En el camino

Él estaba en la terraza de un edificio de veinte pisos. Cuando juntó el coraje necesario, se tiró.
Cuando pasó por el último piso vio las persianas cerradas.
En el siguiente dos personas tomaban mate mientras miraban un noticiero por televisión.
Luego vio a un hombre que escribía en una notebook.
En otro piso un adolescente trataba, sin éxito, de tocar la guitarra.
El suelo y la muerte se acercaban. En una ventana vio una ama de casa que estaba haciendo el repulgue de una tanda de empanadas.
También vio un departamento en el que no había nadie pero las luces estaban prendidas.
No ocurría lo mismo en el siguiente piso. Ahí había mucha gente con las luces apagadas en lo que probablemente era una fiesta.
Reconoció la agencia de importaciones del piso 13. Tres empleados hablaban por teléfono mientras otro leía una revista de autos.
Por distraerse mirando a los empleados, casi se raspó con un cartel de chapa que anunciaba que se vendía un departamento en el piso siguiente.
Alrededor del piso 11 empezó a sentir arrepentimiento de la decisión de tirarse.
A medida que su caída avanzaba, vio una colección bastante grande de discos prolijamente almacenada en la biblioteca de uno de los departamentos, pero no alcanzó a reconocer cuál estaba escuchando el dueño.
Unas milésimas de segundo más tarde, el arrepentimiento se le pasó y volvió a estar seguro de querer quitarse la vida (algo conveniente dada la actividad que estaba llevando a cabo).
Un par de palomas que estaban subiendo por donde él bajaba, y al mismo tiempo atravesó una ráfaga de aire caliente que provenía de un aire acondicionado que estaba funcionando plenamente.
Cuando había pasado un tiempo prudencial, piso miró hacia abajo y vio el suelo. Ya se notaba más grande que cuando había mirado por última vez, antes de tirarse. Había gente, y algunos lo señalaban a él. Otros, más prudentes, se alejaban del inminente lugar del hecho.
Más o menos a la altura del quinto piso, su vida empezó a pasar ante sus ojos. Terminó cuando estaba pasando por el cuarto. Ahí se inició el tiempo de descuento no incluido en la recolección que acababa de terminar.
En el tercer piso se raspó un poco contra algunas ramas de un árbol, pero se consoló pensando que los raspones no iban a tener importancia una vez que llegara.
Ahora el suelo estaba mucho más cerca, y se distinguían las baldosas que el portero había limpiado sin saber que era inútil.
Miró por la ventana del segundo piso. Una mujer que miraba desde el otro lado lo vio y él no pudo ver que se alarmara mientras pasaba.
En el primer piso vio a un dentista trabajando en la boca de un paciente.
En la planta baja, en el hall de entrada, estaba el portero barriendo el piso, sin percatarse de que había una persona cayendo. Pensó en saludarlo pero no tuvo tiempo, porque inmediatamente impactó.

Omnisciente

Ricardo está sentado en un banco de plaza. Como es domingo, el espacio verde está en pleno ejercicio de sus facultades de entretenimiento. Los niños juegan en la arena, los heladeros ofrecen su producto a los gritos. En la calesita, una criatura afortunada saca la sortija. Ricardo mira todo esto y recuerda su infancia. Recuerda cuando él se entrenaba para mejorar su método de sacar sortijas, y cómo conocía el estilo de cada uno de los empleados de la calesita. Recuerda especialmente a aquel empleado de rulos que la mantenía quieta hasta que se acercara una mano, y ahí la retiraba hasta fuera de la eclíptica. Nunca se la había podido sacar.
Más allá de eso, Ricardo disfruta el paseo por la plaza. También disfruta mirando los escotes de las madres con niños pequeños que andan por la plaza ahora que hace calor. Se imagina la ausencia de la ropa que produce esos escotes. Disfruta ese pensamiento. Pero de repente se levanta y mira para todos lados. Está buscándome, porque no le gusta que divulgue lo que hace y lo que piensa. Él sabe que es mi deber pero no tiene por qué gustarle. Y a veces es útil, porque sé qué es lo que piensan los demás, y también conozco el pasado y el futuro de todos.
Ricardo me hace un gesto que consiste en poner el dedo índice sobre los labios cerrados, e indica que quiere que me calle. No se da cuenta de que es inútil, yo ya estoy enterado de lo que él quiere, y de todas las otras cosas también.
Ricardo se va de la plaza. Quiere volver a su hogar. Está molesto conmigo, hay cosas de las que no quiere enterarse. Sigue yendo para su casa. No se da cuenta de que se está olvidando de algo, pero, como está molesto conmigo, no se lo voy a decir. Ricardo se detiene y otra vez mira para los dos lados. Piensa qué se puede estar olvidando. Levanta las palmas simultáneamente para decirme que quiere que le diga de una vez lo que se olvida. Ah, ahora querés enterarte, Ricardo. Jodete, ya te vas a acordar cuando pases por el quiosco de revistas de la esquina de tu casa, el que está siempre cerrado.
Ricardo sigue caminando y tiene en la cabeza una canción del grupo inglés Cream. No se acordaba de quién era esa canción, pero cumplo en informarle para que vea que no soy malo. Durante el solo de guitarra, pasa por el quiosco cerrado y recuerda que pensaba comprar facturas en la panadería que queda a media cuadra de la plaza. Lanza un grito maldiciéndome porque tendrá que volver todo lo que caminó. Pero el ejercicio le hará bien, créanme.
Ricardo me tiene resentimiento porque no quiere mi compañía. No le importa el hecho de que, si no fuera por mí, él no existiría. Yo lo creé y yo guío todos sus movimientos, sus dichos y sus pensamientos. Yo soy el que hace que me tenga bronca, porque me gusta atormentar a la gente. Ricardo me echa una mirada bélica. Ja, yo sabía que iba a hacer eso. Y lo mejor de todo es que no le voy a decir la sorpresa que se va a llevar en la panadería. Ricardo vuelve a mirarme. Lo hace mirando para cualquier lado, porque no me puede ver. Yo estoy en todas partes en su mundo. Es por eso que soy omnisciente. Y además soy narrador, por lo que tengo que narrar lo que hace Ricardo y no lo que va a pasar, hasta que pase. Los relatores de fútbol, por ejemplo, no relatan lo que se jugará sino lo que se está jugando. Yo hago lo mismo, salvo cuando menciono al pasar el resultado final de algún partido que Ricardo mira, así lo hago engranar un poco.
Ricardo está llegando a la panadería. Y acá se viene la sorpresa. Preparate, Ricardo: no hay más facturas. No es una gran sorpresa, pero Ricardo no se preocupa porque se encuentra con que hay cuernitos, algo poco habitual. Pide un cuarto de esos deliciosos bocados y se va. La gente de la panadería no entiende por qué se va sin los cuernitos que pidió. La respuesta es que yo lo hice ir, y ahora lo hago volver. Y ahora lo hago rascarse la oreja, a pesar de que no le picaba. Ricardo sigue molesto. Yo, para calmarlo un poco, lo dejo volver a entrar en la panadería. Él paga los cuernitos y se los lleva. Va para su casa, esta vez silbando “Bohemian Rhapsody” de Queen. La silba completa desde que sale de la panadería hasta que llega a su casa. Ricardo no está enterado de que le dí cualidades que no tengo, dado que no sé silbar. Ahora sí está enterado, lo acabo de decir. Pero no hace ningún gesto al respecto.
Ricardo sabe que al llegar a su casa termina con mis poderes, porque yo estoy afuera y él va a entrar. Así que entra rápidamente y muy contento, se tira en el sillón y empieza a comer los cuernitos. Come primero los que tienen alguna irregularidad. Y ahí se da cuenta de que yo sé lo que hace y lo estoy contando para todos ustedes. Corre entonces hacia el sótano, donde está oscuro. Y efectivamente ahí no lo puedo ver. Por eso, hago que suene el timbre. Suena el timbre. Ricardo lanza una maldición y va a atender la puerta. Es la chica de la panadería, que dice que se le cayó la billetera y, como ella sabe dónde vive, había pensado en llevársela. Ricardo le agradece y la invita a pasar a tomar algo. Ella acepta con gusto. Ella esperaba que él la invitara a tomar algo porque hacía un tiempo que estaba con ganas de convertirse en su amante, y le había parecido una buena ocasión para concretar ese proyecto. Ella pensaba que el Destino había hecho que se le cayera a Ricardo la billetera, pero estaba equivocada. En realidad había sido yo, en busca de un incidente dramático que era muy necesario en esta parte de la historia. Es que ella no sabe de mi existencia, no le dí esa característica. Ricardo, al oír esto (en realidad, al oír lo anterior, no esto) de parte mía, se queda estupefacto. Le pregunta si quiere Seven Up o Terma. “¿Querés Seven Up o Terma, Priscilla?”, le hago decir para que ustedes se enteren de que su pretendida amante se llama Priscilla. Ella le dice que le da lo mismo. Él le sirve un vaso de una de esas dos bebidas, se sirve otro a él y va al sillón a su encuentro. Allí le ofrece cuernitos. Ella agarra uno y juguetea con él en la boca. También lo acaricia suavemente en uno de sus brazos. Ricardo no es muy perspicaz, pero capta las sutilezas de Priscilla debido a que está enterado de sus intenciones por lo que dijimos hace un rato. Entonces procede a hacer gestos sutiles similares, con la idea de indicarle su disposición para los menesteres que ella se proponía.
Luego de una elipsis, ambos ocupan el sillón, manteniendo sus labios y lenguas un contacto duradero. En ese momento Ricardo se acuerda de mí y sabe que no tiene privacidad, porque cada movimiento suyo es visto por el narrador omnisciente que soy. Sin decirlo, porque parecería loco, me pide que me ausente un rato para no incomodarlo, y a cambio él no se va a quejar más de mi presencia. Yo, que en el fondo soy bueno, acepto y doy por terminado el presente relato.

Respuestas a viejas preguntas

P: ¿Qué vino primero, el huevo o la gallina?
R: El huevo.
P: Si un árbol cae en el bosque y no hay nadie para escucharlo, ¿hace ruido?
R: Sí.
P: ¿Qué pasaría si una fuerza irresistible chocara con un objeto inamovible?
R: Ganaría la fuerza irresistible.
P: ¿Puede dios hacer una piedra que él mismo no pueda levantar?
R: Sí.
P: Esta afirmación es falsa. ¿Esta afirmación es verdadera o falsa?
R: Es verdadera.
P: ¿La moral es enviada por dios porque es moral, o es moral porque es enviada por dios?
R: Es enviada por dios porque es moral.
P: Si un gallo pone un huevo en Argentina y el pollito nace en Paraguay, ¿el pollito es argentino o paraguayo?
R: Los gallos no ponen huevos.

Cambiar el mundo

De adolescente, Milton era bastante conservador. No entendía a sus amigos que querían cambiar el orden establecido. En realidad sí lo entendía, sabía que era una de las características de la adolescencia. A él le habían prevenido que iba a tener esos impulsos, y se había preparado para que no lo agarraran por sorpresa. Entonces, cuando sentía ganas de cambiar algo de su entorno, pensaba que era necesario rectificar a sus amigos, que tenían esa idea loca de cambiar el mundo.
El mundo estaba bien como estaba. Milton sabía que no era perfecto. Pero él, dentro de sus limitados conocimientos, podía ver una tendencia histórica a mejorar la calidad de vida y las libertades cívicas de las personas. Tal vez había momentos y lugares en los que se daba lo contrario, pero en líneas generales la cosa más o menos marchaba.
Le parecía, además, que las ideas de sus amigos eran bastante inoportunas. Ellos veían las mismas injusticias que él, pero las usaban como argumento para mostrar que era indispensable la aplicación de la idea que tenía cada uno de la sociedad. Algunos querían imponer distintos sabores de comunismo. Había quienes estaban convencidos de la necesidad de reforzar la aplicación de la religión católica y su respeto por parte de la ciudadanía. Otra idea que encontraba con frecuencia era la de expulsar del país a todo lo que fuera extranjero, porque resultaba en el saqueo de los recursos propios.
A Milton no le gustaba ninguna de estas cosas. Él estaba convencido de que lo que hacía falta hacer era pequeños ajustes, para aplacar problemas puntuales, pero no había que hacer cambios radicales. Y lo que Milton creía que debía pasar se parecía bastante a lo que estaba pasando. Entonces él acompañaba el rumbo y no tenía necesidad de rebeldías sociales.
Sus amigos trataban de convencerlo de que estaba en un error. Pero él rechazaba sus argumentos. “¿Qué podés saber de la vida? Sos demasiado joven”. Él veía que los adultos no tenían el apuro por revolucionar la sociedad, y pensaba que era por algo. A esto, sus amigos decían que los adultos no tenían la energía de los jóvenes, que tenían familias que mantener, que ya habían sido atrapados en el juego perverso de la sociedad. Era responsabilidad de ellos lograr que no siguiera pasando.
Milton pensaba que ninguno de sus amigos había llegado a sus conclusiones en forma independiente, sino que habían comprado alguna idea que habían visto en algún lado y estaban siguiendo recetas. Eso a él no le gustaba. Prefería hacer su camino. Y su camino estaba más cerca del de los adultos.
Pronto Milton creció, y fue uno más de los adultos. Estaba contento de haber terminado la adolescencia. Le había resultado un período bastante molesto. Y también recibía en su mente de adulto a muchos de sus amigos, que habían empezado a llegar a las mismas conclusiones que él. Lo veía como una reivindicación.
Cuando terminó la facultad, Milton empezó a buscar trabajo. Y se encontró con que muy seguido le pedían experiencia previa, aunque no era posible que la tuviera. No sólo eso, también había un límite de edad que hacía muy difícil que mucha gente pudiera tener esa experiencia. Tampoco esos trabajos pagaban como a él le hubiera gustado. Pero decidió que su remuneración iba a crecer a medida que su carrera avanzara.
Poco a poco fue descubriendo el mundo laboral, y el mundo externo a su escuela y su barrio. Se fue integrando a la sociedad. Conoció gente de diversos ámbitos. Y empezó a notar que muchas personas aceptaban situaciones que para él serían impensables. Él se negaría a trabajar en las condiciones que muchos de sus compañeros consideraban normales. Pretendía tener asientos razonablemente cómodos, o que no hicieran mal a la espalda. Le molestaban los controles de disciplina, la rigurosidad, tener que macar tarjeta. Le hacía pensar que no confiaban en él. Pero rápidamente descubrió que eso tenía una razón de ser. Estaba claro que unos cuantos no tenían ganas de estar ahí ni de hacer lo que hacían. Entonces procuraban trabajar lo menos posible, y para eso apelaban a toda clase de argucias.
Se encontró también con que, a pesar de los controles previos, mucha gente no estaba preparada para hacer su trabajo. Esto ocurría en todos los lugares donde trabajaba. Y se daba un fenómeno curioso. En muchos casos, los que sabían trabajar resultaban imprescindibles en su puesto, porque no podían ser reemplazados por los que no sabían nada. Y esa capacidad les impedía crecer en los escalafones. A la hora de promover a alguien, se optaba por aquellos cuya ausencia en el puesto anterior era menos problemática. Y entonces los que sabían debían reportar a los que no sabían.
Observó Milton que esas cosas pasaban muy seguido en distintos ámbitos de la sociedad. La gente, por alguna razón, estaba contenta con sobrevivir. No tenían ambiciones más allá de mantener su lugar, aun si ese lugar implicaba injusticias para ellos y para otros.
Pasaba lo mismo al elegir autoridades. Mayoritariamente se elegía no a los que ofrecían alguna posibilidad de arreglar o mejorar los problemas de la sociedad, sino que una y otra vez eran favorecidos los que prometían que nadie iba a perder nada. Ocurría, incluso, cuando los funcionarios eran notoriamente corruptos. La sociedad en su conjunto prefería no enfrentar sus problemas.
Milton se preguntaba por qué la gente toleraría corrupción en sus gobernantes, y después de un tiempo dio con la respuesta: demasiada gente toleraba corrupción en sí misma. Eran muchísimos los que intentaban sacar ventajas ilegítimas, los que trataban de poner a los demás en posición de poder extorsionarlos, los que no tenían en cuenta a los demás.
La sociedad funcionaba mal. Todos lo sabían, nadie quería hacer nada, porque eran todos adultos y tenían familias que mantener. Lentamente, Milton se fue dando cuenta de que a él no le gustaba esa manera de vivir. Quería que fuera mejor, y sabía que era posible. Era cuestión de convencer a la gente, de hacer el esfuerzo de lograr que vieran que todos podían estar mejor. Había que cambiar la mentalidad de las personas, para poder tener una sociedad mejor.
Milton no quería cambiar el mundo, hasta que el mundo lo cambió a él.

El último diploma

En los actos de fin de año, toda la escuela observa orgullosa a los egresados. Es su último acto. Atraviesan un momento que vieron ocurrir varias veces, pero nunca lo vivieron en persona. Están vestidos formalmente, con sus familias entre el público, esperando el momento en el que subirán al escenario a recibir los diplomas que conmemoran la finalización del camino escolar.
Muchos están nerviosos. Algunos se comportan como si no lo tomaran en serio, pero son arrastrados por la marea de los que sí. No es momento para andar con rebeldías: es el final del ciclo escolar. El momento previo al comienzo de lo que la escuela los ha preparado para enfrentar: “la vida”.
Tratan de escuchar con atención el himno nacional y los discursos de los directivos. Tal vez también el de algún representante de los docentes o padres. El ceremonial sólo incrementa los nervios. A veces hay algún número musical en el medio. Es la última espera antes de terminar la escuela.
Tarde o temprano arranca la entrega alfabética. El mismo alumno que era nombrado primero cuando se tomaba lista pasa al escenario a recibir su diploma. Es entregado por uno o dos docentes de su elección. El momento recibe un estruendoso aplauso. Todos los presentes muestran su orgullo por el logro obtenido. El tiempo para sacar una foto arriba del escenario, y es momento de bajar, a unirse a los compañeros, con el diploma enrollado.
Al mismo tiempo sube el segundo egresado, que recibe un aplauso similar. Y luego el tercero, y el cuarto. La escena se hace algo repetitiva. El público empieza a mostrar arrepentimiento por haber aplaudido tan efusivamente al primero. Ahora, piensan, tendrán que aplaudir igual a todos. Son decenas. Es posible estar media hora aplaudiendo.
Entonces, algunos integrantes del público desisten, o reducen la fuerza de sus manos. Sólo volverán a aplaudir con ganas cuando le toque el turno a quien fueron a ver, o a alguien que les caiga bien. El acto de egresados se convierte en un concurso involuntario de popularidad.
Mientras, tras bambalinas, algunos de los que reciben el diploma ceden a la tentación de abrir el rollo, aun sabiendo que luego no lo podrán volver a enrollar tal como estaba. Y ven el contenido del diploma. Grande es su sorpresa al darse cuenta de que ése no es el diploma oficial. Es un papel que emite la escuela, felicitando al alumno por haber completado el último año. Todos tienen claro que el diploma oficial es emitido por el ministerio de educación.
Es lógico, dice alguien, todavía hay varios que tienen que rendir materias e igual están recibiendo el diploma como si hubieran egresado. La ceremonia, antes de terminar, se revela como una farsa. Los diplomas no valen nada. En algún momento tendrán que ir a buscar el diploma verdadero. Será entregado en un acto administrativo, sin glamour, por un burócrata.
La escuela no se deja terminar tan fácilmente.

Júpiter y los mosquitos

Si miramos con perspectiva a los planetas del sistema solar, veremos que está Júpiter y algunos cascotes. Es con gran margen el planeta más grande y masivo. Y le debemos la vida.
Si vemos la luna o cualquier cuerpo que no tenga erosión, veremos una gran cantidad de cráteres. Cada uno corresponde al choque de algún cuerpo más pequeño, que genera una cicatriz. Está muy claro que estos choques no son tan frecuentes, y su densidad nos muestra la escala de tiempo de la que estamos siendo testigos.
Una de las razones por las que los choques no pasan tan seguido es Júpiter. Actúa como un gran escobillón, o una aspiradora, atrayendo con su masa a los asteroides o cometas que pasan cerca. Es mucho más probable que choquen contra Júpiter que contra cualquier otro objeto.
En algunos casos, en lugar de impactar son capturados y se convierten en satélites. En otros, la gravedad de Júpiter los saca de su trayectoria y los expulsa del sistema solar. El resultado es casi siempre el mismo: los cuerpos que podrían chocar contra la Tierra no lo hacen.
Claro que el filtro de Júpiter no es infalible. En algunos casos, hay asteroides o cometas que penetran en el sistema solar interior, y pueden chocar contra la Tierra. Si el astro es suficientemente grande puede provocar catástrofes, como la que inició la extinción de los dinosaurios. Estaban lo más tranquilos, y de pronto una bola de fuego que vino desde el cielo acabó con su medio ambiente. Sólo los animales pequeños lograron sobrevivir.
Entre ellos estaban los mosquitos, que tuvieron que encontrar una nueva dieta cuando se acabó la sangre de dinosaurio. Como su ausencia provocó un auge entre los mamíferos, los mosquitos encontraron rápidamente sangre nueva. Y desde entonces vienen picando a las diferentes manifestaciones de mamíferos, a través de los tiempos, hasta el día de hoy, en el que pican también a las personas.
Entre ellas, a mí. Me pican mucho. Soy su favorito, por alguna razón. No sé qué me ven. Cuando estoy en un lugar con varias personas, se obstinan en picarme sólo a mí. Los demás no se enteran, sufren tal vez picaduras aisladas. Pero las mías son sistemáticas. No importa cuánta gente haya, si hay mosquitos cerca, los atraigo y me pican a mí. Soy el Júpiter de los mosquitos.

El sabor del estornudo

Puedo sentirlo. Se viene un estornudo. Me está trepando, pronto se expulsará a sí mismo, como un torrente, como un géiser. Sólo puedo saber que está ahí, en algún lugar de mi cuerpo. No tengo forma de conocer el momento exacto de la explosión hasta justo antes. Tampoco sé qué clase de estornudo será.
Tal vez sea un achís, un poco infantil, un poco vergonzoso para un adulto como yo. O peor, un achí apocopado.
Espero que sea un atchús. Es el más completo, el que más ejercicio da a los músculos, el más duradero y el que mejor dirige las sustancias expulsadas. El problema es que me coloco la mano sobre la boca para evitar desparramos, y la mano tiene un efecto castrador sobre lo que está por ocurrir. Entonces aparece un achú, la forma anglosajona abreviada.
Por suerte no hay nadie, y por eso no tengo que disimularlo haciéndolo silencioso. Así se cumple todo lo que en teoría debe ocurrir, pero no tiene sabor, no se disfruta tanto como un estornudo estruendoso. Es como un matrimonio a distancia, por poder, que legalmente es válido pero no tiene nada de emocionante.
Tampoco sé si el estornudo terminará por concretarse. Puede ser una falsa alarma, o un aborto frustrante. Un estornudo que quedará alojado en algún hueco hasta que logre escapar sin advertencia, tal vez hoy, tal vez el año que viene. Si eso ocurre, persistirá la frustración de no haberlo podido sacar. Y eso no me gusta. Así que, ahora que lo veo venir y me doy cuenta de que está al alcance, voy a quedarme bien quieto, esperándolo, para no perderme ningún detalle.

Mirarlo por TV

Yo soy artista. Acá me ven, haciendo arte. Pero, siendo que hace tiempo que soy un artista que hace arte, ya es hora de que me pronuncie sobre una de las inquietudes más importantes de nosotros, los artistas. No sé qué me habrá hecho demorar tanto. Pero bueno, ahora estoy enmendando mi error. Es hora de repudiar la televisión.
Verán, la televisión es una porquería. Es mala, mala, porque aleja el arte de la gente. No como nosotros, que lo acercamos a la poca gente que nos ve. Sólo les interesa ganar plata. Están lejos de las pretensiones que tenemos los artistas. Para nosotros el dinero es algo secundario. Algo de lo que deberíamos poder prescindir. No es nuestra principal preocupación.
En cambio, en la televisión es todo negocio. Y hacer negocio es malo. Porque ganás plata. Y ganar plata está mal, porque te aleja del arte. A menos que se la des a artistas como nosotros. Pero en ese caso estaríamos convirtiendo al arte en comercio. Y no puede ser. El arte vale por sí mismo, no por su expresión monetaria.
En la televisión no hay poesía. No hay literatura. La gente en la televisión no lee, no mira cuadros, no escucha óperas. Tampoco se televisan óperas para que las veamos nosotros. No, en su lugar hay programas, noticieros, series, que atraen a las masas como palomas a las que se les tira un grano de choclo.
La gente va y se engancha. Voluntariamente, porque son ignorantes y quieren seguir siéndolo. No vienen a verme a mí, que les puedo dar arte, que les puedo alimentar el espíritu. Prefieren ir a lo fácil, a lo que está al alcance de sus manos, a los que los entretiene sin necesidad de salir de su casa. No quieren hacer el esfuerzo de venir a verme a mí, o de leer lo que escribo, y ponerse a pensar. Porque lo que hago yo requiere que los demás piensen, mediten. No es de consumo instantáneo. No. Lo mío es Arte, y es lo contrario de lo que hacen en la televisión.
Tenemos que unirnos todos contra la televisión. No ir cuando nos invitan, si nos invitaran. Pero sobre todo no mirarla. No saber qué es lo que pasan. Eso nos puede costar una desconexión con nuestra cultura, pero si lo miramos bien en realidad es al revés, nuestra cultura se desconectará de nosotros. Seremos la vanguardia, aunque no tengamos a nadie atrás.

Cómo detectar a un poeta

El primer indicio son las manos manchadas con tinta, que también impide saber de qué color era originalmente la camisa desprolija que lleva. El poeta no tiene tiempo para limpiarse o peinarse, porque es constantemente visitado por la inspiración. Esos movimientos no son espásticos, son la creación de la poesía en vivo y en directo.
Es posible que no sea muy agradable olerlos. Y que no se den cuenta de que hablan solos. Parecen lunáticos, cuando se suben a un colectivo todos los otros pasajeros se alejan. Es por eso que no hay poesía sobre los colectivos llenos. Los poetas no han experimentado esa sensación.
En caso de entablar diálogo con ellos, expondrán toda su sabiduría. Los poetas en su tiempo libre leen, se alimentan de literatura, para después regurgitarla como creación propia. De esta manera, los poetas vomitan literatura en todas sus conversaciones, pero no es por mala educación, sino porque están hechos de ella.
La sociedad toma distancia de los poetas, habitualmente sin darse cuenta de que lo son, sólo debido a sus características desagradables. En ocasiones, sin embargo, los poetas son reconocidos,  y entonces la sociedad toma distancia de ellos porque son poetas.
Pero a los poetas no les importa. Ellos no hacen otra cosa que escribir, crear, donde pueden, como pueden. No son capaces de otra cosa. Entonces van por la vida chocándose contra todos los obstáculos que existen en el mundo. Cada uno de ellos les alimenta su poesía, y con ella van hacia todos lados hasta que un día se suicidan.

Esto no es un asalto

No hay motivos para asustarse. Todo va a salir bien. Mi objetivo no es otro que hacer una extracción. Quiero extraer dinero de mi cuenta, que tengo en este banco, y retirarlo en efectivo.
No estoy armado. No es necesario llamar al guardia, ni activar las alarmas silenciosas que pueden o no tener con algún botón oculto. No hace falta que abran la bóveda y retiren todo el dinero para dármelo a mí. Con sólo un poco de mi dinero alcanza.
Nadie va a salir lastimado. No es necesario correr ni hacer nada fuera de lo normal. Soy sólo un cliente que hizo la cola adecuada, y ahora que llegó mi turno quiero utilizar uno de sus servicios. No hay por qué entrar en pánico.
Ahora mismo, en otro papel, pasaré el número de cuenta y el monto. También mi identificación. Como pueden ver, soy quien digo ser.