El agua que somos

Somos casi enteramente agua. Pero no siempre la misma. Tenemos que reponerla, porque la que tenemos (la que somos) se nos va. Nuestra esencia se escapa por nuestros poros, se evapora, o la descartamos junto a otras sustancias que ya no nos sirven.
No somos más que un eslabón. El agua que somos, después será otras personas. Porque en el fondo, todos somos lo mismo. Nos une nuestro cuerpo, nuestra química, y el hecho de que todos tenemos que reponernos.
Pero algo nos inquieta. No estamos contentos con ser agua. Queremos ser algo más. No abandonamos nuestra esencia, pero aspiramos a darle color, porque no queremos ser exactamente lo mismo que los otros que también son agua. Queremos una cierta individualidad. Entonces, en vez de agua, nuestro cuerpo se alimenta de Coca-Cola.
La Coca-Cola es prácticamente toda agua, como nosotros. Estamos hechos de lo mismo. Somos muy similares, por eso nos llevamos tan bien. Las personas quieren ser agua dulce y gasificada, para que la Coca-Cola le dé a la esencia de nuestro cuerpo la misma frescura y efervescencia que le da al agua.
Así, nuestra vida es más excitante que si nos limitáramos a reponer nuestros químicos perdidos. Elegimos hacerlo con estilo. Con sabor.

¿Cuándo vendrán las luciérnagas?

Ya la casa arde con tres tés. Son dos, tres, veinte circos cúbicos. Con cubos, tijeras y mates; alicates. Trincheras ganan treinta y tres orientales del espacio. Con su blanca palidez salimos a broncearnos. Leche y chocolate, es una consistencia dramática, imberbe. Suspenso. Cuando sea quinien tos, como son ustedes. Será, será el ritmo que nos pegue, nos lleve, té de la China. Oriente. Nada, cada día, vasos llenos con vasos vacíos. Escupen ventanas turcas, cactus del oriente especial. El cerdo y el cactus pinchan a los beduinos. Arena, calor, olas, jirafas. El amor nos invade en música, las lejanas limpias postrimerías, leguas allá, con las guitarras. La voz, la voz humana, vos estás en otra parte, pero estás. ¿Qué es esta luz brillante que no está? Con la lluvia, la luna se va y vuelve. Como elefante enojado y turco. ¿Cuándo vendrán las luciérnagas? Tú, calefón, ¿con quién hablas? Fuego, fuego, fuego. Luz y calor. Tengo frío. Sale todo junto y no puede ser, son todas las cosas que llamamos cachivaches. Traéme el chirimbolo ése. La vida contigo noche, los ojos y mañana será el despertar de la noche de mañana, porque en la agonía de los sentimientos sale con fritas la verdad. Dorothy en el arco de Rosario Central. La tele llueve, coincide con 1996. Este año vamos a ser, después no sé. Qué historia la que aparece sin sabor a cucaracha histérica. Vos, sí, vos, ¿sos o no sos la morsa? Con la fritura entre los dientes, el rango roto y al vida entera o descremada. Por ti me muero dice este tipo sin saber y sin sabor acaramelado y dulce. No somos el primer tranvía, ésos son otros, y los hermanos somos nosotros, casi todos, solamente la insensible amapola. Suerte que fuimos dos o tres historias juntas, leídas por señores de blanco en pistas de hielo helado. Espumas turgentes, trepidantes, inquietas saltarinas a pie, con su intrépida apertura de luz escandinava. Simplemente vos, y vos, ustedes, los puntuales, los que siempre irán por la alegría discontinua de la trestiballa, la serpiente lúgubre y tenebrosa del hábeas corpus solar. Dulces sentidos dobles, manos que fríen, paredes oscuras con jabón a pie. El diablo está ahí, sin saber dónde es, y vos no. O sí. No sé. El tema, entonces, es la llegada.

Puertas corredizas

Cuando construí mi casa, quería que las puertas internas fueran corredizas. Me parecía que ganaba espacio, porque cuando estuvieran abiertas no ocuparían más lugar que cerradas. Muchas puertas convencionales restan espacio en las habitaciones a las que dan paso.
Sin embargo, el precio de la construcción era significativamente más alto si quería esas puertas. Me explicaron que es más complicado porque tienen que ir en el medio de una pared, y eso implica construir la casa de una manera diferente, con más precisión. Decidí pagar ese precio, porque me pareció que venía bien construir la casa con mayor cuidado. Razoné que era la casa donde iba a vivir, y no estaba bien andar pichuleando en ese momento, cuando después iba a lamentar durante décadas no haber hecho la inversión.
Una vez que el diseño estuvo listo, comenzó la construcción de la casa. Me sorprendió que las puertas llegaran tan rápido. Hubiera pensado que eran lo último en colocarse. Sin embargo, me explicaron que las casas se construyen alrededor de las puertas corredizas. Primero se coloca la puerta con sus guías, después se hace la pared que va alrededor. Por eso las puertas corredizas no son tan populares. Mucha gente, en vez de construir su casa, compra una que ya está hecha, y aunque prefiriera una puerta corrediza, ya no la puede elegir.
Por eso me sentí afortunado de poder tener esas puertas unidimensionales en mi vivienda. Ya se me había pasado el susto inicial, que tenía cuando era chico, de que si alguien abre demasiado una de esas puertas, quedará hundida en la pared y nunca más podrá cerrarse. Las puertas corredizas no tienen picaporte. Pero me explicaron que existía una palanca retráctil que permitía tirar para poder volver a usar la puerta. Agradecí a quien fuera que se le había ocurrido esa idea salvadora.
Una vez colocadas las puertas, lo que tomó varias semanas porque la casa tiene varios pisos, y eso requería excelente coordinación, la construcción avanzó rápidamente. Vi cómo la casa iba tomando forma, después iba tomando color, y después se iba pareciendo a lo que me habían mostrado los arquitectos. En algunos meses llegó el momento de mudarme.
Las puertas corredizas funcionaron bárbaro. Me encantaba el hecho de tenerlas, y me gustaba mucho el suave ruido que hacían al rodar hacia o desde el interior de las paredes. Cerrarlas con violencia era posible, pero muy poco efectivo para puntuar discusiones. Las puertas corredizas hacían un aporte a la convivencia familiar, que ni siquiera estaba en los cálculos previos.
Durante años las disfrutamos. Hasta que, un día, la puerta de mi habitación se rompió. Quedó a medio abrir, y no avanzaba ni retrocedía. Intenté forcejear todo lo que pude, pero estaba atascada. No encontré forma de moverla. De alguna manera se había salido de sus guías naturales y se había enganchado en otra parte, de donde no podía salir.
Llamé, entonces, a los constructores. Ellos iban a saber qué hacer. Pero me dijeron que era inútil. Para poder sacar la puerta de ahí, iban a tener que demoler la pared. Y eso implicaba demoler también todos los pisos de más arriba, porque me explicaron que son las paredes las que sostienen a los techos.
El problema era que no estaba en condiciones de demoler casi toda la casa y volver a construirla. No era un lujo que me pudiera dar. Me ofrecieron, entonces, una alternativa un poco menos prolija pero mucho más barata, que me pareció lo más aceptable. Con gran dolor, permití que cortaran la puerta atascada en el lugar donde se unía a la pared, y que rellenaran los huecos con cemento. Una vez seco, colocaron unas bisagras, y de ellas colgaron una puerta convencional, la única de toda la casa (porque la de entrada la pedí giratoria).
Ahora extraño un poco a la puerta corrediza, aunque sé que está ahí, sigue siendo parte de mi casa y de la pared. Pero, por lo menos, tengo puerta. La puedo cerrar y la puedo abrir. Y eso es impagable.

Con la gente

Me gusta mezclarme con la gente común. Cada tanto, necesito un poco de respiro, ver qué otra cosa se puede hacer. Entonces me sumerjo entre la gente. Empiezo a interactuar, me entero en qué andan.
Eso me permite no sólo despejarme, sino que me da ideas. A veces la gente común llega a tener costumbres que vale la pena copiar. Meterme entre ellos hace que pueda tomar nota de lo que están haciendo y, por qué no, hacerlo también yo. Sé que después, cuando pase de moda, voy a ser el único en mantenerlo.
Es interesante examinar a la gente. Hacen extrañas actividades. Piensan de maneras muy diferentes y exóticas. Sostienen principios inimaginables. El mundo es una fuente de creatividad inagotable, con la que sólo hace falta conectarse para obtener un beneficio.
La gente no se da cuenta de que estoy entre ellos. En general, están abocados a sus respectivas actividades. Igual que yo. Por eso no me examinan, a pesar de que yo los estudio todo el tiempo. Me gusta ver cómo responden a ciertos estímulos. Me pongo a dialogar, y me entero de cuáles son sus prioridades, y cómo difieren de las mías.
A veces me entusiasmo. La gente común tiene sus virtudes. Puede pasar que me quede un buen rato ahí metido, y hasta que me confunda. Pero siempre me acuerdo de quién soy yo, y quiénes son ellos. Entonces mantengo cierta distancia, cuando no física, mental. Porque tampoco es cuestión de contaminarme.
Me ha pasado, sin embargo, que al volverme de ver a la gente común tuve ganas de traerme a alguien. Alguna persona a la que le veo el potencial de estar a mi altura alguna vez. Alguien que, con la educación y el cuidado adecuado, pueda llegar a mantener una conversación interesante conmigo.
Pero no quieren venir. Se asustan ante la propuesta. No se animan a dejar de ser lo que son para unirse al club de los extraordinarios.
Qué boludos.

Rhodesias frescas

Las ambulancias de Rhodesia salían constantemente de la fábrica de Terrabusi, para llevar las Rhodesias de la manera más rápida posible a los puntos de venta. De esta manera, se garantizaba que siempre estuvieran frescas para el máximo placer de todos.
Cuando venía la ambulancia, reconocible por los colores llamativos del envase,
la gente se corría. Todos conocían la importancia de no interrumpir el flujo de las Rhodesias hacia los quioscos. Algunos, cuando eran sobrepasados, saludaban a las obleas bañadas tocando bocina, en señal de celebración.
El esfuerzo de toda la ciudad hacía que en cada punto hubiera siempre Rhodesias frescas. Lograrlo era una operación complicada. A veces, atascos involuntarios en el tránsito privaban de Rhodesias a los lugares más alejados de la fábrica. Esto provocaba un gran malestar, y aumentaba el valor de las propiedades más cercanas al Establecimiento Modelo Terrabusi.
Con el tiempo, sin embargo, algo se rompió. La sociedad perdió el respeto que antes tenía. Las ambulancias empezaron a quedarse atrás, haciendo sonar las sirenas en vano. Había desacuerdos en los autos. “Correte, viejo, llevan Rhodesias”, exclamaban las mujeres a sus maridos. A veces ellos hacían caso. Pero ya no todos, y esta resistencia provocaba demoras, que a su vez reducían la frescura.
La razón del cambio en las costumbres podía obedecer a que, en los años anteriores, habían aparecido ambulancias de muchas otras golosinas. La ambulancia que llevaba los Shot se había hecho omnipresente, al igual que la del Marroc, el Biznike y el alfajor Suchard.
Paralelamente, se supo que las ambulancias de Rhodesia en ocasiones también llevaba otros productos, como Tita. Los conductores de las ambulancias violaban la política de la empresa, y colocaban otras golosinas en los espacios libres que se dejaban para que las Rhodesias no se golpearan contra nada en el trayecto. Esta operación significaba, además de un deterioro en la calidad de las Rhodesias, una ruptura de la confianza que la sociedad tenía en los transportistas de Terrabusi.
Los conductores de autos se sintieron traicionados, porque estaban dejando pasar a productos que no eran los que querían. Y empezaron a sospechar de todos. Tal vez la ambulancia del Marroc llevaba también Jackelín. Era imposible saberlo.
Hubo que pensar, entonces, en otras opciones para distribuir la Rhodesia. Al principio se resolvió con ambulancias más grandes. Pero la frecuencia menor que implicaba este cambio resultó perjudicial para las Rhodesias individuales. Ya no eran tan frescas como antes de la crisis.
El público las compraba igual. Se estaban acostumbrando a una Rhodesia inferior. Pero la gente de Terrabusi sabía que era cuestión de tiempo para que fuera lo mismo comer Rhodesia que otros productos. Era necesario tomar medidas rápido, antes de perder el valor de lo especial.
Se planteó crear una red de caños que distribuyera la Rhodesia por toda la ciudad sin intervenir en el tránsito. Había que agujerear todas las veredas, pero una vez hecho, este sistema permitiría comunicación fluida entre la fábrica y sus puntos de venta, prescindiendo del canal humano de distribución. Sin embargo, no se pudo hacer por cuestiones prácticas. El sol que daba sobre las veredas iba a derretir el chocolate que era fundamental para el sabor de la Rhodesia. Y, además, las Rhodesias no eran un producto líquido, que fluyera con facilidad. Se iban a quedar atascadas en los ductos.
Los directivos de Terrabusi, con gran pena, se dieron cuenta de que la única salida implicaba una modificación en el envase. Al incorporar un plástico sellado, la frescura de la Rhodesia se iba a poder conservar por más tiempo. Esto permitiría llevarla en las mismas ambulancias de siempre, y hasta prescindir de ellas y usar los camiones en los que se distribuía el resto de los productos. En este aspecto, la Rhodesia sería una golosina más.
Existía resistencia a la idea, porque no se sabía cómo iba a reaccionar el público ante semejante cambio, pero el tránsito pronto se hizo insostenible, y la renovación del envase se convirtió en la única opción viable.
Se trató de respetar lo más posible el diseño del envase anterior, aunque hubo que prescindir del efecto cajón que era uno de los aspectos que hacían única a la Rhodesia. Pero el cambio resultó positivo. Aunque hubo un poco de resistencia por parte de los consumidores, tarde o temprano todos razonaron que no iban a dejar de comer Rhodesia por un cambio externo a su esencia. Además, el nuevo envase permitía comprar varias y guardarlas en la alacena. De esta manera, en casos de emergencia se podría recurrir a esta reserva, sin el peligro de encontrarse con que la ambulancia todavía no llegó.
El cambio fue, entonces, un éxito. Las ambulancias fueron donadas a hospitales para trasladar a gente enferma. Las casas cercanas a la fábrica de Terrabusi perdieron un poco de valor, y eso permitió a la empresa comprar muchas de ellas para ampliar la producción y suplir la demanda extra que se había producido por los que almacenaban Rhodesias. El tránsito, en tanto, sufrió menos interrupciones, y los embotellamientos que había fueron mitigados porque cada conductor podía aprovecharlos para abrir la guantera y sacar la Rhodesia que siempre llevaban consigo.

Nosotros y Ellos

Hay dos clases de personas: Nosotros y Ellos. Unos son mejores, otros peores. Ellos son los peores, porque no son como Nosotros. Nosotros somos los mejores. Ellos son diferentes, y por lo tanto inferiores. Nunca lograrán estar a nuestra altura. Nosotros, por nuestra parte, no estaremos a su altura, porque estamos muy ocupados estando en la nuestra.
¿A qué grupo pertenecemos nosotros? Siempre a Nosotros. Ellos, en cambio, van cambiando. Algunos de Ellos eran parte de Nosotros y hoy están entre Ellos. Son traidores. Pero en realidad no tanto, porque aunque estuvieran con Nosotros siempre fueron de Ellos.
Siempre es mejor sincerar esas pertenencias, porque si no se producirían situaciones confusas. Tendríamos que dividir a ambos grupos en dos. Los verdaderos Nosotros, los falsos Nosotros que en realidad son Ellos, los falsos Ellos que no saben que son Nosotros, y los verdaderos Ellos. Es un problema, porque nosotros no podríamos confiar ni siquiera en Nosotros. De repente, estamos hablando con alguien que creemos que es de Nosotros y resulta ser de Ellos. Es poco práctico.
Conviene, entonces, identificarlos bien. Los estereotipos ayudan. Ellos son todos deformes, pelados, y tienen marcadas disfunciones sexuales. En cambio, Nosotros somos más normales, como la gente. Pero ojo: estos estereotipos son sólo eso: algunos de Nosotros son pelados, y algunos de Ellos parecen normales, como nosotros. Pero es sólo porque no somos todos iguales, y aún entre Nosotros y Ellos existen diferencias. Pero hay una diferencia marcada que nunca podrá cubrirse: ellos son Ellos, y nosotros somos Nosotros. De ahí no salimos.
Algunos de Nosotros cometen el error de estar en contra de Ellos. Pero eso no es necesario. Ellos tienen más necesidad de estar en contra de Nosotros, porque Ellos son inferiores, y si lograran extinguirnos dejarían de serlo para pasar a ser lo único que hay. Pero les quedará el recuerdo de Nosotros. Porque Ellos, en realidad, nos admiran secretamente. Quisieran ser como Nosotros, pero saben que no les da. Por eso, entonces, para rebelarse, expresan una especie de orgullo de ser Ellos, que no podemos entender. Porque todos sabemos que el verdadero orgullo viene de ser Nosotros, no de ser Ellos. No tiene nada de respetable ser Ellos. Por eso somos Nosotros.
A Nosotros, Ellos no nos molestan demasiado. Nos sirven para unirnos más, para valorarnos entre nuestra comunidad. Cuando alguno de Nosotros está disconforme, o estamos disconforme con él, podemos mirar hacia abajo, y decir “por lo menos no somos como Ellos”. Así, respiramos aliviados y podemos continuar nuestra vida, feliz de ser Nosotros.

Color falso

La caja negra no es negra.
La salsa blanca no es blanca.
El humor negro no es negro.
El cuarto oscuro no es oscuro.
Las nubes negras no son negras.
El vino blanco no es blanco.
Las armas blancas no son blancas.
La Casa Rosada es salmón.
Las rosas son rojas.
Las violetas son azules.
Barba Azul no tenía barba azul.
La green card no es verde.
El Cerro de los Siete Colores no tiene siete colores.
El panda rojo no es un panda.

Las palomas no me quieren

Cada vez que me acerco a una paloma, sale volando. Apenas me ven, por más amistosos que sean mis gestos, se horrorizan y escapan a toda velocidad. No entienden que no les quiero hacer nada. Asumen, prejuiciosas, que mis intenciones son hostiles.
Esa opinión sobre mí es unánime entre todas las palomas con las que he intentado entablar algún tipo de vínculo. Ni siquiera expresan el rechazo. Sólo se van, indiferentes, pero me doy cuenta de que se van por mi presencia. Tal vez para ellas huela mal.
A veces trato de ir de otra manera, llevándoles algo de comer. Es un fracaso igual. En general no hacen caso, están muy ocupadas escapándose como para darse cuenta de que pueden obtener un delicioso grano de maíz. En algunas plazas, sin embargo, he logrado que vinieran a comerlo. Pero una vez que lo consiguen, se vuelven a ir. Es evidente que lo que les importa es la comida, no yo.
Me hacen sentir insignificante. Si no soy nada para una paloma, ¿por qué voy a ser algo para una persona? Me gustaría conseguir que se quedaran cerca, me conocieran, tomáramos confianza. Alcanzar a ponerles nombres. Verlas volar no por miedo, sino por libertad.
Pero me lo niegan. Palomas de mierda.

Bandera roja

Ella esperaba en la esquina que el semáforo se pusiera rojo. El caudal de tránsito de la avenida le aseguraba público. Cuando llegaba su turno, se colocaba en el centro de la senda peatonal, mirando hacia el tránsito, y empezaba a hacer bailar sus dos banderas rojas.
Su gran habilidad permitía un despliegue vivo de formas efímeras. Una sucesión de ilusiones ópticas. Las banderas se cruzaban, cambiaban de mano, flameaban, formaban estelas de color. El viento, al soplar, modificaba el recorrido de la tela de forma tal que no había dos espectáculos iguales.
Ella daba por terminado el show poco antes de que el semáforo cortara. Ya sabía el tiempo. Luego pedía una colaboración a los espectadores. Algunos le daban, otros no. A ella no le importaba. Lo que quería era desplegar su habilidad, su arte. Sacarlo a la calle.
Un día, entre todos los camiones que circulaban por la avenida, se detuvo en el semáforo uno que transportaba ganado. El conductor estaba ansioso. Tocaba bocina no para que ella se corriera, sino para expresar su desagrado ante la necesidad de detenerse en el semáforo. Cuando escuchaban la bocina, las vacas acompañaban con mugidos.
Pero una de las vacas, que en realidad era un toro, esa vez no dijo nada. Se quedó mirando las ondas que producía la artista callejera con las banderas rojas. Estaba estupefacto. Cuando terminó, no pudo aplaudir ni darle una moneda, pero se la quedó mirando, esperando más. El camión arrancó poco después. El toro seguía mirándola. Veía cómo se alejaba.
Hasta que tomó la decisión de no dejarse ir. Sacó del paso a las otras vacas, e irrumpió sobre la puerta del camión. Con su gran fuerza, agujereó la carrocería, atravesó el hueco y corrió hacia las banderas rojas.
La artista tuvo algo de miedo al verlo correr, pero no huyó. El instinto la llevó a atraerlo con su herramienta de trabajo. Se produjo un juego entre los dos. El toro quería agarrar las banderas, como si fueran sortijas de una calesita. Ella lo tentaba, y cuando el toro pasaba de largo, lo volvía a tentar.
Ella quiso dar por terminado el juego cuando el semáforo estuvo por cortar, pero el toro no lo aceptó. El toro se trasladó con ella a la vereda. Desde la calle, los automovilistas, impresionados, bajaron los vidrios para aplaudirla desde lejos, hasta que el semáforo volvió al verde y se fueron.
Quedaron ella y el toro en la vereda, en un tiempo muerto hasta el siguiente turno. Ella dejó de flamear. Pero el toro seguía entusiasmado. Arrastraba sus patas sobre las baldosas para que ella volviera a agitar el rojo. Mientras, inhalaba y exhalaba mediante sus enormes fosas nasales.
Ella, entonces, aflojó. Tomó la bandera y empezó a agitarla. Y se quedaron así durante horas. Ella manejaba la tela, el toro con los cuernos iba hacia ella. Luego retrocedía, y volvían a empezar.

Contorsionistas de supermercado

Los contorsionistas hacen sus prácticas más exigentes en el supermercado. Les gusta exponerse al riesgo, que el público los vea hacer sus ejercicios, crear nuevas pruebas en escenarios sin red.
Por eso van en los horarios más concurridos. Toman un carrito y, antes de entrar, ejercen presión sobre las ruedas delanteras hasta que quedan trabadas. De esta manera, el carrito no obedecerá sus movimientos. Entran así al salón de ventas.
Una vez adentro, tienen un itinerario. Pero como el carro está trabado, no los deja ir. Ahí empiezan sus ejercicios de contorsión. Como el carro está fijo, ellos tienen que compensar el movimiento con su cuerpo. De esta manera, tanto ellos como los carritos terminarán tomando la dirección elegida. Su cuerpo, mientras tanto, tomará las formas más extrañas.
Deben hacer esto sin chocarse con otros carritos ni otras personas. Ahí está el mayor nivel de dificultad, porque muchos clientes de supermercado son impredecibles. Deben moverse a la mayor velocidad posible, pero dejando un margen para cambiar la dirección de su cuerpo sin previo aviso, y sin cambiar la dirección del conjunto cuerpo+carrito.
Hacen esto por las diferentes góndolas. Después dejan los carros en el lugar correspondiente. Es por eso que hay tantos carritos con las ruedas trabadas. Son los que usaron los contorsionistas para graduarse mientras, de paso, hacían las compras.