Ser diferente

No quiero ser diferente. ¿Por qué habría de quererlo? Porque no quiero ser igual que los otros. Si fuera igual que los otros sospecharía de mi capacidad de pensamiento independiente. Pero no me molesta ser igual que algunos. Está bueno que alguien piense lo mismo. Si no, me sentiría solo.
Lo que no hago es ponerme a ver qué piensan los demás para diferenciarme. Eso sale sin necesidad de hacer un esfuerzo. No sé qué hacen los demás, ni qué piensan, ni cómo hacen para pensarlo. Me limito a hacer lo que haría yo. Y, aparentemente, con eso alcanza para ser bastante diferente de los demás.
Pero no es algo buscado en forma explícita. Para nada. Me gustaría ser parte de una enorme mayoría que piensa como yo. De hecho, soy parte de muchas mayorías, de muchos consensos. De algunos soy parte sin saberlo. Otros logré hacerlos conscientes.
Seguramente no soy como vos. No es porque no quiera ser como vos. Es porque vos no sos como yo. No tiene nada de malo que no sea como vos, ni que vos no seas como yo. Es bueno. Nos hace más ricos. Ahora, depende de vos cómo seas vos. Me gustaría que fueras como yo y, por ser como yo, no fueras como yo.
Así me daría cuenta de que sos de los míos.

Mensaje al público

Mensaje al público
 
Estimado público:
se solicita que tenga a bien no hacer una lectura ligera de este texto y todo lo que lo rodea. Debe saber que prefiero tener un público entendido, no casual, aunque me cueste la masividad. Busco que las partes más atractivas de los textos sean suficientes como para despertar en usted el interés necesario para que terminar la lectura sea el inicio de una exploración, no el final.
Quiero complicidad, entendimiento mutuo con mi público. Cuando hago guiños, pretendo que todos los entiendan. Los hago como una especie de examen, para ver si efectivamente ocurre. Quiero merecerlos y que me merezcan. Los que no entienden, los que se quedan con cara de “qué es esto”, considero que no son parte de mi público. Son el público en general.
Cabe aclarar, estimado lector, que cuando hablo de público no me refiero a usted. Usted ya sabe que es alguien que entiende. Hablo de aquellos que se reconocen no como lectores individuales sino como público. Los que tienen ganas de ser parte de masas, y entonces hacen lo que ven que el resto de la masa hace. Porque si no, piensan, no pertenecerían a ella.
Si usted está leyendo por esa razón, para no quedarse afuera, le informo que ya quedó afuera. El público de estos escritos es el que no le interesa quedarse afuera o adentro, sino que quiere conectarse con texto y/o el autor. Le solicito que no pierda el tiempo, y si puede, entregue su copia a alguien que sepa apreciar lo que usted no.
Aunque no sé si esto será posible. Porque muchos integrantes del público en general, sospechamos, pensarán que es un chiste, y se reirán mientras exclama “mirá lo que dice éste”. Pero no es así. Lo digo muy en serio. Es muy feo que un libro caiga en las manos equivocadas. Es un desperdicio de libro, e implica que alguien que podría aprovecharlo no se encuentra con él. Es una lástima.
Pero bueno, no hay muchos atajos. Para llegar a los individuos, primero hay que atravesar el público en general. Esa gran barrera que filtra no contenido, sino lectores. Espero que usted sea de aquellos lectores que tienen ganas de leer.

Sin palabras

En este momento de tanta emoción, las palabras no alcanzan para describir lo que estoy viviendo. Es como si mi capacidad de descripción quedara paralizada por la capacidad de emocionarme. Y estoy tan ocupado emocionándome que no me queda tiempo para abstraer. Entonces, mi parte racional protesta, pide input que no recibe. Sólo le llega que no alcanzan las palabras.
Pero no puede ser, piensa. ¿Qué hay aparte de palabras? Claramente nada. Entonces trata de arreglárselas para describir en palabras algo de lo que no tiene información. Porque quiere participar, y el lenguaje es la única manera que tiene para hacerlo.
El momento emocionante deja afuera a la razón. La experiencia, entonces, no es completa. Porque las palabras están de más. Y por eso, faltan las palabras.

Producto de la sociedad

Cada vez que escribo algo, se refleja el espíritu de mi tiempo. Yo no quería eso. Prefería reflejar mi espírito. Pero no puedo evitarlo, porque soy un producto de mis tiempos. Soy un producto de la sociedad. Lo que escribo es un producto mío, y por lo tanto es un subproducto de las circunstancias que me llevaron a escribirlo. Quiere decir que es la sociedad la que escribe lo que parece que escribiera yo. Soy un simple agente.
Un agente involuntario, eso sí. Porque lo que la sociedad quiere que escriba se interpone entre mí y lo que quisiera escribir. Se hace pasar por lo que me interesa. En realidad yo no querría estar escribiendo estas palabras. Son las que ustedes, a través de un formidable aparato cultural, me imponen.
¿No les da vergüenza? ¿Por qué le tienen tanto miedo a la expresión individual? Dejen de homogeneizar la cultura. Incluso, dejen que la cultura nos abandone. Así podremos tener cada uno la propia. Imagínense, siete mil millones de culturas en el mundo, en lugar de unas pocas. Cada persona sería valiosa por sí misma. Pero no. En cambio, acá estoy, contribuyendo a una sociedad en la que me encuentro, sin haber elegido estar. Y sin escape, porque lo único que puedo hacer es irme hacia otra sociedad. O escaparme a una isla remota. Pero si hago eso, igual llevaré conmigo la sociedad que me produjo. Y voy a seguir operando como me indicaron desde muy chico.
Lo úunico que me queda, entonces, es estar acá, tratando de escribir lo que me sale de más adentro, en lugar de lo que la sociedad me impone. Pero es la sociedad la que me rodea con lenguaje, y sin eso no hay escritura. Y además, si llego a escribir en un idioma raro, o inventado, o sin coherencia, nadie leería lo que escribo. Y entonces mi expresión genuina sería un desperdicio.

Attenborough sádico

Esta noche, la BBC presenta el especial Attenborough sádico.
En sus más de cincuenta años de prestigiosa trayectoria, el documentalista David Attenborough ha recorrido el mundo para mostrarnos la historia de la naturaleza, los animales más raros y atractivos, y la delicada interacción entre los distintos componentes de los ecosistemas. En ese tiempo, ha estado resistiendo la tentación de hacer sufrir a los animales que encontraba en su camino. Hoy se desquita.
El programa arranca con una secuencia de laboratorio. Se puede ver a David Attenborough interactuando con un hámster, teniéndolo en su mano y cerrándola hasta que empieza a chillar. Luego de varios apretones, el hámster es liberado. Pero en realidad no. Attenborough lo deja en un pequeño cubo de cristal invisible, que no le permite escapar y tampoco impide sus intentos. Antes de dejarlo solo, se le administran algunas gotas de LSD.
En ese momento se libera una cobra, que no ha sido alimentada en varios meses. Al detectar el hámster, la cobra se abalanza hacia él. Mientras, la característica voz de David Attenborough explica las técnicas habituales de ambos animales para cazar o escapar.
El hámster, aterrorizado, intenta frenéticamente escapar de la presencia de la serpiente. Pero el cubo de cristal se lo impide. La serpiente se acerca y salta hacia el hámster, para ser bloqueada por el mismo cubo. En ese momento, una pequeña manguera libera agua en el compartimiento. El hámster aumenta sus movimientos para poder salir, mientras la serpiente continúa golpeándose la cabeza contra el vidrio.
En ese momento, David Attenborough, con la colaboración de un equipo de especialistas del Zoológico de Londres, engancha la cola de la serpiente con una soga. Del otro lado, mientras la cobra mira hacia su cola, un veterinario se lleva al hámster y lo reemplaza por una réplica exacta, pero electrificada. Cuando la cobra se libera, va en busca del roedor y recibe una divertida corriente.
La segunda secuencia está filmada en África, en una colonia de chimpancés. Attenborough dedica un rato largo a forjar una relación de confianza con una hembra, hasta que ella le permite acicalarla. Ésa es la señal que David espera para proceder a ejecutar su plan. Mientras comienza a limpiarla de parásitos, explica al espectador que el cuerpo de un chimpancé posee un total de 3.117.847 pelos, y que en ese momento comenzará a quitarlos uno por uno.
Antes de hacerlo, es preciso sedar al chimpancé lo suficiente como para evitar cualquier reacción adversa, como mordiscos, pero no tanto como para que no sienta los arrancones. Así, en un montaje de gran despliegue técnico y estético, se ve cómo Attenborough avanza lentamente hasta dejar pelada a la primate. Se destacan especialmente los planos cortos de los pelos saliendo de la piel en cámara lenta. Este segmento, de gran contenido didáctico, tiene como segundo objetivo mostrar que el hombre y el chimpancé, en el fondo, son muy parecidos.
Por último, en el tercer segmento de la noche, Attenborough y su equipo de producción colocan veinte gatos domésticos en una bolsa de consorcio. Luego coloca la bolsa en un suelo muy pegajoso, de manera que no se desplace. Cuando los gatos, finalmente, rompen la bolsa, van emergiendo uno a uno y todos se quedan fijos en el suelo, maullando para que alguien los ayude. En ese momento, Attenborough coloca fuera del alcance de todos los gatos un kilo de pescado fresco, y comparte con la cámara su sonrisa al ver los intentos desesperados de los gatos de ser los primeros en zafarse del pegamento para poder alimentarse.
El especial, que cuenta con la musicalización de Ricardo Arjona, será transmitido esta noche a las 23.35, al término del ciclo Ópera al desnudo.

Distrito de suicidios

El municipio ha declarado a este sector de la ciudad “distrito de suicidios”. Dentro de sus límites, quedan abolidas todas las leyes referidas a suicidio. Es, en efecto, una zona liberada para quitarse la vida.
Se solicita a los suicidas utilizar los recursos que encuentren en ese sector, y no hacerlo en ninguna otra parte. Este es el único lugar de la ciudad donde se permite dicha actividad. Hacerlo en otro lado puede resultar perjudicial para el resto de la población.
En el distrito de suicidios, se han tomado todas las precauciones necesarias para que los suicidios terminen en sólo la muerte del interesado, sin que el proceso afecte a terceros. Los puentes tienen suficiente distancia hasta el agua. Las veredas que rodean a los edificios altos han sido cerradas al tránsito. Hay líneas de puntos que delimitan inequívocamente las zonas de aterrizaje. Se solicita al suicida respetarlas, y del mismo modo se solicita a los transeúntes no cruzarlas.
Para poder utilizar las instalaciones del distrito de suicidios es necesario sacar turno a través del sitio web del municipio. Según la urgencia, se le asignará un horario. El comprobante impreso deberá ser exhibido ante las autoridades del distrito, que otorgarán los elementos requeridos. Estos elementos se otorgan en calidad de préstamo, y serán recuperados al concluir su uso.
El aspirante a suicida gozará, a su vez, de un boleto gratuito en transporte público, sólo de ida, desde su domicilio registrado hasta el límite del distrito. Una vez ahí, será recibido por un equipo de expertos, que le tomarán los datos propios, los de los herederos, y le preguntarán de diferentes maneras si está seguro. En caso de tener dudas, los psicólogos del distrito estarán a disposición para aclarar sus pensamientos y darle ánimo.
Cuando el aspirante confirma el deseo de realizar el acto, puede entrar en la zona y es libre de elegir el método. El suicidio se realiza bajo su exclusiva responsabilidad, y bajo su propio riesgo. El municipio no asumirá los costos médicos devenidos de un suicidio fallido. El aspirante deberá estar preparado para esta eventualidad.
El distrito de suicidios está abierto los días hábiles, de 9 a 18. Al finalizar, se realizarán las tareas de recolección. Se ruega no excederse del horario estipulado. En caso de duda, puede llamar al teléfono gratuito del municipio, donde le responderán con mucho gusto.

El salmón Argüello y el gran tiburón

El salmón Argüello brillaba por su oscuridad. Generaba bidones de evidencia, a medida que avanzaba en sus asuntos. Llevaba un portafolios impermeable. Adentro, guardaba todo lo que pensaba que iba a necesitar. Llevaba otro portafolios, más grande, donde llevaba todo lo que pensaba que no iba a necesitar. Todos los días ordenaba ambos portafolios.
Un día, el salmón Argüello tuvo la sensación de que algo lo rodeaba. No supo exactamente qué era. Estaba en condiciones de saber que no era nada bueno. Decidió que lo mejor era fijarse qué podía ser, y rápidamente comprobó que un enorme grupo de huevos de tiburón se acercaba a él.
Los embriones de tiburón no paraban de desarrollarse. El salmón Argüello se alarmó. “Tengo que salir de acá antes de que sea demasiado tarde”, pensó. Quiso entonces calcular cuánto tiempo tenía. Los tiburones, cuando salieran del huevo, iban a estar hambrientos, ansiosos por probar carne. Y él prefería que fuera carne de otro.
Pero los huevos eran tantos que no estaba seguro de poder escaparse sin que se le quedara alguno enganchado en alguna escama. Decidió que lo mejor era siempre saber dónde estaban los tiburones. Y para eso tenía que tener cierto control sobre ellos.
Era el momento adecuado para lograr ese control. El salmón Argüello agarró una tercera valija que tenía por ahí, y colocó cuidadosamente todos los huevos adentro. Empezó entonces a llevar una valija con lo que creía que iba a necesitar, otra con lo que creía que no iba a necesitar, y otra con huevos de tiburón.
Los tiburones que estaban adentro de los huevos no se enteraron de que, a su vez, estaban adentro de una valija. Y crecieron igual. Pasaba el tiempo, había cada vez menos lugar. Los huevos se apretaban unos contra otros mientras crecían. Al apretarse, se unieron, hasta que quedó en la valija un solo huevo grande, que empezó a desarrollar un súper tiburón. Cuando tuvo dientes, rompió la valija como si fuera la segunda cáscara de su huevo. Esto le dio práctica de masticación. Emergió súbitamente, dispuesto a seguir practicando.
¿Qué tenía cerca? El salmón Argüello  estaba en una reunión, y se había llevado la valija que contenía lo que necesitaba. El gran tiburón vio la segunda y la confundió con otra sabrosa cáscara de huevo. La masticó para liberar al tiburón como él que debía estar adentro. Pero cuando logró hacer un agujero, encontró que ese huevo estaba lleno de objetos inservibles: peines, limas de uñas, carburadores, software de base de datos, talco. El joven y enorme tiburón no entendía lo que estaba pasando.
El que entendió fue el salmón Argüello, que justo salía de su reunión junto a la almeja Ferreyra. Al ver al tiburón, la almeja Ferreyra entró en pánico y se cerró con un ruido seco, inconfundible. El gran tiburón miró para ese lado y no vio nada salvo el salmón Argüello, con su valija de elementos necesarios. Y se abalanzó, no hacia el salmón Argüello, sino hacia la valija.
El salmón Argüello también entró en pánico. Pero no sabía qué hacer. Lo lógico era salir nadando para el lado opuesto al que el tiburón se dirigía. Pero el salmón Argüello era un salmón, y por eso siempre nadaba contra la corriente. No convenía dirigirse hacia donde estaba el tiburón.
Entonces vio que tenía más opciones. El espacio acuático resultó tridimensional. Podía nadar para los costados, para arriba, para abajo. El tiburón era enorme y recién nacido, no podía tener mucha destreza. Entonces decidió nadar hacia todas las direcciones. Generar un remolino que despistara al joven predador lo suficiente como para poder escapar.
Pero el gran tiburón no era tan fácil de despistar. Sobre todo cuando la valija de objetos necesarios estaba tan pesada. El salmón Argüello no se había dado cuenta de empacar su arpón. Habría sido útil, pensó, pero le había quedado entre lo que pensaba que no iba a necesitar. No se imaginó que todos los huevos iban a producir un solo tiburón, ni que ocurriría ese día. Tenía una gran ignorancia sobre los procesos embriológicos de los selacimorfos.
De repente, el salmón Argüello vio a su arpón. Estaba flotando, después de que el gran tiburón destrozara la valija de lo innecesario. Se apresuró hacia él, y logró tomarlo con una de sus aletas. Ahora era cuestión de arrojarlo con fuerza y precisión. Pero el salmón Argüello no tenía mucha práctica en caza de tiburones, ni en lanzamiento de arpones.
Se dio cuenta de que para arrojar el arpón lo mejor era usar la boca, y mover su cuerpo como un elástico para generar la fuerza necesaria. Para eso, necesitaba soltar por un momento la valija. La dejó flotando a su alrededor. El gran tiburón, atento a lo que ocurría, supo que era su oportunidad. Se abalanzó hacia la valija mientras el salmón Argüello trataba de acomodarse el arpón, y huyó con ella hacia las profundidades.
El salmón Argüello se quedó confundido. Después de unos minutos, recogió los elementos que flotaban por ahí. Sabía que eran los que no necesitaba. Pero eran todas las posesiones que le quedaban.

La presencia del moco

Está muy claro que está. A pesar de que al tacto no parece, puedo sentirlo. Tengo otro tacto en la nariz que me dice lo contrario de lo que los dedos pueden sentir. Y la nariz juega de local. Sabe lo que pasa por ella: es un paso. Si algo se atasca, se da cuenta y me pasa la información. Pero la nariz no tiene tantos elementos para decirme dónde está el atasco. Las tareas de precisión se las deja a los dedos, que para eso están y tienen el tamaño justo.
La interacción entre los dedos y las paredes de la nariz suele dar resultado. Siempre queda como nueva, y se puede rescatar un premio sustancial. Esta vez, sin embargo, no es así. El material retirado es respetable, pero queda la frustración de que hay más. Los dedos buscan, recorren ambas concavidades, palpan, se fijan si hay algún rincón que no habían revisado antes. No encuentran nada, y vuelven a salir a la luz con la frustración del fracaso.
Pensar que hay gente que puede deducir la presencia de planetas desconocidos, y encontrarlos mediante fórmulas matemáticas. Y yo no puedo encontrar un moco que tengo clavado en mi propia nariz. Me siento en la retaguardia de la humanidad. Sigo mi vida acompañado, moco y yo, hasta el momento en el que se dé a conocer.
Mientras tanto, la exploración continúa. Nunca termina. A veces se encuentran mocos nuevos, tal vez desprendimientos, hijos del moco elusivo. Hay angustia, porque el moco está. Existe el peligro de que sea absorbido en una respiración profunda durante la noche. Y si eso pasa, nunca saldrá, o saldrá pero no será identificado. Quedará la presencia del moco, aun en ausencia, recordándome que no pude con él.
Pero me queda la esperanza de que un día de éstos se produzca el momento que estoy esperando. El rescate. El moco asomará la cabeza, estará a mi alcance. Mis dedos lo agarrarán, se aferrarán a él y lo retirarán con cuidado. Ahí lo podré ver, y expresarle, al final del combate, que fue un digno oponente.

Mercado de religiones

Cuando la gente no encuentra una religión cerca, empieza a desesperarse. Un porcentaje importante de la humanidad necesita apoyarse en certezas. No importa si esas certezas son equivocadas, la necesidad es de saber cosas que no se discutan, pilares en los que cada uno puede apoyar su vida.
Desde el principio de la Historia existieron esos pilares. En general fueron muy fuertes. Abarcaban a mucha gente, y mientras más gente se apoyaba en ellos, más fácil era persuadir a los otros de que las certezas sobre las que todo descansaba eran tales.
Actualmente, la situación es distinta. Las religiones están ahí todavía, pero no son tan atractivas. Han sido reemplazadas en muchos casos por otras formas de pensamiento mágico. La gente ya no dura toda la vida en una religión. Se va mudando, salta de una a otra.
Existe un mercado de religiones muy activo. En todos los ámbitos aparecen los vendedores de religión, que ofrecen a las personas que pasan cerca la posibilidad de sumarse a su selecto club. Ellos tienen todas las respuestas, todas la certezas que la otras religiones sólo fingen tener. La gente puede obtener el privilegio de pertenecer mediante un módico pago.
Cada una de estas religiones ofrece un mundo nuevo, una manera de ver la vida que difiere un poco o mucho de lo que cada persona antes hacía. Marcan un camino fácil, bien delineado, que permite dar un marco de previsibilidad a las acciones futuras. El azar queda afuera, uno es protegido por la pared que se construye alrededor. Nada la puede penetrar si uno tiene la fuerza de voluntad suficiente. El único que la puede romper es uno mismo.
A veces esa pared se rompe, y uno queda desprotegido. Pero por suerte, no pasará mucho tiempo hasta que venga el representante de otro club a ofrecerle la construcción de otra pared, mucho más sólida, que le permitirá volver a sentirse respaldado, ya no intimidado, por un mundo mucho más grande que uno.