Arenales

La gente que vive sobre la calle Arenales nunca sabe qué hacer. No saben para qué lado tomarla. No garantiza nada que ayer fuera mano para la derecha. Hoy puede ser mano para la izquierda, o doble mano, o peatonal. Y mañana algo distinto. Puede funcionar una pista de automovilismo, o un escenario para recitales al aire libre.
La gente que vive sobre la calle Arenales está acostumbrada al cambio. Son gente dinámica, que se adapta a las circunstancias. Salen de sus casas y deben mirar qué hacen los autos. Tienen que asegurarse de que su propio auto no haya quedado mal estacionado, para que no les vengan multas por haberlo estacionado mal cuando eso era estacionarlo bien.
El mundo cambia a su alrededor, y en ningún lado se siente más que en la misma calle Arenales. La calle de los péndulos, de los dobles sentidos, de las idas y vueltas, de la alternancia democrática, de los ciclos eternos, de los vaivenes económicos, del latido del corazón. Arteria que a veces es vena, se eleva cada vez más a medida que es pintada con nuevas indicaciones que reemplazan a las anteriores.
Arenales mira desde su vanguardia la estabilidad obsoleta de las otras calles. Ya no tiene rutina. Su paisaje cambia. Es recorrida exhaustivamente por distintos tipos de tránsito. Y los vecinos que viven en ella no tienen por qué acostumbrarse a una vida monótona. Saben que toda realidad es pasajera. Que todo, lo bueno y lo malo, se termina. Y esperan el momento del próximo cambio, para experimentar otra vez el vértigo de lo desconocido.

El mismo río

Es automático o voluntario. Y lo voluntario corre riesgo, con la repetición, de volverse automático. Las experiencias no se repiten. Se repiten los lugares. Uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, pero no es el río el que no es el mismo. El río siempre es igual. El que cambia es uno.
Para ir en busca de lo mismo hay que hacer cosas distintas. Y no se encuentra lo mismo. Todo lo que no es irrepetible es tedioso. Se encuentra algo nuevo, o algo nuevo para nosotros, pero sólo si lo buscamos. Si no, las cosas nuevas pasan como río y no nos damos cuenta porque nos estamos bañando.
La repetición innecesaria termina mal. No es que haya que evitar las repeticiones. Hay que preguntarse por qué lo hacemos. Volver a hacer lo mismo viene con la carga de todo lo hecho antes, y eso transforma a la experiencia actual. La puede transformar en algo bueno o malo. Es preciso prestar atención y revisar si o que estamos haciendo sigue siendo lo que queríamos, o de tanto hacer lo que queríamos, se transformó en una fotocopia.
Hay que hacer pausa. Explorar. Ver si la persona que somos ahora quiere volver al mismo río, o si quiere buscar ríos distintos. O lagos. O montañas. O ciudades.
No se puede conseguir el movimiento constante. Cada tanto hay que parar, aunque sea para darnos cuenta de lo que nos movimos hasta ahora.
Si no, corremos el riesgo de convertir lo que nos gusta en ritual, en repetición arbitraria. En adicción. En mecanicismo. De tantas ganas que tenemos, si no miramos lo que hacemos podemos someternos a la obligación, y cuando nos queremos acordar, es el río el que se baña otra vez en nosotros.

Estandarizados

Hola. Soy una persona estándar. Hago lo que tengo que hacer. Lo que los demás esperan de mí. Los otros también son estándar, como yo. Siempre abogué por la igualdad entre las personas, y ahora lo hemos conseguido. Ya no nos diferenciamos, y al ser todos iguales no tenemos problemas entre nosotros. Cada uno ocupa su rol en la sociedad, que es el mismo en todos los casos, porque no hay diferencias. Estamos estandarizados.
El camino fue difícil. Hubo que resistir los embates de muchas personas que se oponían a la estandarización. Con paciencia, les hicimos ver que era lo mejor para todos. Nadie quería estar en contra de la idea de que todos fuéramos uno. Y, con el tiempo, lo logramos. Todos somos uno, y sabemos lo que piensan los demás de nosotros, porque todos pensamos lo mismo.
Ahora la vida es más fácil. Tenemos todo pensado, no hay sorpresas, no hay nada que lamentar ni que festejar. Los problemas de uno son los problemas de todos, y los solucionamos entre todos. La vida en comunidad de pares es lo más alto a lo que podíamos aspirar. Todos hemos llegado a comprendernos, a empatizar, a vernos como lo que somos: personas iguales, estándares, que sólo queremos vivir mejor.

Recuerdos de recuerdos

Añoro los recuerdos que solía tener.
Extraño las imágenes que solía ver.
Echo de menos la memoria que alguna vez poseí.
Recuerdo la nostalgia que yo solía sentir.
Conmemoro la reminiscencia de mi pasado.
Me falta la añoranza que siempre valoré.
Rememoro la impresión que tuve al ver un texto que nunca leí.
Me acuerdo de la melancolía que sentí cuando recordé la pena de saber la pesadumbre que me causó la tristeza de haber recordado mi pesar.
Tengo en mi mente los resabios olfativos de aquella ocasión en la que sentí esos aromas que ya no puedo recordar.
Revivo por primera vez la sensación de hacer algo por primera vez.
Recuerdo los sueños que soñaba despierto.
Extraño los recuerdos de los sueños que olvidé.
He perdido la memoria de las visiones que tuve en el pasado.
He perdido la nostalgia por aquello que olvidé.
He olvidado la añoranza de aquella nostalgia.
Y añoro la añoranza, la nostalgia y la memoria que han quedado en el olvido.

Rechazo de un color

En una época todos éramos blanco. Viajábamos todos juntos, unidos, y atravesábamos el aire a gran velocidad. A nadie le importaba que fuéramos frecuencias diferentes, estábamos todos en el mismo camino y nos gustaba.
Pero, en un momento, todo cambió. Fui separado de los demás y me volví rojo. Algunos me llaman colorado. Nos chocamos con la pintura de un auto, y todos los colores que formaban el blanco conmigo fueron absorbidos por ella. Pero a mí me rechazó. No sé si le parecí muy escandaloso, o simplemente no era compatible con su estructura química. La cuestión es que me desprendí del resto de la luz y no volví a ver más a los otros colores.
Pero, igual, reí último. El auto que me rechazó quedó impregnado para siempre de mi color. Ahora se ve rojo, y aunque no me quería, siempre tendrá a uno de los míos.
Mientras tanto, seguiré deambulando por ahí, y nadie podrá volver a desmembrarme.

Si yo escribiera

Algunos me dicen que tendría que escribir. Otros me insisten para que lo haga. Incluso yo mismo me he visto en la tentación de dedicarme a la escritura. Pero lo pensé un rato y decidí no hacerlo.
Si yo escribiera, tendría el objetivo de beneficiar al mundo con mi literatura. El arte que manaría de mis entrañas sería un valioso aporte a la sociedad que me ha producido. Plasmaría en el papel un nuevo concepto en literatura, un quiebre total que no sé en qué consistiría exactamente porque no escribo. Pero si lo hiciera, sería totalmente innovador, una vanguardia a la vanguardia de todas las vanguardias. Estaría tan adelantado que no sería entendido por ningún contemporáneo, mis escritos quedarían en el olvido y nadie recordaría su existencia cuando la humanidad estuviere lista para ellos. En ese entonces algunos, sin mi influencia, escribirían cosas parecidas pero inferiores. Al no conocerme, no podrían elevarse sobre lo construido por mi obra, sino que crearían una propia, paralela a la mía. Como en ese momento la humanidad estará en condiciones de entenderlo, serían halagados mucho más que yo. Esa manera de escribir, parecida a la que tendría yo si escribiera, se pondría de moda, se convertiría en la más popular de su época. Algunos años después la sociedad se cansaría y dejaría de lado ese estilo sin haber conocido nunca a su mejor y más antiguo exponente, yo. Pasarían las generaciones y, muchos años después, mis escritos serían encontrados en un rincón de una oscura biblioteca por un estudiante de letras que, sin darse cuenta, sería la primera persona en leer esos textos sin haberme conocido personalmente. Pero mi estilo le parecería anticuado, un exponente de una literatura vieja, oxidada, sin ningún atractivo en su época. Y descartaría los textos sin pensarlo dos veces, sin saber que estaba leyendo a un verdadero visionario que se adelantó a su tiempo.
Por eso no escribo. Está claro que no vale la pena.

Ser y tiempo de descuento

Introducción a la metafísica del off-side.
Ya desde los tiempos pitagóricos, la trascendencia de la geometría era de suprema importancia. Las hipotenusas más cortas son más largas que los catetos que las circundan. El balón sagrado de Pitágoras nos lleva a la comprensión del deseo secreto, el fin en sí mismo, el ilusorio poliedro.
Einstein nos dice que el tiempo es relativo a la velocidad. ¿Qué se ve al estar parado sobre un balón que avanza mientras gira sobre sí mismo mientras es atraído por un planeta que gira alrededor de sí mismo y de una estrella? ¿Se ve la expectativa del receptor, de los defensores, de las tribunas? ¿O se ve algo totalmente distinto? Nadie lo sabe, pero algunos maestros iluminados postulan que la trascendencia radica exactamente allí.
La lejana soledad tienta y seduce como los cantos de sirena, pero hace desaparecer el sentido para siempre. Retrocederá el tiempo, retrocederá el territorio, el combate cambiará de manos indeterminadamente al flamear en los aires la solferina bandera del Destino.
El Destino final en posición prohibida. Abominable ausencia de visión de futuro. Oh náyades, quién hubiera pensado en aquel inoportuno paso hacia adelante que termina con nuestro otrora prometedor porvenir. Así no se puede.
La historia está llena de caminos alternativos no transitados, de posibilidades inciertas, de injusticias consumadas, de adelantados incomprendidos en su tiempo. ¡Maldita cercanía que me ha condenado! Cual Ícaro cerca del sol, me he quemado con las mieles del triunfo y caí humillado al mar.
¿Adónde van los goles anulados? Es un misterioso destino, fuera de toda estadística, al que sólo acceden unos pocos elegidos luego de pasar por pruebas que hasta ahora ningún mortal ha logrado transponer. Su existencia intermitente los hace difíciles de ver de lejos, como púlsares de gol.
Imborrables recuerdos causan imágenes indelebles en córneas que luego no sirven para ver otra cosa. Una distancia indetectable para el ojo humano es la diferencia entre el triunfo y la derrota. Valerosos son aquellos que logran traspasarla, esquivando geometría y puntapiés. Veneremos a nuestros héroes del pasado, intentemos ser como ellos sin dejar de ser como nosotros. Llevemos en el fondo de nuestro ser el sentimiento que nace en cada carrera solitaria contra el Universo.
(texto sugerido por un lector de LR! al considerar que mis escritos eran demasiado crípticos)

Secuestro público

Estaba en la parada del 6 cuando se me acercó un extraño. Era un hombre despeinado, y llevaba un pulóver marrón con varios agujeros. Tenía un aspecto sospechoso, pero antes de que pudiera sospechar algo me empezó a apuntar con una pistola. Me dijo que me quedara quieto y lo obedeciera. Agregó que si seguía sus instrucciones todo iba a salir bien.
Yo tuve miedo y levanté las manos. Él hizo que los bajara y que lo acompañara a la parada del 9. Yo le pregunté cuál era el propósito, pero me hizo callar.
Al rato vino el 9 y me hizo subir con él. A punta de pistola me obligó a pagarle el boleto con mis propias monedas. Se sentó a mi lado y ocultó la pistola para evitar que el resto del pasaje sospechara algo extraño. El arma estaba bajo su pulóver, sin embargo yo podía ver la punta a través de uno de los agujeros.
Yo levantaba mis cejas para ver si alguien podía captar el mensaje de que no estaba ahí por voluntad propia. Pero nadie lo captó. Cuando llegamos a Constitución me hizo señas de bajar. Yo lo seguí. Me agarró del brazo y me llevó a la parada del 148, sobre un costado de la plaza. Me estaba por hacer subir otra vez cuando le dije que no tenía más monedas. Entonces me pidió un billete y empezó a buscar cambio en los diferentes quioscos y puestos de la plaza. Sin embargo, nadie estaba dispuesto a darle monedas, aún si compraba algo. Tampoco le daban cuando los apuntaba con su arma.
El hombre sospechoso creía que estaban verseándole, pero no quiso dedicar tiempo a comprobarlo. Evidentemente tenía planes más lucrativos que tenían que ver conmigo. Me agarró otra vez del brazo y me llevó hacia la estación. Compró con mi billete dos boletos del Roca y nos subimos a la formación que estaba por salir.
Esta vez no teníamos asientos contiguos. Tuvimos que ir parados y apretados. Me repitió que no intentara nada raro. Yo asentí, mientras pensaba que de todos modos no tenía lugar para ningún atisbo de fuga.
Después de un rato largo de viaje, me hizo bajar en Ezpeleta y me sacó el celular. Me pidió el teléfono de algún pariente adinerado. Le dije que buscara “casa” en la libreta de contactos, alguien lo iba a atender. Sin dejar de apuntarme, buscó la entrada y llamó. Dijo que para volver a verme tendrían que llevar 50.000 dólares a las cinco de la tarde a una dirección que no conocí, pero supuse que era por ahí cerca. Cuando terminó la llamada, tiró el celular para evitar volver a ser contactado.
Todavía no habíamos llegado. Me guió hasta la parada del 582 y ahí esperamos. Hacía frío, y me pidió mi campera para abrigarse más. Se la dí, y aproveché para tratar de entrar en confianza. Le pregunté si no tenía algún cómplice con auto como para no tener que hacer todo ese recorrido. Me dijo que no, pero que con mi rescate pensaba comprarse uno. Según él, ya estaba podrido de los colectivos y los trenes. Hacían mucho más ineficiente su actividad. Al terminar de decir eso, se dio cuenta de que había entrado en confianza y me ordenó que me callara.
El 582 no venía. Pasaban los minutos y seguía sin venir. La hora en la que tenía que buscar el rescate se iba acercando y el colectivo seguía sin venir. En un momento me di cuenta de que seguíamos sin tener monedas, pero no quise decirle nada para evitar que se enojara.
Al rato pasó un 582. Mi secuestrador lo paró pero no se detuvo, estaba fuera de servicio. El delincuente se hartó y decidió tomar un remise, pero no teníamos forma de llamarlo. El teléfono público que había cerca de la parada sólo funcionaba con monedas. Ahí se dio cuenta él de que no íbamos a poder viajar, aunque ya no era relevante si íbamos a ir en remise. Me llevó entonces a buscar el celular que había tirado, pero no estaba más, alguien se lo había llevado.
Nos quedamos un rato sentados en ese lugar. Seguramente el secuestrador estaba pensando qué podía hacer. Se lo veía fastidiado. La hora del rescate se acercaba, y era difícil llegar. Yo, por mi parte, razonaba que no habíamos visto ningún otro colectivo mientras esperábamos el 582, y eso era un posible síntoma de paro de colectivos. No le quise decir, para evitar fastidiarlo más, y también porque seguía bajo las órdenes de no hablar.
Llegó un momento en el que estuvo claro que no íbamos a llegar a cobrar el rescate a la hora prevista, y no teníamos forma de comunicarnos para cambiar el plan.
En eso se acercó un patrullero. Iba despacio. Mi secuestrador no se inmutó. Sólo escondió el arma para que no fuera tan obvia su presencia. El patrullero se acercó más, llegó hasta donde estábamos y se alejó sin detenerse.
El secuestrador miró su reloj. Yo pispeé y vi que eran las cinco y diez. Él lanzó una maldición, guardó el arma y se fue del lugar. Yo no lo seguí, quería ver si se había descorazonado. Y al parecer así había sido, no se preocupó más por mí.
Me quedé ahí un rato, y cuando pensé que era prudente fui hasta la estación de tren. No quedaba muy cerca. Cuando llegué busqué a un policía y le expliqué que acababa de ser secuestrado. Lo hice no para buscar justicia, sino porque me había dado cuenta de que no tenía plata para el pasaje. El policía llamó por radio a un patrullero, me llevaron a la comisaría para hacer la denuncia y, amablemente, me transportaron a casa.
Cuando llegué, mi mujer no estaba. Ahí me acordé de que debía estar en el lugar acordado con el secuestrador. Así que la llamé al celular y le dije que estaba bien. Ella se alegró y me quedé esperándola. Pensé en la situación que seguramente había pasado, en los nervios que podía tener y le preparé una buena cena. Sin embargo, ella llegó bastante más tarde de lo previsto y la comida se enfrió. La volví a llamar y me dijo que estaba atascada en Ezpeleta por un paro de colectivos. Yo no tenía ganas de arriesgarme a volver a ese lugar, así que llamé a un remise y alrededor de una hora después nos reencontramos en casa. El peligro había pasado.

Texto de varios párrafos

Este es un párrafo. En él debería haber una introducción a lo que va a pasar en los otros. Por eso es el primero. Tiene el privilegio de ser el de lectura más probable, y la responsabilidad de enganchar al lector para que se quede a leer lo que sigue. Sin embargo, en este caso, el primer párrafo se niega a hacer de introducción. Aunque, visto de otra forma, son los párrafos siguientes los que determinan si el primero es una buena introducción o no.
El primer párrafo es independiente de los otros, hasta cierto punto. Muchas veces ocurre que los otros hablan de cualquier otra cosa. Es un recurso muy usado en el cine, en esas películas que arrancan con una escena situada en un tiempo o espacio distintos del resto.
Como es notorio, el segundo párrafo amagó con hacer del primero una introducción pero después se puso a hablar de cine. Este tercer párrafo, en cambio, primero habló de lo que ocurría en el segundo y después de sí mismo.
El cuarto párrafo es muy corto.
El quinto, seguramente, resultará más largo. No está establecido qué es lo que va a decir, aunque puede verse que, hasta ahora, lo que está diciendo es exactamente eso. Y es posible afirmar que, salvo lo que hay en esta oración, no dirá nada más.
Existe también un sexto párrafo. Dicho conjunto de signos se limita a expresar su propia existencia. La realidad es que los otros párrafos nunca se refieren a él y por eso se siente algo excluido, pero no es menos cierto que el sexto párrafo no hace nada para ser rememorado o anticipado por los otros.
El séptimo párrafo ha recibido la misión de terminar el texto de una manera más o menos memorable, para que el lector se sienta satisfecho de haber llegado hasta allí. Y a pesar de que no sabe cómo hacerlo, lo intentará. Es bueno que los textos, además de reconocer sus limitaciones, tengan la valentía de tratar de superarlas.