Mafaldaland

En Mafaldaland, el Lugar Más Triste de la Tierra, los niños del mundo aprenden con humor a desesperanzarse. Llegan desde todas partes para disfrutar con los entrañables personajes de aquellas cosas de las que todavía es posible disfrutar.
El espacio, réplica de una ciudad, permite ser recorrido de diferentes formas. Se puede visitar una réplica del Almacén Don Manolo, donde es posible observar en tiempo real el aumento constante de los precios de los productos de calidad pésima. Actores entrenados improvisan excusas ante las protestas de los clientes, y responden a cada pregunta sobre la calidad de los productos con “dátis decuéstion”.
Se puede visitar la plaza del barrio, y comprar elementos para jugar a ser cowboys que están simulando la masacre de los pueblos originarios. Se debe estar atento a hacer sonar las pistolas con “bang”, no “pum”, y a tirarse en el suelo si uno es asesinado.
La escuela, toda rota, es el lugar donde los alumnos van a prepararse para un mundo que no los quiere. La atracción estrella es la simulación del sueño de Felipe, el alumno más aplicado, de la demolición accidental del establecimiento educativo.
Al mediodía, el patio de comidas sirve un menú a base de sopas, aunque siempre está la alternativa de comer un cadáver de pollo.
Después de comer es el mejor momento para visitar la recreación del departamento de Mafalda, lleno de plantas a las que se les puede hablar con suavidad. En el living funciona un televisor que muestra las diferentes guerras y conflictos que se desarrollan en el mundo en ese momento. Para ubicar los países de los que se habla, se puede usar el globo terráqueo. Aunque por disposición de las autoridades, está prohibido invertirlo.
Por todos lados aparecen personajes con los que se puede interactuar. Debe tenerse en cuenta que son actores disfrazados, y es alta la probabilidad de que los actores cuenten a los visitantes, en clave de humor, las penurias por las que pasan en su vida real, y los salarios bajos que cobran. Es un servicio de Mafaldaland para aumentar el realismo del mundo que se crea.
Los niños reirán mientras aprenden que el mundo está lleno de penurias que ellos son incapaces de arreglar, y también de evitar notar. Experimentarán el genuino amor que siempre existe entre los semejantes, a pesar de estar todos sometidos a los caprichos de gobernantes despóticos, de su propio país o de otro.
Los niños aprenderán a soñar con el desarme, con el fin de las guerras, con el entendimiento final de los países a través de intérpretes maliciosos en las Naciones Unidas. Pero aprenderán que ninguna de estas cosas es probable que ocurra. Saldrán, así, más sabios, más aptos para enfrentar el mundo que, lo supieran o no, se empeña en perjudicarlos porque el amor es contraproducente para los negocios.
Pero no se preocupen, señores padres. Si sus hijos son demasiado sensibles a estas verdades, siempre puede pasar por la heladería de Mafaldaland y comprarles un escapismo de vainilla y pistacho.

Ningún pibe nace psicólogo

Como sociedad, siempre nos quejamos de su accionar. Están por todos lados, al acecho, listos para aplicarnos sus métodos destructivos. Nos sentimos sus víctimas. Y es lógico, porque vemos su acción directa sobre nosotros. Pero, si lo pensamos bien, nos daremos cuenta de que, en realidad, ellos son las verdaderas víctimas. Es la sociedad la que los empuja hacia la psicología.
Ellos son personas, igual que nosotros. No nacieron con mala intención, ni con ganas de psicoanalizar a nadie. Pero crecieron en esta sociedad enferma, y no todas las personas reaccionan de la misma manera. No todos pueden sobrellevar las presiones sin caer en la psicología. Hay que comprenderlos.
Está bien que tomemos precauciones para mitigar el impacto que puedan tener sobre nosotros. Pero no tenemos que mirarlos mal sólo por ser psicólogos. Debemos tener en cuenta que son gente de personalidad débil, que han sido víctimas de un sistema perverso que no les da la oportunidad de tener una salida laboral digna. Entonces se hacen psicólogos, en parte para ejercer una venganza sobre esa sociedad que los oprime. Como el sistema les quita todo anhelo, ellos tratan de hacerse un lugar a fuerza de tests y conclusiones acerca del resto de las personas. No entra en consideración el daño que puedan hacer. No hemos sabido enseñarles que no hay que hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros.
Con un poco de esfuerzo, los psicólogos pueden recuperarse. Necesitamos cambiar este sistema para darles lo que siempre se les ha negado. El daño hecho ya está hecho. Debemos concentrarnos en el futuro, para otorgar a los psicólogos que ya existen la oportunidad de hacer algo productivo con el resto de sus vidas. Y para evitar que los niños de ahora dilapiden su adultez en la psicología.
De nosotros depende.

Vidente natural

No se deje engañar. Elija un vidente natural. No contrate videntes de laboratorio. No tienen la sinceridad de lo natural. Están llenos de hormonas y preconceptos. Un vidente artificial le otorgará visiones preprogramadas, según lo que le hayan informado a la persona en la Facultad de Ciencias Paralelas.
Un vidente natural, en cambio, le entrega espontaneidad. Es una persona que nació con el don de la videncia, no lo obtuvo en el mercado en forma impura. Es alguien que no se sorprendió al ver la luz, porque ya desde entonces veía más que la luz. Sabía lo que iba a ocurrirle en ese día, y lo enfrentó con toda su sabiduría fetal. Un vidente natural no tiene más remedio que ver, todo el tiempo lo hace, es lo que mejor le sale. Un vidente artificial, en cambio, lo eligió como profesión, como podría haber sido médico, arquitecto o verdulero. ¿En quién prefiere confiar?

Artesanía insólita

En un tranquilo rincón del Ártico, el señor Santa Claus realiza una extraña artesanía. Con viejos pinos en desuso, ayudado por su plantel de duendes, fabrica los espléndidos juguetes que estamos viendo, y que no parecen tener diferencia con los reales.
El ingenio de este simpático anciano, que fabrica juguetes durante todo el año, le permite repartirlos durante la madrugada de la Navidad a los niños de todo el mundo, diferenciando incluso a los niños buenos de los que se han portado mal.
Vemos al señor Claus sonriendo satisfecho junto a sus juguetes recién salidos de la fábrica. Dice: “este método ha sido refinado durante siglos y siglos y sólo es posible porque los duendes se ocupan de todos los detalles con amor al trabajo, dedicación, paciencia, entrega y dedicación. Jo Jo jo”.
Nos alejamos asombrados, sin comprender de qué se ríe.

Retén de bancada

El retén de bancada es algo que no sólo tiene nombre, sino que existe. Aunque no lo sepamos, anda entre nosotros. Forma parte de los autos que circulan a nuestro alrededor. Comprar un auto implica comprar un retén de bancada. Incluso, tal vez, más de uno. No sé.
Sí sé que existe. El retén de bancada es una parte fundamental del auto, del mismo modo que el carburador, que también existe. Hay también uno o varios rulemanes de empuje. ¿Qué hacen? No sé, pero son todos fundamentales. Sin ellos no habría auto. Y se rompen.
Para conocerlos, es preciso sentir síntomas extraños en el funcionamiento del auto, y llevarlo al mecánico, si es necesario con la ayuda de una grúa. Abrir el capot con el mecánico presente es descubrir un mundo nuevo, lleno de elementos que siempre existieron, y que siempre nos sirvieron, aunque los hayamos ignorado. Es ver todo un sistema que está para ayudarnos, y que necesita nuestra ayuda, porque es frágil.
El mundo es mucho más complejo de lo que nos imaginamos. O tal vez mucho más simple, no sé.

Trapos y alces

Un trapo que volaba bajo pasó cerca de un alce. El trapo lo ignoró, pero el alce resultó hipnotizado por sus movimientos fluidos, por sus respuestas al viento, por su intrincada elegancia para tocar el suelo lo menos posible.
El alce lo miró fijo. No quería perderlo de vista. Nunca se había topado con una cosa así. Estaba habituado al movimiento de las hojas de los árboles con el viento, y le parecía hermoso, pero ahora estaba viendo una nueva criatura, no fija sino libre. Se movía de maneras que el alce no podía alcanzar. Era la ventaja de tener muy poca sustancia. El trapo estaba ahí, sin intenciones propias, respondiendo sólo a las sutilezas atmosféricas. Se levantaba, se caía, rodaba, giraba, se sacudía, subía y bajaba, subía y bajaba, coloreaba el contorno del césped al trepar las colinas.
El alce lo miraba sin saber qué hacer. Se vio en tentación. ¿Lo iba a buscar para engancharlo en sus cuernos y tenerlo para siempre con él? Si lo hacía, el trapo perdería la fluidez del movimiento, su principal atractivo. En cambio, si lo dejaba así, el trapo tarde o temprano se iría a otra parte, así como había llegado hasta ahí.
Por lo pronto, el viento mantenía al trapo a la vista del alce, que tenía que prestar mucha atención para no perderlo. En un momento, volvió hacia el lugar de donde había venido, y fue demasiado rápido como para que el alce lo pudiera alcanzar. Creyó haberlo perdido para siempre. Pero segundos después volvió, acompañado por otro trapo, que traía otro alce. Ambos se ignoraron. Estaban muy ocupados mirando cada uno a su trapo.
Poco después se hizo presente una bolsa de polietileno, que también fluía con el viento, y no tenía ningún alce que la siguiera. La bolsa se integró al movimiento de los trapos, y pronto fueron tres cuerpos los que danzaban en el césped, vigilados por los alces, que no permitían que ningún animal se acercara.
Sin embargo, la bolsa tenía intereses siniestros. Con disimulo, se acercó a cada uno de los trapos y los capturó. Pasaron a formar un bollo dentro de la bolsa, que cayó al suelo debido al peso total. Los alces corrieron a rescatar cada uno a su trapo, y al llegar a la bolsa sus cornamentas chocaron. Se produjo un gran estruendo, y en la confusión la bolsa levantó velocidad. Los alces, ahora unidos por sus cuernos, no podían hacer nada hasta zafarse.
Coordinaron sus movimientos para poder salir de esa situación, pero era difícil. Parecía que estaban peleando, pero estaban tratando de separarse. Nunca se habían visto con esa necesidad, y por eso no sabían hacerlo. Debieron improvisar, sabiendo que corrían el riesgo de que la bolsa se llevara para siempre a sus trapos.
Por eso cometieron un error de cálculo, y en un movimiento brusco lograron separarse, pero ambos perdieron su cornamenta. Se acercaron con sus cabezas vacías hacia la bolsa, e intentaron despedazarla, pero ya no tenían los cuernos. La destruyeron con los dientes, y así rescataron a los trapos. Cuando los vieron fuera de la bolsa, los acariciaron. Los trapos respectivos se unieron a las cabezas aún sangrantes, y desde ese día se convirtieron en graciosas crestas que reemplazaron a los cuernos.

Todos somos artistas

No existen los no artistas. Algunos dividen el mundo entre artistas y no artistas, actores y espectadores, autores y lectores. Pero estoy seguro de que eso es falso. Todos somos artistas.
Algunos no se dan cuenta. Y por eso, no aspiran a serlo. No buscan la expresión, no se enteran de que pueden, mitigan su inquietud creativa con diversos sustitutos. Se dan así por contentos, sin ofrecer nunca ninguna muestra de su capacidad, y nadie los recuerda por eso. A veces puede ocurrir que la expresión se les escape por algún lado, tal vez en grandes cantidades. Pero no lo considerará expresión, porque no se les ocurre.
A otros se les ocurre, pero piensan que no están a la altura, o que no vale la pena intentarlo. Se quedan, entonces, en un plano distinto, tal vez pensando en las cosas que les gustaría hacer, sin animarse a hacerlas. Su parte artística puede clamar por salir, y encontrar alguna vía de escape como en el caso anterior. O puede confinarse a los sueños, que son la manera que tiene uno de expresarse cuando no está despierto como para atajarse.
Existen aquellos que se dan cuenta de la posibilidad y la rechazan terminantemente. No quieren ser artistas. No les gusta, están en contra, piensan que es una pérdida de tiempo. Pero no se dan cuenta de que no querer ser artista es una elección estética. La virulencia de estas personas obedece al temperamento artístico no explotado, que pugna por abrir las rejas que se cierran. Esta gente desarrolla creatividad para destruir. Son muy peligrosos.
Pero los peores son los que saben que pueden ser artistas y quieren. Se dan la bienvenida, se aceptan como son, y se dedican a explorarse, sin darse cuenta de que lo que hacen es pésimo. Porque que seamos todos artistas no significa que seamos todos buenos. Hay algunos artistas que está bien que se frustren y se dediquen a otra cosa. Es el mejor aporte que pueden hacer a la cultura humana.

El final de la cucaracha

A pesar de que tuve una participación crucial en el desenlace, lo hice sin darme cuenta. Sólo puedo reconstruirlo después, a partir de la evidencia.
Cuando prendí la luz del baño, observé un movimiento inesperado. “Claramente no estoy solo”, pensé. El tamaño de lo que se movía dejaba claro que era una cucaracha. Pero bueno, estaría escondiéndose, ciertamente no la vi más. Decidí no molestarla. Me limité a tomar nota de que era necesario mejorar la fumigación.
Después de unos segundos, no pensaba en ella. Cada tanto me volvía cierta consciencia de que había una cucaracha en el mismo ámbito que yo. Eso no es agradable. Pero no me ponía nervioso, porque pensaba que probablemente nunca estuviera muy lejos de una cucaracha, aunque no lo supiera. La diferencia de esta vez es que lo sabía.
Entonces cada tanto me sobresaltaba un poco, y después se me pasaba. Me dediqué a leer mi libro en paz. Hasta que llegó el momento de levantarme. Ahí fue cuando observé algo extraño. Al lado del mi pie había algo parecido a una cucaracha. No tenía el tamaño, sí el color. Y me parecía que antes no estaba.
No me había dado cuenta porque tenía puestos los zapatos. Di vuelta el pie en cuestión y me encontré con los restos aplastados de una cucaracha en la suela.
Pero no la había intentado matar. Lo que había pasado, en apariencia, era que la cucaracha se había colocado intencionalmente en el espacio entre mi pie y el suelo. ¿Un suicidio? ¿Quiso estar a la sombra? ¿Quiso abrigarse de algún modo? Nunca lo sabré. Sólo puedo deducir que en algún momento levanté el pie y lo volví a apoyar, y ése fue el final de la cucaracha.

El escape de media mosca

Veranear en una quinta implicó un contacto con el mundo animal. En ese terreno grande, de donde salíamos poco, había toda clase de criaturas con las que habitualmente no tenía contacto. Por ejemplo, sapos. Descubrí una cueva donde se mantenían a la sombra durante el día. Y a la noche los seguía en su camino por toda la quinta.
En los alrededores había caballos y perros, con los que podía interactuar, aunque existían algunos peligros implícitos. Los mamíferos se completaban con bellas lauchas que aparecían cerca de la casa.
El lugar tenía además una diversa población de insectos. Las cigarras cantaban durante todo el día. Como era verano, moscas y mosquitos revoloteaban en todos lados. Lo mejor para que no molestaran era meterse en la pileta, aunque cada tanto aparecía algún sapo ahí adentro. Lo veíamos luchar por su vida, y lo rescatábamos con el sacabichos. También rescatábamos abejas, moscas y escarabajos que pudieran caer al agua. A veces lográbamos llegar a sacarlos vivos, a veces no.
Un objeto similar al sacabichos cumplía el propósito opuesto. El matamoscas no estaba en nuestra casa habitual, y descubrí su uso en esa quinta. Matar una mosca con las manos es mucho más difícil que un mosquito, porque siempre se escapan a tiempo, por más esmero que uno ponga en ser sigiloso. Es como si tuvieran un sexto sentido de la vista.
El matamoscas soluciona el problema, pero crea uno nuevo: qué hacer con los restos. Lo lógico es tirarlos a la basura, aunque eso provoque el canibalismo de moscas posteriores. Pero con el correr de los días encontré un destino mejor.
En un lateral de la casa, un sector donde no iba seguido, había un árbol grande que tenía varias ramas horizontales. Entre dos de ellas estaba instalada la tela de una hermosa araña argiope. A veces me quedaba observando su comportamiento. La paciente espera hasta que algún insecto volador se topara con la tela. Cuando eso ocurría, la araña salía de su puesto en el centro, caminaba lentamente hacia su presa y la devoraba metódicamente.
Era fascinante para ver. Existía una lucha del insecto que se veía atrapado en la tela, en el momento en el que la araña estaba caminando. Algunos, sobre todo los más grandes, lograban desengancharse a tiempo. Otros no, y ése era su fin. La araña los ingería sin demasiada prisa, y después volvía satisfecha a su puesto, a esperar más comida.
Decidí entonces que ése era un buen destino para las moscas que mataba. Iban a sufrir menos. Una mañana, salí determinado a cazar para darle de desayunar a la araña. Cuando encontré una mosca, la maté y la llevé hasta el lugar indicado. Tuve que desarrollar cierta técnica para arrojarla hacia la telaraña. A veces no embocaba, y los cuerpos iban a parar al pasto, lo que los hacía irrecuperables.
Una vez lo logré. Fue una ocasión en que la tela había atrapado a otra mosca, por medios naturales. La araña estaba comiéndola. Me pareció apropiado lanzarle mi mosca, como segundo plato, para cuando terminara. Pero la araña, al sentir la llegada de mi regalo, tuvo otra idea.
Como nunca había escuchado el refrán del pájaro en mano, eligió abandonar la mosca que estaba comiendo para ir a buscar la nueva. Se acercó a ella, y sin darse cuenta le proporcionó la oportunidad a la anterior, que estaba a medio comer. La media mosca, al ver que su ingestión había sido suspendida, empezó a tratar de zafarse. Se movía frenéticamente, mientras la araña no hacía caso a su lucha. Finalmente, su esfuerzo fue recompensado y logró volar hacia la libertad. No lo había planeado así, pero mis ganas de matar moscas y alimentar a la araña le salvaron la vida a la mitad de una mosca, que no se sentía comida ni aun comida.

Pare de leer

Usted, sí, usted, deje de buscar iluminación en la literatura. No la va a encontrar. Agarre y empiece a vivir un poco. Transite las calles, las rutas. Interactúe con las demás personas y con la naturaleza. Verá que tiene mucho para aprender. Aprenderá haciendo, y evitando hacer, de maneras muy estimulantes no sólo para su intelecto, sino también para su cuerpo.
Cada tanto léase algo. No tiene nada de malo. Pero no saque toda su sabiduría de lo que lee. Contrástelo un poco con el mundo real. O con el mundo que lo rodea. El que sea. Eso le proporcionará el ejercicio necesario como para, por lo menos, poner en contexto lo que lee. Sus experiencias colorearán su lectura, y viceversa.
Suelte todo, vístase y salga a la calle. Vea el sol. Métase en el tránsito, compre verduras, vaya a barrios que no conoce a ver si la gente es igual. Hable con la gente. Aprenda cuándo es apropiado hablar con la gente y cuándo no.
Hágalo durante mucho tiempo. Años y años. Después, cuando tenga mucha experiencia y sepa cómo funcionan las cosas, póngase a escribir. Se sorprenderá de lo que ocurre al hacerlo. Volverá a pensar lo que vivió, y se encontrará con cosas que sabía sin saberlo, y que sólo hace conscientes al escribirlas. De esa manera, la literatura lo iluminará.