Cola de serpiente

Una serpiente hambrienta deambulaba por el desierto en busca de comida. Era una búsqueda complicada porque el desierto ofrecía una abundante escasez de pequeños animales aptos para el consumo del reptil. La serpiente tenía tanto hambre que apenas podía arrastrarse en la arena.
De repente, al darse vuelta divisó algo que se movía. Pensó que podía tratarse de un espejismo, pero miró mejor y volvió a moverse. La serpiente se relamió y se acercó sigilosamente hasta que comprobó que se trataba de su propia cola.
Decepcionada, la serpiente apoyó la cabeza en la arena. Pasaron algunos minutos, luego algunas horas, sin que apareciera una presa. En un momento la serpiente sintió la tentación de comer su propia cola. Pero no estaba segura.
Lo pensó un rato. Analizó pros y contras. Por un lado, su propia cola sin duda contenía nutrientes que en ese momento le eran indispensables. También pensó que con menos cuerpo que sostener podría vivir un rato más. Pero, por otro lado, no sabría encontrar el final de la cola. Existía el riesgo de comer más de lo aconsejable. Incluso estaba el riesgo de comerse toda y desaparecer de la faz de la tierra.
Al fin decidió que no tenía mucha opción. No había otro ser vivo en la cercanía. Llevó su cabeza hasta su cola y la mordió. Su intención era evitar inyectarse veneno, pero no llegó a esa instancia porque el cascabel de la punta de su cola le rompió los dientes.
La serpiente, derrotada y con menos chances de conseguir comida, decidió dedicar las energías que le restaban a buscar la costa para encontrar algún animal blando.