cualquier otro plato, y da un poco de asco, pero no pasa nada. En esta ocasión, no me lo había tragado, dado que lo estaba viendo. Y de haberlo tragado, nunca lo hubiera sabido.
Pero más tarde, a la hora del postre, ocurrió algo más alarmante. Cuando empecé a lamer el helado, las partes donde la lengua se arrastraba quedaban con rayas. Como si hubiera pasado un rastrillo. No se producía la habitual reducción lisa del helado.
Ya eso era extraño, pero lo siguiente lo fue más. No sólo el helado quedaba rayado, sino que apareció una extraña partícula en su superficie. Al inspeccionarla, vi que era un pedazo de carne picada, cuya clara proveniencia era la bolognesa que había comido un rato antes.
Ahí me dio asco y tiré el pedazo de carne, pero no me explicaba cómo podía haber llegado al helado. Así que cuando lo terminé fui discretamente al baño para examinarme en el espejo. Y ahí descubrí lo que pasaba: tenía pelos en la lengua.
Eso explicaba la dificultad que venía teniendo para masticar la comida. Y también para hablar. Las palabras que quería decir a veces se veían atrapadas en los pelos, y no llegaban a mi interlocutor. Entonces tenía que decirlas más fuerte, cosa que me cansaba más fácilmente, entonces trataba de decir lo menos posible.
Me pregunté por qué podrían haber salido esos pelos. Tal vez era una respuesta del cuerpo a mi costumbre de respirar por la boca, y no tanto por la nariz. Así, el aire se podría filtrar un poco más. Revisé la lengua para ver si encontraba mocos, pero por suerte no había ninguno. Sólo había algunos restos más de bolognesa y pequeños trozos de granizado.
Me hice unos buches y volví a la mesa. Traté de no mencionar lo que ocurría, aunque era posible que mis interlocutores se dieran cuenta cada vez que abría la boca. Por suerte ese día no estaba hablando mucho, y cuando abría la boca para ingresar algún bocado, la visual se bloqueaba con ese bocado.
Quise ir al médico para tratar esa anormalidad, pero nadie lo reconocía como su jurisdicción. Los dermatólogos me mandaban a los gastroenterólogos, que me derivaban a los nutricionistas, que me recomendaban otorrinolaringólogos, que me volvían a mandar a dermatólogos.
De tanto ir a profesionales, pasé por un estilista, que me ofreció dar forma atractiva a los pelos de la lengua, para que no me diera vergüenza abrir la boca. Tenía la tijera de cortar las uñas preparada para empezar el corte, pero no me gustó la idea y me fui ante las repetidas ofertas de diferentes peinados.
Decidí que, para no estar todo el día pensando en esos pelos, lo mejor era afeitarlos. Incorporé ese sector a mi afeitada matinal. Supe que existía el riesgo de que a la tarde la lengua estuviera un poco más áspera, pero nada me impedía volver a afeitarme si tenía algún compromiso a la noche.
Por suerte, la espuma que ya venía usando era de mentol, así que ahora, cada vez que me afeito, no sólo la lengua queda lampiña sino que me deja un aliento refrescante.

Colocar la voz

El tenor se paró en el escenario con aires de suficiencia. Era sólo una fachada, por dentro estaba nervioso. Sabía que lo que iba a cantar era muy difícil. Sólo unos pocos habían logrado cantar esa aria a la perfección. El rango de notas era más para un coro que para un solista.
Sabía que podía hacerlo, porque en los ensayos le había salido. Pero no siempre. Varias veces había tenido problemas para llegar al si bemol final. No estaba seguro de poder controlar todas las notas durante la función. Si tenía suerte, todo saldría bien.
Por eso trataba de proyectar una imagen de suficiencia. Si el público se daba cuenta de que estaba nervioso, la presión se haría más grande. Y ya tenía suficiente con su incertidumbre como para agregar la de los demás.
El público aplaudió su aparición. Los músicos tocaron, y el tenor comenzó a cantar. Se sintió bien. Los nervios hacían que prestara atención a todas las notas, entonces la representación estaba saliendo muy bien. El público mostraba conformidad en silencio. Pero no había ninguna garantía de que el si bemol final fuera a sonar como debía.
Entonces el tenor se preparó. Sabía que podía. Prestó atención a sus movimientos. Era sobre todo una cuestión de técnica. Necesitaba colocar la voz. A medida que se acercaba el momento, mientras cantaba iba calculando cuánto aire tenía y cuánto faltaba para llegar a la temida nota.
Finalmente, luego de un suspenso marcado por la partitura, el momento llegó. El tenor respiró, abrió la boca y se dispuso a deleitar al público mientras producía su propio alivio. Pero los nervios le jugaron una mala pasada. Al respirar, envió tanto aire al diafragma que cuando quiso colocar la voz, las cuerdas vocales salieron volando y fueron a dar al medio de la platea.

Esperaba un bebé

Las ecografías indicaban que era un varón. Había sido un embarazo incómodo. Se esperaba un parto complicado, por eso ella decidió seguir las indicaciones de los médicos y aceptar todos los anestésicos que le ofrecieron. Rompió bolsa unos días después de la fecha prevista. El bebé que esperaba había tenido un poco más de tiempo para desarrollarse.
Después de un trabajo laborioso, por fin dio a luz. Sin embargo, cuando la criatura salió, todos se llevaron una sorpresa. No era un bebé, como estaba previsto, sino un adulto bien formado.
Era la imagen perfecta del padre. Tenía la misma nariz, la misma frente, la misma barba. De hecho, era difícil diferenciarlos, salvo por el hecho de que el recién nacido estaba sin ropa, como había llegado al mundo, y mostraba dificultades para incorporarse.
La madre se mostraba agotada. Luego de que el padre cortara el cordón umbilical, el nuevo integrante de la familia fue llevado a otra sala para ser limpiado y vacunado. Pesó 68 kilos al nacer, y fue necesario agarrarlo entre cuatro enfermeras para poder darle las vacunas.
Cuando los médicos terminaron las intervenciones pertinentes, fue trasladado junto con su madre a una sala común. Lo depositaron en la cama de al lado, que por suerte estaba libre. Poco después, se produjo el mágico momento: la madre lo amamantó por primera vez. Mientras tanto, el padre se acercó al sector de geriatría para ver si podía conseguir pañales del tamaño apropiado.
Durante los dos días siguientes, los familiares y amigos de la pareja se acercaron al hospital con regalos y buenos deseos. Casi todos comentaron impresionados el tamaño del hijo y su parecido con el padre. La madre no hablaba mucho, tenía un semblante serio. Todos lo adjudicaban al agotamiento por el parto.
Finalmente, la familia fue dada de alta. Los flamantes padres llevaron al fruto de su amor entre los brazos de ambos. Lo sentaron en el asiento de atrás del auto y lo trasladaron hacia su nuevo hogar.
Cuando llegaron, la madre se echó a llorar. Su pareja se sentó a su lado, para acompañarla en el momento de emoción. Pero eran muchas las emociones. Por un lado estaba la felicidad innegable de ser madre. Por otro lado, la conciencia de la responsabilidad que a partir de ahora tendría. Sin embargo, también había una cierta frustración. No lo podía decir sin quedar como alguien insensible, pero su hijo la había decepcionado. Ella esperaba un bebé.

Cadena de bicicleta

Siempre encontré conveniente no dejar la bicicleta al alcance de cualquiera. Por eso, cuando no tengo más remedio que estacionarla en la calle, uso una cadena con llave para dificultar que me la roben.
Ese día hice exactamente eso. Pero cuando volví, me encontré en una situación extraña. La bicicleta estaba ahí, nadie se la había llevado gracias a que estaba protegida por la cadena. Cuando la fui a abrir, la cadena empezó a sacudirse. Me costó dar vueltas a la llave, pero lo logré. En ese momento, la cadena pegó un salto enorme y se alejó varios metros.
No se quedó en eso. La cadena se alejó de mí reptando. Formaba una S sobre el suelo y se deslizaba por las baldosas, zigzagueando entre la gente, cuya presencia me impedía ir directo a agarrarla.
La empecé a seguir. Tardé pocos segundos, porque no podía irse a demasiada velocidad. Cuando la logré agarrar, se sacudió con gran fuerza. Pero esta vez estaba preparado y no la dejé volver a escapar. Como los sacudones seguían, decidí cortar por lo sano, la agarré de un extremo y le golpeé la cerradura contra el cordón de la vereda. Con eso no se volvió a mover.
Entonces fui a buscar la bicicleta, pero cuando llegué a donde la había dejado no estaba más.