Con la gente

Me gusta mezclarme con la gente común. Cada tanto, necesito un poco de respiro, ver qué otra cosa se puede hacer. Entonces me sumerjo entre la gente. Empiezo a interactuar, me entero en qué andan.
Eso me permite no sólo despejarme, sino que me da ideas. A veces la gente común llega a tener costumbres que vale la pena copiar. Meterme entre ellos hace que pueda tomar nota de lo que están haciendo y, por qué no, hacerlo también yo. Sé que después, cuando pase de moda, voy a ser el único en mantenerlo.
Es interesante examinar a la gente. Hacen extrañas actividades. Piensan de maneras muy diferentes y exóticas. Sostienen principios inimaginables. El mundo es una fuente de creatividad inagotable, con la que sólo hace falta conectarse para obtener un beneficio.
La gente no se da cuenta de que estoy entre ellos. En general, están abocados a sus respectivas actividades. Igual que yo. Por eso no me examinan, a pesar de que yo los estudio todo el tiempo. Me gusta ver cómo responden a ciertos estímulos. Me pongo a dialogar, y me entero de cuáles son sus prioridades, y cómo difieren de las mías.
A veces me entusiasmo. La gente común tiene sus virtudes. Puede pasar que me quede un buen rato ahí metido, y hasta que me confunda. Pero siempre me acuerdo de quién soy yo, y quiénes son ellos. Entonces mantengo cierta distancia, cuando no física, mental. Porque tampoco es cuestión de contaminarme.
Me ha pasado, sin embargo, que al volverme de ver a la gente común tuve ganas de traerme a alguien. Alguna persona a la que le veo el potencial de estar a mi altura alguna vez. Alguien que, con la educación y el cuidado adecuado, pueda llegar a mantener una conversación interesante conmigo.
Pero no quieren venir. Se asustan ante la propuesta. No se animan a dejar de ser lo que son para unirse al club de los extraordinarios.
Qué boludos.