Bajo la lluvia

I. El paseo de los paraguas
Los días nublados la gente saca a pasear a los paraguas. No es ése su objetivo, sino obtener protección para el caso de que llueva. Y cuando la lluvia se produce, todos están contentos de haberse preparado. Los que no se dieron cuenta de llevar paraguas envidian a los que portan uno, que caminan satisfechos por su previsión.
Aquellos que salen a la calle sin paraguas no buscan colocarse bajo la protección de alguno. Ponen excusas para no tenerlo. Dicen preferir mojarse, dejarse llevar por la naturaleza. O directamente proclaman la inutilidad del paraguas, señalando los pantalones mojados de quienes los portan tan orgullosamente. Estos argumentos a veces son compartidos por los paragüistas, que sin embargo no abandonan su techo portátil. Sienten que vale la pena no tener que secarse la cara a cada rato, encima sin saber con qué, porque cualquier ropa se moja con la lluvia.
El paraguas implica algunas molestias. Cuando está lloviendo, el cruce frontal de dos paraguas necesita una serie de protocolos. En general uno de los dos, preferentemente el más alto, levanta el suyo para indicar al otro que lo deje quieto o lo baje. Pero muchas veces ninguno se da cuenta y se chocan, acción que moja a ambos, y puede ocurrir que al menos uno de los dos sufra un pinchazo.
Sin embargo, estos problemas son menores comparados con la solución que un paraguas ofrece para la lluvia. Aunque es necesario un nivel de intensidad mínimo para que valga la pena exponerse a todas esas molestias. Muchas veces hay lloviznas en las que es preferible mojarse a activar toda la parafernalia. Ese nivel mínimo varía según las preferencias de cada uno. Los que nunca llevan paraguas puede interpretarse que tienen su tolerancia al agua tan elevada que jamás llueve lo suficiente como para que juzguen útil tenerlo a mano. Esto no significa que esas personas prefieran mojarse siempre, sino que son tan raras las ocasiones en las que se mojan tanto como para desear un paraguas, que no amortizan los distintos costos que uno implica.
El mayor problema se genera los días que no llueve, pero parece que va a llover. En estos días mucha gente sale armada de paraguas para prepararse, y terminan acarreándolos hasta el regreso. Los modelos más chicos, que entran en una cartera o mochila, no tienen ese inconveniente. Incluso se pueden dejar en dicha cartera o mochila para tenerlos a mano los días de lluvia. Esto permite no tener que decidir cada mañana si vale la pena llevarlo o no. El día que llueve, se saca y se usa. Son ésos los momentos de peligro: el paraguas se debe secar antes de volver al bolso, y cuando fue usado hay que acordarse de volver a guardarlo, porque si no pueden pasar meses hasta la siguiente necesidad, y se puede asumir que uno está cubierto cuando no es así.
Pero no son muchos los que se dan cuenta de tener un paraguas chico. La mayoría lleva uno grande en la mano. Algunos son tan largos que están en contacto con el suelo, como si fueran bastones innecesarios. Es posible apoyarse en ellos y llevarlos con gran dignidad, como lo hacía Chaplin. Para algunos, esta ventaja compensa los problemas del tamaño. La mayoría, sin embargo, no tiene interés por la pantomima y usa paraguas medianos, imposibles de apoyar ni arrastrar, que producen una profunda irritación siempre que no está lloviendo.
Algunas personas caminan con la ilusión de que se largue a llover, así pueden usar el paraguas y dejar de pasearlo inútilmente. Vigilan el cielo para buscar algún indicio de inminencia. Una mayor oscuridad muchas veces genera expectativa. Un aumento del viento también. A veces sienten que les caen gotas y se alegran, para luego darse cuenta de que se trata de los equipos de aire acondicionado.
Acarrear un paraguas es especialmente molesto cuando la lluvia paró pero es necesario seguir andando, y el paraguas está mojado. El mismo dispositivo que permitió escaparle al agua pasa a mojar con la misma agua, generando un efecto de desplazamiento de la lluvia en el tiempo: gracias a esos paraguas, una lluvia extinta puede seguir mojando. Incluso, si el paraguas es chico, puede mojar mucho tiempo más tarde, la siguiente vez que se lo saca del bolso.
El resultado de todas las molestias de los paraguas es que mucha gente se los olvida en cualquier lado. En general sólo se dan cuenta durante la siguiente lluvia, y para entonces ya no recuerdan dónde pueden haberlos dejado. Esto genera dos efectos: 1) la necesidad de comprar otro y 2) la existencia de muchos paraguas sin dueño, disponibles para cualquiera que los agarre. Pero son pocos los que agarran paraguas ajenos.
El primer efecto es notorio los días de lluvia, especialmente cuando se larga en forma inesperada. En todos los rincones de la ciudad, los negocios sacan los paraguas del depósito y los ponen en exhibición, porque saben que ése es el momento de venderlos. Casi nadie compra paraguas sin la necesidad inmediata, precisamente por las molestias expuestas anteriormente.
Quedan, entonces, los paraguas de dominio público. En algunos lugares tienen fondos comunes de paraguas, de los que el que necesita puede sacar uno. Pero no son publicitados como tales. En general funcionan en los sectores de “lost and found”, y si alguien pide un paraguas es dirigido hacia ahí. Sólo unos pocos se dan cuenta y aprovechan para hacerse de un paraguas temporal, que pueden depositar en otro lado cuando ya no llueva, simulando olvidarlo. A veces, incluso, se producen emotivos reencuentros con paraguas propios.
II. Suelta de paraguas
La Municipalidad decidió popularizar el sistema que funcionaba de hecho. Para lograrlo, era necesario que el Estado lo tomara como propio. Así podían publicitarlo. Se establecieron puestos estatales de recolección y distribución de paraguas, verdaderas paraguatecas que permitían a cualquiera llevarse uno cuando se largaba a llover, y dejarlo cuando el tiempo mejoraba. A nadie le interesaba robar paraguas y conservarlos cuando no llovía, sobre todo cuando el sistema de distribución gratuita reducía la demanda de paraguas para la venta, entonces aprendieron rápido a no saquear los puestos. El sistema funcionaba aprovechando justamente las molestias de los paraguas.
Los comerciantes que vendían paraguas los días de lluvia hicieron oír sus quejas ante la súbita competencia del sistema gratuito. Afirmaron que el sistema estatal no era confiable, que cualquiera podía descartar paraguas rotos, que no había manera de saber la calidad del paraguas que se obtenía, ni había forma de asegurarse de que fueran a funcionar. Sin embargo, nadie les hizo caso, por dos razones. La primera era que todas esas objeciones eran ciertas también cuando se compraba un paraguas, a menos que fuera en alguna casa especializada y reputada. Y la gente que compraba sus paraguas en esos lugares no iba a usar el sistema comunitario.
La segunda razón fue que en poco tiempo el sistema estatal cayó en desuso. Había un inconveniente fundamental para hacerlo práctico: para obtener un paraguas, era necesario ir hasta el puesto más cercano. Y si se largaba a llover cuando uno estaba a pocos metros no era problema, pero nadie iba a caminar varias cuadras bajo la lluvia sólo para poder protegerse de la misma lluvia. Era más fácil tomarse algún medio de transporte, o esperar un rato bajo techo hasta que parara. Entonces las paraguatecas se convirtieron en meros depósitos de elementos molestos, con muchas más entradas que salidas.
En teoría era posible abrir más puestos, sobre todo con la cantidad de existencias en alza. Pero se juzgó que no era práctico, porque para que la gente estuviera dispuesta a ir, iba a ser necesario colocar uno en cada esquina o poco menos. Entonces se buscó una alternativa más viable.
Se necesitaba algún medio móvil de distribución de paraguas. Tal vez, se pensó, una flota de combis podía recorrer la ciudad sólo los días de lluvia. La idea era que el que quisiera un paraguas parara la combi y recibiera uno. Pero ya el tránsito en esos días era bastante dificultoso como para agregar más vehículos de detención frecuente. Se juzgó también que mucha gente iba a querer subirse a la combi en lugar de recibir un paraguas.
Entonces se pensó que tal vez no era necesario un sistema de distribución tan específico. Si se podía encontrar una forma de hacer circular los paraguas, como si en las veredas hubiera un paraducto, el sistema podría funcionar. No se podía hacer un gran caño, porque requería algún fluido para que los paraguas circularan, y aparte era una obra grande de infraestructura, para la que se necesitaban fondos que era mejor aplicar a otros proyectos.
Sin embargo, la solución básica de circular los paraguas tenía mérito. Alguien llegó a la conclusión de que los días de lluvia solía haber viento. Tal vez se podría hacer que los paraguas fueran distribuidos por el aire, y que el que quisiera uno no tuviera más que saltar y capturarlo. Después se podían depositar en buzones habilitados a tal efecto.
El proyecto tomó forma. La idea era instalar varios grandes ventiladores, y encima de ellos los paraguas de dominio público, abiertos y apoyados sobre la malla. En caso de lluvia, las turbinas se encenderían automáticamente. El aire así movido elevaría los paraguas, que luego se integrarían a las distintas corrientes naturales.
El inicio de las obras se demoró porque hacía falta un plan estratégico de ubicación de los ventiladores. Si no se elegía bien los lugares, el viento iba a favorecer a determinadas zonas en detrimento de otras. Un equipo de ingenieros y meteorólogos tardó unos meses en ponerse de acuerdo y armar la grilla definitiva.
Durante ese tiempo, surgieron numerosas protestas de distintos sectores. Se advirtió sobre el peligro de tener los paraguas volando por toda la ciudad. Existía el riesgo de que mucha gente se clavara las puntas en los ojos, o que la fuerza de un paraguas produjera graves heridas en la parte del cuerpo con la que hiciera contacto.
Se protestó también que sólo los más ágiles conseguirían un paraguas, dejando desprotegida a una parte de la sociedad. Esto era injusto, sostenía la objeción, porque los más ágiles eran los que estaban en mejores condiciones de lidiar con las consecuencias de mojarse. También se notó que los ciegos y sordos iban a tener problemas para detectar la proximidad de un paraguas volador, y por eso estarían más expuestos a los previsibles accidentes. Según los que se oponían al proyecto, la frase “alerta meteorológico” cambiaría el sentido si implicaba la inminencia del vuelo de los paraguas.
Al final, no fue ninguna de esas razones la que impidió que la distribución aérea de paraguas se concretara. La Municipalidad sostenía que las ventajas compensaban los problemas. El proyecto sólo fue detenido cuando se notó la incompatibilidad con una obra nacional de mayor envergadura. Sin embargo, las turbinas que ya habían sido construidas no se desperdiciaron. Pasaron a formar parte del sistema de ventilación del proyecto “Un techo para mi país”.