Doble personalidad

El Dr. Adalberto G. Giustozzi tenía doble personalidad. Su personalidad sobrante era el profesor Patricio A. Andrizzi. A su vez, Patricio Andrizzi tenía doble personalidad. Por un lado era Patricio Andrizzi, pero paralelamente era el benemérito Ignacio S. Piazzi. Piazzi sufría también del mismo trastorno, y por las noches se convertía en el señor Alfredo H. Miezzi. El señor Miezzi no tenía doble personalidad pero sí tenía un amigo invisible que se llamaba Alejandro T. Rozzi.
En una ocasión Giustozzi estaba siendo Andrizzi, quien estaba siendo Piazzi, que era Miezzi. Estaba manteniendo una animada conversación con Alejandro Rozzi, cuando éste notó que su amigo hablaba de forma extraña, y decía cosas que no eran compatibles con las que venía pronunciando. Rozzi sospechó y preguntó a su interlocutor cómo se llamaba. Miezzi le respondió que estaba loco si no sabía que hablaba con el honorable Gabriel J. Pirezzi.
Al día siguiente Miezzi volvió en sí y su amigo le contó lo ocurrido. Miezzi fue entonces a consultar al doctor Giustozzi, quien le diagnosticó doble personalidad. Giustozzi le comentó que era un trastorno muy común. Giustozzi recomendó un tratamiento y Miezzi tenía ganas de hacerlo, pero fue saboteado por Pirezzi.
Pirezzi se sentía rechazado por la actitud de su copersonalidad, y contrajo problemas mentales. Más exactamente, contrajo doble personalidad. Así le informó el eminente psiquiatra Gregorio P. Irezzi, quien era la personalidad que acababa de adquirir. Pirezzi recordó el rechazo que había sufrido, se decidió a hacer sentir bienvenido al nuevo habitante de su persona y le donó una parte del oxígeno que usaba su sector del cerebro.
Embobado por la abundancia de oxígeno, el doctor Irezzi se desdobló y contrajo la personalidad de Marta B. Marquezzi. Al verla el doctor Irezzi se enamoró perdidamente y lo mismo hicieron, respectivamente, Pirezzi, Miezzi, Piazzi, Andrizzi y Giustozzi.
La situación produjo celos entre todas las personalidades, y muchos conflictos internos al doctor Giustozzi, portador global de todas ellas. Giustozzi no se sentía bien.
Cada uno de los señores quería quedar bien con Marta Marquezzi. Con ese objetivo todos se vestían bien y se ponían perfume. En consecuencia, el doctor Giustozzi andaba con un muchos olores al mismo tiempo, y la combinación de aromas le resultaba muy difícil de explicar a los demás.
De repente, en una escena de celos, Miezzi asesinó a Pirezzi y se quedó con sus subpersonalidades. De este modo, quedó un nivel más cerca de la Marquezzi. También quedó más cerca su amigo invisible Rozzi, quien aprovechó para seducirla y lo consiguió.
Invadidos por el dolor de la pérdida de Pirezzi; Giustozzi, Andrizzi, Piazzi, Miezzi e Irezzi pactaron una tregua, reconocieron como ganador de su conflicto a Rozzi y saludaron a la pareja recién formada.
Nueve meses después Marta Marquezzi, a través, sucesivamente, de Irezzi, Miezzi, Piazzi, Andrizzi y Giustozzi, daba a luz a un hijo de Rozzi. El doctor Giustozzi se vio en figurillas para explicar cómo había podido dar a luz a este niño, que, en honor al difunto Pirezzi, fue bautizado Gabriel.

El náufrago

Gerardo estaba haciendo un crucero transatlántico en uno de los barcos más grandes y más lujosos del mundo. Había pagado mucha plata y estaba haciendo uso de las innumerables atracciones que ofrecía el navío. Comía en restaurantes de lujo, disfrutaba de excelentes espectáculos teatrales, practicaba golf, nadaba, jugaba en el casino y tomaba sol, todo sin salir del barco e incluido en la tarifa. Por las noches disfrutaba del espectacular firmamento que ofrece el medio del océano y que alguna vez había visto Magallanes.
Un día estaba en la proa mirando lo que el barco tenía por recorrer. Le gustaba ver cómo se partía el agua, le hacía acordar a algunas historias que le contaban de chico. Estaba relajado mirando eso cuando a lo lejos divisó un iceberg. Pensó que era raro ver uno en esa parte del planeta, tan cerca del ecuador. Se preguntó si un barco de tal magnitud podía ser afectado por el choque con un iceberg, y no se le ocurrió ningún ejemplo de alguna ocasión en la que hubiera pasado algo así. De todos modos, le pareció prudente prevenir a los responsables. Fue a avisar a la cabina de mando, pero le fue difícil llegar a ella debido a las nuevas medidas de seguridad.
Cuando lo dejaron pasar sintió un golpe y un sonido extraño, sostenido, como si algo se estuviera rajando. Supo que el iceberg había chocado contra el barco y se lamentó por no haber podido avisar a tiempo. Corrió con el personal de mantenimiento a la proa y los vio revisar el daño causado por ese segmento sólido del océano. El personal comprobó que la rajadura causada por el iceberg era demasiado grande y no se podía reparar. Era inexorable, el barco se hundiría. Gradualmente cundió el pánico, y llegó un momento en el que todas las personas que estaban en el barco estaban corriendo por su vida. Por suerte esta contingencia estaba prevista y había botes salvavidas con capacidad para todos. Gerardo fue a su camarote a buscar algunas de sus pertenencias. Se demoró un poco más de lo esperado porque le quedó trabada la puerta y no la podía abrir. Llamó al servicio de habitación pero no le contestó nadie. Luego de forcejear un rato pudo abrir la puerta y fue corriendo hacia donde estaban los botes.
No había nadie.
Todos se habían ido y se habían olvidado justo de él, que, irónicamente, había sido el que casi les avisaba del iceberg. Gerardo buscó por todo el barco a ver si quedaba alguien, o por lo menos un bote, pero no tuvo éxito. Estaba solo en un transatlántico que se hundía.
Luego de lamentar su suerte por algunas horas oyó un estruendo y al mismo tiempo se cayó. El transatlántico había encallado. Pensó que estaba salvado, había llegado a tierra por más que no fuera el destino previsto. Gerardo se levantó y salió a ver adónde estaba.
Estaba en una isla desierta. La isla era bastante pequeña, redonda y tenía una palmera en el centro. Eso era todo, aparte del transatlántico que se encontraba encallado. Aunque era inútil explorarla Gerardo se bajó igual, deseoso de pisar tierra firme.
Gerardo no sabía qué hacer. Estaba varado en una isla desierta en el medio del Atlántico y nadie sabía que él estaba ahí, por lo que nadie lo iba a ir a buscar. La isla no parecía muy prometedora en cuanto a provisiones, pero en el mar era seguro que había peces que podían transformarse en pescados. Además tenía todo lo que le pudiera ofrecer el transatlántico, en el cual, como hemos dicho, estaba todo incluido.
Gerardo construyó un refugio para pasar la noche. Usó unos troncos que encontró en la playa y puso adentro la cama de su camarote en el transatlántico. Luego pescó su cena y la cocinó en la cocina industrial del crucero.
Mientras se cocinaba el pescado pasó por el centro de comunicaciones del barco y escribió sobre lo que había pasado en el blog donde registraba el viaje.
Pasó la noche en el refugio. Hacía mucho frío y no tenía sistema de calefacción, así que fue al gift shop del transatlántico encallado y sacó un par de frazadas con el logo de la línea de cruceros. No estaban incluidas en el precio que había pagado, así que dejó veinte dólares en la caja registradora. También recurrió al gift shop cuando se quiso cambiar a la mañana siguiente.
Al levantarse, marcó en una piedra una pequeña línea vertical que simbolizaba el primer día en la isla. Luego desayunó huevos revueltos que se sirvió de la barra del casino. Un rato más tarde fue a la cabina de mando y se fijó la latitud y la longitud que marcaba el GPS. Eran los datos que le pedían en los comentarios de su blog, y Gerardo los publicó.
Luego, como tenía ganas de que el día pasara rápido, fue al cine del transatlántico, que todavía funcionaba, y se proyectó las dos películas más largas que estaban disponibles, que eran Titanic (1997) y Cast Away (2000).
Al terminar las películas, salió a la isla y se encontró con un helicóptero que lo llevó de nuevo a la civilización. El rescate en helicóptero estaba incluido. Al llegar, sus amigos lo recibieron con abrazos y lo encontraron despeinado, bronceado y con una barba de dos días.

Obra revolucionaria

Benjamín no tenía un pensamiento político. Tenía algunas simpatías, sí, pero no obedecían a un análisis exhaustivo ni a un entusiasmo particular. Era más bien ajeno a lo que ocurría en la política. Se concentraba en su obra literaria, que era aclamada por sus contemporáneos. Se la exaltaba como revolucionaria.
El gobierno del país donde Benjamín vivía desconfiaba de los escritores en general. Y los elogios a la obra revolucionaria de Benjamín hicieron que tuviera problemas con las autoridades. Varias veces fue detenido y sufrió allanamientos. Tuvo que explicar en diferentes oportunidades que no pertenecía a ninguno de los grupos revolucionarios que pretendían tomar el poder en el país. Él no era revolucionario, su obra lo era.
Benjamín lamentaba tener que explicar un concepto tan simple a los agentes del gobierno. Los episodios autoritarios le habían hecho perder respeto por un régimen por el que antes había simpatizado hasta cierto punto. Pero no llegó al punto de unirse a sus enemigos. No sabía qué se proponían los grupos revolucionarios, y tampoco le interesaba demasiado enterarse. Él estaba en otra.
Ocurrió luego un vuelco en la situación. Uno de los grupos revolucionarios consiguió su objetivo de hacerse con el poder. De inmediato recayeron sobre Benjamín grandes honores, como autor revolucionario que era. Estos honores le molestaron bastante, porque lo distraían de las actividades que él prefería realizar, en particular continuar la obra revolucionaria que había sabido crear.
Los homenajes públicos llegaron en demasía, a tal punto que se volvieron más molestos que las persecuciones del antiguo régimen. Los ahora opositores vieron en esos homenajes una reivindicación de su postura sobre Benjamín, y lanzaron un enérgico repudio a su figura.
Benjamín se vio en una encrucijada. Pensó en aclarar al público sus simpatías, o su falta de ellas, pero no era bien visto en el clima reinante. También quiso explicar la diferencia entre el autor y su obra, y decidió hacerlo mediante su obra.
Pero fue inútil. Eran muchos más los que admiraban su obra por lo que pensaban que debía ser que los que la leían, y de estos últimos sólo un porcentaje entendía lo que Benjamín quería significar. De los que entendían, algunos ya lo sabían, y otros decidían ignorar las posturas citadas.
Fueron estos últimos quienes se convirtieron en el sustento intelectual del régimen que estaba en el poder. Ellos se ocuparon de refutar las objeciones de Benjamín, porque después de todo un autor no es la persona más indicada para analizarse a sí mismo.

Violencia religiosa

Hace muchos años Europa fue sacudida por una ola de violencia religiosa que desde entonces no se repitió.
Hordas de gente sin respeto por las creencias de los demás rezaban a los gritos y en cualquier circunstancia. Rezaban en los cines, en los hospitales, en los porteros eléctricos, al oído de cualquiera que pasara cerca y en las canchas de fútbol. También rezaban en los templos, a veces durante los oficios y sin esperar los momentos oportunos.
Otros bendecían agua a la fuerza. Llegó un momento en el que todos los lagos, ríos y mares estaban compuestos de agua bendita. La nieve y los glaciares no escapaban a esta bendición. Tampoco lo hacían las nubes y el 80% del cuerpo humano.
Esto permitía que la población entera del mundo estuviera bautizada. Incluso todos estaban bautizados en distintas maneras de entender la fe cristiana, dado que había varias ramas entre los perpetradores de este movimiento violento, cada uno de los cuales hacía fuerza para su lado.
Otra gente realizaba vía crucis en cualquier lugar y a cualquier hora. Los transeúntes, los autos y las formaciones del subterráneo que vieran interrumpida su trayectoria por estas manifestaciones debían esperar a su finalización para continuar.
Había que cuidarse de una banda de exorcizadores que practicaban largos y meticulosos exorcismos a todo el que se les cruzara.
También había pequeños grupos que seguían, cada uno, a un líder que decía tener contacto con Dios o haber hecho alguna interpretación de las sagradas escrituras, lo cual le permitía predecir algún evento que los seguidores se encargaban de hacer ocurrir para evitar que las escrituras estuvieran erradas.
Pronto hubo grupos no cristianos que se unieron al movimiento de violencia religiosa. Los hinduistas irrumpían en los mataderos y liberaban a las vacas. Gracias a esto Europa se vio invadida por vacas que corrían libres por las praderas, los bosques y las ciudades, sin dejarse comer.
Vándalos judíos saboteaban los sistemas de distribución de electricidad cada sábado para que todos pudieran observar el cuarto mandamiento.
Los estados laicos comenzaron a tomar medidas y encarcelar a quienes pudieran agarrar, pero pronto dejó de haber espacio en las cárceles para encerrar a tantos fanáticos. Eran muchos.
Se resolvió entonces apelar a la indiferencia, no prestarles atención y dejarlos actuar. El resto de la gente seguiría con su vida.
El plan resultó. Los violentos se aburrieron y la costumbre pasó de moda. Después de un tiempo casi todos volvieron a sus antiguas costumbres. Sólo quedaron algunos grupos aislados de vándalos que cada tanto realiza algún acto de nostalgia.

Discapacidad

Ignacio era, salvo por un detalle, una persona normal. Hacía y sabía todo lo que se supone que una persona normal debe hacer y saber. Era la definición del promedio. Cuando al citar estadísticas se hablaba de “el hombre promedio” siempre mencionaban actividades que él realizaba, como comer 245 huevos por año y tomar 3,3 tazas de café cada día. Lo único que lo apartaba de la media era un defecto de nacimiento: no tenía olfato. Eso no lo afectaba demasiado, dado que el hombre no tiene tantos usos para este sentido, pero sí sentía a veces curiosidad por saber qué era lo que la gente llamaba aroma.
En una oportunidad notó que no veía tan bien como antes. Fue a su oculista de cabecera y salió con una receta de anteojos, que convirtió en realidad en una óptica convenientemente ubicada a pasos de la clínica oftalmológica. Días después lucía anteojos sobre su cara.
La mala noticia era que su trastorno visual era progresivo y severo. Se le pronosticó que quedaría ciego en un par de años, debía irse acostumbrando. Ignacio se decepcionó, pero al menos tenía la suerte de poder saber lo que le iba a ocurrir. Así, pudo tomar la precaución de aprender braille y de mirar todas las películas que le parecía que no podía dejar sin ver por su riqueza de imágenes.
Lo consolaba un poco la expectativa de mejorar el rendimiento de sus otros sentidos, como le ocurre a la gente que no ve. Iba a escuchar música sin distracciones y más detalladamente, iba a notar sutiles diferencias de texturas, iba a degustar mejor la comida. Y no le iban a importar cosas tan poco trascendentes como si alguien tiene corbata o no. No le alcanzaba para estar feliz por su situación, pero al menos tenía una visión optimista acerca de la futura ausencia de la otra clase de visión.
En el invierno siguiente, se resfrió muy fuerte y se le taparon los oídos. A veces le ocurría, pero luego de un tiempo no logró que se le destaparan. Fue a ver a su otorrinolaringólogo de confianza, quien le informó de la necesidad de intervenirlo quirúrgicamente. Luego de pensarlo bastante, Ignacio se sometió a la operación. Pero algo salió mal e Ignacio quedó sordo.
Se trataba de una novedad muy poco grata. Sabía que estaba por perder uno de sus sentidos más útiles y de repente, aunque no sin anestesia, había perdido otro muy valioso. Eso lo llevó a una gran depresión.
La depresión fue muy grave y tuvo consecuencias en su salud, dado que, según el equipo de psicólogos que lo trató, este estado fue lo que le hizo perder el habla. La depresión se podía curar y se intentó, pero fue imposible, dado que no podía escuchar a los terapeutas ni hablarles, y la ceguera ya estaba demasiado avanzada. Veía tests de Rorschach por todas partes.
Al poco tiempo estaba completamente ciego, además de mudo, sordo y anosmiático. Se comunicaba con la ayuda de una computadora que tenía incorporado un sintetizador de voz. Por suerte sabía tipear reconociendo las marcas que hay en las letras F y J de los teclados, y deduciendo la posición de las demás. Era importante hacerlo bien, porque no podía ver el resultado ni escuchar lo que decía.
Un día de verano, tiempo después, Ignacio estaba almorzando al aire libre. Alguien había dejado mal ordenados los condimentos. En el lugar donde habitualmente se ubicaba la salsa de soja colocaron por error la esencia de habanero, con la que inadvertidamente roció su plato. Al probar un bocado lanzó el más grande alarido posible para una persona muda y fue corriendo hacia la fuente más grande de agua que podía encontrar: su pileta. Nunca había probado algo tan picante en su vida y la lengua le latía. Sumergió repetidas veces y durante varias horas la lengua en el agua, como un perro bebiendo.
Pero al hacerlo no tuvo en cuenta que el sol del mediodía es el más perjudicial para la piel, y no se había colocado crema protectora. A la noche no sabía si le ardía más la lengua o el cuerpo. La ropa que tenía se había hecho cenizas. No necesitaba ver para darse cuenta de lo rojo que estaba.
Como pudo se durmió, y al despertarse la mañana siguiente comprobó que la lengua y la piel ya no le ardían, pero tampoco respondían a estímulo alguno. Había perdido el gusto y el tacto.
No pudo saber si esta pérdida era transitoria o permanente, dado que el haber perdido todos estos sentidos le impedía comunicarse de cualquier manera, además de causarle graves dificultades al intentar caminar. Era muy difícil que no se chocara contra las paredes, y aún chocándose no se daba cuenta por su falta de tacto. Esta falta de tacto lo convertía, a la vista de los que no estaban informados, en una persona muy torpe.
Sus amigos se apiadaron de él y le consiguieron una silla de ruedas con un sensor incorporado, que frenaba y doblaba cuando veía un obstáculo. También lo alimentaban de forma intravenosa: la falta de tacto le impedía a Ignacio agarrar cubiertos, si llegaba a poder encontrarlos pese a su falta de vista. No era un problema muy grande si se tenía en cuenta que al no tener gusto no se estaba perdiendo nada. Y al no tener tacto, la aguja del suero no le dolía. Y, si de alguna manera le llegaba a doler, su mudez impedía cualquier manifestación al respecto.
Ignacio, entre tanto, no se daba cuenta de lo que ocurría. No tenía forma. Tenía todos los atributos de un autista adquiridos de forma separada, no tenía forma de comunicarse con nadie, de forma saliente ni entrante.
Como, hasta donde sabía, no tenía forma de hacer nada más, Ignacio se dedicaba a pensar. Pensaba todo el día. No tenía una gran preparación en filosofía y física, pero luego de un tiempo, al no tener distracciones, llegó a abordar los grandes problemas de esas disciplinas. Era capaz de resolver ecuaciones de segundo grado y hacer experimentos mentales.
Con el tiempo desarrolló un idioma para poder revelar las cosas que pensaba al mundo. Era un idioma de dos bits, y se codificaba con sus párpados. La letra variaba según la apertura de los ojos. Podía tener ambos abiertos, ambos cerrados, abierto el izquierdo y cerrado el derecho o la viceversa de esto último. Desarrolló un código para indicar que estaba iniciando un mensaje, así la gente no estaba las 24 horas mirando sus ojos. También se tomó la molestia de repetir cada cosa un número importante de veces, por si no lo entendían desde el principio. También acompañaba los discursos con ruidos provocados en su boca, como la imitación de un trote de caballo.
Sus amigos, que seguían apiadándose de él, nunca se dieron cuenta de que tenía algo para decir. Supusieron que el movimiento de los párpados y los ruidos de la boca eran producto de los nervios. Mientras tanto, lo llevaban a distintos médicos y curanderos para ver si podían hacer algo por él.
Uno de ellos descubrió el problema que tenía en el habla, y anunció que le podía devolver esa facultad. Realizó algunos complejos tratamientos experimentales, y parecieron haber dado resultados positivos. Todo indicaba que Ignacio podía hablar.
Lo que faltaba era que Ignacio efectivamente hablara. Sin embargo, como no hubo manera de informarle que ya podía volver a hablar, nunca llegó a pronunciar ninguna palabra.

Hoy es mañana

Mañana, hoy, es mañana. Mañana será hoy. Pasado mañana, mañana será ayer. Ayer, ayer era hoy, anteayer era mañana, hoy es ayer y mañana será anteayer. Por otro lado, hoy ayer era mañana y mañana será ayer.
Sin embargo, hace cinco años, hoy era dentro de cinco años, y hace cinco años en esa época era hoy. Pero hace cinco años también ayer era dentro de cinco años, y mañana era, del mismo modo, dentro de cinco años. Sin embargo mañana y ayer no son hoy, aunque el primero lo será y el segundo lo fue.
El presente, que ayer era futuro, más tarde será pasado, pero en ese momento el futuro, que ahora es futuro y luego será pasado, será presente. Del mismo modo, el pasado en épocas remotas era futuro y, más adelante, cuando esas épocas remotas ya eran pasado, el pasado era presente. Y el presente era futuro, pero el futuro también era futuro.
Algunas cosas ocurrían en el pasado y no ocurren más. Otras cosas ocurrirán en el futuro y no ocurrían en el pasado. Sin embargo, las cosas que ocurren en el presente por definición ocurrían en el pasado y seguirán ocurriendo en el futuro.
Debido a estos fenómenos, para evitar confusiones se inventaron los relojes y los calendarios. Desde entonces, la gente puede ubicarse en el tiempo sin tener, cada vez que habla, que pasar horas explicando a qué momento se está refiriendo.

Que gane el mejor

Si vos sos el mejor nadador de la historia, no tiene ningún mérito que ganes todas la medallas olímpicas. Así cualquiera. Es de mediocre triunfar en lo que uno sabe hacer. Es tomarse la vida sin desafíos. Quedarse en lo seguro, donde uno sabe que le puede ir bien, porque es lo suyo. ¿Qué sentido tiene ponerse a competir con atletas que no son tan buenos como uno? Nadie razonable se sentiría bien al ganar una competencia así.
Para conseguir verdaderas hazañas, los grandes deportistas tienen que competir en disciplinas donde no tienen la seguridad de ganar. Los nadadores pueden hacer ciclismo. Los basketbolistas pueden probar con la arquería. Y los tenistas, para tener un desafío real, pueden resolver teoremas matemáticos.
Es como si a mí me destacaran por escribir. Lo que sé hacer es escribir, y cada vez que me pongo a hacerlo sé que es porque no puedo hacer otra cosa. Puedo tener desafíos dentro de la escritura, pero son pequeños al lado de batir el récord mundial de salto con garrocha. Claro que los que compiten en salto con garrocha no se ponen a escribir, y es una lástima. Si este texto lo escribo yo, está razonablemente bien, es más o menos lo que uno esperaría. Pero si el que lo hace es un jugador de waterpolo, tendría mucho más mérito que yo.
¿Por qué, entonces, no paro de escribir para probar suerte en el badminton? Porque no estoy a la altura de mis expectativas. Soy más cagón de lo que me gustaría. Aunque, a decir verdad, eso de escribir no es lo que se suponía que era lo mío. Lo mío era lo técnico, la programación de computadoras. Ahí me iba bien, me veían futuro. Pero no quería, prefería hacer algo que no pudiera hacer cualquiera. Entonces me puse a escribir. Porque pensaba que podía. Y aunque no sabía si lo podía sostener o no, no pensaba que no podía. Fue un desafío moderado. Un verdadero desafío hubiera sido ponerme a hacer gimnasia artística. Eso es algo que me asusta, que pienso que jamás voy a poder hacer, y por lo tanto si logro hacerlo sería un gran mérito.
Pero no será. No soy tan digno como podría ser. Sólo puedo ofrecer esto. Es una lástima. Tal vez algún día me anime a algo que hoy no me imagino. Quién sabe, en una de ésas, siendo escritor, termino siendo galardonado con el Premio Nobel de Química.

Geoestacionario

El satélite geoestacionario es lo que permite comunicarnos instantáneamente entre distintos continentes. Gracias a él, el mundo es más chico. La tecnología que lo impulsa es la misma que permite que un misil alcance cualquier lugar del planeta en pocos minutos.
Existe un tiempo inevitable que demora ligeramente la comunicación. No se puede tener una charla igual que si uno estuviera en presencia de la otra persona. Es porque la señal que se transmite, que va a la velocidad de la luz, tiene que llegar hasta el satélite y volver, y eso demora un tiempo. Ocurre que los satélites geoestacionarios están a 35.000 kilómetros de la superficie terrestre.
Si el satélite estuviera más cerca, ese delay sería menor, tal vez casi imperceptible. El espacio empieza cuando termina la atmósfera. Se establece un límite más o menos arbitrario de 100 kilómetros. Entonces, a 101, el satélite podría recibir y transmitir señales.
Pero no sería tan fácil. Los satélites giran alrededor de la Tierra, por eso se produce un movimiento, y habría que estar todo el tiempo calculando la posición exacta. Además, cuando el satélite está del otro lado, hay que esperar un rato para que vuelva a estar visible.
Los geoestacionarios evitan eso. La órbita de un satélite (o de un planeta alrededor del sol) consiste en que el cuerpo está constantemente cayendo hacia el planeta que orbita. No se cae del todo porque tiene una inercia que cancela el movimiento.
Las leyes gravitatorias hacen que la altura de un satélite determine la velocidad a la que “cae”. Y se da que a esa enorme altura de exactamente 35.786 kilómetros, la velocidad del satélite es igual a la de la rotación terrestre. Entonces, desde el punto de vista nuestro, siempre se queda en el mismo punto. Gracias a eso podemos orientar la antena y no necesitamos volver a tocarla.
Ésa es la vida de un satélite geoestacionario. Se aleja vertiginosamente hasta llegar a 35.000 kilómetros, poco menos que la circunferencia total de la Tierra, y da una vuelta completa por día. Todo ese esfuerzo, semejante viaje y la distancia recorrida permanentemente, tiene como misión que el satélite se quede siempre inmóvil, un punto estático más en el cielo.

Viajar para adentro

Escribir puede describirse como viajar, sin embargo, a menos que escriba en un vehículo en movimiento, uno nunca se va del lugar donde está. No es salir de excursión, sino de incursión. Es un viaje a uno mismo.
Es un viaje interno, no geográfico, a los confines de las ideas. Pueden ser propias o ajenas. En realidad, siempre es a las propias. Los viajes a ideas ajenas se hacen a través de la idea que uno se hace de esas ideas, y se explora eso. Pero parece que está metiéndose con ideas de otras personas, del mismo modo que escribir puede dar la ilusión de viajar a otros lugares.
Es un safari por los pensamientos, los mismos que uno tiene siempre, pero prestando atención a su funcionamiento. Uno es su propio guía, y tiene que señalarse en los puntos panorámicos. A veces, los pensamientos puros son difíciles de ver, y es necesario tentarlos con ejemplos para que aparezcan.
Si se presta atención, se podrá descubrir cosas que no se sospechaba que existían. Hay que ayudarse con la percepción. Del mismo modo que uno es lo que come, el pensamiento es lo que percibe y procesa. Hay diferentes niveles para descubrir, pensamientos cruzados que compiten entre sí, engaños que se aplican sobre sí mismo. Hay que cuidar de no ser atrapado por alguno de esos engaños durante el tour.
Se puede seguir distintas líneas de pensamiento, interactuar con ellas, tratar de aplicarlas a diferentes cosas que se puede llevar, o incluso a sí mismas. Conviene probar distintas combinaciones. Con un poco de suerte, en una de ésas se tiene el privilegio de presenciar la generación de un pensamiento nuevo. El escritor tiene que estar muy atento a esos quehaceres, y registrarlo rápidamente en sus notas. Si no lo hace, más tarde correrá el riesgo de no poder reproducirlo, y el pensamiento quedará en el mismo limbo donde van los estornudos abortados.
Uno nunca llega a conocerse del todo, siempre hay recovecos por explorar, experimentos para hacer. Por más veces que uno visite sus pensamientos, siempre conservará la capacidad de sorprenderse, siempre y cuando su cerebro conserve la capacidad de sorprenderse.
Pero cuidado. Puede ocurrir que, después de muchos viajes, uno vaya demarcando senderos, que le permitan hacer recorridos habituales y seguros. No llevan a nada original. Es necesario desviarse de esos senderos, agarrar el machete y mandarse hacia lo desconocido.

Nos aparece

Nos aparece
al mismo tiempo
la misma idea
podemos juntarnos
y ejecutarla
pero es poco
la idea es secundaria
al lado del dato que tenemos
de pronto
si estamos en lugares distintos
nos llega la oportunidad
de triangular
para saber
de una vez
de dónde vienen las ideas.