Desafío de lectura

“Usted no terminará este texto” era el arranque del texto. Por lo tanto, decidí que no importaba cuánto costara, iba a terminarlo. De alguna manera lo iba a cagar. Así que seguí leyendo. Efectivamente, era muy difícil de seguir. Además de incoherente, era aburrido. No se merecía que lo terminara. Si hubiera sido cualquier otro texto, lo habría dejado de lado sin miramientos.
Pero hacerlo hubiera implicado consentir a la predicción del principio, y no podía permitirlo. Así que seguí leyendo, página tras página. Me costaba pasar las páginas. Había como una fuerza magnética que me impulsaba a cerrar el libro. Era como si el soporte estuviera en consonancia con el texto. Cada tanto el autor me recordaba que no lo iba a terminar, y yo pensaba “vos creías que no iba a llegar hasta acá, hijo de puta”. Sentía que lo estaba logrando.
El texto, como necesitaba doblegarme, se alejaba cada vez más de cualquier cosa que uno pudiera esperar de él. De pronto aparecían recetas de cocina, letras de tangos, largos apartados con opiniones del autor sobre temas intrascendentes y distracciones varias. Parecía un filibustero del senado americano. Seguía implacable, página tras página, invitándome a dejarlo de lado, mientras yo lo continuaba leyendo.
A veces me agarraban ganas de ir al final y terminarlo indirectamente, pero eso era trampa. Lo resistí. Ya era un ejercicio de temple y disciplina. Seguí leyendo, mientras el autor me gozaba. “Ja, seguís leyendo, estás perdiendo el tiempo”, rezaba el texto, que ya había perdido respeto por su lector. Yo no podía hacer lo mismo, porque nunca le había tenido respeto al texto. El objetivo era, precisamente, que algo tan poco respetable no me ganara.
De repente aparecían pasajes en idiomas desconocidos. Me parece que algunos eran en sánscrito. Me permití saltearlos. Por supuesto, cuando volvía al castellano hacía referencia a lo que no había podido leer. Resultaba imprescindible para entender la historia. Pero yo no quería entender. Quería terminar de leer el texto. No me importaba nada más.
Pasaba las páginas, y el texto seguía. Cada tanto, volvía la advertencia: “usted no terminará este texto”. Empezaba a hacerse tedioso. Ya no tenía tantas ganas de terminar. Pensé que era más razonable dejarlo ganar, total qué me importaba. ¿Quién lo iba a saber? Pero después pensé que eso era exactamente lo que el autor quería: que me rindiera. Y jamás me iba a rendir. Este texto no sabe con quién se metió.
Sin embargo, después de varias apariciones de la advertencia, el texto me empezó a sonar conocido, a pesar de que no estaba prestando atención al contenido. Al retroceder un poco, descubrí que lo que estaba leyendo ya lo había leído. Era siempre lo mismo. El texto era un loop. Pero al principio no lo había sido. Había entrado en algún momento de las últimas páginas.
Decidí ver cuánto faltaba. Avancé hacia el final para calcular las páginas que me quedaban por leer. Faltaban doscientas. “Bueno, no es para tanto, puedo leer doscientas páginas”, pensé. Y avancé confiado en que iba a lograr superar todas las barreras que el autor había puesto, pensando que iba a aparecer alguien como yo.
Leí sin preocuparme demasiado, pero algunas horas más tarde me pareció que pasaba algo raro. Me volví a fijar cuánto quedaba, y faltaban doscientas. Aparentemente el texto se reproducía a medida que lo iba leyendo. El libro se hacía más grueso en forma gradual, porque si no me hubiera dado cuenta. Efectivamente, era imposible llegar al final. “Maldición”, pensé.
Pero decidí que podía tener una venganza. Organicé un asado, y lo usé como combustible del fuego. No necesité carbón, porque las hojas que se reproducían alimentaban el fuego. Finalmente, el calor venció. Cuando estaba sacando la última tanda de carne, las hojas se extinguieron. Festejé con un brindis. Al fin había terminado con él.