Responsabilidad teórica

Albert Einstein se escudaba en las acciones de los demás. “Yo no hice la bomba, si hubiera sabido que mis investigaciones iban a terminar en esto, no las hubiera realizado”. Pero era tarde. Gracias a su aporte, el mundo tenía bombas nucleares.
Einstein, incluso, había insistido en que se construyeran, porque al existir el conocimiento de la posibilidad, el otro lado seguramente estaba trabajando en lo mismo. Y era preferible que la tuvieran los propios.
De cualquier manera, Einstein lamentaba que hubiera que hacerla. Sabía que era algo devastador como nunca antes. Por eso quiso deslindar su responsabilidad. Él no construía la bomba. Sólo había formulado la posibilidad, y ni siquiera con ese objetivo. Eran los otros los que aplicaban sus teorías para la guerra. Si fuera por él no existirían.
Pero la sociedad no le hizo caso. Lo responsabilizó sin dudar. Nadie podía creer que el célebre físico no hubiera visto las consecuencias de sus investigaciones. Para la gran mayoría, Einstein no estaba en condiciones de hacerse el boludo.

Niños devueltos

—Buenas.
—¿En qué la puedo ayudar?
—Mire, tengo una situación que me parece que les corresponde a ustedes.
—Usted dirá.
—¿Ve este nene?
—Sí. ¿Es suyo?
—Más o menos. Lo tuve yo, pero no es mío.
—¿Alquiló su vientre?
—Más o menos. En realidad no lo tuve para otra persona, pero tampoco para mí.
—¿Para quién entonces?
—Eso es en lo que usted me puede ayudar. ¿Quién me puede haber mandado al nene?
—Espero que su marido.
—Mi marido no tiene nada que ver. Él no crea personas. Solamente conozco a alguien que crea gente.
—No sé a qué se refiere. ¿Usted dice que su marido no es el padre?
—Sí es el padre, pero no lo creó. ¿Sabe quién lo creó?
—¿Dios?
—Ahí está. Por eso vengo acá. Me figuré que esta es la sucursal más cercana.
—¿Sucursal de qué?
—Bueno, sucursal o representantes. Esta es la receptoría oficial de Dios, por lo menos cuando pide plata me la hace mandar acá. Así que asumo que este es el lugar donde devolver al nene.
—¿Cómo devolver?
—Sí, yo no lo pedí, y la verdad no tengo ganas de criar a un nene en este momento. Dígale a Dios que gracias pero por ahora no.
—No lo puede dejar acá.
—Mire cómo puedo. Ya es hora de que Dios se haga cargo de sus creaciones irresponsables.
—Nosotros no tenemos elementos para educarlo.
—¿Quién les pidió a ustedes? Lo único que tienen que hacer es usar sus conexiones con Dios para mandarle de vuelta este recado. Él va a saber qué hacer.
—Espere, no se vaya, ¿cómo se llama el nene?
—Dios sabe.

Procedimiento del Bon o Bon

El Bon o Bon está dividido en dos hemisferios. Llamaremos sur al que tiene la base en la que logra apoyarse sin necesidad de un soporte. Esa base es lo primero que se debe eliminar con los dientes. Con cuidado, escarbar hasta que quede una esfera pareja y lisa.
La estructura interna del Bon o Bon se compone de núcleo, manto y corteza. Se debe retirar con cuidado la cobertura de chocolate del hemisferio sur. De esta manera quedará expuesta una fina capa similar a una hostia, que separa al chocolate del corazón de crema de maní.
Quedará así un hemisferio completo, y el otro con sólo el núcleo. Resulta fácil sacarlo. El núcleo es como el carozo de una fruta, pero comestible. Debe comerse entero. En esta etapa hay dos posibilidades: consumirlo en el momento o dejarlo para el final, luego de saborear las capas superiores del hemisferio norte.
En pocos instantes quedará sólo el envoltorio. Consiste en un papel plástico amarillo. Una lonja metalizada lo divide en tres partes, como si fuera la bandera de Canadá. Al terminar el Bon o Bon, se debe separar ambos papeles, sin romper el metalizado.
El amarillo es indestructible.
Para lograrlo, hay que tener mucho cuidado y paciencia. Se debe doblar el costado del papel amarillo, cerca de la esquina del metalizado. Suavemente pasar la yema del dedo por el límite que se conforma entre ambos y el aire que los rodea. Tarde o temprano, si se procede correctamente, se producirá una leve separación de ambos papeles. Es el momento de intervenir. Hay que tomar con una mano la punta del papel metalizado, y con la otra la parte más cercana posible del amarillo. Luego es necesario tirar hacia lados opuestos, haciendo la misma fuerza con ambas manos.
Una vez aislados los papeles, el amarillo puede descartarse. El metalizado quedará sobre la mesa y será sometido a un proceso de alisamiento. Se puede hacer con el costado de la mano. Se lo presionará suavemente contra la mesa, desde el medio hacia afuera, para los dos lados. Luego de pocas repeticiones de ese movimiento el papel metalizado quedará plano, listo para ser archivado como prueba de la conclusión satisfactoria de la experiencia Bon o Bon.

Extraña nube

De repente, el cielo se oscureció. Una nube blanca que antes se veía lejana bajó desde los confines de la atmósfera y bloqueó la luz del sol. Como era blanca, la oscuridad no fue tanta. El problema era que bajaba cada vez más.
Llegó un momento en el que bajó tanto que no permitió ver nada. Era como una niebla espesa, tan espesa que se podía tocar. Entonces muchos la tocaron. Y se dieron cuenta de que estaba compuesta por montones de fibras blancas, y eso es lo que reducía la visibilidad.
Al no poder trasladarse, muchos empezaron a explorar esas fibras. Algunos las usaban como lianas para moverse de un lado a otro de manera entretenida. Muchos las trepaban. No se veía de dónde colgaban, y eso resultaba un estímulo para los que subían. Se iban convirtiendo en exploradores. Seguramente llegar al origen de esas fibras iba a ser un gran descubrimiento.
Pero Dios tenía otros planes. La cantidad de gente que subía le hizo dar cuenta de que se había dejado muy larga la barba. Llamó a un arcángel para que lo afeitara. Con una gran tijera la barba de Dios fue emparejada, y las fibras bajaron hacia la Tierra. Los que se habían subido resultaron lastimados por el golpe. Pero a Dios no le importó. Siempre estuvo claro que explorar su rostro era perjudicial.

Buena persona

En realidad, no intento ser bueno. No tengo ningún interés en ayudar a los demás, ni en los demás, ni en nada que no me beneficie directamente. Sin embargo, no parece. Nadie se ha dado cuenta hasta ahora de que no es así. Y ni siquiera me interesa parecer algo que no soy.
El asunto es otro. Soy un ser egoísta, miserable y tendenciero. Soy una mala persona, no lo voy a negar. Pero no soy bueno en ser una mala persona. Mi maldad es completamente ineficaz, entonces parece que soy bueno.
Por eso los demás me admiran, y por eso no tengo respeto por los que me admiran. No se dan cuenta de que lo que parece mi bondad es sólo una maldad que no llega a florecer. Que abajo de lo que logro están mis intenciones, y que esas intenciones son despreciables. Porque no sólo soy malo, también soy un inútil.
Debo decir que esa inutilidad me ha funcionado. La gente me admira, me quiere, confía en mí. Me sirve para el futuro. Algún día voy a lograr mi propósito. Voy a hacerme bueno en ser malo. Y nadie lo va a ver venir.

Ser público

A todos los que forman parte de un público les gusta el rol pasivo asociado. Es como viajar en micro o taxi: maneja otro, y uno no tiene que preocuparse por los detalles. Sólo hace falta dejarse llevar.
Se puede estar muy atento, mirar todos los acontecimientos, anticipar desarrollos, criticar las elecciones del que está a cargo. Pero mientras se haga en forma respetuosa, en forma individual y privada, nadie se va a molestar.
Por eso no gusta cuando los artistas hacen participar al público del espectáculo. Los artistas deberían saber ubicarse. Los demás están del otro lado y tienen derecho a estarlo. No hace falta que involucren a nadie, todos están contentos con no ser parte, o con el rol simple de un público, limitado a aplaudir o reírse cuando se da el caso.
Incluso tienen derecho a no estar prestando atención. Por ahí tuvieron un día difícil y no quieren más que distraerse. No hace falta que los obliguen a un protagonismo forzoso. Por eso cuando los artistas bajan a la platea, se palpa el miedo de cada miembro del público a ser elegido. Nadie tiene ganas de ser más que lo que planeaba ser cuando pagó la entrada. Entonces todos hacen fuerza mentalmente para no llamar la atención, para que los artistas elijan a otro. Y casi todos lo logran. Pero siempre hay uno que termina siendo elegido, y nadie envidia su suerte.
Es una situación incómoda. Es como si el chofer del micro obligara a un pasajero a manejar. Los artistas seguramente saben lo que están haciendo, pero el miembro del público no. Está palpablemente incómodo. Quiere volver a su rol cuanto antes. No quiere contestar preguntas. No quiere que todos sepan su nombre. A veces se tapa la cara. El público que queda lo anima, porque quiere mantener su status de público. Todos prefieren que no haya más sacrificios. Ya perdieron a un miembro, y lo lamentan, pero están aliviados de que no les haya pasado a ellos. A todos les conviene que el elegido esté a la altura de las circunstancias.
La participación del miembro del público termina dándose, con mayor o menor éxito. Al finalizar, vuelve a su lugar, aliviado por el final de su intervención. El espectáculo continúa su normal desarrollo, pero el público no vuelve a ser el mismo. Queda en la platea un nerviosismo, un miedo, porque ya hay un precedente. Quedó establecido que los artistas buscan que el público participe, y podría volver a ocurrir. Durante el resto de la obra todos intentan pasar desapercibidos. Se aferran a su lugar mientras desean que el espectáculo termine lo antes posible.

Visita al dentista

Fui por primera vez a un dentista nuevo. El objetivo era control. Nada especialmente difícil. Prevenir problemas, tomar medidas contra cualquier cosa que pudiera estar pasando en mi boca. Piece of cake.
El doctor me hizo sentar. Me puse cómodo y abrí la boca. Inmediatamente el profesional se sorprendió. “Hace mucho que no veía una boca tan bien cuidada”, me dijo.
Me pregunté si me estaba cargando. Pero el doctor siguió. “Está impecable. Se nota que te cuidás mucho”. Aparentemente mi higiene bucal era excelente. El odontólogo me siguió revisando, para chequear la esperada ausencia de caries. Poco después dio por terminado el examen. “Te felicito”.
Nunca más volví.

Breves

Se apaga la heladera
tomo nota
del silencio.
Sueño despierto
sueño que sueño
dormido.
Miro hacia arriba
una sola estrella
es de noche.
El ruido de afuera
no logra apagar
mi música interna.
Lleno de gente
nadie me ve
estoy solo.
La barrera se cierra
no pasa ningún tren
se abre.
Estoy con vos
no sé si vos
estás conmigo.
Afuera llueve
me gusta olerlo
desde adentro.
Los anteojos
distorsionan la imagen
para que la vea bien.
Te estoy buscando
sin saber
si me buscás.
El Padrino
al morir
deja caer la naranja.
Acá estoy seguro
está claro
tengo que salir.

Sonámbulo de día

Tengo la costumbre de estar despierto a la noche y dormir de día. Pero no me afecta, porque soy sonámbulo. Eso me permite realizar todas las actividades cotidianas mientras duermo. No hay método más eficiente.
Todos los días voy a trabajar dormido. Pero nadie se da cuenta. Y como nadie se da cuenta, me siguen la corriente. No intentan despertarme, que es lo peor que se le puede hacer a un sonámbulo. Asumen que ya estoy despierto, y yo actúo como si lo estuviera.
No es que no hay diferencia. Lo que pasa es que ellos no me conocen despierto. Sólo han visto ese semblante tranquilo, que confunden con una personalidad analítica. Creen que estoy pensando cuando en realidad estoy durmiendo.
Desde que me pasa eso no uso pijama. Me voy a dormir listo para trabajar, y me ocupo de mantener el pelo bien corto, así no voy despeinado. Me viene dando resultado desde hace cinco años. Me permite aprovechar las veinticuatro horas del día. Y al trabajar dormido, le gano al sistema.

Jarrones de la dinastía Ming

Durante la dinastía Ming, los jarrones eran el eje de los pasatiempos populares. Todos los años, se organizaban en Pekín los Juegos del Jarrón. Tenían lugar durante dos meses de verano. Durante el resto del año, la ciudadanía trabajaba sin pausa para fabricar los jarrones que se usarían en los Juegos.
La disciplina más popular era el combate con jarrones, en el que se usaban los jarrones como armas. Habitualmente el ganador afirmaba la victoria rompiendo su jarrón en la cabeza del perdedor. Para asegurar combates parejos, existían estándares muy estrictos para la fabricación de los jarrones. Estos estándares no fueron aplicados en Occidente hasta entrada la Revolución Industrial.
Otras disciplinas eran el Lanzamiento de Jarrón, la Búsqueda del Jarrón y el Jarrón-ball, que era una especie de básquetbol en el que los jarrones ocupaban el lugar que posteriormente, en el juego popularizado en los Estados Unidos, se usaron canastos.
Para los Juegos, se fabricaron cantidades excepcionales de jarrones, todos decorados con el diseño oficial de cada año. Debido a esa costumbre, la dinastía Ming es la que más jarrones produjo en toda la historia china, y de la que más jarrones se conservan.
En la actualidad, los jarrones son considerados objetos históricos y son colocados en museos para su exhibición y estudio. Son tratados con extremo cuidado, porque la pérdida de un jarrón se considera irreparable, debido a que la dinastía Ming dejó de existir hace siglos. Con ella se terminaron los Juegos del Jarrón, y en consecuencia la producción decayó. Los jarrones que se producen en China actualmente no tienen la delicadeza de los de la dinastía Ming. Suelen ser baratos, y su ruptura no implica la pérdida de nada valioso.
Algunos jarrones de la dinastía Ming, sin embargo, han caído en manos de personas torpes, poco responsables del legado cultural que representan. Más allá del cuidado que estas personas pudieran tener, en varias oportunidades los jarrones se han roto en muchos pedazos. Cumplieron así, con siglos de atraso, su cometido.