Lo que deja el fútbol

En la escuela, el primer momento en el que me sentí aceptado fue cuando me empezó a interesar el fútbol. Ese interés se encendió cuando me dejé llevar por la euforia del mundial de 1990. Había arrancado con mi indiferencia habitual, y para cuando terminó la semifinal me había caído la ficha de qué era lo que todos veían en el fútbol.

Como ahora me interesaba, y sabía casi nada, me ocupé de aprender sobre fútbol. Empecé a prestar atención, a jugar con ganas, a seguir el campeonato, a leer El Gráfico, a ver la sección Deportes de diarios y noticieros.

De pronto hablaba el mismo idioma que mis pares, y tenía algo de qué hablar con ellos. Es decir con los varones, sin embargo el hecho de que ellos me aceptaran también ayudó a que las mujeres supieran dónde ubicarme. Se me había definido un lugar en el grupo. Desde ese lugar se podía establecer distintos tipos de relaciones. No se tenía que basar todo en el fútbol, pero resultó que sin él no se accedía a todas las oportunidades.

Una de las cosas que lentamente observé fue que la lealtad a un equipo era más importante que cualquier cosa. Esto se tomaba como algo natural, y me acuerdo ejemplos en los que esa lealtad me fue cuestionada por no participar de esa premisa. Uno era un vendepatria si pensaba que Codesal había cobrado bien el penal de la final del mundial ’90, y un vendeequipo si pensaba que un gol en contra discutido había sido válido. Nunca le di mucha importancia. Seguí con lo que me interesaba, que era aprenderme historias, estadísticas, anécdotas, principios de juego, formas de competencia.

Durante los años que siguieron, el interés por el fútbol fue intermitente. Tuve épocas de total inmersión, sin perderme un partido, y otras en las que ocupaba mi tiempo con diferentes cosas. En estas últimas épocas hacía excepciones para los mundiales y otros acontecimientos trascendentes, pero no prestaba atención a lo diario. En las otras llegué a estar pendiente de programas y canales que dicen ocuparse del fútbol.

Hasta que, más o menos veinte años después de mi interés inicial, me cayó otra ficha: la de lo terrible y perverso que es todo el mundo del fútbol. No sé por qué tardé tanto: los elementos para darme cuenta siempre habían estado. Llegó un punto en el que todo se volvió lo suficientemente claro como para que no lo pudiera ignorar más.

Me di cuenta de que a muy poca gente le interesa el fútbol en tanto juego, es mucho más importante que gane su equipo. De que no es “aceptable” el nivel de corrupción y mafia que rodea al fútbol a nivel nacional y mundial. De que muchísima gente pierde los cabales innecesariamente cuando se trata de fútbol. De que muchas cosas que disfrutaba con cierta ironía en realidad eran en serio. De que es absurdo que se muera gente porque juegan a la pelota.

Esto coincidió con una de las fases periódicas de desinterés, de modo que me fue fácil abandonar por completo el fútbol. Hace varios años ya que sólo presto atención a mundiales, y en ellos adopté la costumbre de sólo ver partidos, nada de cobertura periodística (cada vez que me topo con algún fragmento de ellas no puedo creer que sigan en lo mismo y que alguna vez los haya tomado en serio).

Puedo decir que mi vida mejoró desde que dejé de prestar atención al fútbol. El adulto de hoy reivindica la postura del niño que no le interesaba el fútbol. Siento que la atención que le dediqué hasta un punto fue un desperdicio, que podía haber dedicado mi tiempo a algo mejor. No es que ahora esté constantemente en actividades de alta productividad, pero sí siento que mis pensamientos se han enriquecido porque traigo otros inputs.

Sin embargo, lo que me dejó haberme interesado por el fútbol es entender de qué se trata. Sé ganarme ese lugar en los grupos que el fútbol alguna vez me proporcionó. Sé sostener conversaciones de fútbol, aunque casi no conozca a los jugadores actuales, porque siempre se trata de lo mismo.

Ahora, cuando estoy en situación de participar, lo hago desde afuera pero con conocimiento y la conciencia de que es absurdo. Aprendí a ganarme el respeto de hombres (y de muchas más mujeres que antes) con mis consideraciones que denotan que conozco de qué están hablando y entiendo de qué se trata. Y una vez que me lo gano, un poco disfruto desafiar las reglas establecidas, y desde una posición de seguridad y confianza salir con que el penal de Codesal fue penal.

La salida del bigote

Sergio quería que los que lo vieran percibieran que tenía personalidad, entonces decidió cultivar un bigote. Dejó de afeitarse esa zona y, de a poco, el bigote fue creciendo. Era la primera vez que Sergio dejaba que le creciera un bigote. Por más esfuerzos que hiciera, no se podía imaginar cómo quedaría su cara una vez que estuviera bien crecido.

Los primeros días fueron los más difíciles. El bigote se insinuaba, pero no se terminaba de formar. Su cara no parecía la de alguien que dominara su vello, sino la de una persona que no sabía afeitarse. Pero Sergio tuvo paciencia. Sabía que era cuestión de días, y así fue. Con el correr de las semanas su embrión de bigote fue tomando forma.

Todavía no estaba crecido del todo. Sergio, sin embargo, supo que tenía que ser él quien controlara qué forma tomaba el bigote. Quería que reflejara su personalidad, no que creciera como le daba la gana. Y sabía exactamente qué deseaba: un bigote estilo francés, como el que usaba Carlos Pellegrini.

Aprendió la técnica acerca de dónde debía afeitarse y cómo debía tratarlo una vez crecido. A medida que el bigote se formaba, Sergio podía acomodarlo. Sergio y el bigote se iban conociendo, y sus esfuerzos se combinaron para lograr un bigote bien desarrollado, que llamaba la atención de quienes lo veían.

Sergio era otra persona. Estaba muy contento con su bigote. Todas las mañanas lo lavaba y peinaba con dedicación. Luego lo lucía orgulloso. El bigote era una parte de él que había brotado y le daba a su cara una expresión distinta.

Una mañana, Sergio despertó y fue a retocar su bigote en el espejo. Pero cuando llegó, el bigote no estaba más. No entendía qué estaba pasado, y volvió confundido a la cama. Allí lo encontró: no sobre la cama, sino apoyado sobre la pared. No estaba caído, sino que se apoyaba con sus vértices, como si fueran patas.

Extrañado, fue a agarrarlo para ver cómo podía hacer para volverlo a pegar a la cara. Pero cuando se acercó, el bigote se corrió. Intentó una vez más, y se volvió a correr. La siguiente vez Sergio fue con mucho cuidado, usando las dos manos para que no se le volviera a escapar. Y el bigote, en lugar de dejarse atrapar, salió volando. Batía sus lados como una gaviota, y se fue por la ventana.

Ya bien crecido, liberado de su cara de origen, el bigote se dedicó a recorrer la ciudad. Su vuelo no llamaba la atención de los transeúntes porque nadie se detenía a ver que no se trataba de un pájaro. Entonces podía escabullirse y aparecer en lugares inesperados.

Empezó a posarse en rostros que carecían de bigote. Las personas que adoptaba no siempre se daban cuenta, pero quienes estaban alrededor sí, y lo señalaban. Para cuando la persona se miraba en el espejo, sin embargo, el bigote ya había vuelto a partir.

En algunos casos, no se posaba sobre un espacio vacío, sino que se relacionaba con otro bigote. Invariablemente, conseguía que se fuera con él. Pronto, bandadas de bigotes volaban por la ciudad. Se podía ver un gran bigote en el aire, pero si se lo miraba con atención, se trataba de muchos bigotes individuales en formación.

Las bandadas eran cada vez más, porque muchos de los que perdían sus bigotes generaban nuevos, que tarde o temprano emprendían vuelo. Sergio crió como cuatro, pero no pudo quedarse con ninguno.

Lo mismo ocurrió con todos los hombres. Ya no se dejaron crecer los bigotes, porque de cualquier manera no iban a durar. Pero no los perdieron. Los bigotes a veces aparecían, incluso volvían a sus antiguos dueños, que en ocasiones se encontraban bigotados. La gente los señalaba, y las abuelas les decían a sus nietos: “mirá el bigote. Trae suerte”.

Cómo pienso que pienso

Quiero pensar que pienso, y para pensar que pienso, pienso cosas que parecen pensadas. Cuando pienso esas cosas, que no necesariamente están bien pensadas, pienso, y pienso que pienso. Y como pienso que pienso, no necesito pensar nada más. Me conformo con pensar eso, porque no estoy muy seguro de poder pensar todo lo que es necesario pensar.

A veces dejo que los demás piensen por mí, y pienso lo que piensan los demás. Puedo transformar su pensamiento en el mío, y lo puedo procesar, para pensar lo mismo pero de otra manera. De este modo no tengo que elaborar lo que pienso. Lo dejo en manos de profesionales, que saben lo que piensan, y tengo un pensamiento listo para usar, mucho mejor que el que podría pensar yo solo.

Cuando pienso que pienso esas cosas, en el fondo sé que no soy el que las piensa. Sin embargo, en ese momento las estoy pensando. Que no haya sido el primero en pensar algo no significa que no lo pueda pensar. Tal vez no pueda desarrollarlo desde otro pensamiento, y necesite tomarlo de alguna usina existente. Pero todos tomamos pensamientos de los demás. O eso es lo que pienso. En principio no tiene nada de malo.

El problema está cuando viene alguien y trata de que piense algo a partir de lo que le digo que pienso, que es lo que pienso que pienso, y por lo tanto lo que pienso. Me enoja cuando ocurre eso, porque siento que no tengo tanta responsabilidad por lo que pienso. No soy el que desarrolló ese pensamiento. Simplemente lo pienso. Y si alguien quiere discutirlo, es preferible que vaya a la fuente. No conmigo, porque no tengo todos los elementos. Qué sé yo, tal vez tengan razón los que piensan otra cosa. Pero no lo sé. Cuando mi pensamiento entra en conflicto con otro pensamiento, no sé qué pensar. Y pienso que lo mejor es no pensar.

Las monedas que faltan

Cuando se experimenta escasez de monedas, cada uno hace lo que puede por conseguirlas. En el supermercado de mi barrio, como cuando no tienen monedas tienen que redondear el cambio para arriba, esa falta implica una pérdida concreta. Por lo tanto, durante el último período de escasez tuvieron que ponerse creativos para obtenerlas.

Una de las medidas que tomaron fue ofrecer un descuento a quien pagara con ellas. Se colocó un cartel en cada caja que decía: “si paga la totalidad de su compra con monedas, le hacemos un descuento del 10%”. Ese 10%, calcularon, era menos que lo que se perdía por redondeo, y estimularía a la clientela a solucionar el problema.

Pocos clientes consideraron la oferta. La escasez de monedas era un problema para ellos también. Conseguir suficientes monedas como para pagar toda una compra de supermercado era un desafío que no estaban dispuestos a encarar. Todos pagaban con billetes o tarjeta de crédito. El letrero con la oferta continuaba ahí como parte del paisaje.

Hasta que un día llegó un cliente que aceptó el reto. Entró con una bolsa llena de monedas, eligió productos y se acercó a la caja, donde anunció que estaba preparado para abonar la totalidad de la compra con monedas. Y no eran todas monedas de la misma denominación, sino de todas las existentes. Un verdadero botín que podría alimentar las necesidades del supermercado durante semanas.

Al pagar la totalidad de la compra con monedas, se hizo acreedor al 10% de descuento. De manera la cuenta se detuvo cuando llegó al 90% del total. Sin embargo, la cajera hizo notar que si pagaba el 90% no estaba pagando la totalidad de la compra. Entonces el cliente decidió contar el 10% restante, para lograr el descuento.

Cuando llegó a contar todo, la cajera le dio la diferencia. Pero al dársela, no estaba pagando la totalidad de la compra, por lo tanto no tenía derecho al descuento. Exigió la devolución del reintegro. El dinero volvió a cambiar de manos, y en ese momento el cliente volvió a ser beneficiario de la promoción, por lo que la cajera le volvió a entregar la cantidad descontada, momento en el cual la posesión de ese dinero por parte del cliente resultaba ilegítima.

La situación continuó durante un tiempo largo. El dinero pasaba del cliente a la cajera, y de la cajera al cliente, y en cada cambio de dueño le correspondía a la persona opuesta. Los clientes que esperaban en la cola se pasaron a las otras porque vieron que la disputa iba para larga.

El intercambio continuo siguió hasta que fue la hora de cierre del supermercado. El encargado, que al principio se divirtió con la situación, se acercó a la caja para poder cerrar tranquilo. Pero ni el cliente ni la cajera estaban dispuestos a ceder. Las reglas eran muy claras, y por más paradójicas que resultaran, debían ser respetadas.

En ese momento, el encargado tuvo la revelación que no había tenido durante todo el día. La siguiente vez que el dinero estuvo en manos del cliente, le pidió que se lo entregara a la cajera. E instruyó a la cajera para que le diera el vuelto en billetes. De esta manera la disputa fue resuelta, todos estuvieron contentos y se fueron a sus casas con la satisfacción de haber cumplido todas las normas.

Caca de seguridad

Los bancos están experimentando con un novedoso dispositivo para los eventuales casos en que un criminal violento se apersone en la caja y demande la totalidad del dinero mediante la amenaza de fuerza. Como estos individuos suelen acudir armados, y con el arma oculta de forma tal que no se la vea antes de llegar a la caja, el momento en el que el arma es blandida suele ser tarde. El cajero involucrado, con justa razón, no quiere arriesgar su vida, y prefiere entregar el dinero. Es un acto que además de los valores roba la dignidad de las víctimas.

El nuevo dispositivo intenta desarmar al delincuente mediante la repentina pérdida de su propia dignidad. El accionar es sencillo: consiste en tirarle un buen excremento en la cara. Al ocurrirle eso, el malhechor tendrá, como mínimo, un momento de duda. Permitirá así que el personal de seguridad lo desarme, si es que no se desarmó solo al recibir el proyectil.

Hay una dificultad logística: mantener la frescura del excremento. El dispositivo debe estar siempre cargado con excremento reciente, de manera que pueda ser activado en cualquier momento, sin ninguna preparación. Esto es crucial, porque no se sabe cuándo ocurrirá un asalto. No se puede esperar a que alguien se moleste en cargar la cañería, porque tampoco se puede confiar en la consistencia, ni en la puntualidad.

Lo que hay que hacer es conectar el dispositivo directamente a la cloaca, de forma tal que siempre tenga presión. De esta manera, al liberar la válvula, un chorro regulable de excremento estará siempre listo para llevar al sucio malviviente a la Justicia.

Bombones europeos

Hay dos clases de bombones helados: el Suizo y el Escocés.

Nada tienen de suizos o escoceses. Son nacionalidades que se les atribuyen arbitrariamente, del mismo modo que la milanesa napolitana no proviene de Nápoles ni de Milán. Por ese motivo, la Unión Europea no ha establecido estándares para diferenciar adecuadamente ambos bombones. De este modo, los restaurantes argentinos los ofrecen en forma inconsistente, causando confusiones.

El bombón suizo es cuadrado, con las puntas redondeadas. El helado es de crema y dulce de leche, y puede contener un corazón de dulce de leche natural. Al ser bombón helado, está bañado en chocolate. Una cuchara rompe el baño en forma irregular, a menos que se quite con cuidado primero el borde.

El bombón escocés, en cambio, tiene helado de chocolate, y también puede contener corazón de dulce de leche. Es esférico: una especie de bocha sofisticada. A veces puede venir decorado con un poco de crema y una cereza, cuando los chefs consideran que el helado solo es poca cosa.

La diferencia más importante, sin embargo, no es la forma. Uno podría imaginar un bombón suizo redondo, y no sería problemático. La diferencia más natural entre el bombón suizo y el escocés es el praliné: se lo encuentra sólo en el escocés. Un bombón con praliné no puede ser suizo. Es escocés, porque recuerda el estampado de las polleras. Y esa es la mejor manera de recordarlo.

Confiamos en que esta guía ayude a establecer el estándar que hace falta, y la ponemos a disposición de las autoridades pertinentes, para que consideren aplicarla con forma de ley.