Baldosa total

Hoy hace exactamente 23 años del día que decidí no pisar más las líneas de las baldosas. Desde entonces cumplí. Sólo piso una baldosa con cada pie. Cada baldosa es un paso, y su tamaño determina mi velocidad.
No me gusta saltear. Hago el camino de baldosa en baldosa, sin menospreciar ninguna. Aparte, andar saltando me reduce la precisión y corro el riesgo de pisar accidentalmente alguna línea.
Cuando no hay una baldosa entera sino media, por ejemplo al terminar un terreno, puedo elegir. A veces sí la salteo, porque podría alterarme el ritmo de caminar, y sería absurdo alterar mi forma de caminar sólo por los detalles de las baldosas. Otra opción pisar con el pie girado, y completar así el periplo.
Hay veredas complicadas. Algunas de hormigón tienen pocas divisiones, y me hacen correr. La gente me mira y se pregunta por qué me mando a correr de repente. Yo me pregunto por qué ellos no.
Pero las peores son las baldosas rayadas, que simulan ser un montón de baldositas horizontales, como un kit-kat. Son enviadas del demonio. Encontrarme con ellas me obliga a renunciar a mi voto nopisatorio. Al principio me resignaba, las convertía en una excepción necesaria. Pero ahora soy más fuerte. Ahora me niego rotundamente a caminar por veredas así, y si es necesario camino por la calle, con cuidado de no pisar la división entre la cuneta y el asfalto.
Mucha gente me pregunta por qué hago esto, por qué estoy pendiente de esos detalles que los demás obvian. Pues bien, no todos los demás pisan las líneas. Me consta que hay unos cuantos que hacen lo mismo que yo. Los observo, en los momentos de confianza suficiente como para no mirar el suelo y lograr pisar igual las baldosas enteras. Los observo y los reconozco como de los míos. En las raras ocasiones en las que llegamos a vernos, ambos intercambiamos guiños y sabemos que estamos en presencia de un par.
Pero no lo hago para buscar pares. Lo hago para mí. Para darle un sistema, un eje a mi vida. Cuando me pongo una misión no paro hasta lograrla. Puedo perseverar. Y cuando me surgen dudas, cando no sé si lograré mi cometido, pienso en mis años unibaldosales y sé que no hay nada que no esté a mi alcance.

La lucha por el asiento

Los contendientes no se hablan. No se miran. Ambos saben que están. Anticipan la apertura de la vacante, y se fijan quiénes son sus rivales. Entonces se posicionan, de la manera que anticipan más práctica para poder sentarse una vez que el asiento esté libre.
Pero hay demasiadas variables. Si el colectivo está lo suficientemente lleno, una frenada brusca en un momento inadecuado puede hacer perder la batalla. Del mismo modo, el ocupante anterior del asiento deberá levantarse y ocupar un lugar hasta entonces ocupado por otras personas. Esto llevará a una reorganización del vehículo en la que pueden aparecer rivales inesperados.
Cuando el asiento queda libre, es cuestión de velocidad. Debe encontrarse un camino allanado hacia el sentarse. No vale correr, no vale apartar a otras personas. La lucha es breve, intensa y tácita. No se produce un combate explícito. La situación misma lleva a la resolución. Quien esté peor ubicado, aceptará su derrota con hidalguía y viajará parado, hasta que logre mediante otro combate secreto conseguir un asiento.

Dónde leer

Quiero sentarme a leer un buen libro. Debería poder. La casa es grande y hay muchos rincones para conseguir la quietud que quiero disfrutar. Pero por alguna razón en todos lados surgen dificultades.
Primero fui a la biblioteca. Las paredes, cubiertas de volúmenes, me invitaban a elegir uno, y después de unos minutos eso hice. Pero justo en ese momento entró el mayordomo con la aspiradora. Y era cierto que los libros que vi estaban bastante polvorientos. Así que lo dejé y me fui a otra parte.
Decidí que el jardín era un buen lugar para leer en un día de verano como ése. Abrí la puerta y me encontré frente al césped, las flores, la piscina y las pérgolas. Escogí un lugar con sombra, donde me pude acomodar y empezar la lectura, hasta que me invadió el ruido de la cortadora de pasto. Era el jardinero, que estaba haciendo su trabajo. Mi primer impulso fue ordenarle que se ocupara de otras cosas, como recortar las flores. Pero a la misma hora también arrancó la máquina de los vecinos, que si bien están bastante lejos es muy potente y ruidosa. Tuve que entrar y cerrar las puertas.
Me senté en mi estudio, donde recibí una llamada de mi criado, anunciando que el ama de llaves quería verme. La hice pasar, y me planteó su renuncia, que con el correr de mis insistencias se convirtió en indeclinable. Le pedí que se quedara unos días, aunque después recapacité. No podía confiarle las llaves de mi casa a alguien que había renunciado. Tuve entonces que dedicarme a buscar una nueva ama de llaves. Si no, ¿quién abriría las puertas a mis invitados?
La búsqueda me suspendió la lectura durante un rato, pero después de concertar varias entrevistas para la tarde volví a sentarme en mi estudio. Fue en ese momento cuando sonó el teléfono de nuevo. Era la cocinera, que me llamaba a comer.

Asuntos privados

Yo sé, querido lector, que esperás que te cuente las cosas que me vienen pasando. En algún momento consideré hacerlo. Pero después resultó que no tenía ganas. Lo que ocurre en mi vida es algo privado, y no tengo por qué ventilarlo en mi literatura. De hecho, en general no lo hago, y las veces que alguna verdad se cuela, deja de importar que sea verdad. Se convierte sin chistar en ficción.
La intención es escribir textos que estén buenos para que vos los leas, no informarte acerca de las vicisitudes con las que me choco. Está claro que los hechos que ocurren en mi vida tienen algún tipo de influencia sobre lo que escribo. Las cosas que pasan por mi cabeza de alguna manera quedan dando vueltas, y pueden terminar escritas, aunque se vuelvan irreconocibles. No es un problema, ni tampoco una virtud. Lo que uno emite está relacionado con lo que recibe, y no hay mucho que hacer al respecto.
Pero eso no significa que tenga que hacer crónicas de la vida, como si mi misión fuera informarte, o como si esto fuera una especie de diario íntimo privado. No, señor. Si querés esas cosas, leé Radiolandia. Si vas a leer lo que escribo, como lo estás haciendo, evitá la expectativa de que el texto sea sobre algo distinto del texto mismo.
Las cosas que me pasan no te tendrían que importar, ni te incumben, ni tendrías que saberlas para entender lo que estás leyendo. Este texto, sin ir más lejos, podría tener orígenes en cosas que me pasaron o me están pasando, o quiero que me pasen, pero eso no es lo importante. La idea es que el texto se sostenga por sí mismo, sin necesidad de que la biografía del autor le dé algún marco de comprensión.
Las obras no son mejores por estar basadas en hechos reales. Sé que muchas películas se promueven con esa idea, y nunca le vi el sentido. Lo que quiero es ver una película buena, y si lo que me informan que pasó no se presta a eso, la película deja de valer la pena. Sería preferible que mejoraran lo que ocurrió, incluso si lo que queda no tiene nada que ver con lo que era. La realidad no tiene por qué ser más que un punto de partida.
Si tenés ganas de saber lo que me pasa, preguntame, llamame, mandame un mail. Eso si me conocés. Si no me conocés, menos tendría que importarte. Fijate si disfrutás el texto y te dejás de demandar autobiografías innecesarias. Y si pensás que en otros textos aprendiste algo sobre mi vida, aprovecho para, por esta vez, pasarte una información: no ocurre así. Si algo que escribí guarda relación con algo que pasó, es sólo porque creí que lo que pasó era buena literatura. Y eso no es más que pura coincidencia.

El hombre debe hablar fútbol

El hombre debe hablar fútbol. Es fundamental para poder desenvolverse en un mundo de hombres. Todos esperan que entienda ese idioma. Si no lo hace, lo mirarán mal. Será marginado de la sociedad, porque está fuera del lenguaje de los hombres.
No es necesario saber todo. No hace falta conocer la actualidad, los jugadores de ahora, cómo salió Boca el domingo pasado. Eso sólo les importa a los que les importa.
Lo necesario es entender el idioma, para poder comunicarse con sus pares. Poder retrucar, entender cuando la conversación, no importa de qué se trata, empieza a usar términos o conceptos futbolísticos.
Un poco de cultura general futbolística permite defenderse, ganarse el respeto de los hombres. Una vez logrado, no molestarán. No considerarán las actividades que uno haga como sospechosas. Porque, al demostrar que se habla fútbol, uno se incluye, es considerado, para siempre, “uno de nosotros”.

Harto de nosotros

Estoy harto de mí. Pero no tengo por qué estar harto de mí. En realidad estoy harto de los demás. Pero el los demás que existe en mi cabeza. En cierto modo, estar harto de los demás es estar harto de mí.
Te digo. Más bien, te exijo. Pero en realidad no te exijo a vos. Estoy exigiéndole a mi concepto de vos, que no tenés por qué cumplir. Exigirte es exigirme, y me tengo bastante podrido con esa exigencia.
Lo que quiero, sin palabras, es relajarme un poco. El tema es que siempre hay palabras. Me persiguen dentro de mis pensamientos y no me permiten estar solo. No existe el vacío de la mente. Siempre hay una multitud para rellenarlo. Mi cabeza es la estación Pueyrredón, y son siempre las seis de la tarde.
Quieren destripar ese antes y no pueden. La gente que llega se junta con la que ya estaba en mi cabeza, que parecía que se iba a bajar pero no, y la multitud se comprime sobre sí misma. Me duele la cabeza. Las voces se multiplican, se retroalimentan, y dialogo con todos los que me están. Yo estoy adentro y afuera, como si fuera un dios de mí mismo, y los demás no me respetan como a un dios. Creo que me nombran en vano, y además me cuestionan lo que digo y lo que pienso, porque ellos son mucho más omnisapientes que yo. Tal vez ellos sean dioses. Tal vez soy un politeísta interno.
Evoco, y me escucho. Sé que son todos parte de mí, y cuando los escucho, me escucho. A veces, sin embargo, necesito que nos callemos todos un poco. Añoro la quietud que nunca tuve. Pido silencio gritando más fuerte, para reducir el murmullo relativo, y durante un instante acceder a la paz.

A ver qué pienso

Soy muy frontal. Cuando pienso algo, no lo escondo. Lo digo a los cuatro vientos, para que todos lo sepan. Y si no les gusta, que se curtan. No estoy para complacerlos. Voy a pensar lo que quiera, y los demás deberán atenerse a las consecuencias.
Porque, además, no voy a pensar nada si no lo pienso del todo. A mí no me caben los grises. Soy blanco, o negro. O verde. O gris, pero bien gris. Nada de esos grises muy claros o muy oscuros. Si soy gris, soy gris militante, porque defiendo a muerte la idea de ser gris. Pero no sé si quiero ser gris. Todavía no me decidí.
Estoy buscando cuál es mi postura. Pienso tener cuidado, porque una vez que la adopte, no va a haber medias tintas. Va a ser mi postura inexorable, más allá de lo que pueda ser conveniente en un momento u otro. Me la voy a bancar, y justamente por eso los demás se lo van a tener que bancar también.
Voy a ser fundamentalista de cualquier postura que elija. Hasta que no me guste más. Porque no es que no voy a cambiar. Si me cabe, cambio, y si a los otros les molesta que cambie, será porque son unos caretas. No banco a esa gente blanda que sostiene posturas y es incapaz de ser persuadida. Son lo que está mal con el mundo. Acá las cosas hay que hacerlas de frente, con compromiso, si no, no va. Y hay que llegar hasta las últimas consecuencias mientras dura cada compromiso. Porque no sirve hacer malabares, no sirve, vamos a ver qué hacen cuando les salga con lo que estoy por pensar. No se lo van a ver venir. Y lo voy a defender a muerte, sin importar lo que sea, sin dudas va a ser lo principal, y lo voy a poner en boca de todos.

Intención o suerte

Tiene que ser a propósito. Debemos tener el control de lo que hacemos. Saber lo que vamos a hacer, de qué se trata, qué es lo que vamos a desafiar, qué vamos a romper, cómo va a ser el camino. No necesariamente hay que empezar sabiendo todo eso. Pero sí hay que tener una decisión de no dejarse llevar así nomás por todo lo que pasa. Hay que tomar decisiones creativas. Si no, no vale la pena, no estamos haciendo nosotros las cosas. Es el mundo exterior el que se expresa a través de nosotros. Y no debemos prohibir esa expresión del mundo exterior. Debemos abrazarla, controlarla, enfocarla. Darle un toque nuestro.
Porque también tiene que ser accidental. Tenemos que saber cuáles son las variables que no controlamos, y aprovecharlas. Presidir sobre los accidentes. Ver lo que pasa, tomar lo que ocurrió sin que lo planeáramos y usarlo. Cuando lo usamos es cuando viene el control. Pero lo que usamos puede ser un imprevisto. Incluso podemos buscar que sea un imprevisto. A veces vale la pena ir por el azar, siempre que sea lo que queremos hacer.
Es necesario encontrar el equilibrio adecuado entre lo que nos pasa y lo que hacemos. El resultado tiene que ser al mismo tiempo a propósito y accidental. Tiene que ser sin querer queriendo.

Leés lo que leés

Cuando leés, no leés lo que leés sino lo que querés leer. Lo que leés está ahí, para que lo leas, sin embargo no lo leés. Lo que hacés es leerlo. Lo dotás de sentido. Leés lo que está escrito y lo que leés no es lo que está escrito, sino lo que no está escrito. Leés lo que ya leíste, lo que siempre leés, y todo lo que leés te parece igual, porque siempre leés lo mismo aunque leas cosas distintas.
Leés de nuevo y no leés lo mismo. Lo que leés cambia, pero siempre es lo que leés, no lo que estás leyendo. Porque vos cambiás, entonces leés distinto. Podrías leer algo en otro idioma, y leerías igual. Porque sabés leer, pero en realidad no sabés leer. Lo único que sabés es leer, y entonces siempre leés.
Si leés y otra vez leés y te parece que ya lo leíste, en una de ésas lo que leés no es lo que leés sino lo que habías leído cuando leías no lo que habías leído sino lo que estabas leyendo, y recién ahora lo que leés se adapta a tu lectura.

Huevos de oro

Durante un tiempo tuve una gallina. Era una gallina común y corriente, excepto que tenía una característica: los huevos que ponía eran de oro. No sé por qué ocurría ese fenómeno, pero ahí estaban los huevos de oro macizo. Le costaba bastante ponerlos. Se le notaba la dificultad en la tarea, y el cacareo de alivio cuando terminaba. Después los empollaba durante un rato, hasta que yo los iba a buscar.
Al principio el asunto de los huevos de oro me fastidió un poco. Yo había comprado la gallina para poder tener huevos frescos, y olvidarme de ir a comprar huevos que pudieran tener hormonas o esas cosas que les ponen ahora a los productos avícolas. Hasta que me di cuenta de que con un huevo de oro podía comprar no sólo huevos normales, y de la mejor calidad, sino otras gallinas que pusieran huevos regulares.
Conservé la gallina de los huevos de oro, porque me traía riqueza. Cada cierta cantidad de días ponía un huevo. Yo podía conservarlo o convertirlo en dinero, para luego convertir el dinero en cosas que me interesaban. Llegué a tener abajo del colchón una buena colección de huevos de oro, para poder usar en tiempos de escasez, si alguna vez venían.
Mi gallina intrigaba a los que venían a casa. Había mostrado los huevos a unas pocas personas, y uno de mis amigos, Sergio, estaba especialmente interesado. Tenía un interés científico. Quería saber el origen de los huevos. Qué hacía que esa gallina, y ninguna otra, diera huevos de oro. La gallina, me dijo, poseía el secreto de la alquimia, y develar su misterio iba a valer mucho más que cualquier cantidad de huevos de oro. Obtendríamos como mínimo el premio Nobel, y después podríamos patentar el método, y hacernos ricos no de a un huevo por vez, sino gracias a su venta.
Yo había pensado en matarla para acceder al reservorio de oro, pero nunca lo había visto de esa manera. Siempre había pensado en términos de activos y pasivos, y razonaba que liquidar a la gallina me podía traer un poco de bonanza inmediata, pero me privaría del dividendo regular. Entonces la había dejado vivir.
Sergio me aclaró que no era necesario matarla. Los huevos de oro eran, indudablemente, el resultado de una mutación. Esta característica genética, sin embargo, no se podía transmitir a los pollitos porque los huevos de oro no conducen a la mitosis. Lo que teníamos que hacer era acceder a su ADN, y para eso nos servía un fragmento de pluma. Con él, podríamos secuenciar su genoma y comprender embriológicamente cuál era la mutación. Y, además, podríamos clonar a la gallina.
Procedimos a extraer el ADN, y Sergio lo llevó a su laboratorio. Él conocía bien el tema, porque trabajaba en eso. Estuvo unos meses hasta que secuenció el genoma, y al compararlo con el de la gallina común, Gallus gallus domesticus, descubrió que había importantes diferencias. Entonces aplicó sus técnicas de clonado, y consiguió que nacieran varios pollitos.
Después tuvimos que esperar que llegaran a la edad de poner huevos. Y cuando lo hicieron, grande fue nuestra alegría. Sus huevos eran de oro macizo, idénticos a los de mi gallina original, que seguía poniendo normalmente.
Nos repartimos las gallinas, y nos prometimos mantener planteles parejos. Pero Sergio no se daba por contento. Pensó que teníamos que sacarle el jugo al descubrimiento. Y entonces patentamos el ADN de la gallina. Y no sólo eso: Sergio insistió en mejorar el producto. Mediante sus técnicas de manipulación, logró gallinas que daban huevos cada vez mejores. Eran extra grandes, y de un kilataje cada vez mayor. También fabricamos gallinas que producían otros metales.
Paralelamente, lanzamos la gallina de huevos de oro al mercado. Fue un éxito inmediato. A tal punto que nos hicimos mucho más millonarios que lo que habíamos pensado. Lo que no pensamos fue el impacto social.
Tan grande fue el éxito de nuestro producto, que en poco tiempo todo el mundo empezó a producir oro en grandes cantidades. Incluso hubo quienes encontraron maneras de mejorar la alimentación de las gallinas para aumentar la eficiencia. El problema fue que, ante la abundancia súbita del metal precioso, su valor se empezó a reducir. Lo mismo ocurrió con los otros metales que venían de gallinas, como la plata, el titanio, el platino, el cinc y el níquel.
Ante esta situación, lo que escaseaba, y por lo tanto fue lo más buscado, fueron los huevos de gallina. La cotización del huevo se volvió mayor que la del oro. Hacía falta muchos huevos de oro para comprar un huevo de gallina, a pesar de que ambos venían de gallinas prácticamente iguales. Y los huevos de color eran prácticamente prohibitivos. Los que tenían granjas y no habían abandonado su plantel de gallinas regulares vieron recompensada su perseverancia, con una gran bonanza de huevos de oro.