Luna al aire

Densas nubes de tormenta cubrían la superficie. Eran nubes negras, que no dejaban pasar ni la luz. Pero la tormenta estaba terminando. El viento que las había traído se las llevaba hacia otras comarcas.
La retirada de las nubes posibilitó que se viera la luna. El sol, que estaba del otro lado, la iluminaba por completo. Estaba llena. Se la veía mejor que nunca.  Pero la luna no estaba preparada para estar a la vista tan temprano.
Contaba con la presencia de las nubes que, al irse, la dejaron al descubierto. Iba a ser una noche para que observarla, pero todavía no era momento. Se le veían todos los cráteres. La luna, asustada, decidió correrse. Ir hacia la posición que tenía pensado tomar más tarde. Era un poco más elevada, de forma tal que sus secretos no estuvieran tan a la vista.
Mientras llegaba, intentaba cubrirse con las nubes que pasaban. Pero las nubes estaban más interesadas en cubrir la Tierra que la Luna. Entonces seguían corriendo hacia el mismo lado, siguiendo al viento, para estar todas juntas. Y la luna volvía a estar al aire, resplandeciente y blanca, a la vista de todos.
Así como se iban las nubes, se iba también el sol. Se ocultaba bajo la Tierra. El sol era más reluciente que la luna, pero se encargaba con esa misma luminosidad de que nadie pudiera mirarlo. Y todas las noches desaparecía. Esa noche siguió su costumbre.
El sol no tenía problemas en proporcionar parte de su luminosidad a la luna. Sabía que compensaba un poco su ausencia, sin reemplazarlo por completo. Era la única forma que tenía la gente de ver un astro tan grande. La luna no los intimidaba, a pesar de su cercanía. El sol, mucho más brillante, sí. Todos los días, la gente buscaba salir de su influencia, quedarse a la sombra, porque extrañaba a la noche, cuando podían refugiarse a la sombra de la Tierra.
Entonces el sol tenía una relación más indirecta, más distante. Nutría a todo el mundo, pero a través de las plantas. Era necesario que la atmósfera filtrara parte de su luz para que hubiera vida. Tenerlo cerca, sentirlo por completo, era una experiencia tan poderosa que resultaba fatal.
En cambio, la luna estaba ahí, cerca, accesible, amistosa. Por eso se sentía vulnerable. Quería un poco del respeto que recibía el sol.
Las estrellas, últimamente, se habían tomado la costumbre de ocultarse tras las luces de la ciudad. No había otra cosa que contemplar. Sin sol y sin nubes, la luna brillaba solitaria.
A todos les gustaba mirarla. La señalaban. La luna se sentía expuesta, por eso tardaba semanas en volver a mostrarse entera. Y había partes que nunca se había animado a exponer. No tenía nada de qué avergonzarse. Todos la admiraban, querían sacarle fotos, visitarla. Pero la luna no sabía que era por su gran belleza. Ella nunca se había visto.
Esa noche, su exposición temprana resultó en una muestra más de timidez. Cuando el sol estuvo del otro lado, la luna se ruborizó, y su cara blanca se volvió roja.

Congreso de Tucumán

Cuando el tren se acerca a la estación Congreso de Tucumán, todos los pasajeros saben que se van a bajar. No hay otra opción, es la terminal. Algunos realizan el procedimiento habitual de bajarse en la siguiente estación. Consiste en hacer el último tramo del viaje parados cerca de la puerta, para bajar rápidamente cuando se abra. El subte es un medio de transporte rápido, razonan que no tiene sentido producir demoras extra al pararse una vez que el tren está detenido.
Algunos tienen estudiada la estación, fruto de bajarse seguido, y saben en qué puerta conviene pararse para quedar cerca de la escalera más conveniente. Esto acelerará un poco más el viaje, y permitirá (si la escalera es mecánica) evitar quedar atrapado detrás de los que la bloquean.
Pero para poder realizar esta maniobra, es necesario saber de qué lado del tren habrá que bajar. Los carteles suelen indicar cuáles estaciones son de andén central. En ellas se baja en la puerta opuesta. Congreso de Tucumán es de andén central, pero también es la terminal. Esto significa que ambos andenes se utilizan para descender. Por lo tanto, puede tocar cualquiera de los dos.
Los pasajeros duchos no esperan al momento de llegar al andén para hacerlo. El tránsito diario, sumado a la observación de lo poco que hay para ver por las ventanas del subte, permite inferir el lado antes de llegar. Es cuestión de mirar en qué vía avanza el tren.
Los trenes habitualmente van por la vía izquierda. Antes de llegar a la estación hay un cambio. Lo que no se sabe es si el tren tomará o no ese cambio. Lo más fácil y probable es que lo tome, porque así quedará ya perfilado para ir por la izquierda en el regreso. Pero ese andén puede estar ocupado. Entonces puede continuar por la misma vía.
Algunos pasajeros se aventuran a una de las puertas. Suelen elegir la derecha, que es la que permite ver el cambio. Cuando se produce, todos los informados se dirigen prontamente hacia la puerta correcta. Algunos no están al tanto de todos los cambios, pero siguen a los que primero se mueven (es otra indicación válida). A veces, unos pocos obstinados se quedan en la otra puerta, apostando a que los demás estén equivocados. Pero como los otros saben lo que hacen, esos obstinados comprobarán su error al llegar al andén.
Cuando el tren se detiene y abre las puertas, los que estaban esperando ansiosos ese momento bajan a toda velocidad. Quedan en los coches los otros, los que nunca se molestaron en levantarse de su asiento, porque no necesitan gratificación instantánea. A su ritmo se levantarán y se retirarán del tren. Encontrarán una escalera y subirán a la calle, a caminar hasta su destino. Cuando lleguen a la superficie, los primeros en salir estarán ya fuera de la vista.

Escape de gas

El choque de dos camiones policiales hizo que se rompieran los tanques de ambos. El gas lacrimógeno que transportaban escapó de su destino designado. Inmediatamente, todas las personas que estaban alrededor rompieron en lágrimas.
Los conductores de ambos camiones lloraban. La gente que se juntó alrededor del accidente lloraba también. La onda lacrimógena se expandió en todas las direcciones, como una nube cada vez más grande. Cuando llegaba a los ojos, ellos respondían con secreciones. Eran lágrimas protectoras.
En pocos minutos, gente que no se había enterado del accidente también había entrado en lágrimas. Otros les preguntaban “¿por qué llorás?” y no tenían respuesta, más allá de retrucar “¿y vos por qué llorás?”
La gente lloraba sin estar triste. Toda la ciudad se veía acongojada, como si una gran tragedia los hubiera tocado en lo más hondo. Pero no era una gran tragedia, ni estaba en lo más hondo. Era una nube superficial que cubría la ciudad y tarde o temprano se dispersaría.
Sin embargo, muchos encontraron formas de empatizar el llanto de los otros. Creían ver, entre sus propias lágrimas, los motivos que generaban las de los demás. La gente se comunicaba a través de los ojos. Hacían esfuerzos para entenderse. Cada uno se daba cuenta de lo que le estaba pasando a los demás, gracias al falso síntoma de las lágrimas inducidas químicamente.
Entonces, las lágrimas del gas fueron reemplazadas gradualmente, a medida que el gas se disipaba, por lágrimas de verdad, producto de la comprensión de los problemas de los otros. La gente, y no sólo sus ojos, se sensibilizó.
La congoja reemplazó al gas como causa de las lágrimas. La población se entristeció. Todos estaban seguros de que sus problemas no eran nada al lado de los de los demás. Y ése era el asunto: nadie podía solucionar problemas ajenos. Sólo podían ofrecer sugerencias, que eran rechazadas porque los receptores estaban más preocupados por lo que le pasaba a su interlocutor que a sí mismo.
La situación se mantuvo durante varios días. Las lágrimas no paraban de caer sobre el suelo de la ciudad, como si lloviera. La productividad de la población cayó como consecuencia del tiempo que todos dedicaban a ser compasivos con los otros. Las autoridades debieron tomar cartas en el asunto. Ordenaron a la Policía ventear grandes cantidades de gas hilarante.
Pero la cantidad de gas liberado fue demasiada. La gente sonrió, luego rió, y más tarde entró en carcajadas. Poco después, todos lloraban de risa.

Trabas al río

Después de asegurarme de que era una buena idea, decidí ir al río a deshacerme de las trabas que limitan mi escritura. Una de ellas es la inseguridad, la necesidad de saber que algo está bien antes de escribirlo. Otra es el escribir de más. La tercera es la compensación, escribir de menos para que no me agarre el vicio de escribir de más. La cuarta es el exceso de “pero”, “sin embargo” y conjunciones similares. Iba a tirarlas todas al río, así se iban bien lejos.
Cuando llegué, la orilla estaba llena de autores. Todos tiraban sus trabas. El río tenía un gran caudal, que igual podía poco con la cantidad de trabas que iban cayendo. Ellas se movían lentamente, y muchas veces algunas caían encima de otras. Ocurría que determinadas trabas, ante la llegada de las nuevas, desbordaban y volvían a la orilla. Algunas tenían la suerte de volver al autor que las había tirado.
Fui con las mías y busqué un lugar libre en la orilla. Me costó llegar, porque había muchos autores esperando. Pero de a poco me fui haciendo lugar. Finalmente llegué y vi en todo su esplendor el río con las trabas flotantes.
Al verlo, algo me llamó la atención. Algunas características que ciertos autores llamaban trabas, para mí eran ventajas. Estaban ahí, en el río, pudriéndose, disponibles para cualquiera que las quisiera agarrar. Y nadie lo hacía. Tuve entonces la tentación de sumergirme para rescatar algunas, como hacen los artistas plásticos con la basura de la calle.
Estaban los juegos de palabras, las rimas métricas, los diálogos entre muchos personajes, las formas largas. Había gente que se había deshecho de todo eso, con total desparpajo. Era demasiado tentador. Decidí tirarme para poder aprovechar ese potencial.
Los autores que estaban en las orillas me miraron mal. “Eh, qué te tirás, esas trabas no son tuyas”. No les hice caso, pero veía el resentimiento que me tenían los demás. Me di cuenta de que me iban a tratar como alguien poco original, que no desarrolla sus propias técnicas, ni siquiera sus propias trabas. Un cartonero de la literatura. Un juntapuchos.
Pero no me importó. Nadé un rato y recopilé una serie de trabas ajenas para mi colección. Reemplacé las mías. Después salí del río, ante la mirada reprobatoria de mis colegas. Aunque vi que algunos me imitaban. Se acercaban discretamente a la orilla a rescatar lo que pasara cerca.
Puse las trabas en el baúl del auto y me fui. Ahora escribo distinto, con más libertad. Como ésas no son mis trabas, no me generan dudas o problemas. Sólo amplían mi repertorio de herramientas. Funcionan como disfraces. Puedo ponérmelas y sacármelas cuando quiero. Me quedó, de todos modos, la reputación de plagiador. Pero eso va a ser sólo hasta que vean lo que escribo ahora. Ahí se van a dar cuenta de lo que hice. Y si no me quieren leer, peor para ellos. Será otra traba que tarde o temprano terminarán tirando al río.

Cruza de primates

Somos primates. Descendemos de animales que vivía en los árboles. Saltaban de rama en rama, en busca de comida, de seguridad, o de compañía. Se hicieron buenos en esa tarea. Su supervivencia dependía de que lo lograran. Aquellos que no sabían calcular la fuerza necesaria para saltar de una rama a otra, caían y no dejaban descendencia. Venimos de los que lo lograron.
Nuestros antepasados calculaban la distancia, la velocidad necesaria para los saltos, y el momento justo para hacerlo. Saltar en el instante apropiado podía significar la diferencia entre sobrevivir y ser comido por algún predador. Nuestros genes fueron esculpidos por estos saltos.
Con el tiempo, bajamos de los árboles. Gradualmente ocupamos el mundo. Formamos una civilización en la que hay muchos millones de nosotros. Ya no es tan fácil que nos coma una pantera. Los peligros que enfrentamos son distintos. Hoy la manera más fácil de morir en una ciudad es calcular mal al cruzar la calle, y ser atropellados por alguno de los vehículos que construimos para hacer más rápidos nuestros trayectos.
Sin embargo, no tenemos especial cuidado. Miramos, calculamos y nos lanzamos a cruzar las calles, sin importar que puedan venir moles de varias toneladas que nos puedan causar una muerte dolorosa.
Lo hacemos porque seguimos siendo primates. Confiamos en nuestros instintos arbóreos. Lo que antes nos hacía ir de rama en rama, hoy nos permite cruzar la calle cuando viene un auto a toda velocidad. Calculamos las trayectorias, las proyectamos en el espacio y tiempo y decidimos el camino y la velocidad adecuados. En cada uno de esos cruces ponemos en peligro nuestra vida, como nuestros antepasados lo hacían al saltar de rama en rama. Y cuando llegamos al otro lado, intactos, nos invade una satisfacción muy profunda. Un orgullo del éxito repetido de nuestro linaje.

Camino de hormiga

Estaba esperando el colectivo. Era una actividad que me obligaba a estar parado más o menos en el mismo lugar hasta que llegara. Mientras tanto, ocupaba el tiempo en mirar a mi alrededor. Lo hacía preferentemente en la dirección desde la que el colectivo iba a venir, pero no me privaba de mirar hacia los otros costados.
Era de noche. Pasaban pocos autos. No había mucha gente en la vereda. Estaba básicamente solo. El paisaje de persianas cerradas no era especialmente inspirador. El único movimiento eran las luces que cambiaban en los semáforos, y algunos bichos que revoloteaban alrededor del alumbrado público.
De pronto, sentí una voz muy fina que dijo “ey, mirame”. Busqué a mi alrededor, a ver quién era. Pero no había nadie. Pensé que podía ser mi imaginación. Pero en seguida ocurrió otra vez: “acá abajo”. Miré a mis pies, y vi que había una fila de hormigas. Una de ellas me estaba mirando y, además de llevar una hoja sobre su espalda, me estaba señalando con una de sus patitas delanteras.
Entonces le contesté. “¿Qué pasa?” “Estás interrumpiendo el paso”. Vi entonces que el camino de las hormigas iba en línea recta, salvo cuando esquivaba mi pie derecho. Pero no podía moverme, estaba en la parada. “Estoy esperando el colectivo”, le dije.
“No sé qué es eso”, contestó la hormiga. “¿No podés correrte un poco? Acá tenemos que hacer un desvío larguísimo por tu culpa. Si era a la ida no te decía nada, pero estamos cargando con estas hojas pesadas”. “Pero tendría que pisar donde están pasando”. “Esperá, que te despejo el área. Cuando terminan de pasar, pisá”.
Esperé, entonces. Pero iban despacio. Aproveché para pedirle disculpas por si había matado a algunas hormigas en mi pisada inicial. “No te hagas problemas, tenemos de sobra”. Miré atentamente para saber cuándo podía pisar la colectora, mientras no dejaba de fijarme si venía el colectivo. “Yo te aviso”, dijo la hormiga.
Unos momentos después, gritó “ta”. Moví entonces mi pie. “Decime si lo voy apoyando bien”. Una sombra cubrió a las primeras hormigas de la fila. “Más allá, más allá”, exclamó mientras movía repetidamente las patas delanteras y las antenas para indicarme adónde se refería. “¿Acá?” “Ahí”.
Cuando apoyé el pie, al mismo tiempo que la hormiga me decía “gracias”, apareció el colectivo. Lo paré, me despedí de ella y me subí. Ambos estuvimos prestos a seguir nuestros caminos respectivos. Pero el colectivo no tuvo en cuenta a las hormigas. Arrancó a toda velocidad, y al hacerlo salpicó a las hormigas con el agua podrida del cordón de la vereda. No pude ver lo que pasó, pero desde arriba de la unidad me pareció oír una voz finita que decía “la puta que te parió”.

Sobre el mar

El sol brillaba sobre la calle Florida. En realidad, no llegaba a brillar sobre la calle en sí, sino que se limitaba a dar luz y calor a la gente que caminaba por ella. La calle estaba en sombras, cubierta por un verdadero mar de gente.
No tenía ganas de sumergirme en ese gentío. A pesar de que yo, igual que todos los demás, era ochenta por ciento agua, no tenía ganas de integrarme a ese mar. Para llegar a mi destino, era preciso navegarlo. Por eso me fui, y volví con un barco.
Lo boté sobre la peatonal. La gente se horrorizó al verlo, y los que estaban justo abajo levantaron las manos para protegerse. Así logré flotar. Dejé que la corriente me llevara. Las personas que estaban sosteniendo el barco se lo pasaban a otras, y el movimiento me trasladaba hacia el norte, que era donde quería ir.
Pero al rato la corriente fue menguando. Mucha gente se dio cuenta de que el sol brillaba sobre el barco, y por lo tanto debajo de él había sombra. Entonces unos cuantos forcejearon para quedar abajo. Y no querían moverse. Estaba más fresco ahí. Pero no me servía para nada. En ese momento extendí las velas.
El viento me empujó sobre las palmas de los transeúntes. Avancé calle arriba, mientras corregía la dirección con el timón. El barco se desplazaba suavemente, con ligeros bamboleos según la altura de las diferentes personas sobre las que se iba apoyando.
Recorrí así varias cuadras de Florida, hasta que llegué a la esquina de Corrientes. El semáforo estaba rojo. Pero el viento no hace caso al semáforo. El mar de gente estaba momentáneamente partido en dos, como si la avenida fuera Moisés. Entonces me vi caer hacia el vacío de la arteria.
Pero Corrientes no se llamaba así en vano. Los techos de los autos que iban por la avenida me llevaron a gran velocidad. Me subí a la onda verde. A la altura de la barranca, la nave se aceleró sin que pudiera controlarla. Fui hacia abajo, pensando que me iba a estrellar. Pero el impulso era demasiado grande como para ir al suelo. Cuando terminó la avenida, salí volando con barco y todo. Fui a parar derecho al dique de Puerto Madero. Seguí entonces mi camino flotando sobre el agua.

El remedio

Estaba en un asado. Me dolía la cabeza, y lo expresé a los comensales. Un amigo de un amigo se me acercó y me dio un cilindro corto. “Esto te va a ayudar” me dijo. Confié en él y me lo tomé. Ayudé a tragarlo con un vaso de agua.
Después de tomarlo le pregunté qué era. “Es una tableta de ácido acetilsalicílico”. Me alarmé. Pensé que el ácido me podía traer efectos secundarios indeseados. Lo único que quería era que me dejara de doler la cabeza. Él me aseguró que no pasaría nada.
El dolor continuaba. La tableta no tenía efecto instantáneo. Sabía que no podía pedir eso. Sin embargo, rápidamente se hizo más fuerte. Se me partía la cabeza. Sentí que el cráneo se dividía en dos mitades. Del hueco del medio salían colores disparados, en todas las direcciones. Algunos volvían a entrar por los ojos, que ahora estaban más separados debido a la división de la cabeza.
No sabía que tenía tantos colores adentro. De repente, todos esos colores me rodearon. Me vi envuelto en una especie de señal de ajuste. Eran barras, como si fueran los barrotes de una cárcel feliz. Pero no se mantenían quietas. Cambiaban de color, subían, bajaban, bailaban. Parecía una cortina de tiras de la puerta de una carnicería. Se movían con el viento, pero no de adentro hacia afuera, sino de arriba hacia abajo.
Las barras me llamaban. “Vení, vení”, decían. Me vi en la tentación de tirarme, como si fuera una cascada. Me tiré de cabeza hacia el color. Aparecí en una especie de tobogán. Miré hacia los costados y estaba yo, disfrutando de la caída, pero no me estaba mirando. No era un espejo. Éramos no menos de tres yo que habíamos tomado la misma decisión. Cada uno tenía cara de alegría.
Mientras disfrutaba, se me ocurrió que la sensación se iba a terminar. En algún momento iba a llegar a la base del tobogán, y sería algo lamentable volver a tierra firme después de experimentar esa sensación. Sin embargo, no se terminaba. Parecía bastante largo. No se veía el final. De repente, llegué hasta abajo, pero el tobogán no se terminó. Me di cuenta porque en lugar de bajar subía. Miré a mi alrededor y estaba andando en arco iris. El arco me llevaba, como una cinta transportadora.
Me dejé llevar. El camino era placentero. Podía ver el mundo desde arriba, pero no me interesaba tanto. Ahí cerca tenía los colores más vivos que jamás había visto. Podía penetrar en ellos, teñirme de uno o de más colores, darme un refrescante baño en su luz.
El impulso del arco iris me llevó a dar la vuelta entera. De pronto estaba cabeza abajo, de espaldas al vacío del mundo. Estaba enganchado al arco por la cintura. Los otros dos yo habían desaparecido. No los vi más. Pienso que tal vez se habían integrado a mí, porque me sentía un poco más completo.
Me acercaba de nuevo a la bajada. Me preparé para el vértigo que había sentido antes. Pero esta vez fue distinto. Me di cuenta de que no estaba en el tobogán, sino en una bajada vertical y suave, como si se hubiera abierto un paracaídas. De repente, estaba otra vez en el asado, con la misma gente.
Ya no me dolía la cabeza.

Escalera que no anda

La gente sube por dos escaleras, una mecánica y una pedestre, que están una al lado de la otra. Como la mecánica no funciona, todos tienen que caminar para poder subir. La escalera sola no lleva a nadie a ninguna parte.
Los que van por la escalera mecánica caminan más despacio que los de la pedestre. A pesar de que los escalones están a prácticamente la misma distancia, el hecho de estar en una escalera mecánica hace que la gente tenga el impulso de frenar.
Algunos sienten que son llevados, pero en pocos instantes se dan cuenta de que tienen que moverse. Si no, los de atrás los empujarán, y esa no es la manera en la que les gustaría que los llevaran. Entonces caminan, pero como los otros, caminan despacio.
Van despacio porque conservan la esperanza de que la escalera, en algún momento, empiece a moverse. En cualquier momento puede volver a funcionar, y se producirá un alivio como cuando vuelve la luz, o se apaga una alarma que hace mucho que está sonando.
Pero algunos no caminan despacio por eso. Tienen miedo. Miedo de que el piso se les mueva y, de repente, la firmeza que sienten se haga añicos. Lo que cuando la escalera anda es bienvenido, cuando no funciona es un peligro. Por eso, aunque no sea necesario, se agarran igual de la cinta que funciona como baranda. De esa manera, si la escalera se empieza a mover, evitarán caerse e iniciar un efecto dominó que arrastre a todos los ocupantes de la escalera.
 

Los que apocopan

Nunca apocopo, ni apocoparé. Apocopar es poco feliz. Aquellos que apocopan no paran de apocopar. Usan apócopes para todo. Viven incompletos. Tienen miedo a lo terminado. Entonces se quedan. Apocopan todo.
Son pocos los que no apocopan. Pocos apócopes quedan sin usar. La gente los mira. “¿Por qué no apocopan?” se preguntan. Pero se lo preguntan poco. No lo saben. Se lo preguntan sólo internamente. La pregunta no sale a la superficie. Queda apocopada en su cuerpo, tal la costumbre que tienen de apocopar.
Culturas enteras son apocopadas antes de lograr su máxima expresión. De tanto apocopar, se apocopan a sí mismas. Quedan entonces apocopadas, apocalípticas. Sólo se sugieren, pero quedan truncas, en apócope, sin que terminen de concretar su potencial.