Batallas de palabras

Las palabras tienen una existencia incorpórea. Están ahí, sin que se las pueda ver. Sólo se las puede representar en forma visual o sonora (o táctil, pero es una variante de la visual). Lo que les da vida son los significados que las personas les atribuyen. Pero es muy difícil ponerse de acuerdo en esos significados. Es posible que no haya dos personas que estén del todo de acuerdo en lo que significa ninguna palabra.
Cada persona impregna a las palabras de sus propios conocimientos o vivencias, y los aplica de distintas maneras. Una misma palabra evoca en cada persona imágenes distintas, que tienen su origen en las primeras veces que le aplicó un sentido, y las modificaciones que hizo en las siguientes. Es difícil usar una palabra sin modificar su sentido al hacerlo, porque cada uso se acumula en la experiencia correspondiente a ella.
La comunicación depende de la existencia de bases comunes en estos significados. El hecho de que no existan la hace imposible. Lo que se logra es una aproximación, a veces muy completa. Es un crédito para nuestra especie que se pueda hacer. Dos personas que ven en las palabras significados parecidos, o compatibles, lograrán simular comunicarse, y se sentirán bien. Con los demás habrá la sensación de puentes no tendidos.
Todo el tiempo hay conflictos en relación a las palabras. Distintas facciones tratan de que los demás acepten su propio significado, como si fuera el verdadero. Nadie puede ver que una palabra se interprete como si fuera otra. Existen instituciones con buenas intenciones, que intentan terciar en los conflictos proveyendo definiciones estables, como las academias y los diccionarios. Pero son una solución parcial, porque al fin y al cabo nadie les dio autoridad para regir las palabras. Basta con que alguien no lo acepte para que el conflicto renazca.
Las batallas sobre palabras se parecen a las batallas sobre dioses, en las que cada uno necesita que los demás acepten el suyo, porque no pueden concebir un mundo en el que las palabras, o los dioses, sean distintos. Como resultado, se generaron lenguajes distintos, hablados por grupos que más o menos cumplen algunas reglas básicas que les permite entenderse. Por esa razón, estos grupos muy frecuentemente también comparten los mismos dioses, o mejor dicho las mismas ideas sobre lo que es un dios.
Pero inevitablemente se producen los conflictos, dentro del mismo grupo o entre grupos ya afianzados. Los que no saben que están en guerra son los que pierden. Los vencedores tomarán la palabra y le aplicarán su significado con gran pompa. Serán ellos quienes la usen para escribir la Historia.

Sin aplauso

Existen algunos lugares chicos que se usan como espacios artísticos. Organizan espectáculos de distintas vertientes, que no suelen tener gran convocatoria de público. Son lugares informales, casas que se abren a los artistas. No tienen las comodidades de un auditorio. Es difícil que haya un escenario diferenciado. El público se sienta donde puede, en sillas, sillones o banquitos dispuestos para ese fin. Desde ellas, puede disfrutar del espectáculo que se monta en el mismo suelo, en una situación de igual a igual con los artistas.
Muchos de estos lugares tienen la limitación de no estar acustizados, y es por eso que reciben quejas de los vecinos. Sin embargo, las quejas no son tanto por el contenido artístico, que suele ser música amplificada, sino por su consecuencia inmediata: el aplauso. El ruido del aplauso encanta a los artistas, pero interrumpe el sueño de los vecinos, que lo único que quieren es vivir una vida plácida en su casa.
Sin embargo, no se puede hacer una función artística sin aplausos. Se genera un vacío incómodo, que es inmediatamente llenado por aplausos clandestinos, porque el público entusiasmado no se deja prohibir. Por eso, y para evitar problemas, se ha arribado a una solución creativa: reemplazar el aplauso por el chasquido de dedos. Esto genera un ruido mucho más leve, pero presente y sostenido, que ocupa el lugar del aplauso y permite la convivencia saludable entre artistas y vecinos.
Pero los mayores beneficiarios de esta costumbre no son ellos, sino los mosquitos. Los insectos saben que en estos lugares encuentran abundancia de humanos, y disfrutan de la prohibición del aplauso. Entonces concurren masivamente, como si fueran atraídos por la cultura.
Las personas que concurren a los espectáculos se encuentran con grandes nubes de mosquitos y con el hecho de que están desarmados y no los pueden enfrentar. Además, están más interesados en el espectáculo que en concebir estrategias para librarse de los mosquitos. Sólo atinan a sacudir los brazos cuando ven que alguno se les acerca.
Los mosquitos permanecen en vuelo, amenazantes, durante todo el espectáculo. Los artistas y el público los miran con miedo. Y los vecinos no entienden qué es lo que produce ese zumbido ensordecedor.

Septiembre sin P

Muchos lo aceptan. No les molesta que septiembre pierda su P. Para ellos es lo mismo decir setiembre. Está bien. Son gustos. Pero no es sólo una cuestión de gustos, ni una objeción del reflejo conservador. Aceptar la pérdida de la letra que más personalidad le da a la palabra es un síntoma de una resignación más general.
No sería lo mismo si la que se busca eliminar fuera la B. Podríamos decir septiemre y nuestra vida sería igual. Pero septiembre es otra cosa. Ese diptongo de consonantes es la vida de septiembre. Es la P de primavera. Es la P de la pausa que ella misma provoca, y que permite saborear septiembre mientras lo decimos.
Es cierto que septiembre ya no es el séptimo mes, y que entonces no necesitamos indicarlo desde el nombre. Pero esa no es la razón, y lo sabemos porque el diptongo se conserva en octubre. Es alguien, o alguna nacionalidad, que por cualquier motivo ha decidido que era mejor una pronunciación insulsa. Tienen derecho a hacerlo, pero no tienen por qué imponerlo a los demás, del mismo modo que los defectos de pronunciación no tienen por qué traducirse a la escritura y borrar en el camino parte de la etimología de la palabra.
Los peligros no se terminan ahí. Aceptar setiembre es decidir que no nos molesta la usurpación. Sentamos precedente para que nos quiten otras cosas, porque no reaccionamos a tiempo. Debemos resistir. La P es simbólica. Su resistencia será nuestra resistencia. Queremos prolongar la batalla sobre la P, para que las fuerzas que nos quieren privar de todo vean que no les es fácil, que no nos resignamos a entregar lo que se les ocurra. Así, cuando vengan por alguna otra cosa, sabrán que somos tenaces, y lo pensarán dos veces.
No es septiembre el que necesita la P. Somos nosotros.

La complicidad de los buenos

Los malos tienen la misma apariencia que los buenos. Si fuera distinto, serían malos malos. Los podríamos identificar fácilmente, y entonces quedarían neutralizados. Cualquier malo debe mimetizarse con los buenos. El mundo, entonces, es habitado por buenos y malos, que a simple vista no se pueden diferenciar.
Los malos se aprovechan de los buenos. Abusan cualquier ventaja que los buenos puedan darles. Y eso va en detrimento de los buenos, que deben defenderse. No quieren ser agresivos, pero sí deben esconder su bondad, porque si caen en manos de un malo, su bondad será una debilidad. Por lo tanto, los buenos, en cierta medida, tienen que mimetizarse con los malos para protegerse de ellos.
Los buenos no saben si se cruzan con buenos o malos, y por las dudas toman las precauciones necesarias por si hay malos cerca. Los malos tampoco saben, y están atentos para ver si encuentran alguna debilidad que identifique a un bueno. Pero los buenos quieren ser buenos, y buscan identificar a otros buenos como ellos.
Lo hacen a través de gestos. Los mismos gestos que los malos buscan. Los buenos, ocasionalmente, muestran su debilidad a propósito. Y cuando se cruzan con otro bueno que no la aprovecha, ambos se reconocen. Y mediante un gesto y una mirada se dan aliento para las luchas contra los malos que están por venir.

Humor sucio

El chiste por el chiste en sí mismo puede ser una experiencia maravillosa. Un chiste bien construido no necesita más que esa construcción. Los elementos que hacen que sea gracioso son el esqueleto del chiste, y no se necesita nada más. Es perfectamente suficiente y razonable parar ahí.
Sin embargo, cada vez más gente está tratando de agregar elementos. Construyen chistes, y no les parece suficiente el chiste en sí. Necesitan que haya otra clase de ingredientes. Necesitan comentario social, sátira, cargar a alguna persona, insinuaciones sexuales, o todo eso. Y el chiste se opaca por todos los agregados, al punto que muchas personas lo dejan de ver como un chiste.
El humor se contamina con contenido. A veces, es cierto, el contenido permite que el humor brille más. Otras veces, el humor es un accesorio del contenido que estaba. Pero si el objetivo es humor, no es necesario contenido. Es necesaria sólo la construcción.
Es difícil. Muchos no saben hacerlo. Muchos más creen que saben hacerlo. El oficio del humor no tiene reglas fijas, y cambia a través del tiempo, incluso de chiste en chiste. Algunos se quedan con fórmulas que encontraron que funcionaban, y con el correr de las décadas van siendo cada vez menos efectivas. Entonces compensan con contenido.
El público se impresiona. El humor que recibieron también venía con lecciones para la vida. Reflexiones para masticar. Cuestionamientos al orden establecido. Todo eso está muy bien, pero no es el humor. El humor es otra cosa. Es necesario tener en cuenta. Si para hacer un chiste debe tergiversarse la realidad, está permitido. Lo mismo si debe llegarse a conclusiones falsas, o que no son de la opinión del humorista. En estos casos, si el creador de chistes se abstiene de hacerlos, ha fallado en su misión.
Los chistes tienen su lugar. Pueden ir de tema en tema sin modificar su estructura básica. Pueden modificar el contenido, sí, porque hemos dicho que el contenido no es el chiste. Pero el chiste en tanto construcción humorística es trasladable.
No siempre parece. Hay gente que sabe esconderlo muy bien. Hay humoristas que tienen un solo chiste en su repertorio, y han construido carreras longevas que consisten en encontrar nuevas aplicaciones para ese mismo chiste.
Esas personas no deberían llamarse humoristas. Humorista es el creador de chistes, no el que los coloca en otro lado. Del mismo modo, sastre es el que hace la ropa, no el que se viste con ella, ni el que viste a varias personas con la misma prenda.
Tratemos de identificar bien lo que vemos y hacemos. Sepamos qué es y qué no es el humor. No lo confundamos con el colorido, que son las parafernalias que nos distraen para que no prestemos atención a la estructura, y así nos pueda sorprender.
El humorista se parece al mago. Debe construir trucos, desviar la atención del público, manejar su expectativa, y rellenar con todo el contenido necesario para poder hacerlo.

Playa de marzo

En marzo es todavía verano. Pero el período de vacaciones termina en febrero. Por eso en marzo los balnearios de la costa atlántica se llenan de gente que está en condiciones de esperar hasta ese mes para veranear. Ellos pueden disfrutar de todo lo que pueden ofrecer las ciudades costeras con un poco más de tranquilidad.
Para poder veranear en marzo, se requiere tener la paciencia adecuada para esperar los dos meses anteriores en el lugar de residencia. También no tener hijos a los que enviar a la escuela. Hay muchas personas que cumplen estas condiciones. Pero los que más suelen aprovechar esta oportunidad son los jubilados. Grandes contingentes de ellos llegan todos los marzos a las costas.
Las playas, entonces, ofrecen un espectáculo sin igual. Tienen la misma vitalidad que en enero y febrero, aunque no el mismo desenfreno.
Las playas están llenas de jubiladas en bikini, tomando sol y coqueteando con jubilados solteros que les aplican protector solar, de factor no menor que su edad. Más cerca de la orilla, algunos pequeños grupos juegan al tejo, y casi se superponen con los que decidieron jugar con las bochas de verdad.
Los jubilados que se aventuran en el mar disfrutan de la acción terapéutica de las olas. Algunos las navegan con sus tablas de surf. Otros tocan guitarras y bandoneones. Se arman espléndidas milongas, bailongos impromptu en los que las jubiladas en bikini muestran toda su destreza. Parece una escena de una película de los Beach Boys, y en efecto, gran parte de los jubilados eran las mismas personas que tenían 20 años durante su auge.
Ya no hay aviones que invadan con publicidad la paz de la playa. Hay algunos vendedores. No tantos como en la temporada alta. Los que quedan venden frutas frescas, frascos de vitaminas y barquillos con una ruleta que determina cuántos se entregan.
Para los bañeros todo es más fácil, porque los jubilados respetan sin excepción los carteles de advertencia. Nadie se adentra en el mar cuando está peligroso, y si se ve venir tormenta todos huyen hacia sus respectivos hoteles con pensión completa.
Tampoco hay niños que se pierdan. La playa en marzo es para los adultos, que la disfrutan sin preocuparse por el paradero de nadie.
Cada tanto, sin embargo, algún niño desubicado aparece por la playa. Los jubilados no se preguntan cómo llegó ahí, ni qué hace fuera de la escuela. Todos lo rodean, como una curiosidad. Quieren acariciarlo, emprolijarlo, darle consejos, regalarle cosas. El niño responde con sorpresa. Queda encantado por el súbito amor de decenas de abuelos.

Postre Royal

Lo principal es la piel. La piel es lo que entra por los ojos. El delicioso interior seguiría existiendo si no estuviera, pero no sería tan atractivo. Lo que quiero es conservar la piel. Me gusta tocarla con suavidad. Acariciar el postre. Saborearlo antes de saborearlo.
Una buena anticipación no reduce el placer. Lo estimula. El postre debe estar a la temperatura adecuada. Las preparaciones tienen que hacerse algunas horas antes. No se puede inventar un postre de un momento a otro, porque el postre es delicado, y requiere dedicación, como cualquier postre que se respete a sí mismo.
Es importante el contacto con la piel. No hay que usar herramientas dañinas, como una cuchara, que puedan romperla. El postre debe comerse de una manera más minuciosa. Más íntima. Hay que acariciarlo, de manera que se despegue de su molde, porque lo que se debe hacer, por sobre todo, es sacarlo del molde. Para lograrlo, lo mejor es tocar la piel con la yema de los dedos, haciendo un movimiento delicado, un masaje, que tenga por objetivo separar el cuerpo de su tazón. De esta manera, con sólo un deslizamiento, el postre quedará al descubierto.
El paso siguiente es darlo vuelta. Volcarlo sin violencia, o con la violencia necesaria, sobre la palma de la mano. De esta manera, quedará piel contra piel. Si el procedimiento anterior se hizo bien, no habrá muchos problemas para retirar el tazón y hacer que el postre quede firme sobre la palma.
Queda con las partes más vulnerables a la vista. Ahora es el momento de involucrar a la lengua. El postre debe ser lamido con suavidad. La boca se acerca a la mano, o la mano a la boca. Es lo mismo. Lo importante es rodear el postre, que no se caiga ningún fragmento. Mantener la estabilidad sobre la mano.
Con los movimientos de los labios y la lengua, el postre se va consumiendo. El placer se hace cada vez más intenso. La duración no está determinada. Algunos, ansiosos, llegan muy rápido al final. Otros se dedican a saborear más, y lo estiran.
Al consumir todo el interior, se llega a una barrera. Ofrece algo más de resistencia. Es la piel, que ha soportado contra la palma el peso de todo el postre. La piel es lo más importante, por eso se deja para el final. La piel concentra todo lo bueno. El resto más sabroso queda adherido a ella. Es imprescindible lamerla intensamente, una y otra vez.
La lengua hará cosquillas sobre la piel. Es en este momento cuando más riesgo hay de pequeñas lastimaduras. No es importante. La piel posee una concentración de sabor muy alta, y lo disfrutable es llegar cada vez más allá, hacia picos no pensados, tal vez desconocidos, o nunca antes sospechados.
Cada tanto es necesario interrumpir brevemente para respirar. Llegará, finalmente, el momento en el que sólo quedará la piel. Es un momento de calma, luego de la acción agotadora. La piel queda exhausta, y ya se puede separar de la palma, que queda manchada por las acciones laterales. Si la palma no se mancha, se está obrando mal.
Durante el descanso, lo más aconsejable es masticar, de a poco, la piel.

Eterna vigilancia

Está claro que nunca nos vamos a liberar de los mosquitos. Siempre estuvieron. De alguna forma o de otra, existen desde mucho antes que nosotros. Siempre estuvimos condenados a vivir en un mundo donde existen los mosquitos.
Es cierto que hubo, y seguramente habrá, épocas en las que se sienten menos. Los mosquitos están, son unos cuantos, pero su capacidad de hacer daño se ve reducida. Es cuando tomamos las precauciones adecuadas para no dejarlos pasar de un nivel tolerable.
Pero siempre nos olvidamos. El problema es que cuando no sufrimos a los mosquitos no estamos pensando en ellos. Y ellos, mientras tanto, sí piensan en nosotros. O en realidad piensan en ellos, pero su manera de ser implica alimentarse de nosotros. Les damos tiempo para replegarse y aumentar sus números mientras estamos distraídos, viviendo nuestras vidas.
Ocurre además que muchos de nosotros, que somos sensibles al sufrimiento propio y ajeno, al olvidarnos de la naturaleza invasiva empezamos a tenerles pena. No nos gusta la violencia que a veces se hace necesaria para enfrentarlos. No vemos que tenga sentido la idea de que su sangre o la nuestra. Cuando vuelven a aparecer, algunos se dan cuenta antes que los otros de lo que está pasando. Y cuando nosotros llegamos a cierto consenso, sus números son tan grandes que nos cuesta doblegarlos.
Y es cierto que los mosquitos son parte del ecosistema. En algún punto, son necesarios. Aparecen en determinadas circunstancias, en ciertos climas, en algunas regiones. En otros contextos se dan mucho menos, pero siempre está la posibilidad de que surjan. Si dejaran de existir, seguramente se desencadenarían otros problemas que no podemos prever. En cambio, si los dejamos hacer, la vida se volvería muy indigna. Además de su acción parasítica, que podríamos considerar tolerable, nos transmitirían toda clase de enfermedades, y cada uno de nosotros tendría que tomar acciones individuales de aislamiento. Esto perjudica el entramado social, que a su vez beneficia a los mosquitos.
Los mosquitos atacan en todas partes, aunque encuentran más resistencia en las ciudades. En las zonas rurales tienen más permeabilidad, debido a que es más difícil lograr acciones coordinadas para neutralizarlos. En las ciudades, sin embargo, a veces no se toman las precauciones correspondientes, y se producen ataques sorpresivos, ocasionalmente duraderos.
El objetivo no es exterminarlos a todos. No es posible, y sospechamos que tampoco es aconsejable. Es bueno dejarlos en un estado debilitado, pero en el que podamos ver el daño que hacen. Una especie de vacuna. Lo que necesitamos es establecer las estructuras adecuadas como para que no puedan llegar a los números que les permitan hacer daños extendidos. Debemos adecuar nuestra infraestructura. También es importante mantenerlos en nuestra memoria. Tener en cuenta lo que han logrado en el pasado, y cuánto nos ha costado en cada ocasión liberarnos de ellos. Transmitir a las nuevas generaciones las experiencias vividas, para que no se vean tentados de cometer los mismos errores que nosotros.
Los mosquitos seguirán existiendo. Seguirán estando en los confines. Continuarán reproduciéndose. Una sociedad preparada no les permitirá hacerse de poder.

Usted está aquí

Siempre admiré la coordinación que hay que tener para colocar carteles de “usted está aquí”. En todo parque grande, o espacio más o menos complicado, hay mapas colocados estratégicamente. Son necesarios varios pasos para que estos mapas funcionen bien.
El primero es tener un mapa. Una buena representación gráfica, que al prestar atención pueda dar una idea de los caminos que hay para llegar a los diferentes destinos. No es fácil, aunque es razonablemente simple.
El segundo requisito es elegir bien los lugares donde serán colocados los mapas. Muy juntos es un desperdicio. Muy lejanos y es inútil. Debe elegirse lugares donde estén visibles, donde el público pueda tener algún tipo de confusión, y donde no sean bloqueados por nada que se coloque adelante.
Cuando se eligen los lugares, es hora de mandar a hacer cada mapa con el lugar ubicado impreso. El punto donde el visitante se encontrará cuando lea “usted está aquí”, y que hará verdadera esa frase (aunque sólo dentro del sistema de representación de un mapa). Si los lugares están mal elegidos, los mapas impresos se desperdiciarán.
Por último, es importante que el equipo que coloca los mapas sepa lo que está haciendo. Para esto es necesario que se ubique. Puede ser con un GPS, si se trata de un lugar abierto, aunque en otras épocas no había GPS y los mapas igual estaban bien ubicados. Los colocadores, que están especializados, pueden incluir a alguien que conozca el lugar de memoria, o pueden llevar un mapa de mano, que les permita discernir dónde están para colocar el cartel que indique para siempre que allí es donde están los demás.
Deben también tener mucho cuidado. Como lo lógico es que varios mapas sean colocados en el mismo acto, es necesario fijarse bien que cada uno esté puesto en el lugar correcto, de manera que los visitantes no se vean confundidos por mapas que indican que usted está donde no está.
Es por eso que admiro a los equipos que logran colocar bien estos mapas. Me pregunto cuántos intentos les tomará. Cuántos mapas impresos, o pintados en chapa, han debido ser descartados porque no fueron a parar al lugar correcto.
También quiero hacer notar que hay otro método más fácil: hacer varios mapas iguales y colocar stickers que digan “usted está aquí”, una vez que son colocados. Pero este método carece de planificación. Por temor a errores en esta cadena de información, el cartel se hace más débil, dependiendo su exactitud directamente de los operarios que los colocan. Es una salida inelegante. Y cobarde.