Descarbonatización

Un día, las burbujas se escaparon de la Coca-Cola y se integraron a la atmósfera. Miles y miles de pequeñas esferas de dióxido de carbono flotaron por el aire, escapadas de las botellas y latas por imperceptibles agujeros. Eran como gotitas de gas, que ocupaban todo el espacio y se movían de un lado a otro con noble displicencia.
La Coca-Cola quedó como sólo un líquido, con el mismo sabor pero sin ese toque eléctrico que la hacía especial. Ya no era bebida. Cuando la gente la probaba, la declaraba caduca y vaciaba la botella en la pileta de la cocina. Momentos después, el agua podrida del cordón de la vereda tomaba un tinte marrón. Olas de Coca-Cola pasaron a formar parte de la calle. Sin espuma, se perdieron por las bocas de lluvia.
El aire se llenó de un sabor nuevo y placentero. Las burbujas eran invisibles, pero se dejaban percibir por todos los que abrían la boca. Sin saberlo, estaban ingiriendo la tintineante frescura que antes tenía la Coca-Cola.
Una brisa de alegría atravesó la ciudad. La gente, contenta, se miraba con complicidad. Todos se sonreían, sin poder explicarse por qué. Había algo entre ellos. Cada uno a su tiempo eructaba felicidad, y devolvía así a las burbujas a su lugar, para que luego de pasar por su tracto digestivo fueran a parar al de alguna otra persona.
Pero las burbujas no estaban del todo conformes. Creían que al aire le faltaba algo. Les parecía que la alegría podía ser más completa. Así que se concentraron en las queserías con tanta densidad que el aire alrededor de ellas se volvió irrespirable. Allí se mantuvieron hasta persuadir a los agujeros del gruyere de que se unieran a su paseo urbano.
Así, la gente que caminaba por la ciudad, con sólo hacer eso, se respiraba una buena picada.