Espacios verdes

La ciudad decidió que era necesario tener más espacios verdes, porque los que había eran insuficientes para la población que crecía año tras años. El nivel de polución era alto, y sólo los vientos que la ciudad disfrutaba alejaban los gases tóxicos y traían oxígeno. Era una buena idea aumentar la producción local de oxígeno, para cambiar la composición del aire y mejorar la vida de todos los habitantes.

Se desarrolló entonces un ambicioso plan para sumar espacios verdes. A las plazas existentes se les sumaron bordes de césped, invadiendo la vereda. A muchas avenidas se le agregó un boulevard con árboles. Se plantaron ligustrinas entre las manos de las autopistas. Todo eso mejoró un poco la situación, pero no resultaba suficiente. Plantear el problema era simple: no había los metros cuadrados necesarios para liberar.

Ante ese escenario, la administración tuvo una iniciativa que fue aplaudida por todos: decidieron convertir las terrazas de los edificios públicos en jardines. También crearon incentivos para que los particulares hicieran lo mismo. De esta manera, cada edificación podría estar coronada de verde y colaborar en la mejora del aire de la ciudad.

El plan fue tremendamente exitoso. Los ciudadanos se volcaron en forma masiva a la mejora de su calidad de vida. Todos querían tener un jardín, por pequeño que fuera, y colaborar con el proyecto de llenar la ciudad de oxígeno. El entusiasmo generó nuevas ideas, como cubrir de césped el techo de los autos, colectivos y trenes.

Con la colaboración recibida, los espacios verdes de la ciudad sobrepasaron el número recomendado por las organizaciones internacionales. La ciudad estaba orgullosa de su logro, y se promovió en el mundo como la primera “ciudad verde”. Otras metrópolis comenzaron a seguir el ejemplo. Hasta que ocurrió la tragedia.

Un día, una tormenta eléctrica generó un incendio que, al encontrarse la atmósfera altamente oxigenada, se esparció por toda la ciudad. Los habitantes fueron sorprendidos por la magnitud del fuego, que excedió toda previsión de emergencia. Pocos pudieron escapar. Los que lo hicieron vieron de cerca la destrucción que se llevaba la ciudad entera.

La urbe quedó chamuscada, irreconocible. Lo que antes era una vistosa ciudad verde se había convertido, una vez más, en una mancha gris. Poco después, consumido el oxígeno, empezaron a brotar algunas plantas.

El éxito del poeta

El poeta escribía a partir de su experiencia. Según lo que veía o vivía, escribía poemas. Los poemas no eran informativos. Tal vez no tenían nada que ver con las experiencias. Pero los escribía la persona que tenía esas experiencias, y una persona es poco más que las experiencias que tiene. Su acumulación, sumada al pensamiento y el talento para la escritura, le permitía escribir poemas muy bien logrados.

Los lectores lo encontraban muy atractivo. Su poesía les significaba, no necesariamente lo mismo que el poeta había querido significar, pero por lo menos algo que hacía que siguieran interesados en lo que tenía para escribir.

El éxito con el público lector se transformó en éxito comercial. El poeta logró hacer dinero a partir de su poesía. Y no sólo le permitió vivir de lo que escribía, sino que logró vivir muy bien. No le faltaba ningún lujo.

Esto, naturalmente, hizo que su poesía fuera aún mejor. Tener más tiempo y no preocuparse por temas económicos hizo que se pudiera concentrar en pensar y escribir. Sus experiencias ahora eran las de una persona privilegiada, pero eso no convirtió su escritura en elitista. Todo lo contrario: el privilegio le daba más posibilidades de conectarse a través de la escritura, porque era la forma en la que siempre se había comunicado con su público. La experiencia poética no cambió: sólo lo hizo la vida del poeta.

Al darse cuenta de esto, el público estuvo muy agradecido con el poeta, y eso redundó en mayores ventas que le permitieron mejorar aún más su estilo de vida. También inspiraron a otros poetas, al ver que a través de la poesía se podía lograr éxito material. El mundo, entonces, se llenó de poetas, y el público lector fue cada día más rico.

Sin título

Hay artistas que no ponen títulos a sus obras. Las lanzan al universo, sin ninguna pista sobre de qué se tratan más que la obra misma. Y algunos consumidores de arte, particularmente aquellos que leen epígrafes en los museos, encuentran esa costumbre desconcertante.

La ausencia de título hace más abstractas las obras abstractas. En estos casos, es posible que sea una postura deliberada de los artistas. Aquellos que miran un cuadro pensando en un título específico suelen ver algo distinto que los que no. No usar título libera al espectador de ataduras, y permite que la obra llegue intacta a su imaginación.

En casos como ésos, la falta de título es parte de la integridad artística de una obra, y por lo tanto se justifica. Pero hay otros casos, en los que el artista directamente no supo cómo titular su obra. Hay galerías enteras de arte perfectamente representativo que están compuestas sólo por obras intituladas.

Cabe preguntarse, entonces, cómo se hace para catalogar la obra de un artista que no titula las obras. Es necesario un trabajo de seguimiento para identificar cuál es cuál. Las galerías pueden vender obras sin título y luego recomprarlas sin darse cuenta, porque no hay un registro objetivo de cada una.

Para llevar a cabo ese inventario, hace falta la ayuda de académicos. Estudiosos que analicen la obra del autor y asignen, por ejemplo, un número cronológico a la obra, basándose en sus conocimientos exhaustivos sobre el artista. De esta manera, se puede estandarizar una obra como ha ocurrido con Mozart.

Por supuesto, al tratarse de disciplinas académicas, diferentes personas pueden tener opiniones divergentes. Se producen polémicas interminables, que se reproducen a lo largo de generaciones, que dan como resultado catálogos disímiles de la misma obra, al tener diferentes criterios de clasificación y de interpretación.

Todo esto podría ahorrarse si el artista se molestara en poner un título a cada obra. Pero gran cantidad de artistas no lo hacen. Y tal vez, intencionalmente o no, esas discusiones les sirvan para alcanzar la inmortalidad.

El que arruinó la Navidad

Era una Navidad como cualquier otra. La celebramos, como siempre, en familia. Como nuestra casa es la más grande de la familia, las reuniones suelen hacerse acá, así todos estamos cómodos.

Éramos como veinte personas, y cada grupo familiar trajo algo. Había vitel toné, lechón, pavita y toda clase de bocadillos para picar. A la hora del postre aparecieron el pan dulce y los turrones. También los dos kilos de helado, que alguien había comprado en promoción. El helado fue consumido rápidamente, salvo el de menta.

La comida se hizo larga porque estábamos esperando las doce. Bajo el árbol había muchos regalos, que en ese momento iban a ser repartidos y abiertos. Los chicos esperaban con ansiedad. Miraban el reloj muy seguido. Algunos exploraban los regalos y trataban de deducir qué recibiría cada uno.

Cuando fueron las doce, se abalanzaron sobre los regalos, pero les pedimos paciencia porque antes es el momento del brindis. Chicos y grandes nos deseamos feliz navidad, y según el gusto brindamos con champagne, sidra, ananá fizz o Coca-Cola. Sólo entonces fue el momento de los regalos.

La tía Cora ofició de maestra de ceremonias. Su trabajo era acercarse a los regalos uno por uno y entregarlos al destinatario para su apertura. El ritual aumentaba la ansiedad de los chicos pero también permitía que todos saboreáramos cada regalo. Todos los años disfrutamos de ver las reacciones de cada uno al recibir su regalo.

Ese año, sin embargo, fue distinto. Mientras hacíamos la entrega, sentimos unos ruidos muy fuertes y muy cercanos. No sabíamos qué era. Habitualmente sonaban muchos petardos y fuegos artificiales, pero esto se sentía distinto, mucho más cerca. No nos dábamos cuenta si era dentro de la casa o afuera. Tratamos de mirar por las ventanas y no vimos nada, pero el ruido persistía, cada vez más fuerte.

Los chicos tenían miedo. Nosotros también, pero tratábamos de enfrentar la situación con valentía. La ceremonia de regalos se suspendió momentáneamente.

Supimos el origen del ruido cuando, de pronto, apareció en el hogar un intruso. Un hombre muy extraño, de traje rojo y barba blanca, que sin duda se había metido por la chimenea, aprovechando que en verano no encendemos el hogar. Los chicos salieron corriendo a ocultarse.

El intruso se sorprendió al vernos, y trató de mostrarse bonachón. No paraba de reírse.

Las mujeres salieron a consolar a los chicos, y quedamos sólo los hombres de la familia para enfrentar a este hombre. No necesitamos coordinar mucho. Durante un instante nos miramos y llegamos a un acuerdo tácito: lo sacaríamos a la calle sin más trámite.

El intruso se quejaba, pero nosotros nos pusimos firmes. No queríamos problemas. Cualquier persona que tuviera alguna razón legítima para estar ahí, tendría la delicadeza de tocar timbre en lugar de entrar por la chimenea. Así que lo sacamos a los empujones. Fue difícil, porque a pesar de que se notaba que era una persona mayor, era muy corpulento.

Se resistió durante unos instantes, pero pronto se rindió ante nuestra firmeza. Pudimos cerrar la puerta con todas las llaves. Pensamos que por fin el incidente se terminaba.

Grande fue nuestra sorpresa cuando llegamos de nuevo al living y encontramos varios paquetes nuevos entre los regalos del árbol. Cada uno tenía el nombre de uno de los chicos. Algunos se ilusionaron, pero rápidamente les dejamos claro que no hay que aceptar regalos de extraños. Nosotros no sabíamos qué podía ser, ni cómo ese hombre sabía los nombres de nuestros hijos. Nos nacieron las peores sospechas.

Así que debimos suspender la entrega de regalos donde estaba, mientras esperábamos la llegada de la brigada antiexplosivos. Como era Navidad, tardaron varias horas, y casi todos se fueron a dormir. Sólo al día siguiente pudimos completar la ceremonia, pero ya no se sentía como la Navidad.

Forma de papa

La papa es, obviamente, la mejor comida que existe. En Sudamérica somos privilegiados por haberla tenido siempre. Otros la conocieron hace pocos siglos. Sin embargo, la globalización ha hecho maravillas con la versatilidad de la papa. Distintas culturas le dan su impronta y la comparten con los demás. El resultado es que tenemos platos muy distintos, todos a partir de la misma base.

Tal vez la forma más popular de la papa sean las papas fritas. Esta delicia proviene de Europa, lo que habla muy mal de los Incas, pues no se les ocurrió cortarla en bastones (o en cualquier otra forma) y freírlas. Es por eso que hubo que esperar a que llegaran los europeos para que se dieran cuenta y obraran en consecuencia. Los europeos llegaron con la actitud de que ellos eran mucho más avanzados que los nativos, y la experiencia de las papas fritas es un argumento a favor de esa idea.

Las papas fritas son muy respetables, pero no son la mejor forma de la papa. Son tal vez la más fácil de conseguir. Hay al menos tres formas mejores que las fritas. Eso es uno de los mejores elogios que se le pueden hacer a la papa.

La forma número uno es, sin lugar a dudas, el puré. Sólo es necesario hervir las papas, pisarlas bien y agregar un poco de leche, manteca y alguna especia para disfrutar de una masa que se puede comer directamente, o untar sobre las otras comidas para poder compartir con ellas el sabor de la papa.

De hecho, algunas variedades de papas fritas no son más que puré disfrazado. Es el caso de las noisette, que bajo su superficie crocante permiten disfrutar de una pequeña bola de pura papa. Son como bombones de puré, y hay pocos pensamientos más placenteras que esa combinación.

Los ñoquis son otra forma notable. A partir de papa pisada y un poco de harina, se consigue no sólo una de las mejores presentaciones de la papa, sino una de las mejores pastas que existen. Al punto que es una decepción cuando hay ñoquis de verdura, o de ricotta. Los verdaderos ñoquis son de papa, y son combinables con cualquier salsa, lo que muestra una vez más la versatilidad de estos magníficos vegetales.

Las formas de hacer papa son prácticamente infinitas. Sólo dependen de la imaginación de quien cocina. No sólo se usa el interior de la papa: también es comestible la cáscara, que algunos dejan en las papas fritas por una cuestión de costos que se transforma en elección estética cuando resulta que gusta. Hay una sola función que las papas no cumplen bien: como relleno de empanada. Quienes cometen esta aberración no saben que pueden hacer cosas mucho mejores con la papa y con las empanadas.

Fuera de eso, las papas benefician cualquier plato que uno quiera preparar (salvo, por supuesto, si se hace un milhojas, que es un plato del demonio). Están ahí, esperando el momento en el que uno desentierre su poder nutritivo y de sabor, sin una forma natural específica. No existe la “forma de papa”. Está en nosotros darles su forma final.