La responsabilidad del lector

Acá donde lo ve, este texto lo escribí yo. Es así, estas palabras que usted está leyendo no estarían juntas si no fuera por mi intervención, porque a mí se me ocurrió ponerlas así como están.
Es interesante. Las palabras le llegan a usted, y son todas palabras que usted conocía. Pero las ideas que expresan esas palabras son mías, o por lo menos son las que yo quería que estuvieran. Aunque tal vez tampoco, es posible que no haya logrado decir lo que quería decir, y sólo haya logrado decir esto.
¿Cómo saberlo? Es necesario que usted, lector, sea sagaz. Usted tiene que diferenciar lo que está escrito de lo que se quiere decir, que no siempre es lo mismo. Debe pescar los subtextos, si los hay, y saber cuáles elementos faltan, y por qué razón.
Es posible que no haya dicho algo para que se note su ausencia. Pero también es posible que no lo haya dicho porque no se me ocurrió, o porque me dio miedo. Es responsabilidad suya captar eso. La mía es sólo escribir. Su lectura implica más que comprender la sucesión de palabras que está ante su vista. Puede hacer eso solo, pero no le resultará muy estimulante.
Usted, entonces, debe ser un lector activo. Pero cuidado: no debe leer lo que no está escrito. Debe comprender el texto. Si se va a poner a inventar significados que no están, para eso vaya y escriba un texto usted.

Reloj de los tiempos

Tenemos un celular
que nos dice la hora
salvo cuando estamos hablando
ahí no sabemos cuándo es
hay que recurrir a otra cosa
relojes públicos
deducciones
cuando cortamos
sabemos
volvemos a tener el reloj
en la pantalla del teléfono
ya no llevamos en la muñeca
es poco práctico
¿cuántos relojes queremos tener?
con uno basta
casi siempre
el reloj pulsera ya no es práctico
quedó viejo
obsoleto
reloj anacrónico
hay formas más modernas
de saber la hora
ahora.

Desafío de lectura

“Usted no terminará este texto” era el arranque del texto. Por lo tanto, decidí que no importaba cuánto costara, iba a terminarlo. De alguna manera lo iba a cagar. Así que seguí leyendo. Efectivamente, era muy difícil de seguir. Además de incoherente, era aburrido. No se merecía que lo terminara. Si hubiera sido cualquier otro texto, lo habría dejado de lado sin miramientos.
Pero hacerlo hubiera implicado consentir a la predicción del principio, y no podía permitirlo. Así que seguí leyendo, página tras página. Me costaba pasar las páginas. Había como una fuerza magnética que me impulsaba a cerrar el libro. Era como si el soporte estuviera en consonancia con el texto. Cada tanto el autor me recordaba que no lo iba a terminar, y yo pensaba “vos creías que no iba a llegar hasta acá, hijo de puta”. Sentía que lo estaba logrando.
El texto, como necesitaba doblegarme, se alejaba cada vez más de cualquier cosa que uno pudiera esperar de él. De pronto aparecían recetas de cocina, letras de tangos, largos apartados con opiniones del autor sobre temas intrascendentes y distracciones varias. Parecía un filibustero del senado americano. Seguía implacable, página tras página, invitándome a dejarlo de lado, mientras yo lo continuaba leyendo.
A veces me agarraban ganas de ir al final y terminarlo indirectamente, pero eso era trampa. Lo resistí. Ya era un ejercicio de temple y disciplina. Seguí leyendo, mientras el autor me gozaba. “Ja, seguís leyendo, estás perdiendo el tiempo”, rezaba el texto, que ya había perdido respeto por su lector. Yo no podía hacer lo mismo, porque nunca le había tenido respeto al texto. El objetivo era, precisamente, que algo tan poco respetable no me ganara.
De repente aparecían pasajes en idiomas desconocidos. Me parece que algunos eran en sánscrito. Me permití saltearlos. Por supuesto, cuando volvía al castellano hacía referencia a lo que no había podido leer. Resultaba imprescindible para entender la historia. Pero yo no quería entender. Quería terminar de leer el texto. No me importaba nada más.
Pasaba las páginas, y el texto seguía. Cada tanto, volvía la advertencia: “usted no terminará este texto”. Empezaba a hacerse tedioso. Ya no tenía tantas ganas de terminar. Pensé que era más razonable dejarlo ganar, total qué me importaba. ¿Quién lo iba a saber? Pero después pensé que eso era exactamente lo que el autor quería: que me rindiera. Y jamás me iba a rendir. Este texto no sabe con quién se metió.
Sin embargo, después de varias apariciones de la advertencia, el texto me empezó a sonar conocido, a pesar de que no estaba prestando atención al contenido. Al retroceder un poco, descubrí que lo que estaba leyendo ya lo había leído. Era siempre lo mismo. El texto era un loop. Pero al principio no lo había sido. Había entrado en algún momento de las últimas páginas.
Decidí ver cuánto faltaba. Avancé hacia el final para calcular las páginas que me quedaban por leer. Faltaban doscientas. “Bueno, no es para tanto, puedo leer doscientas páginas”, pensé. Y avancé confiado en que iba a lograr superar todas las barreras que el autor había puesto, pensando que iba a aparecer alguien como yo.
Leí sin preocuparme demasiado, pero algunas horas más tarde me pareció que pasaba algo raro. Me volví a fijar cuánto quedaba, y faltaban doscientas. Aparentemente el texto se reproducía a medida que lo iba leyendo. El libro se hacía más grueso en forma gradual, porque si no me hubiera dado cuenta. Efectivamente, era imposible llegar al final. “Maldición”, pensé.
Pero decidí que podía tener una venganza. Organicé un asado, y lo usé como combustible del fuego. No necesité carbón, porque las hojas que se reproducían alimentaban el fuego. Finalmente, el calor venció. Cuando estaba sacando la última tanda de carne, las hojas se extinguieron. Festejé con un brindis. Al fin había terminado con él.

Juegos de cabeza

“Si tomás eso, se te va a derretir el cerebro”, me decían los mayores. Y durante mucho tiempo les hice caso. Pero llega un momento en el que uno tiene que decidir por sí mismo, y para asegurarse de que el que toma la decisión es uno y no los demás, la única opción es hacer lo que los otros aconsejan evitar. Así que me puse a buscar esas pastillas. Fue fácil encontrarlas. En la escuela todo el mundo las tomaba. Era cuestión de preguntarle a alguien de confianza dónde se podían comprar.
Cuando las conseguí, me decepcionó un poco su aspecto. Eran tres cápsulas blancas y sólidas. Parecían Tylenol. La indicación era tomarlas todas juntas. Era importante usar agua para tragarlas, no alcohol. Aparentemente eso hacía mal.
Luego de contemplarlas durante unos momentos, las coloqué en la parte de atrás de la lengua y las bajé con un buen trago de Coca-Cola. Me dediqué entonces a esperar que hicieran algún efecto.
Pero no me hacían nada. Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento, o que me habían vendido pastillas de mala calidad. Tal vez eran Tylenol, nomás. Decidí presentar mi queja al vendedor. Me costó levantarme, porque estaba sentado en un sillón muy mullido, que parecía que me estaba tragando. Hubiera sido fácil salir con la ayuda de la mano de alguna persona que estuviera cerca. Pero no había nadie cerca, me había asegurado de que nadie me viera.
Descubrí que la clave para salir de ese sillón era hacer fuerza con la cabeza. Si me concentraba en el torso como impulso para levantar el cuerpo, no pasaba nada. Llegué a la conclusión de que todo estaba en la cabeza. Ella era la que decidía, si tenía la suficiente voluntad iba a poder salir. Entonces me concentré con gran esmero, y la cabeza me guió hacia fuera de ese sillón.
Cuando salí, estaba como colgando de la cabeza. No se notaba porque los pies llegaban hasta el suelo, pero el centro de gravedad se había trasladado. Claramente, la cabeza estaba a cargo. Podía verme desde arriba, indefenso ante mí mismo, a merced de lo que la cabeza quisiera hacer conmigo. Inmediatamente empaticé. Me identifiqué con la cabeza, y supe que ella era yo, y que yo era ella. Ambos éramos uno, o una. Nunca me sentí tan unido con mí mismo, tan consciente de la importancia de mi propio cuerpo sobre mí ni sobre mis acciones.
Pero la cabeza no era toda igual. También ella sentía una unidad. No es lo mismo la mandíbula que las orejas, sin embargo en ese momento sí eran lo mismo. Lo importante era lo de adentro, y toda la cabeza, igual que el cuerpo, estaba hecha fundamentalmente de lo mismo. Incluso el cerebro se sintió consustancial con el resto del cuerpo.
Tanta confraternidad generó una gran unidad en mí. Y eso es peligroso. Al identificarse el cerebro con el resto del cuerpo, intentó trasladarse como para hacer una visita oficial al distrito sobre el que tenía soberanía. Y se empezó a desintegrar. Me di cuenta de que el cerebro se estaba derritiendo. No lo podía permitir. Rápidamente me lo saqué y pedí ayuda. Necesitaba algo donde apoyarlo. Como ya estaba en la calle, con la desesperación entré a un montón de lugares donde no me podían ayudar. El único donde me hicieron caso fue en un lavadero. Me ofrecieron ponerlo en el secarropas, ahí seguro que no se iba a derretir. Pero no me gustó la idea. Era mucho calor. Prefería algo frío. Por eso entré a la heladería de al lado y pedí un cucurucho sin ningún sabor.
Apoyé el cerebro en él, pero se seguía derritiendo. Tenía que lamer las gotas de seso que iban cayendo sobre el barquillo para no perder masa encefálica. Un empleado de la heladería me vio y quiso ayudarme. Me ofreció bañar el cerebro en chocolate, para mantenerlo contenido. Me lo devolvió en seguida, pero fue peor. Además de derretirse el cerebro, se derretía el chocolate. Era, eso sí, más agradable de lamer.
Igual decidí sacar esa capa de chocolate, porque quería tener al cerebro bien vigilado. No fuera cosa que me lo tragara, y pasara a formar parte del aparato digestivo. Ya había aprendido los inconvenientes de pensar con el estómago.
Tener tanto tiempo el cerebro desprotegido me ponía nervioso. Tenía que devolverlo a su lugar antes de cometer algún error del que me arrepintiera el resto de mi vida. Lo llevé por la ruta más directa: lo aspiré con la nariz. El cerebro entró de a poco, como un fideo continuo, y se fue acomodando en el cráneo. Al principio no encontró la posición adecuada. Fue necesario mover un poco la cabeza para acomodarlo bien. Por suerte había música adecuada.
Me quedó el cucurucho solo, que aproveché para comer. Fue un error. Rápidamente bajó, y se me fue a las rodillas. Quedaron puntiagudas, mucho más peligrosas que antes. Me moví entonces con cuidado, porque no quería pegarle un rodillazo accidental a nadie. Pero el mundo, de repente, empezó a girar vertiginosamente. Yo me mantenía en el centro, tranquilo, como en el ojo del huracán. La gente, sin embargo, no parecía especialmente inquieta. Sí acelerada, pero por la velocidad del entorno, no por alguna respuesta propia a esa velocidad. En ese momento cometí el error de salir de ese centro. Al moverme, perdí el equilibrio y empecé a girar alrededor de mí mismo. Mi posición horizontal me hacía desconectarme. La cabeza, que estaba más lejos del centro, se separaba del resto del cuerpo. Ya no estaba a cargo. Para poder salir de esa posición necesitaba pensar rápidamente con los pies. Sin embargo, no se ponían de acuerdo. Cada pie quería algo distinto, y que el otro lo obedeciera. Eso con la cabeza nunca había pasado. Sabiamente la cabeza es una. Aunque corría peligro de reducir esa cantidad si los pies no lograban tomar una medida conjunta.
El resto del cuerpo presionaba a los pies a través de las piernas. Tuve que esforzarme para mantener la unidad en el torso, porque la fuerza de los pies podía hacer que se dividiera también. Y en ese caso habría estado en problemas.
Los pies estaban más concentrados en sus problemas que en los del cuerpo. Entonces la cabeza decidió tomar cartas en el asunto. A duras penas se arrastró como pudo hacia los pies y procedió a darles una lección. Ahí los pies se unieron, pero en contra de la cabeza. Ambos decidieron que nadie iba a venir a decirles lo que tenían que hacer. Entonces empezaron a dar patadas a la cabeza, con un gran control cefálico. Los pies hacían jueguito, se pasaban la cabeza uno al otro. A veces la compartían con el resto de las piernas, y la cabeza cerraba los ojos para evitar que la punta de una rodilla arruinara la vista para siempre.
Los pies se entusiasmaron, y el cuerpo olvidó sus problemas. Los brazos, el abdomen, los hombros, todo el cuerpo se acopló al juego. La cabeza iba de un lado para el otro. El cuerpo estaba contento de manejar a la cabeza, por una vez. El juego siguió hasta que la cabeza cayó entre los hombros, y accidentalmente volvió a su lugar.
En un abrir y cerrar de ojos, la cabeza volvió a estar a cargo. Decidió una amnistía para el resto del cuerpo, porque sabía que de otro modo se iba a venir un conflicto que podía terminar con su cabeza, o sea con su totalidad. Pero se ocupó de dejar claro quién estaba a cargo, y por un tiempo decidió hacer marchar a los pies con un compás definido, un dos un dos.
La marcha desembocó en una pared de ladrillos. La cabeza no la vio porque todavía mantenía los ojos cerrados como forma de precaución. Y funcionó, porque se hubiera dado los ojos contra los ladrillos de haberlos tenido abiertos, aunque en ese caso podría haber hecho algo para prevenir la colisión. Así que al mismo tiempo funcionó y no funcionó. La paradoja produjo en la cabeza un profundo dolor, que hizo que me acostara un rato en un sillón hasta que pasara. Me hubiera tomado un Tylenol, pero no tenía a mano.
Me desperté un rato después en el mismo sillón. Desde ahí divisé al que me había vendido las pastillas. Le exigí que me devolviera la plata, decepcionado porque no me habían hecho ningún efecto.

Declaración de amor

Ella quería un gesto
una expresión de garantía
un compromiso
la seguridad
de estar al principio.
Él no quería presión
vivía el momento
no quería pensar
en el futuro.
Ella insistía
no hacía falta nada concreto
sólo quería una declaración
de amor.
Él se volvió
asustado
pensó unos instantes
decidido a ejercer su derecho
se negó a hacer declaraciones.

La nueva gota

Una gota se aproximaba a toda velocidad hacia un vaso lleno. El agua que llenaba el vaso había llegado de la misma manera, en forma de gotas, que se habían integrado y ya no se diferenciaban. La gota no era distinta a las demás, excepto en que todavía era distinta. Podía aislarse de las otras. Todas las gotas estaban hechas de lo mismo, y seguirían estando, pero el aire separaba a la que todavía era gota.
Esa separación, no obstante, era cada vez menor. La gota se acercaba al vaso. A la velocidad que iba, en caída libre, apuntaba directamente hacia los confines del vaso. Pero ahí ya había otras gotas establecidas desde tiempo atrás, de prolongada integración con las posteriores. La irrupción de la gota externa iba a producir un enorme cambio en la distribución del vaso.
La gota, lanzada como un proyectil, iba a desplazar a una cantidad de ex gotas que hasta ese momento contaban con un lugar asegurado en el espacio tridimensional. No había forma de impedirlo. La gota bajaba muy rápido, estaba por llegar al vaso. Una alternativa era mover el vaso, pero eso hubiera implicado otro tipo de desplazamiento de las gotas existentes, y dado el nivel de llenado, seguramente también un derrame.
Nada impidió entonces que la gota llegara. Perforó un agujero en el agua. Generó dentro del vaso corrientes nuevas. El contenido del vaso debía adaptarse a la realidad de tener una gota más. El agua, adaptable al fin, se reacomodó. Pero no toda el agua que estaba en el vaso estuvo en condiciones de quedarse. Ya no cabía una gota más.
El reordenamiento del agua hizo que algunos sectores desbordaran. Atravesaron los límites de vidrio transparente. Volvieron a convertirse en gotas de distintos tamaños antes de aterrizar. La gota que había producido este efecto se encontraba segura en los confines del vaso, ya sin ser gota.
Su llegada generó la salida de gotas más grandes que ella. Entonces, gracias a ella, hubo más lugar. Pasó a ser posible admitir gotas nuevas.

Qué decir

—Quiero decirte algo.
—Yo también quiero decirte algo.
—¿Qué querés decirme?
—No, decime vos. Vos querés decirme algo.
—Es más fácil que me lo digas vos, así nos lo sacamos de encima y yo puedo proceder a decirte lo que te quiero decir.
—Pero si te digo lo que te quiero decir, voy a dejar de querer decirte algo. Entonces voy a haber hablado de más.
—Y si no me lo decís vas a haber hablado de menos.
—Bueno, ante la duda, elijo la brevedad.
—¿Eso es lo que me querías decir?
—No, es otra cosa.
—¿Y por qué me decís eso en lugar de lo que realmente tenés ganas de decirme?
—¿Y vos? ¿Lo que querés decirme es que yo te digo una cosa distinta de lo que yo tengo ganas de decirte? Porque si no te estás contradiciendo.
—Era otra cosa, lo que pasa es que estoy haciendo tiempo hasta que digas lo que querés decirme. Pero ya estoy empezando a dudar de que realmente quieras decir algo.
—Estoy ansioso por decírtelo. Pero no sé si estoy listo.
—¿Por?
—No sé si estoy preparado para decirlo. O si vos estás preparado para escucharlo.
—No lo vamos a saber hasta que lo digas. Dale, sacalo, te va a hacer bien.
—¿Cómo sabés que me va a hacer bien? ¿Sabés lo que te quiero decir?
—No sé, si no me lo estás diciendo.
—Entonces no saques conclusiones antes de que te lo diga. Carajo, no se puede confiar en nadie.
—Pero es que no hablás, no puedo saber qué es lo que querés decirme si no lo decís de una vez.
—Lo mismo podría decir de vos.
—Bueno, está bien, ¿querés que te diga lo que tengo para decirte?
—Si te animás, dale.
—Claro que me animo. El asunto es si vos estás dispuesto a enfrentarlo.
—¿Enfrentar qué cosa?
—Lo que tengo que decirte.
—¿Y cómo sé si lo puedo enfrentar? Si no me lo dijiste.
—Vos tampoco me dijiste nada.
—Ah, pero yo no soy el que hace todo el preámbulo. Si fuera por mí ya me habrías dicho lo que querías decirme, lo habría escuchado y estaría rumiándolo en este momento.
—¿Rumiándolo? ¿Qué sos, una vaca?
—Muuuuuu.

Dejar los pañales

—¿Cuándo vas a dejar los pañales?
—¿Cómo dejar los pañales?
—Sí, llega cierta edad en la que uno empieza a asumir las responsabilidades.
—¿Y qué tiene que ver eso con los pañales?
—Que no podés esperar que te protejan toda la vida. Tenés que proporcionarte tu propia protección. Controlar a tu cuerpo.
—Yo controlo mi cuerpo. Los pañales no son más que un reaseguro.
—Está bien. Pero un día vas a tener que ir al baño como todos los demás. Usar el inodoro, tirar la cadena. Ya sos suficientemente grande.
—Ya sé que soy grande. Pero no entiendo por qué alguien querría hacer eso, pudiendo usar los pañales. Está buenísimo. Es como llevar el inodoro a todas partes.
—No podés hacer eso. Es una falta de respeto.
—¿Falta de respeto a quién?
—A vos mismo, principalmente.
—El respeto a mí mismo no pasa por usar pañales o no. Yo sé muy bien lo que hago.
—Pero entendeme que me preocupa, alguien de tu edad todavía usando pañales.
—A vos porque te dan miedo los estilos de vida diferentes. Terminala de una vez con eso. Hace cuarenta años que me venís jodiendo con esto de los pañales. ¿No te das cuenta de que no lo vas a lograr?
—No entiendo, ¿cómo te puede gustar usar pañales?
—¿Vos viste los baños públicos? ¿Realmente te parece mejor depender de sos antros que tener un pañal propio a disposición en cualquier momento?
—Bueno, para eso está la voluntad de aguantarse.
—Sí. Y con los pañales no lo necesito. Puedo usar mi voluntad para algo más productivo.
—¿Pero no te trae problemas con los demás?
—No, ¿por qué me va a traer problemas?
—La sociedad no ve muy bien a la gente que usa pañales. Los suelen ridiculizar.
—La sociedad, la sociedad. Si fuera por lo que la sociedad ve bien, la sociedad no avanzaría nunca. Son los que dan esos pasos diferentes los que después son admirados por los mismos que antes lo despreciaban.
—Bueno, pero mientras tanto tenés que vivir en la socidad.
—¿Sabés qué? Si a los demás no les gusta, es problema de ellos. Me cago en la sociedad.

Sea como yo

Usted me admira y desea ser como yo. ¡Usted puede! Sólo tiene que observarme, ver lo que hago y comprenderlo. Pero comprenderlo profundamente. Saber cuáles son mis motivaciones, mis miedos y mi manera de pensar. Poder predecir qué haré ante un estímulo determinado.
Para eso, lo mejor es el método científico. Luego de hacer las observaciones pertinentes, formule hipótesis. Más tarde, examine esas hipótesis. Experimente. Presénteme usted mismo situaciones para ver si respondo como piensa que voy a responder. Así podrá sacar conclusiones más rápidamente, en un ámbito controlado.
Puede hacerlo alterando la realidad en la que me muevo, o simplemente secuestrándome en su laboratorio. Ahí podrá someterme a pruebas más exigentes, que demandan más poder de observación o de control. Y tendrá la posibilidad de evitar que nadie interfiera en su trabajo.
Pero no lo olvide. Su objetivo no es estudiarme, sino ser como yo. Luego de sacar las conclusiones pertinentes sobre cómo soy, o sea cómo debe ser usted, le sugiero dejarme libre. Es lo que yo haría. Y con las notas en mano comience el proceso de transformación.
Imíteme. Desarrolle mis instintos. Pruebe con usted. Preséntese los mismos estímulos que me presentó a mí y trate de reaccionar igual. Deberá emular las condiciones. No es lo mismo saber que viene un estímulo que no saberlo. Si lo hace bien, verá que es cada vez más fácil. A medida que se convierta en mí, será menos necesario esforzarse para ser como yo.
De esta manera, seremos iguales. Si hizo su trabajo, la gente tendría que no poder diferenciar entre usted y yo. Si lo hizo excepcionalmente bien, tal vez yo no sepa si soy yo o usted. Y por lo tanto usted tampoco. Este es el momento que más concentración requiere. Tenga siempre presente que lo que usted desea es ser como yo, no ser yo.