Made in Mexico

La Coca-Cola no se mantiene inalterable. A través de los años ha sufrido algunos cambios. Se ven especialmente en el envase, que año a año va incorporando novedades, aunque el logo básico es siempre el mismo.
La bebida en sí, en tanto, ha eliminado de su fórmula la cocaína, que venía contenida en su materia prima, las hojas de coca. Hoy las hojas son tratadas para eliminar ese estimulante.
Luego de la debacle de la New Coke en 1985, la Coca-Cola Company no se arriesga a hacer cambios drásticos en su producto estrella. Sin embargo, en la misma época se produjo una modificación más sutil, que ha persistido hasta ahora.
Debido a que el precio del azúcar en Estados Unidos ha ido en aumento, la Coca-Cola dejó de endulzarse con ella. Fue reemplazada por el jarabe de maíz de alta fructuosa, que es mucho más barato. Su sabor es prácticamente el mismo, y por este motivo el público no generó protestas masivas. La diferencia era demasiado sutil.
Pero existen personas con paladar más exigente. Ellos se dieron cuenta de que la Coca-Cola no era lo mismo que antes. Durante un tiempo no les quedó más remedio que seguir tomando la versión nueva. Todas las gaseosas competidoras también hicieron el mismo cambio, por las mismas razones. El público no tuvo más remedio que aceptarlo, hasta que algunos se dieron cuenta de que no en todos los países el jarabe de maíz es más barato que el azúcar.
Empezaron entonces a viajar a México con el solo propósito de comprar Coca-Cola. Ahí todavía se puede conseguir la verdadera, la que en Estados Unidos no se fabrica más. Se armó un movimiento de importación de gaseosa mexicana. Aquellos que viajaban aprovechaban para llevar botellas retornables vacías y las cambiaban por el producto que en su país ya no se podía conseguir.
También se empezó a sentir la demanda de los inmigrantes mexicanos en el sur del país, que se encontraron con una Coca-Cola distinta de la que estaban acostumbrados a tomar, y añoraban la bebida con la que se habían criado. Los inmigrantes y los nativos coincidían en que la Coca-Cola americana no era la misma con la que habían crecido.
Desde entonces, varios distribuidores se dedican a importar Coca-Cola de México a Estados Unidos, y en numerosos puntos de venta se puede conseguir “Coca-Cola mexicana” como una alternativa a las numerosas líneas de fabricación nacional.
La Coca-Cola Company no ha respondido oficialmente a esta demanda. Se limita a no objetar la venta de Coca-Cola mexicana. No tiene planes de reintroducir el azúcar a la bebida más popular del país. Pero es probable que esto más temprano que tarde cambie. Pepsi se ha adelantado y lanzó la Pepsi Throwback, una Pepsi idéntica a la de los ’80, endulzada con azúcar, que de paso recicla el logo y diseño de los envases de esa época. De esta manera, quienes se criaron en aquellos años, pueden volver a repetir la experiencia de tomar exactamente la misma Pepsi que entonces.

Descarbonatización

Un día, las burbujas se escaparon de la Coca-Cola y se integraron a la atmósfera. Miles y miles de pequeñas esferas de dióxido de carbono flotaron por el aire, escapadas de las botellas y latas por imperceptibles agujeros. Eran como gotitas de gas, que ocupaban todo el espacio y se movían de un lado a otro con noble displicencia.
La Coca-Cola quedó como sólo un líquido, con el mismo sabor pero sin ese toque eléctrico que la hacía especial. Ya no era bebida. Cuando la gente la probaba, la declaraba caduca y vaciaba la botella en la pileta de la cocina. Momentos después, el agua podrida del cordón de la vereda tomaba un tinte marrón. Olas de Coca-Cola pasaron a formar parte de la calle. Sin espuma, se perdieron por las bocas de lluvia.
El aire se llenó de un sabor nuevo y placentero. Las burbujas eran invisibles, pero se dejaban percibir por todos los que abrían la boca. Sin saberlo, estaban ingiriendo la tintineante frescura que antes tenía la Coca-Cola.
Una brisa de alegría atravesó la ciudad. La gente, contenta, se miraba con complicidad. Todos se sonreían, sin poder explicarse por qué. Había algo entre ellos. Cada uno a su tiempo eructaba felicidad, y devolvía así a las burbujas a su lugar, para que luego de pasar por su tracto digestivo fueran a parar al de alguna otra persona.
Pero las burbujas no estaban del todo conformes. Creían que al aire le faltaba algo. Les parecía que la alegría podía ser más completa. Así que se concentraron en las queserías con tanta densidad que el aire alrededor de ellas se volvió irrespirable. Allí se mantuvieron hasta persuadir a los agujeros del gruyere de que se unieran a su paseo urbano.
Así, la gente que caminaba por la ciudad, con sólo hacer eso, se respiraba una buena picada.

Aplauso fantasma

Me dolían las manos de tanto aplaudir. Pero continué aplaudiendo, porque lo que venía desde el escenario lo ameritaba. El entusiasmo me llevaba no sólo a aplaudir al final de las canciones, sino a batir las palmas durante el desarrollo de cada una.
Llegó un momento en el que, más que dolerme, dejé de sentir las palmas. Igual seguí aplaudiendo con el mismo entusiasmo, sin percatarme de que, de tanto aplaudir, había desintegrado las manos.
Mis brazos ahora terminaban en muñecas que se acercaban una a la otra sin llegar a tocarse. Sin embargo, yo seguía aplaudiendo. Aun cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, mi aplauso siguió vigente. Ya no hacía ruido, es cierto, pero yo aplaudía igual.

Perros en la calle

El paseaperros paseaba quince perros por el carril derecho de la avenida Pueyrredón. Con gran habilidad manejaba el trayecto de todos los canes, sin generar ningún ladrido de protesta por parte de ellos.
La protesta venía de un taxista que quería ocupar ese carril y no podía por la presencia de los peatones cuadrúpedos. Cuando paseaperros y taxista pararon en el semáforo, el conductor aprovechó para bajar la ventanilla y dar a conocer su opinión sobre lo que pasaba.
Esto generó airadas justificaciones por parte del paseaperros, que estaba trabajando igual que el taxista. Se produjo una discusión en la que no faltaron los insultos hacia ambos lados. Los dos creían tener razón, y por eso se profirieron amenazas de violencia, porque también creían tener la fuerza.
Cuando el paseaperros pronunció un “bajate y vas a ver cómo te hago de goma” el taxista estuvo tentado de aceptar la propuesta (la de bajarse). Pero después lo pensó un poco mejor, y se dio cuenta de que el paseaperros estaba armado con quince perros. Llegaba a soltarlos y se iba a ver en problemas. Así que optó por arrancar y alejarse, mientras insultaba genéricamente a todos los paseaperros.

El mosquito que no quería

“¿Qué soy, un hombre o un mosquito?” se preguntaba un mosquito. Después de un rato de introspección comprendió que no era un hombre. Y lo más importante, que nunca lo iba a ser.
El mosquito se entristeció. Pensó que no valía la pena su vida. No quería vivir a costa de otros seres. No quería ser un chupasangre. Soñaba con arar la tierra y vivir de sus cultivos, pero no tenía posibilidad de lograrlo. Sólo tenía destino de mosquito. Su vida se reducía a comer sangre y poner huevos.
La situación le pareció lamentable. El mosquito consideró las opciones que tenía, y encontró que no tenía ninguna. No podía dejar de ser lo que era. O, mejor dicho, no podía pasar de ser un mosquito a ser otra cosa. Por lo menos un perro, algún animal que se pudiera querer, algo.
Pero no. Era un mosquito, y no lo podía cambiar. Era su esencia. Terminaría sus días como mosquito indefectiblemente.
Entonces, ya que el final era el mismo sin importar lo que hiciera, le pareció que lo más razonable era adelantarlo. Decidió terminar con su vida. No valía la pena prolongar el sufrimiento.
Buscó un buen lugar para usarlo como destino. Revoloteó por la ciudad hasta que descubrió una pileta azul. Le hizo acordar al agua estancada donde había iniciado su vida, lleno de esperanza. Decidió que era la mejor manera de terminar.
Cuando se acercó, antes de impactar contra la superficie del agua, divisó los cuerpos de varios insectos que habían tomado la misma decisión. Todos irían a parar al mismo filtro. El mosquito, en su instante final, se sintió acompañado.

En el mapa

Divisé un mapa y fui hacia él. Tenía esperanzas de que me orientara acerca de dónde estaba y hacia dónde tenía que ir. El lugar era bastante confuso, era fácil perderse. Habitualmente me oriento sin problemas, pero había pocas referencias que me ayudaran a ubicarme. Por eso me sorprendió que no hubiera nadie mirando el mapa cuando llegué a él.
Estaba entre dos hierros clavados en el suelo. Sin embargo, su orientación no era vertical, ni tampoco horizontal. Estaba a unos treinta grados respecto del suelo, suponiendo un suelo plano. Asumí que esa disposición era para poder ubicarme más fácilmente, sin tener que transponer dimensiones entre el mapa y la realidad.
A pesar del buen tino de la orientación, tuve que acercarme mucho porque estaba bastante mal diseñado. Se podía reconocer que era un mapa, pero no parecía estar a escala. Había mucho espacio y una inscripción con letra muy chica. Tan chica que no se leía a menos que me acercara más.
Incliné entonces mi cuerpo hacia el mapa. Mi torso quedó con una orientación opuesta a la del mapa respecto del suelo, y sin embargo igual no podía leer. Me acerqué más, temiendo perder perspectiva. Corría el riesgo de no ver el contexto de la inscripción cuando la pudiera leer. De todos modos, razoné que podía leerla, recordar el contenido y alejarme un poco para ver el mapa en general.
Pero razoné mal. Cuando me agaché tanto que toqué el mapa con la frente, sentí un viento que me impulsaba hacia el mapa. De repente mis pies se levantaron del suelo y antes de que pudiera impedirlo el mapa me aspiró.
Quedé dentro del mapa, junto a mucha gente que se notaba que no podía salir. Pero, por lo menos, desde mi punto de vista se podía leer la inscripción. Decía “usted está aquí”.

Un oscuro fratricidio

Santiago no soportaba a su hermano. Pensaba que no le dejaba espacio, que no lo dejaba ser. Tenía que compartir todo con él, y estaba cansado. La falta de independencia le impedía crecer.
La corta edad de Santiago impedía que se fuera a otra parte. Por el momento el único lugar que había conocido era el que ambos compartían, el vientre materno. Habían coexistido ahí desde el principio de sus días. Santiago no aguantaba más. El hermano no parecía estar muy enterado del hartazgo de Santiago, aunque no se podía ver muy bien su expresión por la ausencia de luz en el lugar.
Con el correr de las semanas, Santiago empezó a urdir un plan de matar a su hermano. Él ignoraba que en algunos meses estaba previsto que ambos salieran y tuvieran mucho espacio a su disposición. Tal vez, de haberlo sabido, habría podido aguantar. Pero lo que faltaba era más del doble del tiempo de vida que tenía hasta ese momento, entonces de cualquier modo era relativamente mucho tiempo.
Una noche, mientras la madre dormía, Santiago puso en marcha el plan. Mordió a su hermano en la yugular y lo dejó morir desangrado. Pero pronto se dio cuenta de que, muerto o no, el hermano seguía estando ahí, quitándole espacio. Tenía que hacer algo con sus restos.
Entonces hizo en forma algo prematura lo que hacen todos los bebés: llevárselo a la boca. Poco a poco se lo fue comiendo. Santiago no tenía dientes, pero su hermano no se había endurecido mucho. Además, el líquido amniótico facilitaba la masticación.
Santiago tuvo, entonces, todo el útero a su disposición. Sus padres nunca se enteraron. Los informes que hablaban de mellizos fueron desmentidos por las ecografías posteriores. Al finalizar, el embarazo, Santiago nació y fue recibido sin la más leve sospecha. Nunca nadie había sabido de la existencia de su hermano, por eso nunca recibió un nombre. Nadie supo nunca que Santiago era un asesino, ni siquiera él mismo, que con el tiempo olvidó lo ocurrido. Pudo vivir su vida sin miedo a las consecuencias del hecho que había protagonizado, y sin saber que había logrado el crimen perfecto.

El hombre flan

Mateo estaba cansado de tener accidentes. Su andar torpe hacía que demasiado seguido se cayera, o se golpeara. Y su estado cada vez más frágil garantizaba que con cada golpe fuerte viniera una fractura. Ya no le quedaban huesos que no se hubieran roto alguna vez. Una radiografía de su cuerpo mostraba montones de fusiones.
Estaba harto de vivir enyesado. Muchas veces se fracturaba un hueso antes de que el anterior se soldara completamente, entonces se formaba un continuo de yesos al que estaba acostumbrado, pero que no tenía ganas de seguir tolerando. Sus amigos estaban también podridos de firmar yesos.
Cuando le ocurrió un accidente particularmente grave, en el que se rompió ambos fémures, tuvo que estar internado unos días. Eso le dio tiempo para reflexionar. Comprendió que odiaba a sus huesos. Sólo le traían disgustos. No los quería. Y si no fuera porque los necesitaba para mantener la estabilidad de su cuerpo, se desharía de ellos.
Poco a poco, se fue dando cuenta de que no era tan necesaria la estabilidad del cuerpo. Y, de hecho, su cuerpo, aun con esqueleto, distaba de tener una estabilidad destacable. Entonces decidió extirpárselo.
Los médicos no querían hacer la operación, pero Mateo era persistente, y siguió visitando cirujanos hasta que encontró uno que estaba dispuesto a liberarlo de su estructura.
Luego de la intervención, Mateo ya no se pudo sostener. Se convirtió en un flan humano, que se deslizaba por el suelo con gran desparpajo. Sin embargo, el cambio le resultó natural. No fue un gran esfuerzo adaptarse al nuevo modo de vida. En muchos aspectos le resultaba más práctico. Aprendió a enrollarse para pasar entre las personas que caminaban por la calle.
Pronto comprendió que muchas de las restricciones de la sociedad sólo se aplicaban a personas con esqueleto. Podía entrar a casi cualquier lugar, estuviera abierto o cerrado, con sólo aplastarse y pasar por la rendija de las puertas. No le molestaban los transportes aglomerados, porque su forma moldeable le permitía aprovechar el escaso espacio entre varias personas. Podía saltar grandes distancias y flotar sin hacer esfuerzo.
Pero lo que le cambió la vida fue la posibilidad de viajar. Se dio cuenta de que no necesitaba pagar pasaje en los aviones para poder conocer el mundo. Sólo tenía que ubicarse dentro de alguna valija, con o sin el permiso del dueño, y dormir una buena siesta mientras el avión lo llevaba al destino elegido. Si tenía la suerte de que la valija no se perdiera, en pocas horas podía estar en cualquier parte del mundo que tuviera ganas. Y nadie objetaba su intrusión, porque las máquinas de rayos X de los aeropuertos no detectaban su presencia.
La mayor desventaja era que su falta de sustento físico le impedía trabajar. No podía usar las manos para manipular ninguna clase de objetos, entonces perdió su empleo. Pero Mateo ahora era flexible, y ya no se dejaba vencer por los obstáculos, como cuando tenía esqueleto. Cuando se dio cuenta de que nadie le iba a dar un trabajo, se dio cuenta también de que no necesitaba una vivienda del tamaño de la suya. Así que ahora vive de alquilarla, con la salvedad de que siempre se reserva una porción de placard, donde reside cómodamente.

Calle con salida

La calle daba, de un lado, a una avenida muy transitada. Del otro, a un edificio abandonado. Eran 50 metros de pavimento, que de cualquier manera no hubieran servido para mucho. Pero sirvió menos cuando el sentido de circulación fue asignado arbitrariamente hacia la avenida, de manera que no se podía doblar hacia la calle.
Puede argumentarse que el sentido inverso también hubiera sido problemático. Los autos habrían podido transitar la calle pero no volver, y se hubiera transformado rápidamente en un cementerio de vehículos, abandonados por sus dueños ante la imposibilidad de salida.
Se consideró hacerla peatonal, pero no estaba en una zona en la que hubiera muchos peatones. Era más bien un barrio industrial. Entonces la calle permanecía siempre vacía. Hasta que la inventiva empresarial logró darle vida cuando se instaló en el edificio abandonado una fábrica de autos.

Ovejas de la noche

Me estaba costando dormir. Daba vueltas para todos lados en la cama, tratando de encontrar una posición mágica que me produjera el sueño. Mientras más tardaba, más me despabilaba. Di vuelta la almohada varias veces. De tanto manosearla, quedó muy blanda y mullida, como si estuviera rellena de lana. Tenía que sacarme la vigilia de alguna forma. Probé leer un rato. Pero cuando volvía a apagar la luz todo regresaba al mismo estado insomne.
Decidí contar ovejas. Empecé a ver ovejas por todo el cuarto, sin lograr dormirme. Su presencia fantasmagórica me ponía más nervioso. Pero no debía dejar que me perturbaran así. Era necesario dejar de prestar atención a todo lo que tenía alrededor. Olvidarme de que estaba tratando de dormir. Decidí que tenía que relajarme, si era necesario a la fuerza. Hundí la cabeza en la almohada, era como hundirla en una oveja.
Elegí una postura más o menos cómoda, cerré los ojos y determiné que ahí me quedaría, sin importar qué pudiera ocurrir. Pasaron los minutos y me mantuve, al principio tenso, pero después, como me estaba cansando de esa posición, los músculos se aflojaron un poco.
En ese momento las ovejas se empezaron a mover. Se ubicaron todas abajo de la cama, y la reemplazaron. Estaba acostado en ellas. Mi cuerpo se vio invadido por una sensación de paz. Estaba muy cómodo. Estaba acostado en una nube.
Era una nube de una plaza, muy mullida, y una oveja alargada que hacía de almohada. Abrí los brazos para acostarme completamente. Me tapé con la sábana hasta la cabeza. Miré hacia arriba, hacia el esplendor del firmamento.
Contemplé un rato mis alrededores. No vi otras nubes, la mía era la única. El horizonte se extendía hacia los cuatro costados. La Luna funcionaba como un velador. Estaba seguro de poder leer con su luz. Quise manotear el libro, pero ya no estaba.
Tanto estímulo me despabiló, pero a esa altura ya estaba cansado, y el entusiasmo no duró tanto. Además, la nube era demasiado cómoda como para no aprovecharla. No tardé en dormirme.
Desperté poco después del amanecer, cuando sentí un zumbido cerca de mi oído. Me pareció que era el balido de una oveja, después pensé que era una abeja. Pero era una libélula. Y no una, eran varias. Creaban todas juntas un estruendo ensordecedor. Por alguna razón, eran cada vez más en la vecindad de la nube. Algunas se posaban sobre mí, y generaban con sus alas un espectáculo majestuoso que me terminó de despabilar.
Era hora de levantarme. Sin embargo, no tenía dónde ir. Caí en la cuenta de que estaba arriba de una nube, sin saber cómo había llegado ahí. Miré hacia abajo, era claro que estaba lejos de la superficie. No podía saltar. Pero no me molestaba. No tenía todos los días la posibilidad de estar arriba de la nube, así que me volví a acostar, dispuesto a disfrutar mientras durara.
Al rato tuve compañía. Aparecieron más nubes. Al principio se las veía amistosas. Su presencia me hizo acordar a las ovejas fantasmagóricas de mi cuarto. Me volví a poner nervioso. Eran nubes grandes, intimidatorias. No parecía gustarles mi presencia. Eran blancas, pero se oscurecieron en seguida. Después se ubicaron bajo la que ocupaba yo, y empezaron a emitir serios truenos. Las libélulas se alejaron espantadas. Yo no podía hacer mucho. Empecé a tener miedo de que las otras nubes me tiraran de la mía. Por eso me abracé fuerte a ella.
Al hacerlo, su textura cambió. Dejó de ser tan mullida y adoptó una cualidad menos moldeable, más fresca. Me sentí como en una cama de agua. Disfruté por un momento la sensación, hasta que me di cuenta de que eso podía ser problemático.
En efecto, poco después se largó a llover. No me mojé, porque estaba encima de la nube, pero percibí cómo se iba desintegrando al liberar líquido. Supe que estaba en problemas.
Llegó un momento en el que la nube no me sostuvo más. Caí a través de ella junto con mi sábana. Ahí me di cuenta de que podía usar la sábana como paracaídas. La agarré de las cuatro puntas, dejé que el aire la inflara y me sujeté a ella con todas mis fuerzas.
Con gran suavidad, el viento guió a la sábana hasta el suelo. No había gente cuando aterricé. Sólo una oveja que me amortiguó la llegada con su lana mullida. La sábana, al terminar de caer, la cubrió completamente. Al verla, pensé que era otra oveja fantasma y salí corriendo.