Papá Noel existe

El verdadero Papá Noel

“Los chicos no deben perder la fantasía” piensan muchos padres. Les cuentan entonces cómo Papá Noel entrega regalos el mismo día a los chicos de todo el mundo, si se portaron bien. La leyenda se complementa con el trineo, los renos y la residencia en el polo.

Nada de esto es cierto, y las preguntas de los chicos deja claro que lo sospechan, pero los familiares hacen toda clase de maniobras para preservar la fantasía. Generan distracciones para que aparezcan los regalos como por arte de magia. Consiguen que alguien se disfrace para entregarlos en persona. Llevan a los chicos a distintos lugares donde pueden ver a un actor que representa a Papá Noel.

Pero tarde o temprano tiene que llegar el desengaño. Algunos se dan cuenta solos. A otros es necesario blanquearles las operaciones y explicarles que todo fue para preservar la fantasía que disfrutaron mientras duró. Desde entonces, al saber la verdad, tendrán que ser cómplices.

Se hace porque a la gente le importan los sentimientos de los chicos. Los regalos de Papá Noel no vienen de él pero sí existen. Vienen de la gente cercana, que resigna el crédito o el agradecimiento personal en pos de ver la felicidad de un ser querido al recibir un regalo, y la satisfacción interna de saber que uno es responsable. Ese acto de generosidad es mucho más concreto que Papá Noel.

La manera de concentrarse en el acto y no en el autor es apelar a un tercero necesariamente ausente, convenientemente mágico. Los verdaderos regaladores se limitan a disfrutar como si fueran espectadores. Es lo más cercano que existe al espíritu navideño. Papá Noel es sólo un personaje incidental que lo hace posible.

Cuenta la mitología que otro personaje necesariamente invisible se reveló en el desierto ante Moisés, y a través de él entregó las tablas de la ley. Mientras esperaba, la gente se impacientó y construyó un becerro de oro al que adorar, aun sabiendo su origen humano. Cuando Moisés volvió y vio eso, se enojó tanto que tiró las tablas de la ley y fue a buscar otras más básicas.

Así, los tres primeros mandamientos se refieren a cómo relacionarse con el dios que los envía. Establecen que hay un solo dios, que no hay que nombrarlo en vano y que no hay que hacer íconos. Fueron escritos con el conocimiento de que la gente confunde rápidamente una imagen con lo que representa, y quiso dejar claro que no hay nada que representar, y que cualquier representación es falsa.

Es lo mismo que decir “hagan como si no existiera, mi única manifestación concreta son estas leyes”. Se da en el contexto de la historia de un pueblo que acaba de escapar de la esclavitud, y es lógico pensar que los primeros mandamientos están diseñados para evitar cambiar el faraón por otra cosa sin terminar con el sometimiento, que es lo importante.

La tradición cristiana eligió ignorar la prohibición de imágenes. Proliferó la industria de los íconos, y la gente empezó a venerar, por ejemplo, a vírgenes de lugares específicos, aunque todas se supone que son la misma. Y si bien la gente tiene derecho a idolatrar lo que quiera, es muy probable que muchos no lo piensen a fondo.

El impulso de venerar tiene muchos riesgos, porque está lleno de ídolos falsos (los mandamientos dicen que son todos falsos). Hay muchos actores que aprovechan la necesidad y ofrecen formas de veneración. Muchas veces esa oferta se hace más suculenta al incluir regalos, que se dan a cambio de la idolatría incondicional a una persona en particular, ocultando el origen colectivo que suelen tener. A algunos, una vez que idolatraron, no se les ocurre dudar. Otros, aun ante la evidencia, se resisten a resignar la fantasía.

En el caso de Papá Noel, no es necesario resignar las imágenes ni la fantasía. Papá Noel no es una persona real, pero sus efectos sí lo son. Podemos ahorrarnos un nivel y transformar a Papá Noel en algo más genuino, más lógico, sin la limitación del engaño.

No hace falta perder la imagen del hombre barbudo. Podemos simplemente cambiar nuestro concepto de algo que de todos modos ya es ficticio: aceptar el carácter imaginario de Papá Noel. Blanquear que es una expresión de nosotros, una herramienta para hacer más sabrosa nuestra generosidad.

Cuál sería el problema en decir a los chicos que los regalos vienen de sus seres queridos, pero como no importa eso, hacemos de cuenta que son de Papá Noel. Podemos disfrutar de la fantasía y al mismo tiempo renunciar a lo falso. Y se puede participar sin límite de edad.

Papá Noel existe porque lo hacemos. Es mucho mejor. De esta manera, los que están disfrazados en el shopping son Papá Noel. No hay otro al que usurpen, y no tiene por qué ser un secreto. A través de esa persona podemos expresar nuestra gratitud a los que nos hacen el bien sin que sepamos exactamente quiénes son. Esos papanoeles permiten conectarse con el espíritu que representan, sobre todo a la gente que necesita estímulos visuales para apreciar los conceptos.

Tal vez con eso se pierda la fantasía. Pero no creo. Podemos disfrutarla igual. No se necesita pensar que algo es cierto para que nos genere sentimientos. Al conectarnos con los orígenes concretos de sus acciones, sólo tenemos que cambiar mentira por ficción.

Papá Noel nunca fue otra cosa que una personificación de nuestro amor. Sería bueno que todos los involucrados lo supieran. Todos somos Papá Noel: por eso existe.

Dejemos de ocultar cómo se hace la magia. Dejemos de atribuir a la magia lo que genera el amor.

Noche de Brujas

Cuando bajé a hacer mi último viaje en los coches de madera de la línea A, pensé que iba a encontrar gente triste protestando. En su lugar, el clima era de fiesta. Todos sabíamos que después de noventa y nueve años de servicio era lógico jubilarlos. Muchos fuimos especialmente a despedirnos.

Me dirigí al primer coche, donde iba siempre para ubicarme en el asiento que permitía mirar hacia adelante. Desde ahí disfrutaba los recovecos de la línea. Las huellas de las estaciones cerradas. Las curvas bajo la plaza Congreso. El lugar tras Once donde las vías se dividen para que pueda pasar por abajo el túnel del ferrocarril oeste. El funcionamiento del sistema de señales, con el palito que se extendía cuando el semáforo estaba rojo y accionaba mecánicamente los frenos.

Disfrutaba el encanto de lo analógico. Como pasa con los discos de vinilo. Ya no son la única manera de escuchar música, ni la más práctica. Pero permiten tener una relación que lo digital esconde. Se puede cambiar el sonido manipulando elementos que están cerca. Alguna vez leí que lo mejor del vinilo es su tremenda inconveniencia. Es cierto en forma irónica y también literal.

Estos coches tenían luces que se alimentaban directamente de la catenaria, y cuando había algún hueco parpadeaban. Es lo que emparcharon en algún momento para reemplazar la iluminación original con velas. También, al mirar con detenimiento, se podía descubrir que el farol de adelante resultaba ser un agujero por donde se veía la primera luz interior.

Para mí el mayor encanto estaba en la apertura manual de las puertas, que era donde podía tener una participación. Momentos antes de que la formación se detuviera por completo las puertas eran destrabadas. Solía apurarme para ser yo quien hacía fuerza para abrirlas. Me gustaba sentir la inercia al bajarme del tren no del todo frenado.

Otros signos de edad estaban en el anuncio con silbato al arrancar, y en el frenado, para el que se presionaba unas zapatas de madera contra las ruedas. El olor a madera quemada era característico de la línea, y notable en las estaciones más distantes de la anterior, como Castro Barros o Acoyte.

Ese día era obvio que en la parte de adelante no iba a haber lugar. Ahí iban a estar los aficionados. En el resto de la formación capaz que había pasajeros legítimos que usaban el servicio para trasladarse. Tal vez no entendían por qué cada vez que salía el tren de una estación sonaban aplausos.

Fui hasta Plaza de Mayo para hacer un recorrido completo. Mucha gente fue a marcar la ocasión. Naturalmente hablaban de los coches y sus detalles. Pocas veces tenía la oportunidad de hablar con gente a la que le interesara el tema. En general, cuando contaba en mi círculo curiosidades del subte, se tomaban el trabajo de tolerarlo.

Habitualmente, al viajar solo, me gustaba mirar el número del coche, saber si era de los más antiguos o de los que llegaron después de la primera guerra, o alguno de los dos construidos décadas después con repuestos. Me fijaba si me había tocado uno con alguna particularidad, como reformas inconclusas.

Estos trenes tenían que haber sido retirados cincuenta años antes, cuando no eran históricos sino meramente viejos. Hay registros de planes para renovar la flota en los ’40. Ya en los ’60 intentaron disfrazarlos de modernos con un cambio de carrocería, que terminó rompiendo la estructura del único coche en el que se lo intentó. En los ’80 modernizaron tres formaciones, les pusieron cuerpo de metal pintado de gris, asientos de plástico y puertas automáticas, pero internamente seguían siendo los mismos.

La compañía Anglo Argentina no construyó un subte sino un tranvía subterráneo. Replicó las estaciones que había en el centro, y luego de Primera Junta los coches subían la rampa de Rivadavia y seguían hasta Lacarra convertidos en tranvías. Hoy la línea extendida termina quince cuadras antes.

Compraron coches belgas, de la ciudad de Brujas, que es el apodo que les quedó a los coches. La capacidad de andar en superficie, con tensiones tranviarias, es todavía aprovechada. Son estos coches los que remolcan a los modernos de cualquier línea que usan la misma rampa para ir por la calle hasta el taller, porque aún no hay conexión subterránea.

La estructura de madera era normal para la época. En el museo del subte de New York hay coches similares, con carteles que cuentan que fueron retirados en los años ’20 debido al riesgo de incendio. Los de Buenos Aires, al menos más tarde, tenían tratamiento ignífugo y las tragedias que hubo fueron producto de atentados. Aunque alguna vez viajé en una formación que no cerraba las puertas, y todos nos mantuvimos lo más lejos posible.

Sin embargo, cuando oía a gente hablar de que estaban destartalados, explicaba a quien quisiera escuchar que no era así. Los coches vibraban por diseño, como forma de adaptarse en velocidad a las curvas cerradas del túnel. De esa manera la estructura absorbía las vibraciones. Los modernos compensan la rigidez siendo más angostos.

En ese último día, la alegría era compartida por todos. Los empleados del subte se mezclaban con los entusiastas. La motorwoman de mi formación, con el tren detenido en la terminal, nos permitió entrar en la cabina de conducción y sacarnos fotos. Tengo la mía, con los mandos de acero de fondo y la vía hacia el infinito.

La desidia y el olvido convirtieron a estos trenes en reliquias y atracciones turísticas. Sucesivas administraciones consideraron demasiado caro renovar la flota. Se desarrolló inevitablemente una cultura de mantenimiento. Los técnicos del taller Polvorín aprendieron a fabricar repuestos. Los servicios periódicos los dejaban en condiciones de funcionar como nuevos, lo que habla de la capacidad de los operarios y también de la nobleza de los coches originales.

Lo que hizo que esta vez sí fueran renovados fue una necesidad técnica. La expansión de la línea había tornado insuficientes las formaciones. Se había traído algunas retiradas de otras líneas. Viajar en estos coches era una decepción. Cuando tenía tiempo, los dejaba pasar. Por más que también eran antiguos, no tenían el encanto de los belgas de madera.

Los trenes modernos que hay en el mercado son de otra tensión. Tal vez fue un motivo que demoró la renovación. Al sumar trenes era preciso reformar la parte eléctrica para que pudieran convivir, y no valía la pena hacer eso con un cero kilómetro.

Cuando era inminente la apertura de las dos estaciones más nuevas iban a ser necesarios más trenes, y eso motivó que se comprara los chinos actuales. Que, por esa incompatibilidad, no pudieron ser incorporados en forma gradual. De ahí que hubo que cerrar la línea. Aprovecharon para hacerle un lavado de cara y eliminar los grafitis que se habían acumulado en los últimos años de administración nacional, cuando se habían recortado los fondos de operación y vigilancia.

Dos meses después volví a la línea A, ya renovada, esperando decepcionarme con lo moderno. Pero no. Los trenes chinos nuevos son lindos, funcionales, silenciosos y despiden un olorcito a limón. Ya no me ocupo de ir al primer coche, no es necesario. Puedo pasearme por los vagones conectados y, de ser necesario, eludir a los músicos. No está el encanto de los coches de madera, pero la vida sigue.

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Otra realidad

No me gusta tener miedo. Trato, entonces, de evitar las actividades que me lo traen. No sé por qué alguien querría ver una película cuyo propósito es tener miedo. Nunca lo entendí. Pueden ser excelentes, no me importa. Si intento tener una emoción mediante el consumo de alguna obra artística, la que más busco es la risa.

Está claro que suficientes personas piensan distinto, porque el género de terror se sostiene. No estoy en contra de que exista, ni de que haya gente que le guste. Simplemente no entiendo por qué querrían hacer eso, pero por mí que sean felices.

Mi consumo de ese género ha sido muy esporádico, y generalmente accidental. Vi The Shining, por ejemplo, para entender la parodia de los Simpsons. Fue en una ocasión en la que me había quedado solo en casa durante unos días. No fue la mejor idea.

Tampoco leí Socorro de Elsa Bornemann, ni fui al tren fantasma del Italpark. Había quienes me decían que esas cosas no me iban a dar miedo, pero se presentaban como partícipes del terror, y tenía mejores cosas que hacer.

Con esos antecedentes, es lógico que no haya querido mirar Los locos Addams, sin embargo mi cabeza la clasificó como comedia, y la resistencia que pudiera tener fue vencida por la expectativa de risas. Así que alguna vez que pasaron la serie, la miré.

Hice bien, porque no es una serie de terror ni de dar miedo. Es sobre la libertad. Busca el humor en la idea de gente con gustos exóticos, de aficiones que darían miedo a gente como yo. Pero no lo hacen para asustarse. Ellos lo disfrutan, y está claro que lo que siempre buscan es disfrutar la vida al máximo.

La serie está manejada con la elegancia que viene de tener claro lo que se está haciendo. Parte de esta elegancia se pierde en la versión doblada, donde no es “la familia Addams”, sino que nos cuentan desde el título que son locos. También, irónicamente, se pierden muchos rasgos españoles del personaje principal, Gomez, al que eligieron llamar Homero. Pero bueno, así son los doblajes, no tienen más remedio que cambiar muchas cosas, y por eso hace muchos años he prescindido de ellos.

Los personajes viven su vida sin saber que están en una comedia ni que lo que hacen es gracioso. Para ellos jugar con dinamita o cortar las flores para hacer lucir los tallos es lo más natural del mundo. Hacen lo suyo sin hacer gestos de espera de risas, ni poner cara de que hicieron algo gracioso. Y eso lo hace más gracioso.

Los actores están comprometidos con este principio, que hace que la serie funcione. Todo el tiempo muestran ganas de vivir. El lugar puede ser lúgubre, pero hay mucha alegría y armonía familiar. La relación muy cargada de erotismo de la pareja principal es parte de esto, está muy claro que disfrutan su compañía.

Dentro del marco parco, las actuaciones se permiten ser muy expresivas. Carolyn Jones y John Astin son maestros de la cara justa, generando complicidad entre ellos y con el público. En particular, Astin muestra un rango de emociones y una jovialidad en la que se apoya toda la serie. Si no fuera por su actitud alegre, se perdería mucho. Su sonrisa es la de alguien que entiende y saborea la vida.

El humor de la serie suele venir del contraste con gente externa que se encuentra con los gustos extraños de esta familia. Quienes los visitan suelen tener demasiada amabilidad para decir lo que piensan, y los anfitriones los invitan a compartir sus placeres. Cuando se van horrorizados, la familia piensa que tienen una actitud extraña.

Cuando hay libertad, no tiene por qué ser raro que haya gente con gustos muy fuera de la norma. Incluso podría ser más extraña la existencia de una “norma”. Uno pensaría que lo raro no es que haya gente con costumbres muy exóticas, sino que haya muchísima gente con actitudes y gustos similares. Es porque es más fácil seguir a los demás que hacer un camino propio. Mucha gente está perfectamente conforme con transitar por donde ya está trazado, y nunca se le ocurre que podría haber otras formas de llegar a donde quiere, y otros lugares donde podría querer llegar.

Esta gente, cuando ve a otros que no siguen los mismos principios, se asusta. Probablemente porque los caminos muy transitados otorgan algo de seguridad, y mucha gente la compra aun si el precio es su individualidad. Esto lleva a que muchas veces los distintos sean marginados, por miedo a versiones imaginarias de esos distintos.

Pero los Addams no están fuera de la sociedad. Tienen conexiones comerciales, los chicos van a la escuela, participan de actividades cívicas. No son excluidos, ni se cortan solos. Sin querer, muchas veces generan miedo en los que se acercan, pero ellos, dentro de su visión del mundo, siempre buscan ser amables. No están interesados en hacer daño a nadie (que no lo quiera), y se dedican a tomar luna en el jardín de su casa ubicada al lado del cementerio. Ejercen la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

No sé si es del todo consistente, pero la serie no abunda en elementos sobrenaturales que perfectamente podría tener. Lo más parecido es la mano que sale de una caja, que nunca queda claro si es una mano descorporizada o alguien que no muestra el resto de su cuerpo. Fuera de eso, hay muchas instancias en las que los personajes ponen en riesgo su integridad física, pero no tienen nada parecido a superpoderes. Funciona mejor si son una familia de humanos con gustos inusuales.

Esta serie, estrenada en 1964, es una respuesta a las comedias pacatas de la época, como Father Knows Best, que retratan la vida idealizada que se vendía en Estados Unidos en los ’50. Familias blancas que viven en los suburbios, van a la iglesia y los días de semana esperan que el padre vuelva de la oficina para repartir sabiduría entre los hijos y el perro, para luego ir a dormir con su mujer, cada uno en su cama.

Vivir de esa manera no tiene nada de malo. Lo que no está bien es pensar que ese modo de vida es más legítimo que otros. Los valores morales de los Addams no son distintos de los de estas otras series. Las diferencias son mayormente estéticas. Cuando, por ejemplo, quien en castellano se llama el Tío Cosa tiene problemas sentimentales o de trabajo, lo tratan con respeto y comprensión. Siempre buscan solucionar sus problemas de integración en la sociedad sin pedirle que se corte el pelo, deje ver su cara o hable en forma comprensible. No están interesados en que nadie deje de ser quien es.

Los Addams son más genuinos que esas familias de cartón, porque se puede percibir que hay más que lo que se ve. No están cumpliendo el mandato de nadie, no quieren ser un ejemplo. Pero justamente eso hace que lo sean, porque viven fieles a sí mismos, otorgándose suficiente libertad para explorar lo que les gusta sin que sea relevante si esos gustos son compartidos por la mayoría.

Como tal, la serie es refrescante. Es un efecto similar al provocado por los Simpsons a fines de los ’80, después de otra época de comedias con familias idealizadas de acuerdo a los valores del partido republicano. Como método para esto, en lugar de exagerar costumbres extrañas, eligieron el contraste entre la ficción y la vida real, ubicando (inicialmente) en el lugar de una familia televisiva a algo más parecido a como son las familias de verdad.

En ambos casos, lo que hace que las series funcionen son los vínculos genuinos entre los personajes. Sin ellos, serían sólo una serie de gags. Se puede comprar a ambas como familias. Y a través de ellas, se puede percibir un mundo distinto del idealizado al que responden. Son vistazos de otra realidad, de la que otras series tratan de protegernos para que no tengamos miedo.

Nuevo libro: Nunca está de más repetir

Hace un tiempo fui convocado para publicar en una colección de ebooks que se llama Paraíso ordenado, en la que distintos autores hablan sobre su relación con obras que admiran. La propuesta fue escribir sobre Les Luthiers.

Acepté sin saber muy bien por qué alguien querría leer sobre mi relación con Les Luthiers. Grande fue mi sorpresa cuando el libro fue lanzado y supe de muchas ventas, y también comentarios positivos de lectores entusiasmados.

Traté de encontrar un equilibrio en el que no fuera todo hablar sobre mí, y tampoco una exposición académica sobre Les Luthiers. Creo que encontré un equilibrio razonable, que tal vez explica los comentarios recibidos.

El libro se llama Nunca está de más repetir, porque es el resultado del consumo obsesivo de las obras, una y otra vez, lo que hace que la percepción evolucione a través del tiempo.

Son seis capítulos:

  1. Signos de admiración
    Donde se cuentan las primeras experiencias de valor agregado que me hicieron saber que había algo distinto en Les Luthiers.
  2. Volúmenes apasionantes
    Cómo era la vida cuando el único contacto cotidiano eran los discos.
  3. Noches de teatro
    Los rituales de las visitas ocasionales a ver a Les Luthiers en teatro.
  4. Los más prestigiosos foros
    Relacionarse con gente a través de Les Luthiers. Incursiones en distintas culturas del fan, de las que no soy fan.
  5. Lo inalcanzable
    Desarrollo de una mirada creativa. Reconstrucción del proceso de Les Luthiers a través del consumo repetido de las mismas obras.
  6. Ahora vendrán caras extrañas
    Sensaciones y especulaciones a partir de los cambios obligados de formación. Teorías sobre la posibilidad de un futuro viable y atractivo. Principios para una posición optimista.

Nunca está de más repetir se consigue sólo en la web de Bajalibros.

Historias dentro de historias

Si escribo sobre algo, en realidad voy a estar escribiendo sobre alguna otra cosa. Toda historia son dos. O, mejor dicho, en toda historia hay otra historia escondida que es la que el lector puede descubrir si sabe leer. Incluso, dicho de otra manera, las historias se hacen pasar por otras historias, más digeribles, de manera que el lector más que leerla las perciba.

Ese es el oficio del escritor. Crear esas historias paralelas y vincularlas a través de puntos estratégicos, tal vez inconscientes, de manera que al sostener una historia sean dos o más las que se sostienen. Cuando sale bien, escribir y leer son experiencias muy satisfactorias.

Pero, a veces, uno tiene ganas de escribir una historia sola. No tiene por qué ser dos. Sí, estará mezclada entre toda la herencia cultural, y un lector avezado podrá trazar paralelismos. Pero el autor no necesariamente debería tener que hacerlo. Puede especializarse y dedicarse a su propia historia, que puede ser rica por sí misma.

Y, además, hay un elemento de engaño. Cuando se escribe una historia para en realidad contar otra, es en cierto modo una estafa. Y es sólo “en cierto modo” porque los lectores están habituados a esto y lo esperan. Pero no tendrían por qué esperarlo. Podría sorprenderlos, incluso gratamente, en algún texto con el que se topen.

Una solución está en escribir las historias naturales, sin agregarles nada. Al hacerlo, se encontrará que la historia naturalmente tiene relaciones con otras. Una historia es muchas, y sugiere lecturas de otras historias. No es algo que el autor pueda evitar. El truco está no en buscarlo, sino en encontrarlo. Sólo después de encontrarlo está bien emprender la búsqueda.

Cuántos lectores

Todos sabemos que es muy poca la gente que lee libros. Y todos pensamos que sería mejor que más gente los leyera. Sobre todo los que escribimos libros. Nos parece que debería haber más demanda de nuestros productos. Eso beneficiaría también a la sociedad.

Ahora, no sé si es tan así. En primer lugar, recién en los últimos cien o doscientos años se ha alcanzado un nivel de alfabetización que permite aspirar a que la lectura sea masiva. Antes, leer era algo que no estaba al alcance de cualquiera, y seguro que no todos los que estaban en condiciones leían.

No sé si la gente lee ahora menos que lo que leía hace cincuenta años. Ahora con la televisión, los twitters, todo eso, la gente se dedica más a leer eso que lo que debería leer, que son libros. Pero no sé si eso reemplazó la lectura de libros. No sé si la gente dejó de leer libros para ver cine, o televisión o twítteres. Capaz que en otra época esa misma gente habría pasado las mismas circunstancias mirando fotonovelas. A lo que voy es que no necesariamente el tiempo que no se usa para leer se usaría para leer si no fuera por las tecnologías correspondientes.

Por otro lado, hay muchas formas de lectura. Es algo que se ejerce sobre lo que uno percibe: un libro, una película, un partido de fútbol, el tránsito de una esquina, el movimiento de las estrellas. Leer es una actividad creativa en la que uno trata de descifrar qué es lo que pasa en lo que ve. Está lleno de gente que lee libros sin leerlos, y ellos cuentan como lectores en los censos imaginarios al respecto.

Tenemos, entonces, cuatro categorías: 1) los no lectores, 2) los no lectores que leen, 3) los lectores que no leen y 4) los lectores. A todos nos gustaría incrementar el número de la cuarta categoría, pero sospecho que subestimamos el de la segunda.

Los no lectores que leen son despreciados por los autodenominados intelectuales, que venden la idea de que la única forma de pensamiento que vale la pena es la que ejercen ellos, y también venden que es muy difícil. Hay muchos que se lo creen, y se intimidan. El resultado es que gente que podría estar en la categoría 4 evita hacerlo por considerarlo inalcanzable. Los que están en la categoría 4, y muchos de la 3, la ven como algo exclusivo. No lo dicen, pero les gusta ser pocos. Se sienten especiales, se entusiasman con serlo y repiten el círculo vicioso de expulsar de la lectura a gente que podría leer perfectamente.

Pero algunos conocemos el secreto: resulta que leer no es tan difícil. Y leer libros es trasladar a los libros lo que mucha gente ya hace sin darse cuenta. Y sabemos también que muchos de los que se la dan de grandes lectores no hacen más que escudarse en esa condición para parecer inteligentes. Eso es una de las razones por las que prefieren que los lectores sean pocos: no quieren que se sepa que sus logros no son gran cosa.

Lo que deja el fútbol

En la escuela, el primer momento en el que me sentí aceptado fue cuando me empezó a interesar el fútbol. Ese interés se encendió cuando me dejé llevar por la euforia del mundial de 1990. Había arrancado con mi indiferencia habitual, y para cuando terminó la semifinal me había caído la ficha de qué era lo que todos veían en el fútbol.

Como ahora me interesaba, y sabía casi nada, me ocupé de aprender sobre fútbol. Empecé a prestar atención, a jugar con ganas, a seguir el campeonato, a leer El Gráfico, a ver la sección Deportes de diarios y noticieros.

De pronto hablaba el mismo idioma que mis pares, y tenía algo de qué hablar con ellos. Es decir con los varones, sin embargo el hecho de que ellos me aceptaran también ayudó a que las mujeres supieran dónde ubicarme. Se me había definido un lugar en el grupo. Desde ese lugar se podía establecer distintos tipos de relaciones. No se tenía que basar todo en el fútbol, pero resultó que sin él no se accedía a todas las oportunidades.

Una de las cosas que lentamente observé fue que la lealtad a un equipo era más importante que cualquier cosa. Esto se tomaba como algo natural, y me acuerdo ejemplos en los que esa lealtad me fue cuestionada por no participar de esa premisa. Uno era un vendepatria si pensaba que Codesal había cobrado bien el penal de la final del mundial ’90, y un vendeequipo si pensaba que un gol en contra discutido había sido válido. Nunca le di mucha importancia. Seguí con lo que me interesaba, que era aprenderme historias, estadísticas, anécdotas, principios de juego, formas de competencia.

Durante los años que siguieron, el interés por el fútbol fue intermitente. Tuve épocas de total inmersión, sin perderme un partido, y otras en las que ocupaba mi tiempo con diferentes cosas. En estas últimas épocas hacía excepciones para los mundiales y otros acontecimientos trascendentes, pero no prestaba atención a lo diario. En las otras llegué a estar pendiente de programas y canales que dicen ocuparse del fútbol.

Hasta que, más o menos veinte años después de mi interés inicial, me cayó otra ficha: la de lo terrible y perverso que es todo el mundo del fútbol. No sé por qué tardé tanto: los elementos para darme cuenta siempre habían estado. Llegó un punto en el que todo se volvió lo suficientemente claro como para que no lo pudiera ignorar más.

Me di cuenta de que a muy poca gente le interesa el fútbol en tanto juego, es mucho más importante que gane su equipo. De que no es “aceptable” el nivel de corrupción y mafia que rodea al fútbol a nivel nacional y mundial. De que muchísima gente pierde los cabales innecesariamente cuando se trata de fútbol. De que muchas cosas que disfrutaba con cierta ironía en realidad eran en serio. De que es absurdo que se muera gente porque juegan a la pelota.

Esto coincidió con una de las fases periódicas de desinterés, de modo que me fue fácil abandonar por completo el fútbol. Hace varios años ya que sólo presto atención a mundiales, y en ellos adopté la costumbre de sólo ver partidos, nada de cobertura periodística (cada vez que me topo con algún fragmento de ellas no puedo creer que sigan en lo mismo y que alguna vez los haya tomado en serio).

Puedo decir que mi vida mejoró desde que dejé de prestar atención al fútbol. El adulto de hoy reivindica la postura del niño que no le interesaba el fútbol. Siento que la atención que le dediqué hasta un punto fue un desperdicio, que podía haber dedicado mi tiempo a algo mejor. No es que ahora esté constantemente en actividades de alta productividad, pero sí siento que mis pensamientos se han enriquecido porque traigo otros inputs.

Sin embargo, lo que me dejó haberme interesado por el fútbol es entender de qué se trata. Sé ganarme ese lugar en los grupos que el fútbol alguna vez me proporcionó. Sé sostener conversaciones de fútbol, aunque casi no conozca a los jugadores actuales, porque siempre se trata de lo mismo.

Ahora, cuando estoy en situación de participar, lo hago desde afuera pero con conocimiento y la conciencia de que es absurdo. Aprendí a ganarme el respeto de hombres (y de muchas más mujeres que antes) con mis consideraciones que denotan que conozco de qué están hablando y entiendo de qué se trata. Y una vez que me lo gano, un poco disfruto desafiar las reglas establecidas, y desde una posición de seguridad y confianza salir con que el penal de Codesal fue penal.

San Fermín vía satélite

Desde hace algunos años he desarrollado una fascinación por los encierros de San Fermín. No es que sea un entusiasta taurino: esas cosas me parecen bastante horrorosas. Todo lo referido a las corridas de toros es una cultura de la que sé poco y nada. Sin embargo, me encuentro con que durante la semana del 7 al 14 de julio me hago un momento para ver, a las 3 de la mañana, cómo en el centro de Pamplona un montón de personas se largan a correr con los toros.

Lo pasan por TVE, transmisión que habitualmente levantaba Crónica (que en los últimos años vendió ese espacio para infomerciales). Prácticamente todo lo que sé sobre esta fiesta es lo que aprendí o deduje al mirar este evento por televisión. Aprendí algunas de las costumbres, y algo del léxico.

La transmisión es igual todos los años. Está estructurada como un evento deportivo. Hay dos conductores: una mujer y un hombre. Este último, por lo menos, es siempre el mismo, y se nota que es un periodista especializado en temas taurinos. Una especie de Macaya Márquez de los toros. Hace comentarios sobre las costumbres y cómo han cambiado en el tiempo. Conoce a muchos de los que corren. Hace predicciones sobre cómo puede ser el encierro, de acuerdo a factores climáticos, de calendario o de las características de la ganadería que puso los toros (es una distinta cada día).

Antes y después hay reportajes a distintos protagonistas. En la previa, es habitual escuchar el testimonio del dueño de la ganadería de turno. El año pasado hicieron una nota a un proveedor de material antideslizante que colocan en el suelo para evitar que toros y personas se resbalen, aunque no es infalible. Después, tratan de conseguir que hablen algunos de los corredores, que cuentan algún pormenor.

La transmisión en sí es de gran nivel, digno de un juego olímpico. Las cámaras cubren el recorrido en forma integral, y consiguen planos muy certeros de distintos episodios. Se nota un nivel profesional muy alto. Refleja la mismo tiempo el respeto por la tradición y el valor de innovar. A medida que pasan los años se pueden notar mejoras, planos que en otras épocas no eran posibles.

Poco antes de la hora de soltar a los toros (8 de la mañana), los corredores realizan tres cánticos a San Fermín, el patrono de Pamplona. Piden (en castellano y en vasco) que el santo los guíe en el encierro. Lo que me lleva a pensar que la carrera en sí es una especie de prueba de fe: “como el santo me protege, me voy a exponer al peligro de correr con los toros y no me va a pasar nada”.

Durante esos cánticos, el director muestra a la multitud, todos cantando mientras enarbolan diarios enrollados. Cada tanto, se produce un contraplano a la figura del santo. Que a pesar de ser un objeto inanimado, el director considera que es su deber mostrar cómo escucha. Es una prueba de fe aún más grande.

Luego de tres cánticos, se anuncia mediante una cañita voladora que se ha abierto la puerta de los corrales. Los conductores se llaman a silencio como en los partidos de tenis. Los toros salen corriendo, guiados por otros toros llamados “cabestros” (Wikipedia me informa que son toros mansos que se usan para indicar el camino a los otros).

A los pocos metros se encuentran con la multitud. Algunos corren a la par de los toros. Otros se ponen delante de los toros y tratan de ganarles la carrera. Las personas se chocan entre sí. Los toros se resbalan. Rara vez un toro ataca a una persona directamente, pero las cornadas no distinguen intención o accidente.

Las personas (casi todos hombres, pero se ven algunas mujeres) corren en todas las direcciones. Si se caen, se quedan en el suelo porque los puede agarrar un toro en carrera. Desde los balcones, decenas de turistas que han pagado mucho dinero miran fascinados los acontecimientos. El circuito está cerrado (sospecho que por eso se llama “encierro”) y conduce a la plaza de toros de Pamplona, donde los toros serán matados en las funciones de la tarde (aunque sospecho que “funciones” no es el término correcto). Entran a la plaza, atraviesan la arena y se van para el corral. A veces los toros llegan todos juntos. Otras veces las manadas se dispersan y quedan algunos rezagados, que llegan más tarde.

Todo el trayecto suele durar alrededor de tres minutos. Cuando el último toro entra en el corral suena otra cañita voladora, que indica que el encierro ha terminado, y la plaza de toros llena irrumpe en un aplauso.

Durante el encierro, los conductores mantienen el silencio total. Un cronómetro en pantalla indica la duración. Luego del final, el Macaya Márquez taurino hace los comentarios pertinentes, mientras se exhiben las repeticiones, que muestran la envergadura de la puesta de cámaras. Se observan episodios que ocurrieron a toda velocidad en la carrera inicial, y también algunos que quedaron afuera, porque la transmisión en directo no puede mostrar todo lo que ocurre en el circuito de alrededor de 700 metros.

Los comentarios muchas veces resultan risueños para alguien que, como yo, no está acostumbrado al mundo de los toros. Llama “bonitos” a algunos episodios en los que se ve a alguien que corre y la cornamenta no llega a destriparlo. Y en ocasiones, cuando hay personas (“mozos”) que hacen cosas como provocar a los toros, el comentarista se enoja ante la irresponsabilidad que muestra ese individuo en el medio del evento en el que se suelta a los toros para que corran entre la gente.

Este comentarista siempre tiene algo para decir y para rescatar de todo encierro. La única vez que lo vi sorprenderse mucho fue en 2015, cuando uno de los toros (llamado Curioso) salió del corral con los otros, y cuando vio la escena que se desarrollaba en las calles de Pamplona, dio media vuelta y se volvió al corral. Ese día el encierro técnicamente no terminó, y el comentarista dijo que nunca había visto algo así. Al año siguiente volvió a pasar que un toro quiso volverse, pero se ve que actualizaron el protocolo, y no lo dejaron entrar en el corral. Lo hicieron asistir al encierro como cualquiera.

Pocos minutos después del final del encierro, la periodista de “campo de juego” acerca el micrófono a un representante de la Cruz Roja, que da el primer parte de heridos. Informa la cantidad de personas que debieron ser trasladadas a hospitales por distintos motivos: el más habitual es la contusión. Se pone especial énfasis en informar si hay heridos por asta de toro, que no suele ocurrir.

Siempre me sorprende la aparición del parte de heridos. Todos tienen claro que va a haber heridos, y expresan el deseo de que sean pocos. La Cruz Roja tiene varios puestos para atender rápidamente a quienes lo necesiten, y ambulancias para llevarlos. Hay despliegue de recursos muy grande al servicio de que el episodio en el que la gente corre a toda velocidad con seis toros sea organizado y previsible.

Y eso es significativo. Es fácil cargar a los que corren con los toros, porque desde nuestro punto de vista no puede ser más absurdo. Ni hablar de las corridas, donde con valor, belleza y elegancia asesinan lentamente a un toro. Sin embargo, está claro que para esta gente es muy natural. No hay en la transmisión ni un atisbo de la idea de que el encierro pueda ser objetable.

Es posible pensar que tarde o temprano el encierro y las corridas dejarán de hacerse, por razones de crueldad hacia los animales, o las que sean. Claramente implicaría un cambio cultural, pero hemos visto muchos cambios culturales.

Mientras tanto, el Estado usa sus recursos, incluyendo la televisión pública, no para promover una opinión, sino para que esta costumbre de tiempos inmemoriales de correr por las calles de una ciudad junto a los toros se realice de la manera más civilizada posible.

Entender de fútbol

El mundial de Italia comenzó cuando estaba en cuarto grado. Mi interés por el fútbol en ese momento era nulo. Tenía vagos recuerdos del mundial anterior, en el que sabía que Argentina había ganado pero también sabía que era porque justo le había tocado jugar la final: no tenía el concepto de clasificación y había igualado “final” con “último partido”. Me preguntaba para qué jugaban todos los otros si sólo dos iban a jugar la final. La respuesta a esa incógnita era simple pero nunca me había molestado siquiera en deducirla.

Grande fue mi sorpresa cuando se interrumpieron las clases para mostrar la inauguración. Me parecía inútil interrumpir las clases para semejante cosa, prefería que me dejaran ir. Como fue cerca del mediodía, volví a casa a comer y aproveché que las clases estaban interrumpidas para no ir a al jornada vespertina y quedarme en mi mundo.

Se hablaba, sin embargo, de poco más que el mundial. Así que absorbí algunas cosas: Argentina había perdido el primer partido y tenía que ganar el siguiente, y siguió haciéndose camino medio a los tumbos. Los siguientes partidos fueron en fin de semana o en horario posterior al escolar, y no entraron en conflicto con la escuela. Estaban ahí presentes, donde fuera, pero no me había interesado lo suficiente como para prestar atención más que a unos pocos momentos. Pero al menos aprendí que había un sistema de clasificación.

Hasta que llegó el partido con Italia, que fue un día de semana a la tarde. Se interrumpió la jornada de inglés para que lo viéramos. No quería, pero no había opciones, así que lo vi junto al resto de la escuela. Tal vez fue la primera vez que presté atención a un partido de fútbol.

Rápidamente algo me llamó la atención. Yo no sabía nada de fútbol pero había un par de cosas básicas que entendía. Por un lado, sabía que Argentina jugaba con una camiseta celeste y blanca, por lo tanto los de azul eran los otros. Por otro, sabía que en el fútbol hay que meter la pelota en el arco del otro, lo que implica que cada equipo quiere llevarla a un lado específico y alejarla del otro. Cómo funcionaba eso, qué métodos se empleaban para lograrlo, qué era un mediocampista eran conceptos que no conocía ni me importaban.

Inmediatamente comenzado el partido, en medio de la excitación general de la escuela, cada vez que la pelota se acercaba a algún área, no importaba cuál, había un grito generalizado y eufórico de gol, hasta que se daban cuenta de que no era así. Les trataba de decir que no sólo no eran goles sino que estaban celebrando acercamientos del rival, pero mi escasa capacidad de liderazgo ya se manifestaba entonces.

Como resultado, a los pocos minutos de empezado el partido, gran parte de la escuela gritó el gol de Italia.

El partido siguió, con Argentina con la necesidad de empatar para tener chance de jugar la final. Extrañamente, en medio de ese entorno, lo que ocurriera con el partido me empezó a importar. Sin entender exactamente qué pasaba, ni analizar por qué ocurrían las cosas, me fui enfervorizando hasta que grité el gol de Caniggia con emoción genuina.

A partir de ahí, se produjo un quiebre y el fútbol me empezó a interesar. Quería verlo, jugarlo, aprenderme historia, estadísticas. Sepulté definitivamente la Billiken para empezar a comprar El Gráfico, que a los pocos meses vino con unos fascículos prácticos de historia del fútbol argentino, a través de los que conocí por primera vez los nombres y la narrativa correspondientes. Empecé a ir a la escuela de Marangoni, que acababa de retirarse. Y también empecé a vincularme más con mis compañeros de escuela, porque encontré que el fútbol me daba algo en común con ellos.

Luego de ese entusiasmo inicial pasé por distintas etapas de interés pendular. Había años en los que ni me acercaba, otros en los que pensaba todo el tiempo en fútbol. Fui esporádicamente a la cancha, y miraba muchos partidos televisados. También me conecté con las órbitas del fútbol, como los canales de televisión, las revistas o las camisetas.

El universo fútbol absorbe mucho. Abarca toda clase de industrias y formas de pensar. Hay toda clase de actividades que no hacen al deporte, pero se siente como si fuera. Saber de fútbol puede querer decir muchas cosas: entender de técnica, táctica, reglamento, historia, política de clubes y asociaciones, relaciones entre hinchadas, estadísticas, agendas periodísticas, relaciones internacionales y un abultado número de etcéteras que nada tienen que ver con el juego.

Como ejemplo, uno puede pasar semanas enteras viendo programas de fútbol por televisión, y en ningún momento oír hablar de fútbol. Se habla de cábalas, de declaraciones de jugadores, de camarillas de vestuario, de incidentes, de candidatos a reemplazar técnicos, de transferencias, de aniversarios, de sanciones. Cuando se habla de algo que pasó en un partido, tiende a estar reducido a jugadas que pueden o no haber sido penal y cosas así.

Esto permite que mucha gente hable y se ocupe del fútbol sin necesariamente entender de fútbol. Porque lo que observé aquel día de 1990 en la primaria con el tiempo comprendí que seguía siendo cierto en todas las edades: los que les importa el fútbol son una minoría muy pequeña. El resto, como hice yo ese día, se engancha en la vorágine de la pertenencia, sin que le importe demasiado a qué exactamente. Es una actividad estimulante, y como todo estimulante, se corre el riesgo de que en exceso sea tóxica.

Hace algunos años decidí que ya había tenido suficiente. Me cansé de los ciclos, de la calesita de reacciones previsibles ante eventualidades limitadas. Las reacciones de todos los actores ante distintas eventualidades que ocurren regularmente son completamente previsibles. Se puede hacer un diario deportivo mediante algoritmos, sólo llenando los detalles (quién ganó, quiénes hicieron goles), el resto se escribe solo. Obviamente personas talentosas pueden leer e iluminar ecos y significados en las ocurrencias más mundanas, pero en el mundo del fútbol no ocurre lo suficientemente tan seguido.

Desde entonces, mis contactos con el fútbol han sido limitados. Sigue existiendo, es imposible no enterarse de ciertas cosas, y tampoco tengo por qué negarme a ver algún partido si me agarran ganas. Pero no ocupa mi pensamiento, ni despejo mi vida de conflictos que me impidan vivir partidos que antes me habrían importado.

Conservo, sin embargo, la alfabetización futbolística. Cuando me encuentro en una situación en la que se habla de fútbol, puede que no conozca a los jugadores, pero rápidamente puedo ser aceptado como par. Puedo estar sin perderme gran cosa cuando amerita, o cuando no hay más remedio, y puedo saber de qué se trata